Pero doña Brígida ya no la escuchaba. Confundida, entre la esperanza y la terrible preocupación de saber que su hijo, su querido primogénito, estaba en una cárcel, preso como si de un vulgar delincuente se tratase, se dirigió al salón donde esperaba su marido.
—Eusebio…
La interrumpió alzando la mano para que se callase, con la mirada perdida en un vacío, desconcertado.
—Lo he oído —dijo con sequedad.
—¿Y qué vamos a hacer? Dios Todopoderoso, mi hijo preso. ¡Qué vergüenza, qué va a pensar la gente!
Teresa se enfureció y no pudo aguantarse ante las vacuas palabras de su madre.
—Madre, por favor, ¿qué importará ahora lo que la gente piense? Lo importante es que Mario está vivo.
—Claro, hija, pero no me negarás que es una vergüenza, preso, Ave María Purísima…
Se persignó varias veces, y echó de menos tener en sus manos el rosario que desde hacía días se mantenía escondido, junto con otros objetos de culto católico, debajo de uno de los baldosines de la despensa, alertados por los registros que se habían hecho tan habituales en las casas.
Al ver las jaculatorias, don Eusebio la miró despectivo y le habló con autoridad.
—Ya te he dicho muchas veces que reprimas esas estúpidas manifestaciones religiosas, sabes que nos puedes meter en un lío a todos.
—No son estúpidas —dijo con dignidad—, son mis creencias.
—Pues aprende a contenerte, porque como se enteren de que aquí somos católicos practicantes ni Dios ni el Espíritu Santo nos salvan de que nos den un paseo.
Doña Brígida cruzó las manos bajo el pecho para evitar volver a santiguarse ante las palabras de su marido que, a su parecer, rayaban la blasfemia.
—No exageres, padre —saltó Teresa casi sin pensar.
—Tú te callas, que nadie te ha dado vela en este entierro.
—Bueno, ya basta —terció doña Brígida, nerviosa—, hemos de centrarnos en Mario. ¿Qué se supone que debemos hacer ahora?
—Yo me voy a la Modelo —dijo Teresa, resuelta, y salió del salón—, preguntaré por él e intentaré verlo, y si no puedo, me enteraré cómo funciona el régimen de visitas.
—¿Adónde te crees que vas?
La madre salió detrás de ella, indignada, porque su hija hacía exactamente lo que ella no se atrevía hacer, a pesar de que lo estaba deseando.
—Aguarda a que tu padre diga lo que debemos hacer.
Teresa se volvió hacia su madre mientras comprobaba que llevaba en el bolso la cédula de identidad y el carnet del sindicato de costureras que su novio le había proporcionado para que pudiera moverse por Madrid sin problemas.
—Quédate tú, esperando, como siempre, a que papá decida por ti. Yo me voy a ver a mi hermano.
Después de comprobar que en el interior de su bolso todo estaba en orden, salió del piso y cerró la puerta en las narices de doña Brígida, que se quedó estupefacta, incapaz de reaccionar, conteniendo la rabia porque en el fondo ella quería acompañar a su hija, quería ir con ella a esa cárcel en la que tenían preso a su hijo, pero no se atrevía a hacer nada por sí misma. Resignada, regresó al salón, a la espera de los dictados de su marido.
Don Eusebio estaba hablando por teléfono, con gesto serio, dando a su interlocutor la información que le había llegado sobre el paradero de su hijo Mario.
—Está bien, Emeterio, lo comprendo. No te preocupes. Sí, sí, estoy algo mejor. Te lo agradezco mucho. Adiós, adiós.
Colgó el teléfono con un ademán despectivo.
—Ten amigos para esto. Que no puede hacer nada, el muy cobarde…
Tensó las mandíbulas y movió la cabeza.
Don Eusebio hizo varias llamadas, todas con el mismo resultado. Los que le contestaban le decían que, según estaba la situación, no podían hacer nada, otros le eludieron abiertamente y no se quisieron poner al aparato, y algunos ni siquiera descolgaron el teléfono, huidos fuera de Madrid desde hacía días. Don Eusebio tenía la cara desencajada. Movía la cabeza de un lado a otro con los ojos fijos en el vacío. Doña Brígida, al ver que su marido no reaccionaba con la rapidez que ella hubiera deseado, le instó, con toda la prudencia de que fue capaz para que no se alterase.
—Habrá alguna forma de sacar al niño de allí, digo yo, si no, ¿para qué están las amistades?
La miró exasperado.
—Las amistades sólo están para los buenos tiempos, Brígida, a ver si te enteras. Cuando las cosas vienen torcidas, nadie es amigo de nadie. Todos huyen a esconderse como ratas.
Don Eusebio estaba resentido. La noticia de su detención corrió de boca en boca como la pólvora; se especuló con barbaridades sobre su persona, poniéndole en el punto de mira del Comité Provincial de Investigación Pública como sospechoso fascista y de dar apoyo a los sublevados. De hecho, ninguno de los que se decían colegas y amigos se había dignado a visitarlo, con la única excepción de Luis de la Torre, para curarle sus heridas, y de Ramón Pellicer, en cuya visita observó la evidencia de un interés torticero al proponerle, casi a imponerle, el alistamiento de los mellizos, a pesar de ser dos adolescentes que no estaban preparados ni para cargar el fusil al hombro. Hubo alguno que le había llamado por teléfono, con una prudencia extrema, notando en su voz el miedo a que las líneas estuvieran intervenidas, hablando poco, llamadas de puro compromiso de apenas un par de minutos. Era como si en su casa hubiera entrado de repente la peste, y nadie quisiera acercarse a él, por si acaso.
—Todos tenemos miedo —murmuró doña Brígida.
—Unos cobardes, eso es lo que son, unas ratas cobardes.
—¿Y qué vamos a hacer, entonces?
Don Eusebio dio un profundo suspiro, cogió el periódico y lo abrió.
—Esperaremos a ver qué noticias trae Teresa. Al menos, sabemos que está vivo.
Cuando Joaquina oyó esas palabras, se acordó de lo que la miliciana había dicho sobre el amigo de Mario.
—Señor, si usted me lo permite… —miró a doña Brígida afligida—, es que esa mujer que ha venido con la noticia del señorito Mario… pues que dijo otra cosa más…
Los dos se la quedaron mirando tan fijamente que se sintió intimidada. Bajó la cabeza, y ante su mutismo, don Eusebio la apremió.
—Habla, Joaquina, por lo que más quieras, habla de una vez.
—Pues, señor, verá usted, que esa mujer me dijo que les dijera que el señorito Fidel, el amigo del señorito Mario, pues me dijo que le dijeran a su familia que le buscasen…
Calló un instante aturdida por la expectación que sus palabras estaban creando en el ambiente, tragó saliva y, ante la desesperación de los que la escuchaban, la instó doña Brígida impaciente:
—¿Dónde Joaquina, dónde está Fidel?
—En el cementerio de San Justo…, el de San Isidro,
pá
que ustedes me entiendan. Que allí les darían cuenta de él.
—¡Dios Santo!
—¿Estás segura de que dijo eso, Joaquina?
Joaquina se llevó los dedos a la boca y se los besó con vehemencia.
—Que me caiga muerta aquí mismo si les miento. Así mismo me lo dijo, que le buscasen en el cementerio de San Justo.
Doña Brígida se dirigió a su marido.
—Habrá que avisar a sus padres.
—Yo lo haré.
Los ojos de don Eusebio se hundieron en unas profundas ojeras. Cogió el teléfono y marcó el número conocido. El padre de Fidel era conocido suyo de las tertulias que formaban en el Círculo de Bellas Artes los sábados por la tarde. La noticia de la muerte de su hijo le destrozaría para siempre. Sentía un dolor en el estómago. Le estremeció escuchar la voz dulce de Carmen, la madre de Fidel. Cuando colgó el teléfono tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se contuvo, impertérrito, inmóvil, sin dar muestras del dolor que le abrasaba las entrañas.
Doña Brígida, mientras tanto, envuelta en una terrible congoja, creía morirse. Tenía que quedarse allí sentada, esperando, sin hacer nada, mientras su hijo estaba preso en una cárcel.
Las horas fueron transcurriendo desesperadamente lentas, silenciosas, envueltas en la calima asfixiante. El timbre chillón y estridente del teléfono les sobresaltó. Don Eusebio descolgó el auricular y contestó muy serio.
—Sí, soy yo.
El silencio se mascaba en aquel salón enorme, casi en penumbra porque las cortinas y los fraileros permanecían cerrados para evitar que el calor sofocante del mediodía se colase por los balcones, y para que nadie pudiera saber si estaban o no sus ocupantes en la casa.
Don Eusebio escuchaba con máxima atención lo que le contaba su interlocutor, al otro lado del teléfono.
—Entiendo —dijo al fin—. Gracias por avisarme.
Colgó el teléfono tan lentamente que desesperó a doña Brígida, y no pudo resistirse a preguntar.
—¿Ocurre algo?
Su marido la miró con desolación.
—Era Margarita, han tenido noticias de Isidro.
Doña Brígida esbozó una sonrisa de alegría, pero en seguida la borró de su rostro. Por la expresión de su marido, comprendió que las noticias no eran buenas.
—Sólo saben que le han pegado un tiro, pero todavía no han encontrado su cuerpo. Por lo visto, una enfermera del hospital que buscaba a su marido al que habían sacado de su casa por la noche lo reconoció junto a una tapia del matadero de Legazpi. Estaba con otros cuatro cadáveres más… —alzó los ojos y miró lánguido a doña Brígida—. Cuando han acudido al sitio que les había indicado la enfermera sólo han encontrado restos de tiros y manchas de sangre reseca.
Doña Brígida se dejó caer en el sillón, desmoronándose en un mar de angustias y miedos. También ella era cobarde, como decía su marido, una rata cobarde, que habría huido en aquel mismo instante, para marcharse lejos de aquel horror, para alejarse de todo y de todos. A pesar del bochorno que se acumulaba en el salón, un escalofrío la estremeció, y un sudor frío humedeció su piel bajo la ropa. Sintió que una terrible angustia la oprimía el pecho y le costaba respirar. Bajó la cabeza, y empezó a rezar entre dientes, rezó durante mucho rato, en silencio, con los ojos cerrados, concentrando su mente en las oraciones repetidas, pidiendo en cada una de ellas que todo aquello acabase, que el Dios Todopoderoso al que tantas veces había suplicado en sus plegarias le concediera el milagro de que todo regresara a la normalidad perdida.
Teresa se subió al tranvía casi en marcha. Eran las tres de la tarde y el sol de principios de agosto se mostraba implacable, haciendo el aire casi irrespirable en las calles de Madrid. Se acomodó en un asiento. Antes de acudir a la Modelo, había pensado en ir a buscar a Arturo para que la acompañase; con él iría más segura a la puerta de la cárcel para preguntar por su hermano. Al llegar a la esquina de Gran Vía se apeó y se dirigió a Hortaleza. Llegó al portal de la pensión y subió corriendo las escaleras hasta el primero. Pulsó el llamador, y esperó.
Cándida estaba sumida en el sopor de la siesta y, en la embriaguez del sueño, apenas percibió el agudo timbrazo cuya potencia no fue la suficiente para arrancarle del letargo, mucho más pesado que la realidad, por lo que ni siquiera se movió.
Teresa intentó contener su impaciencia, consciente de que era la hora de la siesta y que la única manera de combatir el calor era el duermevela del descanso. Cuando estaba a punto de llamar otra vez, oyó un ruido en el interior. Al fin se abrió la puerta, y apareció Manuela.
—Hola.
—Hola, Manuela —habló en voz baja—, vengo a ver a Arturo, ¿sabes si está?
La niña asintió con un movimiento enérgico de la cabeza. Se retiró para que Teresa pasara y cerró la puerta.
—¿Está en su habitación? —le preguntó Teresa.
—¿Vas a ver a tu hermano?
Teresa la miró sorprendida.
—¿Cómo sabes…? —se calló y tragó saliva.
—Lo dicen tus ojos.
Teresa miraba a aquella niña con los ojos de un azul oscuro como el mar. Acarició su frente retirándole el mechón de pelo que le caía hacia la cara.
—Manuela…
—Si quieres puedes llamarme Lela…
Teresa se agachó para quedar a la altura de los ojos de aquella niña increíble.
—Dime, Lela, ¿cómo puedes ver esas cosas en mis ojos?
La niña encogió los hombros.
—Lo veo.
—Ya —Teresa sonrió—. Pues, ¿sabes una cosa?, tienes razón, nos acaban de decir que mi hermano está en la Modelo, y vengo a buscar a Arturo para que me acompañe. Voy a intentar verlo. ¿Crees que me dejarán?
La niña volvió a encoger los hombros y apretó los labios.
Las dos se quedaron mirándose, calladas. A Teresa le gustaba aquella niña misteriosa. Era como si la conociera de mucho antes. Tenía la sensación de dejar expuesto su pensamiento a esa mirada escrutadora, pero no la importaba. Poseía una especie de aura que irradiaba a todo lo que estaba a su alrededor una extraña serenidad.
Teresa se incorporó.
—Gracias, Lela…
Dejó a la niña atrás, y enfiló el pasillo hacia la habitación número cinco. Llamó suavemente con los nudillos, y cuando oyó la voz de Arturo al otro lado, entró.
Él saltó de la cama en cuanto la vio.
—Teresa, ¿ocurre algo?
Su presencia imprevista, y a aquellas horas, lo alertó.
—Mi hermano está en la Modelo.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Una mujer ha ido a casa, yo no la he visto, pero dice Joaquina que era una miliciana o una libertaria, como las llama ella. Ha dicho que estaba preso en la Modelo y se ha marchado. Quiero acercarme a ver si me entero de algo más. Había pensado que podrías acompañarme.
—Creo que el horario de visitas es por la mañana, y no todos los días. De todas formas, iremos, así nos informamos de todo.
Cogió un aguamanil del suelo, y vertió un poco de agua en una palangana de cinc. Se lavó la cara y los brazos. Teresa se sentó en la cama y lo observó. La camiseta blanca de tirantes dejaba al descubierto los hombros, perfectos y fuertes, cuya desnudez la provocaba un ardor difícil de controlar.
Arturo se volvió hacia ella mientras se secaba con la toalla.
—¿Qué miras? —preguntó, sonriente.
—A ti. ¿Es que no puedo?
Se acercó a ella y la besó.
Ella apartó la cara, incómoda. Se sintió culpable por pensar en aquellas frivolidades conociendo la situación de su hermano.
Arturo lo entendió, se retiró y se puso la camisa. Abrió un cajón y sacó su cédula y un carnet del sindicato de estudiantes socialistas emitido por la Universidad Central.
Salieron al pasillo y allí se cruzaron con Manuela.