Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (10 page)

Callejeando y guiado por las indicaciones de un matrimonio, encontré la ermita. Bajé por una cuesta escalonada, bordeada a ambos lados de una escueta e irregular hilera de árboles, que dejaba al santuario en lo alto. Llegué a un cruce de calles. Miré a un lado y a otro, y a mi derecha, en una placita circundada de cuidados parterres y algo de arboleda, descubrí la fuente. A pesar de estar casi seguro, pregunté a una mujer que pasaba a mi lado empujando un carrito de niño.

—¿Es ésta la fuente de los Peces?

—Sí, señor, ésta es.

Después de agradecer la información, me acerqué hasta el brocal de forma octogonal que tenía un par de peces de bronce apoyados en un centro de granito, cuyas bocas abiertas eran los caños que vertían agua a la pila. Salvé unas cadenas que la rodeaban como aparente medida de protección y que apenas me llegaban a la rodilla. Al tocar la piedra sentí una extraña emoción. Cerré los ojos e intenté evadirme del ruido de alrededor, de las voces, de la presencia de la gente y del motor de los coches, para transportarme a la mañana del domingo de julio de 1936, Mercedes y Andrés posando (en aquel mismo lugar) ante una de esas cámaras antiguas sujetas sobre un trípode, en las que el fotógrafo desaparecía por unos instantes bajo una tela para enfocar y plasmar el momento, las caras, los gestos.

—Sonrían un poco, están muy serios.

Mercedes y Andrés se mirarían, sonrientes, relajados.

—No se muevan…, va, ahora…

El fogonazo les indicaría que la foto ya estaba hecha, que habían quedado retratados para siempre en blanco y negro sobre una fina lámina de cartón. Me pregunté qué pensarían aquel 19 de julio tan convulso para nuestra Historia. Su apariencia serena denotaba que ni siquiera sospechaban que en ese mismo instante se estaba desatando una cruenta guerra que marcaría a todos para siempre. Me inundó una profunda empatía hacia aquella pareja, por conocer y participar (aunque sólo fuera en el recuerdo) de sus vivencias, de las penurias que, con seguridad, debían haber sufrido a la vista de lo que se dejaba entrever en las escuetas cartas de Andrés, de saber si habrían llegado a cumplir el deseo que reiteraba al final de todas sus epístolas:

«Cuando todo acabe, estaremos juntos de nuevo y volveremos a ser una familia, y recuperaremos nuestra vida, una vida que nos mantenía unidos y felices antes de que estallara esta guerra que no es nuestra.»

Allí mismo, en el lugar donde se hicieron la foto que yo tenía en mi poder, muy cerca de donde debía de estar su hogar, me pregunté si habrían sobrevivido, si su descendencia estaría por allí cerca, gozando de una vida muy distinta a la que les había tocado a ellos.

De repente, algo ajeno me arrancó de mi abstracción. Abrí los ojos, aturdido, como si hubiera hecho un recorrido en el tiempo. Una niña me observaba sonriente, con gesto inocente.

—Hola.

—Hola —dije, desubicado por lo imprevisto.

—¿Te gusta la fuente?

—Sí…, claro.

—A mí también —se asomó al interior para ver el agua—. Pero no tiene peces. Antes tenía.

—¿Ah, sí? ¿Vives aquí?

Negó con la cabeza.

—Nací en Boiro, cerca de la capilla de San Ramón de Bealo. Allí está mi casa.

—Ah… —respondí, desconcertado.

Miré alrededor para comprobar si estaba en compañía de alguien.

—¿Estás sola?

—No. Estoy con mi abuela.

Me sentí algo incómodo por la forma en que me miraba. Sus ojos tenían una mezcla entre la seguridad de un adulto y la curiosidad infantil que se atreve a investigar todo sin ningún prejuicio.

—¿Eres escritor?

La miré sorprendido.

—¿Tanto se me nota?

—Claro, lo tienes en tus ojos.

—Ah… no lo sabía.

—¿Y qué escribes?

—¿Eso no lo tengo en mis ojos?

La niña no me respondió. Se retiró el pelo de la frente con un movimiento de mano, y entonces caí en la cuenta.

—Yo te he visto…

—Esta mañana —me interrumpió sonriente—, cuando estabas delante del ordenador.

Comprendí entonces la pregunta de si era escritor.

—Así que tú eres la que estaba en la ventana. Qué casualidad, vernos en este lugar. ¿Cómo te llamas?

—Natalia.

—Yo soy Ernesto, encantado de conocerte, Natalia. Ya puedo poner nombre a esos ojos cuando te vea a través del cristal.

En ese momento, su mirada se desvió.

—Me tengo que marchar. Adiós.

No dijo más, saltó la cadena y salió corriendo.

Corrió hacia una mujer muy mayor que la estaba esperando. Cuando llegó hasta ella, la agarró de la mano y las dos me miraron dedicándome una sonrisa. Me imaginé que era la misma que había visto esa mañana detrás de los cristales junto a mi nueva vecina. Echaron a andar, y la niña se volvió hacia mí con una sonrisa sagaz.

Miré el reloj y me di cuenta de que me quedaban diez minutos para mi cita.

Llegué al ayuntamiento en seguida y, por indicación del funcionario que estaba en información, subí hasta la cuarta planta, donde se encontraba el Archivo Histórico. En la puerta había un cartel: «Pase sin llamar»; abrí y entré. Una mujer estaba sentada detrás de una mesa.

—Buenos días, he quedado con doña Carmen, la archivera.

La mujer se levantó.

—Soy yo —me tendió la mano por encima de la mesa con amabilidad—. Usted debe ser Ernesto Santamaría, ¿verdad?

Me invitó a sentarme frente a ella. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, de pelo corto y ojos pequeños pero muy vivos, escrutadores, acostumbrados a examinarlo todo escrupulosamente. Había contactado con ella por teléfono. En lo primero que pensé para saber algo de Andrés y Mercedes fue en el Archivo Histórico, pero en nuestra conversación telefónica ya me advirtió que no constaba información alguna sobre personas particulares (ni siquiera el catastro) porque las milicias republicanas lo habían destruido todo en octubre del 36, antes de que las tropas nacionales entrasen en Móstoles.

—Fue una pena —aduje, al comentar lo lamentable de haber perdido gran parte de la historia del pueblo.

—Las guerras no sólo destruyen vidas y familias, también acaban con el pasado, dejan lagunas imposibles de llenar, y Móstoles, por desgracia, fue víctima de esa terrible devastación.

Hablaba serena, sin reproche, pero con la nostalgia que tienen los que son plenamente conscientes de lo que se perdió con la desaparición de un material de tanta valía.

—Éstas son las personas de las que le he hablado —saqué la foto y se la mostré—. Si no me equivoco, la imagen está tomada en la fuente de los Peces, por lo que deduzco que debían de ser de aquí.

—Sí, la fuente es la de los Peces, está aquí cerquita.

—La he visto antes de venir.

Se quedó en silencio mirando la fotografía.

—Es probable que vivieran aquí. En aquellos tiempos no se hacía tanto turismo y creo que el interés por retratarse era muy distinto al que tenemos ahora que nos fotografiamos por todo y en todos los sitios por donde pasamos. Estos retratos se puede decir que son documentos históricos.

—Me imagino que también lo serán nuestras fotos dentro de setenta años.

Ella sonrió sin dejar de observar la imagen.

—Sabe Dios qué efecto provocarán nuestras fotografías dentro de setenta años, tampoco estaremos aquí para verlo.

Le dio la vuelta a la lámina y leyó lo escrito a lápiz.

—Como ve, está fechada justo al comienzo de la guerra; él debió de alistarse y se marchó de Móstoles, porque le envió varias cartas con fecha de septiembre y octubre del 36.

—Ya le dije que poco puede encontrar aquí —levantó la vista y me miró fijamente—. ¿Por qué tiene tanto interés? ¿Son familiares suyos?

—No, no. Es todo mucho más sencillo, bueno, o más complicado, según se mire. Soy escritor y, no sé —encogí los hombros algo incómodo por tener que dar unas explicaciones sobre algo que ni yo mismo entendía—, puede que me esté planteando contar su historia, pero por ahora, lo único que tengo es esta foto y ocho cartas en las que poco o nada hay de interés.

—¿Por qué no pregunta a los viejos de Móstoles, a los nacidos aquí? Seguramente serán ellos los que le puedan dar alguna pista, si es que la hay.

—Quedarán ya muy pocos que hayan pasado la guerra.

La mujer sonrió con deferencia.

—Aunque ahora le parezca mentira, hasta hace treinta años Móstoles era un pueblo pequeño, y lo que mejor ha funcionado siempre en los pueblos es la tradición oral. No vivirán los testigos directos, pero sí sus hijos, incluso sus nietos, y ellos habrán oído historias de la guerra a sus mayores. Es lo único que le puedo aconsejar.

—No conozco a nadie nacido aquí, bueno, lo cierto es que no conozco a nadie en Móstoles. No sabría por dónde empezar.

La archivera entrelazó las manos, mirándome con fijeza, como si me estuviera evaluando igual que un legajo antiguo antes de catalogarlo para su archivo. Cogió un papel y escribió un nombre y un teléfono. Luego, me lo tendió.

—Éste es el teléfono de alguien que puede ayudarle. Es médico en un centro de salud de aquí; su padre y antes de él su abuelo fueron los médicos de toda la vida cuando aquí no había más que uno. Ahí tiene su nombre y su teléfono. Llámelo, y dígale que va de mi parte, seguro que no tendrá inconveniente en hablar con usted.

Me despedí agradeciendo a la archivera el tiempo que me había dedicado y, en cuanto salí al exterior, cogí el móvil y marqué el número que tenía en el papel. Una voz fuerte y segura me respondió.

—¿Carlos Godino?

—Sí, soy yo.

Me presenté y le dije de parte de quién llamaba; traté de explicarle en pocas palabras mi interés en hablar con él.

—Poco o nada puedo contarle, mis padres fallecieron hace unos años, y de mis abuelos sólo queda mi abuela paterna, pero pasó la guerra fuera de Móstoles. La pobre está muy mayor, y empieza a tener algo de demencia senil.

Me quedé en silencio, sin saber si insistir o dejarlo; mi interlocutor debió de darse cuenta porque reaccionó de una forma airosa.

—Estaré libre en una media hora. Si le parece, podemos tomar un café y charlamos un rato.

Acepté con pocas esperanzas de sacar algo en claro. Cogí un taxi para que me llevase a la dirección que me había indicado: Centro de Salud Dos de Mayo. Pregunté por él en el mostrador de información. Esperé unos diez minutos. Un hombre se acercó a la mujer que me había atendido; ella me señaló y él se lanzó a mi encuentro. Llegó hasta mí sonriente, con la mano tendida.

—¿Es usted el que me ha llamado?

—Sí. Soy Ernesto Santamaría.

Me abrumó la fuerza de su apretón de manos, su empaque, alto, atractivo, perfectamente conjuntado con una chaqueta de sport, camisa blanca, pantalones vaqueros de marca y zapatos impecables. Debía rondar mi edad, pero su pelo, a diferencia del mío, era abundante sin una sola cana.

—¿Tomamos un café?

Salimos a la calle hablando de banalidades. Entramos en una cafetería grande y bien decorada, y me indicó una mesa al fondo, junto al ventanal.

—Me ha dicho que es usted escritor.

—Sí. Bueno, más que serlo se trata de un intento diario.

—¿Y ha publicado algo?

Era la pregunta maldita. Sin poder evitarlo, me sentí flojo. Con palabras balbucientes, algo avergonzado, bajando los ojos en una señal clara de frustración, le hablé de mi única novela publicada, y su rostro contrariado, señal de que no tenía ni idea de cuál era, apuntaló la insignificancia de mi obra.

—¿Qué es lo que quería saber exactamente? Lo que no le haya dicho Carmen es difícil que se lo pueda contar yo. Bebo de sus conocimientos.

Repuesto de mi acceso de poquedad, saqué la foto de Andrés y Mercedes. Él la cogió y la observó.

—Es la fuente de los Peces. Está en el Pradillo, cerca del ayuntamiento.

—Lo sé, he estado allí, pero no me interesa la fuente, me interesan las personas de la foto.

—¿Son familiares suyos?

Negué con la cabeza. Era demasiado impetuoso, demasiado rápido, y su actitud me arrollaba antes de que pudiera abrir la boca.

—Lo único que sé son sus nombres: Andrés Abad Rodríguez y Mercedes Manrique Sánchez, que vivían en la calle de la Iglesia, y que debían estar casados, porque parece evidente que ella estaba embarazada —apunté con el dedo a la foto—; asimismo sé que Andrés tenía un hermano que se llamaba Clemente y que la foto se tomó el 19 de julio del 36.

Mientras le hablaba, miraba la foto con aparente interés.

—Me gustaría conocer qué pasó con esta pareja durante la guerra y qué fue de ellos después, si es que sobrevivieron.

—¿De dónde ha sacado la foto?

—¿Importa mucho eso?

Por primera vez desde nuestro encuentro, se sintió incómodo. Esbozó una sonrisa y me la devolvió como si se disculpase.

—No, no por supuesto. Pero no sé cómo puedo ayudarle. Aquí hay muchos apellidos Abad, Rodríguez…

—Eso me lo ha dicho la archivera, pero también me ha comentado que es usted hijo y nieto de los médicos que atendían aquí, desde que esto era un pueblo pequeño.

—Hijo, nieto y bisnieto —replicó satisfecho—, mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo ejercieron en Móstoles la medicina cuando era necesario un solo médico; ahora soy yo el que la ejerzo, pero ya no soy el único. Todos mis ascendientes, tanto maternos como paternos, nacieron aquí, y también mis hijos son mostoleños de nacimiento, precisamente los únicos que fallamos somos mi mujer y yo, que nacimos en Madrid —bebió un sorbo de café que le había dejado sobre la mesa la camarera—. Como ya le dije por teléfono, la única que queda viva es mi abuela paterna —chascó la lengua con un gesto de negación—, pero no sé yo si le puede servir de ayuda, a veces olvida hasta mi nombre.

—Me ha sugerido la archivera que, tal vez, usted haya escuchado a los viejos del pueblo contar chascarrillos, historias, cosas que pasaron aquí en esa época.

Su gesto me lo dijo todo. Negaba con la cabeza.

—Siempre se oyen cosas. En la consulta, los viejos hablan de su pasado con más lucidez que del presente, pero, si quiere que le diga la verdad, no les presto mucha atención porque entonces no se irían nunca y, lo que es peor, los tendría en la consulta todos los días. No tienen nada que hacer, el tiempo les pertenece, y si el médico o el director del banco donde tienen sus ahorros los escucha, pues se sientan y cuentan sus batallitas.

Bebí el café casi de un trago. Tenía ganas de irme de allí. Estaba decepcionado. Después de hablar por teléfono con la archivera, me había propuesto no crearme falsas esperanzas, pero lo cierto era que no había podido evitar hacerme ilusiones de obtener alguna pista, por pequeña que fuera, sobre la suerte de Mercedes y Andrés.

Other books

The Missing Monarch by Rachelle McCalla
Gilbert by Bailey Bradford
No Safe Haven by Kimberley Woodhouse
Noah's Law by Randa Abdel-Fattah
Other Words for Love by Lorraine Zago Rosenthal


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024