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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (50 page)

—Bastantes historias tengo aquí —añadió secamente, aspirando otra calada—; yo sí que podría escribir un libro.

—Si no lo hace es porque no quiere.

—Y porque no sabe escribir —dijo Damián sin poder evitar la risa estúpida que le hacía encogerse como un animal asustado.

—Tú, majadero, calla y trabaja, que nadie te dio vela en este entierro.

Gumersindo le habló sin demasiada acritud.

—Tiene que haber vivido muchas cosas curiosas —insistí, ajeno a los chascarrillos de Damián.

—¿Quiere algo? —su pregunta fue clara, estaba estorbando y quería que me marchase.

Yo también fui directo.

—¿Qué le contó su suegro el otro día?

—Ya le dije que pregunta usted mucho.

—Su suegro sabe algo de Andrés Abad o de Mercedes Manrique. ¿Qué razón hay para ocultarlo?

Oí la voz de Damián susurrante, como si, absurdamente, quisiera avisarle sin que yo me diera cuenta.

—Camposanto…

—Ya te he dicho que nadie te dio vela en este entierro —le interrumpió el sepulturero volviéndose hacia él—. Es tarde. Recoge los trastos y guárdalos.

El chico, sin moverse, volvió a murmurar, algo nervioso.

—Te he dicho que recojas los trastos. Se acabó la charla.

Esta vez, su voz fue exigente, grave. El chico obedeció y observé, bajo la mirada inquisitoria del sepulturero, cómo arrojaba los útiles de la obra al interior de un capacho de goma, mirándome de reojo. Cuando se alejó, Gumersindo volvió a dar una calada larga; la ceniza consumía con rapidez el fino papel blanquecino, avanzando poco a poco a sus labios agrietados y secos.

—Será mejor que se vaya.

—Sabe algo de Andrés Abad, ¿no es eso? Y no me lo quiere decir.

Me acerqué algo más hacia él y me senté sobre una losa de mármol cuyos nombres grabados quedaban a mi espalda. Él me observaba, distante.

—No haga mucho caso de mi suegro, el hombre está muy mayor, ya lo ha visto.

—Pero ¿qué le dijo? Él quería que me lo contase.

—Es usted muy terco.

—Puede que sí. Soy escritor y todo lo que sea extraño me interesa.

—¿Y quién le ha dicho que hay algo extraño?

—Todo este asunto es extraño.

—Si usted lo dice —arrojó el cigarro al suelo y lo pisó hasta casi sepultarlo en la tierra—. No puedo atenderlo más, tengo muchas cosas que hacer.

Se alejó despacio hacia donde estaba el chico. Era inútil insistir, aquel hombre no me iba a decir ni una sola palabra. Me quedé inmóvil, sintiendo el frío de la piedra traspasar el pantalón, pensativo. Me levanté y me dirigí a la puerta; al salir me fijé en el ramo de flores. Consulté en mi libreta el nombre de la calle de la floristería, pregunté, y una mujer me dijo que estaba muy cerca, en la calle Dos de Mayo.

Entré a la floristería convencido de que no podían ser muchos los que habían comprado aquella mañana un ramo de flores de azahar. Además, no era la temporada de floración, aunque pensé que en este mundo tan globalizado cualquier cosa se podía conseguir en cualquier época.

Una mujer de unos treinta años, alta y fuerte de hechuras, que mostraba una amable sonrisa, me dio los buenos días.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Olía a perfumes diversos de flores, mezclados entre sí, pero sobre todo noté el aire cargado de humedad.

—Buenos días —respondí al saludo, acercándome a un mostrador grande y ancho, sobre el que se disponían flores y plantas diversas, que la mujer iba colocando con mucha habilidad en un recipiente—, quería preguntarle si a lo largo de la mañana alguien le ha comprado un ramo de flores de azahar.

—¿El ramo del cementerio?

—Sí. Ese mismo —respondí, entre la sorpresa y la alegría.

—El de esta mañana han venido a recogerlo una mujer muy mayor y una niña.

—¿El de esta mañana? ¿Es que ha habido más?

—Éste es el segundo que me encargan. Sé que es para una sepultura porque el primero lo tuve que llevar yo misma.

—¿Lo llevó al cementerio sin más, o lo tuvo que dejar en alguna tumba en concreto?

—No, no, la señora me especificó muy bien el número y el nombre —dejó un instante lo que hacía y consultó un cuaderno abierto que tenía junto a la caja registradora—; era la sepultura de Mercedes Manrique Sánchez. Si le digo la verdad, es uno de los encargos más raros, y también mejor pagados, que he tenido desde que abrí la tienda. Las flores de azahar no se consiguen fácilmente, y menos en invierno. Pero la señora me insistió en que buscase por cualquier parte del mundo, que no importaba el coste. Y la verdad es que no le importó, porque cuando las encontré en un distribuidor chino, y le dije que le iba a costar 450 euros (entre portes de urgencia y tal), me dijo que las pidiera.

Yo la escuchaba con la boca entreabierta, absorto en sus palabras; ella volvió a su tarea de colocar el centro, cortando tallos con una tijera pequeña, y clavándolos con aparente facilidad en una base de color verde.

—Y eso, ¿cuándo fue?

—El encargo fue a mediados de noviembre, y las flores me llegaron el 20 de diciembre.

—¿Y ése fue el que llevó usted?

—Sí. Llamé a la señora el mismo día 20, pero me dijo que le resultaba imposible venir a recogerlas y que si no me importaba acercarlo yo misma al cementerio. Y no me importó, ¿cómo me iba a importar? Me hizo otro pedido igual y me dio una muy buena propina. Ya me había hecho la transferencia del primero, de 500 euros (anticipándose a la propina), y me dijo que ese mismo día me haría otra por la misma cantidad para que trajera otro ramo igual, de flores de azahar. Debe ser algo muy especial, porque pagar ese dineral por un ramito así —hizo un gesto con las manos para indicarme algo redondo y pequeño—, la verdad… no sé —encogió los hombros, como si su mente no alcanzase a entenderlo—, pero, ya se sabe, hay gente que tiene un capricho y dinero para pagarlo, y aquí estamos para vender.

Pensé que seguramente tendría que haber sido Teresa Cifuentes la que hizo el encargo. Me pareció muy atrevido pedirle el número, así que fui yo el que le di la información.

—Y la señora no se llamaría Teresa Cifuentes.

—Esa misma. Esta vez han tardado un poco más porque el chino no se enteró bien y tuve que hacer otra vez el pedido, y además llegaron las Navidades… y bueno, ya sabe, todo se retrasa. En cuanto entraron por la puerta llamé (la verdad es que estaba de los nervios, porque la señora me había hecho la transferencia, y claro, no quería que pensara que yo… —se calló y continuó con su tarea—). Estuve toda la mañana llamando, pero me fue imposible contactar con ella, ni mensaje pude dejarla porque lo tenía apagado. Y esta mañana, a los cinco minutos de abrir, ha venido una señora y una niña de unos diez años diciendo que venían a por el ramo de flores de azahar para el cementerio.

—Y la anciana que ha venido a recogerlo… —dudé un instante, porque me estaba empezando a mirar con desconfianza—, ¿me podría decir cómo era?

Entonces, dejó su tarea, bajó los brazos y frunció el ceño, recelosa.

—Pero ¿ha pasado algo con las flores?, mire que yo he cumplido con el encargo, y esta señora ha venido preguntando por el ramo de flores de azahar para la sepultura de Mercedes Manrique encargada por Teresa Cifuentes.

—No, si no ha pasado nada, las flores están donde tienen que estar, sólo quiero saber quién las ha llevado allí.

—Pues…, qué le puedo decir… —encogió los hombros con gesto pensativo como si estuviera haciendo memoria de algo que en lo que tampoco había puesto mucha atención—, era mayor, seguro que tenía los ochenta, y la niña, pues, una niña de unos diez años, morena…

—¿De pelo largo, con un abrigo azul, ojos oscuros?

La coincidencia de mis nuevas vecinas en el cementerio se me pasó por la mente mientras hablaba.

—Sí, eso es. Era evidente que mis nuevas vecinas tenían algo que ver con Teresa Cifuentes y con Mercedes.

Miré a mi alrededor y vi un pequeño ramo de varios tipos de flores.

—¿Qué precio tiene éste?

—Cincuenta euros.

—No sé mucho del cuidado de las flores, bueno, en realidad no sé nada.

—Si lo pone en un sitio que le dé la luz sin que le pegue el sol de plano, y lo riega muy poquito, le durarán mucho. Son flores muy agradecidas y muy alegres.

—Me ha convencido, me lo llevo.

Salí de la floristería con el ramo envuelto en un precioso papel y adornado con un lazo blanco y azul. Me dirigí al coche dispuesto a ir a casa de mis vecinas de patio para preguntarles por su relación con Mercedes Manrique. Cuando estaba cerca de la fuente de los Peces escuché que alguien chistaba a mi espalda. Me giré y vi a Damián, que me seguía a pocos metros, con un andar cansino como si cada paso le pesara, las manos metidas en los bolsillos del mono y una mueca boba en su cara. Me detuve y le sonreí.

—Hola, Damián. ¿Ya terminó la jornada?

Cuando llegó a mi altura, echamos a andar los dos juntos. Me vi un poco ridículo con el ramo en la mano. No sabía qué hacer con él.

—Me voy a comer; luego tengo que volver.

Su voz era como sus andares, desganada, apática.

—¿Vives muy lejos?

—Un poco. En Iviasa, al otro lado de la vía, ¿lo conoce?

—No. Conozco muy poco de Móstoles. Es demasiado grande —anduvimos un rato en silencio. Cuando estábamos llegando a la fuente, le pregunté—: ¿No tienes coche?

—No, no sé conducir. Y no cojo el autobús para ahorrarme el euro de ida y el de vuelta. Me hago con una pasta al final de mes, y no me importa caminar.

—Yo tengo el coche en el aparcamiento que hay en los Juzgados, si quieres te llevo.

—Bueno. Si no es molestia…

—Pero me tienes que indicar tú, porque ya te digo que de Móstoles sólo conozco esta parte.

Damián no dijo nada. Me acompañó gansamente, esperó paciente a que pagase el peaje y cuando abrí el coche con el mando se subió en el asiento del copiloto.

—Tiene usted buen coche.

—No está mal.

Salimos a la calle. Esperaba la ocasión para sonsacarle alguna información; ésa había sido la intención de mi ofrecimiento de acercarlo hasta su casa. Tal vez supiera algo sobre el asunto. Mientras me hacía indicaciones de por dónde me tenía que meter, le intenté sonsacar:

—¿Llevas mucho tiempo con Gumersindo?

—¿Con quién, con el Camposanto?

—Eso, con el Camposanto.

—Va para dos años.

—¿Y te gusta el trabajo? ¿Quieres sucederle en el puesto?

—¿Por qué no? Me pagan un jornal y me dan para coger el autobús. A la gente no le gustan los cementerios, pero yo al cementerio vengo desde que era así de chico.

—¿Te gusta el cementerio?

Afirmó con movimientos rápidos de la cabeza y con una risa bobalicona, encogiendo los hombros, consciente de que su afición no era muy normal.

—¿Y sabes mucho de lo que pasa ahí?

—Todo —dijo convencido y con firmeza—. Lo sé todo. Quién entra, quién sale, a quién van a rezar, a quién le dejan flores. Si usted supiera…, hay mujeres que vienen a dejar flores a la tumba del amante. Las muy zorras. Se creen que no me doy cuenta, y luego las ve usted tan dignas por la calle del brazo del cornudo de su marido. Unas putas, eso es lo que son.

Lo dijo todo deprisa, como si le hubiera desbordado de su interior una rabia contenida, agria. Le miré de reojo y le noté nervioso, como si sus propias palabras le hubieran herido.

—Yo conozco el secreto del viejo —dijo de pronto. Me miró un instante y de inmediato volvió la cara hacia la ventanilla. Yo le observaba de reojo sin dejar de mirar al frente.

—Cuando dices el viejo, ¿te refieres a Eugenio, el suegro de Gumersindo?

—Claro.

—¿Y tiene un secreto?

—En los cementerios siempre hay secretos.

—¿Y ese secreto tiene algo que ver con Andrés Abad?

—Eso ya no lo sé. Pero hay algo escondido en un nicho.

Volví la cabeza un momento para mirarlo.

—¿En un nicho? —él afirmó con la cabeza sin apenas mirarme—. Parece interesante, ¿por qué no me lo cuentas?

—No puedo.

Me parecía estar hablando con un niño pequeño.

—Si me lo cuentas, sabré mantener el secreto.

—¿Y qué me dará a cambio?

Se volvió hacia mí y yo lo miré al bies.

—¿Te valen veinte euros?

—Cien.

—Joder, Damián. No andas tú corto.

—Es aquí —dijo de repente, señalando con el dedo hacia adelante. Detuve el coche donde pude y, en seguida, abrió la puerta sin llegar a bajarse—. Si lo quiere saber me tiene que dar cien euros.

—Te los daré cuando me lo digas.

—No, me dará ahora la mitad y el domingo a las siete de la tarde le espero en la puerta del cementerio. El Camposanto no va los días de fiesta por las tardes, soy yo el que abro y cierro —se calló y me miró, con un pie fuera del coche—. Le diré lo del nicho.

—Está bien —dije extrayendo la cartera de mi bolsillo—, pero como me dejes colgado se lo digo al Camposanto.

—A ése ni una palabra de esto porque nos corta el cuello a los dos.

Sonrió enseñando unos dientes sucios y mal cuidados. Cogió los cincuenta euros y bajó del coche. Antes de cerrar se asomó.

—A las siete de la tarde el domingo, no falte.

Cerró la puerta de un golpe. Parecía que había recuperado de repente el vigor. Le observé caminando con más brío, con las manos metidas en los bolsillos y sin volver la mirada en ningún momento, hasta que torció por una esquina y desapareció. Puse la marcha y regresé a Madrid.

Eran las dos de la tarde cuando accedía por la rampa del garaje de mi edificio en la calle Ramón de la Cruz. Antes de subir decidí hacer una visita a mis nuevas vecinas con el fin de averiguar qué relación tenían con Mercedes Manrique. Era la hora de comer, y, muy probablemente, las encontraría en casa. Dejé el ramo de flores en el coche, pero cogí el cuaderno de notas. Salí a la calle y me dirigí hacia mi izquierda. Por la forma de los edificios, calculé que el suyo tenía que ser el primero girando hacia Núñez de Balboa. La puerta del portal estaba entornada, empujé y entré. El interior era un tubo estrecho, oscuro y largo que ascendía al fondo en un tramo de cuatro escalones. Buscaba a mi alrededor un interruptor de luz cuando escuché una voz potente de mujer:

—¿Qué quería? Si viene con propaganda, déjela en la entrada que ya la reparto yo.

Avancé unos pasos hacia las escaleras.

—Hola —dije a ciegas, intentando descubrir a la persona que me hablaba—, no traigo propaganda. Venía a ver a unas vecinas.

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