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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (46 page)

—Voy contigo —dijo Mercedes.

—No sé, en tu estado no deberías…

—Estoy embarazada, no impedida. Me vendrá bien salir a la calle. En esta casa me ahogo.

En ese momento, Joaquina entró en el salón con un vaso de agua. Teresa bebió lentamente, sintiendo pasar el fresco líquido por su garganta seca.

—Señorita —Joaquina seguía retorciendo en sus dedos la punta del mandil—, yo tendría que ir a comprar algo, apenas hay nada en la despensa, falta leche y azúcar, y me han dicho de un sitio donde puedo encontrar algo de carne y aceite de oliva.

—Está bien, Joaquina, tú ve a comprar.

—Pero, señorita, es que su señora madre, no me dejó dinero, y yo…

—Ah, bien, no te preocupes, ahora te lo doy.

—Yo acompañaré a Joaquina —añadió la señora Nicolasa.

La criada la miró agradecida.

Teresa sintió de repente la quemazón de las rozaduras que tenía en los pies. Cogió los libros y el bolso y se fue a su habitación. Los soltó sobre el pequeño escritorio, se descalzó y se dejó caer sobre la cama cerrando los ojos. En su cabeza retumbaba las palabras de Charito, la acusación contra Arturo. Pensó en su madre, encerrada en algún lugar oscuro. Abrió los ojos y se incorporó angustiada. En ese momento, Mercedes, asomó la cabeza.

—¿Puedo?

Mercedes entró y se sentó en la butaca junto a la mesa.

—Te has hecho herida.

—Lo sé. Es por la falta de medias y el calor. Además, he tenido que venir andando desde el centro porque me he quedado sin dinero —Teresa se calló un instante, se volvió hacia Mercedes y la preguntó—: ¿Tú escuchaste lo mismo que Joaquina?

Mercedes negó.

—Arturo es incapaz de hacer algo así, lo conozco bien. Mario es su amigo, y yo… —se calló un instante, tragó saliva y miró de nuevo a Mercedes—. Cuéntame cómo ha sido.

—Me había quedado dormida y me desperté sobresaltada con los timbrazos insistentes y los golpes en la puerta. Cuando salí al pasillo, un grupo de hombres entraban en tropel preguntando por Mario. Tu padre insistió en que no sabían nada de él desde el día del incendio de la cárcel. Miraron por la casa abriendo y cerrando puertas. El que daba las órdenes dijo que a cambio de Mario se llevaban a tus padres.

—¿Y cuándo escuchó Joaquina el nombre de Arturo?

Mercedes encogió los hombros y negó con la cabeza.

—Ni idea. Ella lloraba mucho, igual que tu madre, y seguía a los guardias mientras recorrían las habitaciones de la casa. Cuando llegó Charito le contó lo que había pasado y que había oído a uno de ellos decir eso de Arturo.

Miró por la ventana. El sol de la tarde penetraba sesgado a través de los fraileros.

—Vámonos. Tengo que encontrar a mis padres antes de que sea demasiado tarde.

Teresa se calzó unas alpargatas. Con los pies algo más cómodos se lanzaron a la calle en una búsqueda desesperada contra el tiempo. Le estremecía la idea de que llegase la noche. La oscuridad amparaba muchos crímenes, y el amanecer podría quebrar la esperanza de encontrarlos con vida a cambio de ver sus nombres escritos en una lista funesta, o algo peor, si cabe, descubrir su rostro macilento y desenfocado en la imagen de una foto, entre otras caras igual de inermes, salpicadas de sangre, grabado en el semblante el último instante cargado de miedo, el último grito, el último recuerdo antes de la nada, de la muerte, del silencio. Había visto, con espanto, muchas de esas caras en la desesperada búsqueda de su hermano Mario, antes de que aparecieran Mercedes y su madre trayendo la grata noticia de que seguía vivo. Mientras bajaba las escaleras, seguida de Mercedes, sintió un escalofrío por el cuerpo. ¿Y si no llegaba a tiempo?

Capítulo 19

Don Eusebio se inclinó bruscamente contra el miliciano que llevaba a su lado cuando el coche, en manos de un conductor inexperto, giró con demasiada rapidez hacia la calle Alcalá, dejando a un lado la fuente de la Cibeles. Luego, a demasiada velocidad y acelerando el motor en exceso, enfiló el tramo de la calle hasta llegar al número 40, hizo otro giro y aparcó con un frenazo seco.

—A ver si aprendes a conducir, Mariano —espetó el que iba de copiloto, descendiendo del vehículo—, que ya llevas tiempo al volante.

—Es el motor, que no va bien.

Los dos hombres que escoltaban al reo se bajaron, y uno de ellos le obligó a hacer lo mismo apuntándolo con el Mauser.

—Vamos, aquí se acaba el viaje.

Don Eusebio descendió lacónico y miró a su alredor. Hacía mucho calor y la calle Alcalá mostraba el viso somnoliento de la placidez de la siesta. Ante él, el Círculo de Bellas Artes, un edificio que respondía al estilo clasicista, con sus columnas dobles enmarcando los grandes ventanales tras lo que pretendía concentrarse, ya desde finales del siglo pasado, lo más granado de las artes. Al entrar, notó un agradable frescor. Las mármoles brillantes, las hermosas alfombras, las elegantes trazas y, sobre todo, la impresionante escalera barroca de doble tiro, devolvieron a don Eusebio, sólo por un instante, a la aparente normalidad de un pasado brillante de excelencia, galanura y distinción. Pero ese espejismo quedó roto al contemplar a los personajes que ahora ocupaban tan insigne edificio, emponzoñando la visión, degenerando la esencia misma del refinamiento y el buen gusto: hombres despechugados, con la tez oscurecida por la barba de días, astrosos, sentados de cualquier manera en las escaleras y en los sillones de telas brocadas y sedas, fumando, bebiendo y comiendo encima de las alfombras, o sobre las mesas de ricas maderas rematadas de bronces dorados. Todo se ha vuelto zafio y ordinario, pensó don Eusebio, resabiado de una situación ya conocida, y no por ello menos temida. Dejaron atrás los espacios suntuosos para bajar a los sótanos como preludio al descenso a los infiernos. Abrieron la puerta de una especie de trastero del que salió un hedor repugnante y de un empujón le metieron al interior, cerrando de inmediato con un golpe fuerte y seco. Se volvió hacia la puerta y puso sus dos manos sobre la superficie lisa como si se aferrase a ella para no caer al vacío de tinieblas que se abría a sus pies. El sonido metálico al deslizarse la cerradura resonó en la oscuridad. Desesperado, golpeó con fuerza la madera.

—¿Adónde se han llevado a mi esposa? —gritó.

A doña Brígida la habían metido en otro coche diferente al suyo; había preguntado por ella varias veces durante el trayecto, sin obtener respuesta.

—No te preocupes tanto —oyó al otro lado de la puerta—, seguro que la atenderán como merece su rango.

Oyó risas burlonas, comentarios groseros e insultantes dirigidos a quebrantar su ánimo indefenso. El encierro resultaba insoportable, pero lo era mucho más la incertidumbre de lo que pudiera sucederle a su mujer. A pesar del golpe humillante por el que pasaba, él podría sobreponerse, sabría superar la contrariedad, era un hombre, su fortaleza mental, incluso física, estaba por encima de cualquier ataque por muy denigrante que fuera, pero ella, al fin y al cabo, era una mujer, débil, de carácter frágil y quebradizo, tenía el convencimiento de que sin su protección estaría expuesta a un menoscabo que podría resultar irreversible. No obstante, en lo más profundo de su corazón, en sus meditaciones más íntimas jamás confesadas ni admitidas, rondaba el miedo terrible a perderla, a que su falta se hiciera evidente en la casa y en su vida.

Cuando se alejaron, se volvió y miró a su alrededor; sus ojos apenas recogían el tenue haz de luz que se colaba por las rendijas de la puerta. No sabía si había alguien más, sin embargo, presentía que no estaba solo. Tanteó con los brazos hacia adelante hasta tocar la pared, pero tropezó con algo metálico que rodó y del que se desprendió un hedor nauseabundo.

—Ya tiró la mierda.

La voz nervuda y densa de un hombre a su espalda, le hizo girarse. En la penumbra le pareció ver a alguien sentado justo frente a él.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre.

Don Eusebio, aturdido, miró a ciegas a un lado y otro antes de contestar.

—Me llamo Eusebio Cifuentes.

—Hombre, Cifuentes. Encantado de conocerte —hablaba con postiza amabilidad—. Ven aquí, acércate, a mi lado tienes sitio, y al menos te alejas un poco del retrete.

Don Eusebio dio dos pasos, tanteando, hasta llegar a la otra pared, y esta vez su pie tropezó con la pierna del que le hablaba.

—Puedes sentarte, estás en tu casa —le dijo con voz recia y con cierta ironía.

Don Eusebio tanteó el lugar y dobló las rodillas pegando la espalda a la pared; se quedó un instante en cuclillas como si se resistiera a sentarse en una superficie que no podía ver. Luego, dio un largo suspiro y dejó caer el cuerpo sobre la dureza del suelo.

—Me llamo Emilio Bartolomé Sánchez.

—¿Por qué no hay luz?

—Ahora nos tienen a oscuras, cuando les dé la gana encenderán una luz y la mantendrán durante horas, y si quieres que te diga la verdad, no sé qué es peor, al menos así no se ve la miseria en la que nos tienen metidos, eso sí, la hueles, esta peste se te mete hasta las entrañas.

—¿Estamos solos?, quiero decir… aquí, ¿no hay nadie más que usted y yo?

—Sí, estamos solos, al menos por ahora, pero puede que dentro de un rato traigan a otros…, o no, depende de cómo se les de la caza —don Eusebio percibió que el hombre se volvía hacia él—. O puede que se nos lleven esta misma noche y esto se quede vacío. Y no me trates de usted, hombre, dadas las circunstancias de poco o nada valen las formalidades —se quedó un instante en silencio, para continuar con voz quebrada, queda—; al fin y al cabo, es muy posible que seas la última persona amigable con la que hable en mi vida.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Hubo un silencio, y don Eusebio escuchó el chasquido de la boca.

—Cinco días con sus cinco noches. Yo creo que no saben qué hacer conmigo, o tal vez se han olvidado de que existo, resulta fácil que le olviden a uno. Y a ti, ¿por qué te han traído aquí?

Don Eusebio encogió los hombros, y alzó las cejas en un gesto inconsciente.

—No lo sé muy bien, han ido a mi casa preguntando por mi hijo mayor, como no estaba, me han detenido a mí y a mi esposa. Pero de ella no sé nada. Me temo que alguien nos ha denunciado, porque de lo contrario, no me lo explico.

—En los tiempos que corren, Cifuentes, todos formamos parte de la traición, unas veces como víctimas y otras como verdugos. En este Madrid de chotis y verbenas han aflorado los instintos más bajos, lo más rastrero del ser humano, sin distinción alguna de clases, de ideologías o de religión —calló un instante—. ¿Eres de la CEDA o del Frente Popular?

Don Eusebio no contestó de inmediato.

—Poco me importan los partidos y sus ideas, ningún político me ha regalado nada de lo que tengo.

—Ten cuidado con eso que dices, lo más probable es que te acusen de fascista.

—Yo no soy fascista. Tampoco ésos me gustan un pelo. Se creen los salvadores del mundo, de la patria y de la sociedad, y, para eso, ya tenemos a la Iglesia y a Dios.

—Poco me importa a mí lo que seas o lo que pienses, yo sólo te advierto.

—¿Por qué preguntas entonces?

—Por hablar de algo, aquí el tiempo se eterniza, y es mejor hablar de lo que sea antes que permanecer en silencio, porque entonces te das cuenta de que ese tiempo no es eterno, y tal vez sea la última vez que puedas charlar con alguien antes del final.

De nuevo el mutismo, espeso como el aire bochornoso y húmedo que respiraban. Sin embargo, al cabo de una hora, los dos hombres conversaban con la confidencialidad de una confesión eclesial. A lo lejos se oía música mezclada con risas y voces. Don Eusebio le contó su periplo desde que había comenzado la sublevación, su primer encierro, sus jornadas interminables curando heridas espantosas y remendando cuerpos destrozados, con la amenaza constante de la pistola apuntando a su cabeza, sintiéndose necesario pero a la vez condenado, en la ambigüedad entre la vida y la muerte que, a veces, le llevaba a un estado de extenuación incontrolable.

Por su parte, Emilio Bartolomé le habló de su condición de teniente del Ejército, y de cómo había conseguido escabullirse, junto a otros tres soldados, en el asalto del cuartel de la Montaña, encerrándose en una caseta justo cuando la multitud, enloquecida, irrumpió en el patio del cuartel. Desde una pequeña ventana fueron testigos de cómo se mataba a todo hombre de uniforme que se encontraban, incluso los que salían con las manos en alto eran tiroteados. Convencido de que iba a morir, se le ocurrió una idea: ante los ojos aterrados de sus subordinados, empezó a gritar llamando la atención a los de afuera. Cuando echaron abajo la puerta dijo que los habían encerrado allí ante su intención de salir del cuartel por no estar conformes con la sublevación. Los asaltantes, conmovidos por la pericia, les ayudaron, les arroparon, los sacaron entre felicitaciones y agradecimientos por su fidelidad a la República, y los dejaron marcharse a sus casas.

—No sé qué habrá sido de los tres soldados. Estaban tan asustados que temí que se notara el engaño, pero por suerte para nosotros la locura de muerte estaba centrada en otros. Les sugerí que se desprendieran de las guerreras y que se escondieran una buena temporada. Espero que lo hayan conseguido —añadió murmurando para sí, como si ese deseo se le hubiera deslizado, de forma involuntaria, a través de los labios—. Yo me mantuve oculto en casa de mi hermana, pero la cagué bien.

—¿Por qué, qué pasó?

—El portero me había visto subir, pero no me veía bajar, y el muy cabrón se lo dijo a su novia metida a libertaria —se notó en su tono el desprecio profundo que sentía—. Llegaron de madrugada, pusieron todo patas arriba. Yo me escondía en una pequeña despensa cuya puerta había disimulado mi cuñado poniendo delante una alacena muy pesada —hizo una pausa, y chascó la lengua—. No tenía que haberme ocultado allí, no tenía que haberles metido en este lío… —más que hablar murmuraba para sí mismo—. Tienen tres niños, ¿sabes?, dos varones de cinco y tres años, y un bebé de seis meses, Emilito; le pusieron mi nombre porque fui su padrino —de nuevo hizo un silencio pesado, y después resopló como si no pudiera soportar los recuerdos—. Oí gritar a mi hermana, suplicar que no lo hicieran, suplicaba como sólo lo hace una madre por la vida de sus hijos. Al rato noté que arrastraban la alacena, luego se abrió la puerta que me ocultaba. Cuando salí sólo vi a mi cuñado llorando en un rincón. El silencio de la casa me estremeció tanto que llamé a mi hermana a voces antes de alcanzar la escalera… pero no la oí, no la oí ni a ella ni a mis sobrinos… no sé qué habrá sido de ellos. La cagué bien al meterme en su casa, no debí hacerlo, para salvar mi pellejo les jodí la vida a ellos.

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