—¿Quién es?
—Soy yo.
—Don Hipólito, ¿pero qué hace usted aquí tan temprano?
Don Hipólito apareció en el salón, con el sombrero en la mano, despeinado y sudoroso.
—Ya ves, hija, que nos han dicho en el periódico que nos fuéramos a casa. Órdenes del Gobierno, por lo visto.
Se dirigió cansino hacia uno de los butacones más alejados y se dejó caer, como si llegase derrotado.
Don Hipólito Morante era otro de los clientes estables de la pensión. Trabajaba en la rotativa del diario
Ya
desde hacía más de diez años, controlando los montones de periódicos y atándolos con un hatillo para su transporte; una actividad monótona y aburrida hasta el hartazgo. Rondaba los cuarenta años; viudo, sin hijos, y que después de haber malvivido alquilado en viejos cuartuchos, decidió, hacía siete años, instalarse en la habitación del fondo del pasillo de La Distinguida. El sueldo no era alto, pero le daba justo para sobrevivir; en cuanto cobraba, lo primero que hacía era pagar el mes a doña Matilde, con ello se aseguraba no sólo la cama, sino también comer caliente tres veces al día, además de un vaso de café, con tres galletas o dos magdalenas, de merienda. Don Hipólito nunca faltaba a la mesa, ya que, después del pago de la renta, apenas le quedaban cinco duros para tirar el resto del mes; era un hombre austero, rayando en ocasiones la cicatería; aprovechaba la ropa con zurcidos imposibles que le cosía Cándida a cambio de un par de pesetas; cuando se le hacían agujeros en la suela de los zapatos, metía cartones en su interior hasta que ahorraba lo suficiente para llevarlos al zapatero. El tabaco era el único placer al que no estaba dispuesto a renunciar a pesar de las penurias, por eso, cada principio de mes, se compraba una cajetilla de cigarros Ideales sin boquilla; desmenuzaba cuidadosamente las colillas y guardaba el tabaco sobrante en una bolsa, y una vez acabada la cajetilla, se liaba nuevos cigarrillos. Era en su estar normal educado, pero perdía las formas cuando se hablaba de política; intolerante y despectivo con los que no pensaban como él, se definía, con vanagloria, como un hombre católico, monárquico y de derechas. Además, mostraba una actitud muy mezquina con todo lo que fuera común al resto de los clientes que convivían en la pensión, sobre todo, en el uso del váter, para el que necesitaba, según sus alegaciones, más tiempo que los demás porque sufría de un penitente estreñimiento que requería sosiego y tranquilidad; sin embargo, como era el único cuarto de baño útil para todos, además del que tenía doña Matilde para su uso personal y exclusivo que mantenía cerrado a cal y canto, se hacía difícil aceptar sus argumentos atildados de verborrea que irritaban al más paciente. De hecho, cada día, a la misma hora, justo después del desayuno, don Hipólito Morante se dirigía con marcialidad hacia el excusado, haciendo suyo el ejemplar del día del
ABC
, al que estaba suscrita doña Matilde, y se encerraba en su interior, sin hacer caso a las llamadas insistentes que le pudiera hacer cualquier otro usuario. La situación soliviantaba a la dueña y cada día se montaba una discusión cuando don Hipólito se dignaba a dejar libre el baño. Todos los años, en el mes de agosto, se marchaba a pasar las vacaciones a su pueblo, cerca de Córdoba, pero aquel verano pensó que, dadas las circunstancias y hasta que la cosa se calmase, lo mejor sería no moverse de Madrid, a la espera de acontecimientos.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó doña Matilde, impaciente.
Los ojos del hombre se alzaron lánguidos para lanzar una ojeada a los que esperaban sus palabras. Encogió los hombros y arrastrando una tristeza que parecía innata, habló lento y con la voz ronca, como si le faltasen las fuerzas.
—Poco hay que contar. He llegado a mi trabajo, puntual como cada día, y al rato un ordenanza ha bajado a la rotativa con la orden de detener las máquinas y de que nos fuéramos a casa. Por lo visto el Gobierno se ha incautado de todos los periódicos. Eso es lo que decían. En la puerta me ha cacheado otro ordenanza con un pistolón terciado en el cinto. Conmigo salían todos los demás trabajadores, los directivos, los redactores, todos.
Arturo se inquietó por lo que pudiera pensar Teresa. La miró y la esbozó una leve sonrisa.
—Será mejor que te vayas a casa, intentaré encontrar a Mario.
—Sí, será mejor que regrese. He salido cuando mi madre se ha quedado dormida de puro agotamiento. Está de los nervios. No quiero ni pensar cómo se pondrá si se entera de que no estoy en casa.
—Te acompañaré al tranvía.
Se despidieron y salieron de la casa.
La calle era ya un hervidero de gente, pero aquél no era un lunes como cualquier otro. Todos caminaban más rápido, más nerviosos, en dirección a sus destinos con la aprensión de lo que estaba sucediendo a poca distancia de aquella aparente normalidad. Hacía un rato que no se oía el ruido de tiros y obuses.
—¿Tú crees lo que dice Manuela?
—Bueno, Cándida la cree a pies juntillas, la tiene como el oráculo del futuro, y doña Matilde me ha confesado que, por lo que ella sabe, acierta en todas sus predicciones.
—¿Cómo puede hacer eso?
—Mira a tus ojos y sabe lo que pasa, y lo que va a pasar.
—Yo no me creo esas cosas.
—Te ha dicho que estaba vivo, mantener la esperanza es bueno.
—Sí, pero también me ha dicho que no estaba bien, ¿qué crees que ha querido decir con eso?
Antes de que Arturo pudiera decir nada, una avioneta pasó por encima de ellos. Todo el mundo alzó la vista al cielo, luego continuaron su camino. En ese momento, dos muchachos de apenas quince años se cruzaron con ellos; uno llevaba una pistola en la mano. Discutían disputándose el arma.
—Eh, chavales —les increpó Arturo—, ¿no sabéis que eso es peligroso?
Los chicos detuvieron su discusión y miraron a la pareja con gesto arrogante.
—Es mía, y la sé utilizar —contestó el que llevaba el arma en la mano en ese momento.
—¿De dónde la habéis sacado?
—Del cuartel de la Montaña.
—¿Ha acabado el asalto?
—Sí, hay muchos fascistas muertos. Los demás se han rendido como ratas.
Los chicos se echaron a reír de manera impetuosa, como si la violencia y el olor a pólvora los hubiera embriagado dejándolos ajenos a la crudeza de la realidad.
Arturo y Teresa se miraron preocupados. Los chicos continuaron su camino, reanudando su disputa por llevar la pistola. En ese momento pasó un grupo de milicianos. Parecían contentos.
—Eh, camaradas —los llamó Arturo, ante el gesto circunspecto de Teresa—, aquellos chavales llevan una pistola, puede ser muy peligroso en sus manos.
Uno de ellos se volvió hacia el grupo y, señalando a dos, les gritó con autoridad:
—Canuto, Forja, id a quitársela.
Luego, se volvió hacia la pareja.
—Gracias, camarada. Cualquier arma nos es útil para la lucha. Ha habido algún desorden en el cuartel de la Montaña cuando hemos acabado con esos cerdos facciosos, pero ahora está todo controlado.
Teresa se sintió herida. No comprendía por qué tenía que hablar así de los militares, y menos insultarles de esa manera, pero más le impactó las palabras y el gesto de Arturo, poniéndole la mano en el hombro, como símbolo de apoyo.
—Me alegro mucho, compañero. A ver si esto se acaba pronto y podemos regresar a la normalidad.
—Eso intentamos, camarada, pero los sublevados tienen mejores armas y la mayoría de los oficiales se han quedado al lado de los golpistas. Toda ayuda es poca para la revolución. Me imagino que te habrás alistado. Necesitamos brazos fuertes y valientes para acabar con esta sublevación.
—Lo haré, compañero, no temas, pero ahora debo acompañar a mi novia hasta su casa.
El miliciano miró a Teresa y al ver sus ojos enrojecidos creyó que lloraba por la pena de que su novio se alistase.
—No te preocupes, camarada, acabaremos con esa gentuza y los aplastaremos como ratas.
Teresa notó que Arturo intentaba acabar con aquella conversación. Pero el miliciano insistió en sus palabras.
—Tú también puedes alistarte; en esta revolución, hombres y mujeres somos iguales, y lo seremos en el triunfo. Pero ahora toca arrimar el hombro para acabar con los que nos quieren robar la libertad.
Teresa no dijo nada. No quería abrir la boca porque sería incapaz de reprimir su rabia para expetarle a ese necio vestido con un mono azul descolorido, un pañuelo rojinegro al cuello, con alpargatas y con un fusil colgado al hombro, lo que pensaba de su revolución.
—Seguro que también lo hará —dijo Arturo tirando del brazo de Teresa con la intención alejarse—, estoy en ello, compañero. Tenemos que irnos, gracias por todo. Abur.
—Abur, camarada.
Cuando se alejaron, Teresa miró a Arturo, pero no encontró sus ojos.
—¿No pensarás alistarte?
Arturo se mantuvo callado. Mirando al frente, sujetando a Teresa del brazo y avanzando por la calle para coger el tranvía.
—Te he hecho una pregunta, Arturo…
—No es momento de discutir eso ahora, ya lo hablaremos más adelante, cuando todo esto se aclare un poco más.
—¿Qué tiene que aclararse, dime? Esos con los que tú te quieres alistar están matando a la gente en plena calle.
—No seas injusta, Teresa. Sabes que yo no soy así, y que estoy en contra de cualquier tipo de violencia, venga de donde venga.
—Tal vez tú no, pero gente como ese camarada tuyo que te anima a que te alistes ha matado hace un rato delante de mí a dos hombres indefensos.
—No todos son así.
—Con que sólo uno lo sea ya me es suficiente. ¿Sabes lo que le han hecho a mi padre? Le detuvieron ayer en la puerta del Ritz, le golpearon, le robaron todo lo que tenía encima, incluido el coche, y, después de darle una paliza, le dejaron en la puerta del metro, descalzo y medio desnudo.
Arturo miraba con la boca abierta, sorprendido por lo que estaba escuchando.
—No sabía…
—Le han roto una costilla y tiene la cara desfigurada…, esos a los que tú llamas camaradas.
—Delincuentes y malnacidos ha habido siempre y en todos los lados, o ¿qué crees, que los otros se andan con delicadezas?
Arturo calló un instante, moviendo la cara de un lado a otro, como si quisiera negar la realidad.
—En los últimos meses esto se ha salido de madre, Teresa; hoy dan unos y mañana dan otros, hoy unos matan y, mañana, los otros lo hacen el doble y con más saña si cabe. Y ahora, esos militares descerebrados de África pretenden un golpe de estado. Son muy violentos, están acostumbrados a una guerra cruenta y brutal en África, no tienen piedad, están entrenados para matar. Si vencen al Gobierno legítimo perderemos todo lo que hemos conseguido en estos años, habrá sido todo inútil. No podemos mirar para otro lado y quedarnos de brazos cruzados.
—¿Y quieres vencer a todo un ejército poniéndote al lado de esta gentuza?
—Gentuza son ellos —replicó molesto—, los que se sublevan contra el Gobierno legítimo que ha salido de las urnas.
—Yo no entiendo quién ha salido o quién ha entrado, lo que sé es lo que ven mis ojos, y, esos a los que tú llamas camaradas, y con los que te quieres juntar, están matando a gente sin que el Gobierno al que tú llamas legítimo haga nada para impedirlo.
Se miraron de hito en hito un rato, hasta que Arturo esquivó la mirada y dio un profundo suspiro.
—Todo es demasiado confuso ahora, Teresa, y, la verdad, no tengo ni idea de lo que voy a hacer, pero te mentiría si te dijera que no estoy pensando lo de alistarme; en este asunto, o se está con la legalidad o en su contra. Tenemos que unirnos contra los que nos quieren arrancar la libertad.
—Siento decepcionarte, pero no me veo vestida con pantalones y un arma colgada al hombro.
—No es eso lo que pretendo…
—No, claro, tú lo que pretendes es coger un arma, quitarle el coche a un cochino rico que tenga la osadía de tener dinero en el Banco y que viva en una buena casa, conducir por las calles de Madrid deteniendo a gente para comprobar si piensa exactamente igual que tú, y si no es así, erigirte en juez, y si se tercia, en ejecutor del osado que no os siga en vuestra revolución —fue alzando la voz a medida que las palabras se le escapaban de los labios, para terminar su arrebato de ironía con un gesto vehemente de los brazos.
—¿Crees que los otros son unas hermanitas de la caridad?
—No me importa lo que hagan los otros, yo no me voy a alistar a sus filas.
—No lo vas a hacer porque ellos son de los que piensan que las mujeres han de quedar en casa, limitadas a cuidar del hombre y los hijos, sin futuro, sin posibilidad ninguna de tener una vida propia que no sea una continuación del hombre que las somete.
—¿Y qué es lo que habéis hecho tú y tus camaradas, dime? Porque yo sigo sometida a la autoridad de mi padre, mientras que mis hermanos varones tienen toda la libertad que a mí me falta hasta para respirar…
Tomó aire en sus pulmones, como si realmente se hubiera quedado sin aire.
—Vamos a dejar esta conversación, Teresa. No es el momento.
Teresa se soltó del brazo con brusquedad, pero no le dijo nada porque, en ese mismo momento, el tranvía llegó a su altura y, en cuanto se detuvo, se subió sin volverse. Arturo se quedó mirándola desde la acera mientras Teresa pagaba el billete. Luego, la siguió en su paso por el interior. Teresa se sentó, lo miró lánguida hasta que cerró los ojos, hinchados por el llanto.
—Me acercaré hasta El Pardo —gritó Arturo cuando el tranvía, trabajosamente, se puso en marcha—. Avísame si tenéis noticias.
Arturo vio cómo se alejaba el vagón. Se mantuvo quieto, pensativo. No iría a El Pardo; muy a su pesar, sabía demasiado bien dónde tenía que buscar a Mario y a sus amigos.
A Teresa la asaltó un intenso sentimiento de culpabilidad. Era consciente de que había sido injusta con Arturo. Conocía perfectamente sus ideas y su manera de pensar. Estaba afiliado al partido socialista, incluso lo había acompañado a alguna de las asambleas que se celebraban en la universidad, mesas redondas en las que, chicos y chicas, hablaban de todo con libertad, sin las cortapisas y censuras a las que tan acostumbrada estaba Teresa en el ámbito de su casa en donde su opinión era siempre desdeñada. Esbozó una sonrisa al recordar el día en que lo conoció en el salón de su casa: nada más entrar se fijó en él, sentado junto a otros amigos de su hermano Mario; desde ese momento, sólo tuvo ojos para él. A pesar de no llevar ropa cara, era muy apuesto y elegante, con ojos claros y rasgados, el pelo lacio y abundante, siempre caído hacia la frente, lo que le daba un aire bohemio y soñador; sonreía con facilidad y entonces su cara se iluminaba de una delicada belleza. Se dio cuenta en seguida de que nada tenía que ver con el resto de los amigos de su hermano, arrogantes y orgullosos, envueltos en sus trajes caros con el cuello impoluto y sus aires de estúpida superioridad. Ella se había sentado en una esquina, incapaz de intervenir por el temor a que se mofasen de ella (incluido su hermano); tampoco le importaba demasiado permanecer callada, ser espectadora prudente y muda; estaba muy acostumbrada —de ahí su sorpresa ante la forma de opinar, vehemente y con autoridad, de las jóvenes como ella que hablaban ante una treintena de chicos, que las escuchaban absortos en sus diatribas—; se conformaba con permanecer atenta a la charla que mantenían aquel grupo de estudiantes de Derecho sobre leyes, procedimientos, normativas, derechos y facultades, temas sobre los que Teresa quedaba embobada y admirada. Sonrió para sus adentros; si su madre supiera, o aún peor, si se enterase su padre de que no sólo flirteaba con un muchacho de izquierdas sin oficio ni beneficio, sino que, además, compartía muchas de las ideas que defendía, estaba segura que la echarían de casa. Prefería la República a la Monarquía, empezaba a comprender los derechos de los trabajadores, defendía, aunque con muy poco convencimiento, el reconocimiento pleno de los derechos de las mujeres, la libertad de culto, una educación laica y gratuita para todos; en definitiva, una sociedad más justa, como sentenciaba Arturo, incluso conocía cada uno de los artículos de la Constitución de 1931, ya que le había ayudado a memorizarlos e interpretarlos para preparar un examen. A veces, sentía envidia de los que estaban en la universidad, de todo lo que aprendían en cada una de las clases, de los libros, de la capacidad de analizar cualquier asunto de actualidad; con una resignación natural de su condición de mujer, aceptaba sus limitaciones y las intentaba cubrir con su participación, aunque fuera pasiva, en todo lo que Arturo le enseñaba. No obstante, Teresa, al contrario que su novio al que enaltecía ese punto de cándido idealismo capaz de mover el mundo, era muy pesimista en cuanto a los cambios pretendidos por las leyes que se propugnaban desde la instauración de la República; tenía serias dudas de que la sociedad fuera capaz de asumir tanto cambio de una forma ordenada y pacífica. No veía a su padre y a gente de su clase, ni siquiera a los amigos de su hermano, aceptando las reivindicaciones de las mujeres, el reconocimiento de sus derechos y el trato de igualdad con los hombres. Todo era demasiado complicado. Las clases altas tenían dinero, el poder se compraba con dinero, y sólo a través del poder se hacían las leyes. Lo demás eran hermosas quimeras imposibles de alcanzar.