—Nos vamos —le dijo Teresa.
Lela sonrió, les hizo un gesto de despedida con la mano y se metió en su alcoba.
Mientras bajaban a la calle, Teresa le contó a Arturo lo que le había pasado con la niña gallega.
—¿Cómo ha podido saber que iba a ver a mi hermano?
—Intuición. Hay gente que la tiene mucho más agudizada que el resto; eso, o habrá que pensar que posee el don de ver cosas en los ojos de la gente, como dice Cándida.
Cuando salieron del portal el calor agobiante los aplanó. Había poca gente por la calle y los que caminaban lo hacían buscando la sombra. Esperaron al tranvía que los llevaría hacia Moncloa. Teresa fue todo el trayecto muy callada, agarrada del brazo de Arturo, mientras miraba por la ventanilla, pensativa. Por un lado se sentía alentada porque, al fin y al cabo, su hermano Mario estaba vivo. Si unas semanas atrás alguien le hubiera dicho que le iba a provocar una extraña euforia el hecho de que su hermano estuviera preso en la Modelo, no se lo hubiera podido creer, pero era esperanzador saber que seguía con vida, después de tantos días de terrible espera, sin noticias sobre él, sabiendo de los paseos que se daba a la gente detenida por las noches, de los muertos que aparecían al amanecer con un tiro en la cabeza junto a las tapias de los cementerios o en la cuneta de alguna carretera. En tan poco tiempo, la gente parecía haberse habituado a contemplar con naturalidad la muerte en las calles, como si siempre hubiera estado allí, como si no les afectase o, tal vez, porque tratando a los muertos con desapego (incluso en algunos casos con desprecio denigrante) espantaban la amenaza que también se cernía sobre ellos, porque nadie escapaba a la denuncia falsa, a la mala suerte de cruzarse con el baile de la muerte, y algunos, con falsa valentía, o con un morbo enfermizo, se acercaban a los lugares habituales de las ejecuciones nocturnas para contemplar el macabro espectáculo de los cadáveres amontonados, en un terrible desamparo, deformados por las balas o las torturas previas al tiro de gracia; hombres, mujeres, incluso niños y adolescentes. Teresa conocía aquellos detalles macabros por Joaquina, que le había llegado a confesar, avergonzada, que había participado en esa exhibición dantesca de la crueldad. Ante la indignación de Teresa, alegó en su defensa que sólo había ido una vez, y arrastrada por otras criadas con las que se juntaba en las colas de los comercios, que la convencieron con engaño sobre la realidad que luego descubrió.
La falta de noticias de Mario durante tantos días habían sumido la casa en una especie de caos controlado por el miedo, el desconcierto y la ansiada esperanza de que las tropas sublevadas llegasen pronto a Madrid, con la firme convicción por parte de sus padres de que sólo el Ejército sería capaz de poner a todo el mundo en su lugar. Ella, en el fondo, y ante la situación de desorden que se estaba dando, pensaba lo mismo, pero se había cuidado mucho de comentarle nada a Arturo sobre aquel asunto.
Llegaron a la plaza de Moncloa y se apearon del tranvía. Teresa se quedó mirando aquel edificio gris, de apariencia impenetrable. Arturo la cogió del brazo y la animó.
—Vamos a ver si encontramos la forma de saber algo de Mario.
Teresa se dejó llevar por el paso de su novio. Le costaba concebir que su hermano, incapaz de hacerle daño a nadie, estuviera allí encerrado como un vulgar delincuente.
Llegaron a la puerta de entrada y nada más atravesarla Teresa vio un cartel que rezaba: ODIA EL DELITO Y COMPADECE AL DELINCUENTE. Se estremeció.
—Espera aquí, voy a preguntar.
Ella asintió con un leve movimiento y se quedó sola, encogida y acobardada, mirando a su alrededor, como si se encontrara en un mundo inseguro.
Al poco, Arturo regresó acompañado de una chica vestida de hombre con gorro militar en la cabeza. No debía de tener más de veinte años.
—Teresa, mira, ella es la que ha ido esta mañana a daros el aviso sobre la situación de Mario.
Las dos chicas se miraron un instante, calladas, observándose. Hasta que la miliciana le tendió la mano.
—¿Eres la hermana de Mario Cifuentes?
Teresa miró la mano tendida sin reaccionar. Movió la suya y la juntó con la de aquella mujer, de forma mecánica, lenta, con torpeza.
—Sí. Soy Teresa Cifuentes.
—Yo soy Luisa Sola.
Teresa tenía la espalda agarrotada; movió ligeramente el cuello y los hombros. Luego, esbozó una sonrisa.
—Te agradezco mucho lo que has hecho. No sabíamos nada de Mario, y la verdad, viendo cómo están las cosas, nos temíamos lo peor.
—Me lo imagino. Siento no haber ido antes, he estado fuera y…, bueno, de algunos se da el aviso, pero de otros…
Se calló, como si de repente le hubiera dado vergüenza seguir hablando.
Teresa la observaba con un extraño sentimiento entre la desconfianza y la gratitud.
—¿Cómo está?
Encogió los hombros.
—Me imagino que no muy cómodo.
—Pero ¿por qué está aquí preso?, ¿qué razón tienen para mantenerlo encerrado? Mi hermano no ha hecho daño a nadie en su vida.
La chica se sintió incómoda. Miró a un lado y a otro.
—Oye, mira, yo no puedo contestar a tus preguntas. Me ha dicho tu novio que venís a verlo, pero ya le he dicho que las visitas para su galería son los martes, a las doce de la mañana.
—¿No podemos verle ahora? —suplicó Teresa, con la esperanza de que aquella miliciana tuviera la suficiente influencia como para hacer una excepción—. Te daré lo que me pidas, pero necesito verle.
Luisa la miró con desagrado.
—Nunca te pediría nada si pudiera dejarte, pero las normas son para todos, sin excepción.
—Lo siento, no quería…
—Os aconsejo que el martes vengáis muy pronto —la cortó tajante.
—¿A qué hora?
Luisa dudo un instante.
—Bueno, hay gente que está aquí desde antes del amanecer. Se forma una cola muy larga para entrar y si no cogéis un buen puesto, es muy posible que os quedéis en la puerta, o que no os dé tiempo ni de entrar. Podéis traerle comida, ropa y cosas de aseo, pero cuidado que no sean demasiado caras o exquisitas; todo lo registran, y si ven algo atrayente se quedan con ello. Echarle cosas básicas.
—Gracias.
—Sólo pueden entrar dos personas. Si quieres escribirle también puedes hacerlo, pero ten en cuenta que también revisan las cartas, nada de mensajes subversivos, ni información de lo que pasa fuera de Madrid. ¿Queda claro?
Arturo y Teresa afirmaron.
—¿Le puedes decir que he estado aquí?
—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Ahora tengo que irme. Abur, camaradas.
Alzó el brazo con el puño cerrado y se alejó. Teresa no le respondió.
—El martes volveremos y podrás verlo —le dijo Arturo.
—¿Por qué está pasando todo esto, Arturo, por qué?
—No lo sé, Teresa, no me explico cómo hemos llegado a esta situación. Estoy igual de confuso que lo puedas estar tú.
—Alguien será el responsable de tanta injusticia. ¿Dónde están los guardias de asalto, dónde están los jueces que tienen que juzgar el delito que se le imputa a mi hermano? ¿O es que se le ha encerrado aquí porque es hijo de un médico y viste trajes a medida? —Agitaba las manos, nerviosa, con los ojos cristalinos a punto del llanto, mirando a un lado y a otro sin punto fijo, sin una referencia a la que aferrarse—. Ojalá entrasen en Madrid esos malditos militares… puede que con ellos todo volviera de nuevo a su cauce.
Arturo la miró y resopló con indignación.
—¿A su cauce? ¿A qué cauce? ¿A ponernos a todos los que no piensan como ellos un bozal y tratarnos como animales de carga, que es lo que hemos sido siempre?
—Son los únicos que pueden poner orden, Arturo, ¿es que no te das cuenta? Se mata a la gente en la calle, y no pasa nada, se detiene a ciudadanos honrados, y no pasa nada. El mundo está al revés…
—Te recuerdo que no ha sido el Gobierno el que ha empezado este desastre, nos defendemos de un golpe de Estado, Teresa.
—¿Y por qué este Gobierno no ataja esta sangría, por qué no se detiene a nadie? Hasta los crímenes más horribles están quedando impunes, mientras mi hermano, que no ha matado una mosca en su vida, está encerrado en una cárcel como un vulgar delincuente.
Arturo volvió a resoplar, exasperado; sabía que ambos tenían su parte de razón, y que la vulneración de sus férreos principios políticos se hacía cada vez más evidente, desmoronándose en cascada como un frágil castillo de naipes.
—El Gobierno de la República está intentando mantener las formas —replicó, en un intento de imprimir razón a sus argumentos. La mirada irónica de Teresa lo soliviantó aún más y pasó a un ataque más directo—. En las zonas en las que ha triunfado la sublevación es el propio mando, el de esos a los que tú anhelas para que pongan orden, el que da las órdenes de matanzas y represiones brutales.
—¿Y tú te crees lo que dicen por la radio? Todo eso son mentiras, Arturo.
—Hablas igual que tu padre.
Teresa lo miró con rabia contenida. Aquellas palabras le dolieron porque tenía razón. Había repetido el mismo discurso, palabra por palabra, que oía a su padre desde hacía días. Consternada, posó sus ojos en el edificio de la cárcel.
—Es todo… tan confuso… es…
La voz le temblaba, pero no quería llorar.
—Pronto acabará todo, Teresa. Ya lo verás.
La vio tan desamparada que la cogió de los hombros y la atrajo hacia sí, para envolverla entre sus brazos.
—¿Cuándo, Arturo, dime cuándo acabará este infierno?
—Pronto, todo acabará muy pronto. Ten confianza. En poco tiempo esto será sólo un mal recuerdo.
Arturo le acariciaba el pelo mientras hablaba, convencido de que aquella locura iba a durar mucho más de lo que todos pensaban. No sólo era un presentimiento suyo, la propia Manuela, la niña gallega, se lo había confirmado. Duraría muchos meses, habría mucha desgracia, muchas muertes, mucho sufrimiento, y cuando todos creyeran que se acababa, empezarían de nuevo la amargura, las muertes y la miseria en una paz fingida y torticera. La adversidad había recaído como una sombra lúgubre sobre ellos, abocados —aquellos que tuvieran la suerte de sobrevivir— a desgastarse en luchas fratricidas durante los mejores años de su vida, quedando marcados para el resto de su existencia, o bien por el odio, por el resentimiento, o por el olvido obligado, constreñido en el miedo y el terror, inferidos de las heridas más profundas y eternas.
Por la ventana entreabierta del balcón se colaba una ligera brisa que refrescaba el bochorno de la alcoba, agitando ligeramente el vaporoso visillo. Doña Brígida se incorporó sobresaltada con fuertes palpitaciones. Esta vez el ruido del motor acelerado no pasó de largo, y al brusco frenazo le siguió un barullo de ruidos y golpes secos de portazos. Se quedó paralizada, sin atreverse a despertar a su marido, escarmentada de los rapapolvos que había recibido en las otras dos ocasiones que resultaron ser falsas alarmas.
—¡Es aquí! —restalló una voz masculina, potente y autoritaria, quebrando la quietud de la noche.
Los fuertes golpes en la puerta del portal fueron la espita para que doña Brígida diera un salto en la cama y zarandease a su marido, que dormía profundamente.
—Eusebio, Eusebio —musitó, trémula.
Como única respuesta recibió un gruñido.
—Eusebio, por Dios, despierta —masculló con más firmeza en su voz.
No obtuvo respuesta, y doña Brígida bajó de la cama, torpe, descalza, incapaz de encontrar las zapatillas en la oscuridad; tambaleante y casi a tientas, se dirigió al balcón. Las voces ya eran potentes y enérgicas. Gritaban para que Modesto les abriera. Sin apenas tocar la cortina, se asomó; atisbó un coche y una camioneta con la carrocería pintada con letras grandes y blancas, de los que descendían hombres y algunas mujeres, todos armados.
—Eusebio —la voz de la mujer fue casi un murmullo, temerosa de que pudieran oírla desde la calle—, Eusebio, despierta.
—¿Qué es lo que quieres?
—Están ahí abajo.
La penumbra de la estancia apenas dejaba percibir la silueta de la cama. No podían encender la luz, eso sería mucho peor.
—Pero ¿qué pasa?
Don Eusebio apenas percibía nada más allá de sus propias narices. Mientras que doña Brígida se dirigió a ciegas hacia la puerta, con las manos extendidas para no tropezar con nada. Se quedó inmóvil, mirando hacia la entrada en la oscuridad del pasillo. El estruendo de la escalera la estremeció. Con la mano en el corazón, rezó con humano egoísmo para que pasaran de largo ante su puerta y fuera otro el elegido. Pero los golpes, acompañados de varios timbrazos, seguidos e insistentes, la hundieron en la desesperación.
—Qué querrán ahora —murmuró para sí, temblorosa.
Teresa salió de su alcoba poniéndose la bata.
—Deja, madre, ya abro yo.
—No, no, que lo haga Joaquina.
La criada salió de la cocina descompuesta, con los pelos alborotados, desgreñada y descalza, como su señora. Encendió la primera luz de la casa, y el fulgor amarillento de la bombilla iluminó el principio del pasillo. Aturdida, se dirigió a doña Brígida.
—Abre, Joaquina, abre…
Doña Brígida temblaba en el quicio de la puerta. Su marido luchaba por encontrar las zapatillas y su batín, murmurando entre dientes toda clase de improperios. Todavía estaba dolorido de sus costillas, y le costaba mucho agacharse.
—Brígida, mis zapatillas, ¿dónde están? No las encuentro.
Doña Brígida no le contestó porque no le oyó, a pesar de tenerle a su espalda. Estaba absorta, mirando cómo Joaquina se acercaba a la puerta. La abrió y, como una presa desbordada, el grupo irrumpió por el pasillo sin hacer el más mínimo caso a la criada que intentaba, sin conseguirlo, contenerlos.
—¿Eusebio Cifuentes Barrios? —preguntó el que iba por delante, marcando el paso del resto, avanzando hacia donde se encontraban Teresa, su madre y Charito, que se les había unido.
—Soy yo.
Don Eusebio apartó a su mujer para salir de la alcoba, haciéndose una lazada en el batín y descalzo.
—Tienes que acompañarnos.
—¿Adónde se supone que he de acompañarlos?
—Eres médico, y la revolución te necesita en los hospitales de sangre para que salves la vida de los valientes que luchan contra el fascismo. Hay muchos heridos y todas las manos son pocas.
—Mi marido está convaleciente…