Después de pensarlo un rato, Arturo decidió acudir primero a la casa del pueblo, situada en el barrio de Lavapiés. Conocía a gente del partido que trabajaba habitualmente en la sede, tal vez allí le podrían indicar por dónde empezar a buscar. No había querido decirle nada a Teresa porque temía que hubiera ocurrido lo peor. Conocía lo que estaban haciendo algunos desalmados sin escrúpulos, manejando la situación de forma injusta y con extrema crueldad, y muchos de ellos actuaban bajo las siglas del partido que con tanto denuedo había defendido ante su novia. No quería que ella pensara que él tenía nada que ver con esos grupos descontrolados.
Enfiló la calle Montera para llegar a la Puerta del Sol, después se metió por la calle Carretas, cruzó Atocha y se introdujo en el dédalo de callejas y recovecos que le llevaron a la calle del Calvario. El aire estaba impregnado de olor a madera quemada y a humo, residuo de la quema de conventos, iglesias y escuelas religiosas, incendiadas y saqueadas en las últimas horas por todo Madrid. Arturo caminaba pensativo y muy preocupado. Al torcer la calle, se encontró con un tumulto en el portal del edificio en la que se ubicaba, desde hacía dos años, el local de la casa del pueblo. A duras penas se abrió paso entre los que salían y los que, formando grupos que entorpecían el flujo de entrada, fanfarroneaban de sus experiencias en el asalto al cuartel de la Montaña. Al entrar en el oscuro zaguán, el olor conocido a humedad se mezclaba con el sudor de los que subían y bajaban apresurados por las escaleras. La mayoría iban con un mono azul o gris, algunos lucían correajes militares y los menos portaban con orgullo ostentoso el arma al hombro o terciada al cinto, y todos llevaba el pañuelo rojo anudado al cuello o atado al antebrazo. Hubo quien le saludó con el puño en alto, otros, sin embargo, le miraron con recelo porque no llevaba el atuendo miliciano que se estaba imponiendo para diferenciarse de los sublevados y no ser sospechoso de colaboracionismo faccioso. La sede socialista estaba en el segundo; era un piso pequeño e interior, suficiente como referencia del partido en aquel barrio. Arturo acudía allí cada quince días con el fin de ayudar a los compañeros con problemas legales, les asesoraba en lo que podía, y si no sabía, buscaba solución preguntando a los profesores de la Facultad, sobre todo a don Amadeo Fatás, catedrático de Derecho Romano, que conocía muy bien todos los vericuetos de la nuevas leyes que trataban de proteger los derechos de los trabajadores, conculcados en muchos aspectos por la inercia de una sociedad incapaz de alterar lo que se había hecho costumbre, a pesar de que contraviniese la ley. La sede tuvo movimiento desde el primer momento, pero aquel día había tanto personal que apenas se podía acceder al interior. Los que querían entrar impedían el paso a los que pretendían salir. El hedor a sudor, mezclado con la sensación de bochorno y falta de ventilación, hacían irrespirable el aire incluso en el descansillo.
Arturo consiguió introducirse, a codazos, hasta el despacho del fondo, en cuya puerta también se acumulaban una fila de personas que esperaban ver a Draco.
Agapito Trasmonte Draco era el fundador, presidente y responsable de todo aquel tinglado, tal y como lo definía él mismo; se consideraba un socialista convencido de que era posible cambiar las cosas de forma pacífica, sin los excesos que planteaban los comunistas, ni el descontrol del que tildaba a los anarquistas; su problema era la intolerancia, excesiva a veces, hacia esas facciones de la izquierda, que malograba el pacifismo del que siempre alardeaba frente al autoritarismo e insolidaridad propias de la derecha pacata y reaccionaria. No le gustaba su nombre porque decía que tenía poca fuerza, por eso se hacía llamar por su apellido materno, más contundente y firme.
Arturo estiró el cuello por encima de la marabunta de cabezas, con el fin de atisbar el interior del pequeño despacho. Draco se encontraba sentado a la mesa, ante la que se arremolinaba una multitud caótica y desordenada. A su izquierda estaba Rafael Lillo, un estudiante de segundo de Derecho, que colaboraba muy estrechamente en la sede, y que manejaba una lista de nombres.
—Draco —gritó desde fuera—, Draco, tengo que hablar contigo.
—Eh, tú —le espetó con insolencia un hombre que estaba a punto de traspasar el quicio de la puerta—, espera tu turno, que aquí todos tenemos que hablar con Draco.
Llevaba un peto gris sobre una camisa oscura y sucia, y en su cinto colgaba una vieja pistola de doble cañón. Sudaba profusamente por el cuello, por la frente y por los sobacos, parecía que le hubieran echado un jarro de agua por encima.
Draco, que había oído la voz de Arturo, se levantó para localizarlo.
—Arturo, pasa. Dejad que pase el compañero, viene a echarnos una mano.
A regañadientes, la gente se apartó para dejarle sitio. Cuando llegó a la mesa, se colocó a la derecha de Draco, enfrascado de nuevo en la tarea de apuntar y organizar aquel desbarajuste.
—Draco, tengo que pedirte un favor.
Le miró con gesto serio.
—Ahora no, Arturo, ¿es que no ves cómo estamos?
—Es muy urgente.
—Hoy todo es urgente —los dos hombres se miraron un instante—. Échanos una mano y luego hablamos.
No podía preguntar por la suerte de tres posibles detenidos delante de todos.
—¿Dime qué hay que hacer?
—Toma —le cedió una hoja en blanco y un lápiz—. Apunta el nombre y apellidos, el número de afiliación…
—¿Y si no están afiliados?
—Los apuntas también. Edad, profesión, domicilio dónde se les pueda localizar, y si alguna vez han utilizado un arma. Se admite a todo el mundo que haya cumplido los dieciséis años, cualquiera que sea su profesión o condición, ya sea hombre o mujer. Nos valen todos.
Arturo cogió el papel y el lápiz. Se sentó junto a Draco y empezó a escribir nombres. Se estremeció al comprobar la condición de muchos de los que se apuntaba. No sólo hombres hechos y derechos con profesiones de lo más variopintas, también había un buen número de mujeres dispuestas a colgarse un máuser y pegar tiros a todo lo que se moviera. Pero sobre todo le sobrecogía la juventud desbordante, casi arrogante, de aquella gente que en su mayoría apenas superaban los veinte años, preparada para defender el quimérico ideal de cambiar las cosas.
Terminó de apuntar los datos de una planchadora de veintidós años. Cuando la mujer se retiro, levantó la cabeza para empezar con el siguiente, pero ante él tenía a un muchacho que no tendría más de catorce años.
—¿Y tú qué quieres?
—Alistarme. Quiero matar a los fascistas.
—¿Qué edad tienes?
—Dieciséis.
—Tú no tienes dieciséis. Vete a jugar y déjanos trabajar.
—Tengo dieciséis —espetó ofendido—, los cumplí ayer.
—Tienes la cédula o alguien que acredite lo que dices.
El chico dudó un instante, para luego negar con la cabeza.
—Pero prometo que los tengo.
—Te he dicho que te vayas a jugar.
El chico no se movió, y Arturo se mostró condescendiente. Le miró lánguido y sonrió con una mueca.
—Como no te vayas ahora mismo, te saco de la oreja hasta la calle.
—¡Tú lo que eres es un fascista de mierda!
Las palabras del chico cayeron como el mármol en la estancia, todos callaron, haciéndose un silencio culpable. Arturo se armó de valor para mantener la paciencia y no seguir el impulso de levantarse y darle un bofetón a aquel mocoso que le había insultado delante de todos. Aspiró el aire y se intentó relajar. Draco le miró de soslayo y continuó apuntando al hombre que tenía frente a él.
—Mira, chico…
—Me llamo Melquiades Aranda Ridruejo.
Arturo contuvo una sonrisa.
—Mira, Melquiades Aranda Ridruejo, yo no estoy aquí para escuchar sandeces de un mocoso como tú, tenemos mucho trabajo y aquí estás empezando a molestar. Si quieres ayudar, márchate a casa.
—Me iré a ver a los comunistas. Mi padre decía que eran mejores que vosotros. Ellos machacarán a los fascistas, y no vosotros, que lo que pretendéis es pactar con ellos.
—Apúntalo y que se vaya de una vez —intervino Draco, molesto.
—Pero si es un niño…
—Mételo en la lista —insistió con autoridad. Luego, se dirigió al chico—. Y tú, vete a casa, y espera a que te llamemos. Es una orden.
—¿No me vais a dar un arma?
Los murmullos se hicieron oír hasta el pasillo.
—Verás, Melquiades —Draco resopló su impaciencia, y se echó un poco hacia adelante para que el chico pudiera oírle con claridad—, te estoy dando una orden, si quieres te alistas y te vas a casa hasta que seas convocado para ir al frente, sólo entonces tendrás un arma; si no te parece bien, puedes marcharte por dónde has venido y alistarte con esos malnacidos comunistas, pero no te arriendo las ganancias a su lado. Luego no vuelvas aquí reclamando un sitio.
El chico, ante las palabras autoritarias de Draco, se arrugó un poco.
—Pero a ésos les has dado una arma…
—Porque ésos salen para el frente esta misma mañana. Tenemos que organizarnos, Melquiades, si no, nos aniquilarán a la primera de cambio.
Tras un silencio incómodo, el chico decidió darle todos los datos a Arturo.
—¿No me has dicho que no apunte a los menores de dieciséis años? —preguntó Arturo en cuanto desapareció.
—¿Y qué querías, que nos diera un espectáculo, o que se fuera a algún ateneo libertario para apuntarse con los comunistas? Ésos sí que no tienen agallas para enviar a un mocoso como ése a su casa con su madre; les da lo mismo que sean niños con tal de que puedan disparar.
Señaló con su dedo el nombre de Melquiades en el papel.
—Escribe una nota al margen de que no es válido, y sigue con el trabajo.
Después de más de cuatro horas apuntando nombres, la sede empezó a despejarse de personal. Hacía un calor infernal. Un aire caliente entraba implacable por las ventanas abiertas y parecía derretir el ambiente. Todos acusaban el cansancio, aumentado con esa sensación incómoda y pegajosa de bochorno. El último de los alistados salió y detrás lo hizo Rafael con las listas en la mano; Arturo esperó a que se alejasen por el pasillo, luego le habló a Draco.
—Tengo que pedirte un favor.
—¿Qué quieres?
—Necesito saber el paradero de tres compañeros de Facultad.
Draco lo miró, serio.
—¿No serán falangistas? No me jodas.
—No son nada, Draco, son tres chavales de los que nadie sabe nada desde ayer por la mañana.
Draco suspiró, agotado. Por fin estaban solos en el despacho, un lugar pequeño, agobiante, con una ventana abierta a un callejón, por el que se colaba la flama irrespirable. Además de la mesa, había unos anaqueles destartalados, atiborrados de papeles y carpetas bastante desordenadas. Las paredes estaban sucias por el roce y el humo de los cigarrillos, desnudas de cualquier ornamento excepto un pequeño retrato algo mugriento y demasiado oscuro de Pablo Iglesias. Draco sacó el cuarterón de tabaco picado y dos papelillos de liar, uno de los cuales se lo ofreció a Arturo. Sumidos en un concentrado silencio, los dos hombres envolvieron la picadura de sus cigarrillos. Draco, más rápido y diestro en el manejo del papel, lo encendió y le dio una larga calada, mientras Arturo terminaba de liar el suyo.
—Mira, Arturo, se está deteniendo a mucha gente, y lo peor de todo es que lo están haciendo sin ningún control. Cualquiera que tenga un arma puede detenerte y llevarte a un descampado, te pega un tiro y se acabó; nadie pide cuentas. Hay muchas denuncias falsas, gente que por odio, por celos, o simplemente porque le cae mal, denuncia a otro y se lo llevan sin preguntar.
—Sé cómo están las cosas, Draco…
—No sabes nada —interrumpió con voz ronca—. No tienes ni idea de lo que está pasando en realidad, ni tú ni nadie, ni siquiera este Gobierno de inútiles que no sabe imponer autoridad.
—¿Me puedes ayudar o no?
Draco dio otra profunda calada a su cigarrillo, y dejó que el humo azulado saliera lento por entre sus labios, mirando con fijeza a los ojos a Arturo. Luego, le tendió una media cuartilla en blanco, sobada y sucia.
—Apunta ahí los nombres. Si tienen algo que ver con la Falange o con algún partido de la derecha, olvídate de ellos, ya te lo advierto. Bueno será que encuentres sus cuerpos.
Arturo escribió los tres nombres en el papel, y se lo dio.
—De Mario Cifuentes te doy mi palabra de que no tiene nada que ver con partidos ni con nada.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Es… bueno, él es el hermano de Teresa, mi novia.
Draco, sonrió, condescendiente.
—Vaya, así que Arturo se nos ha enamorado de una niña bien.
Draco cogió el papel y leyó los nombres en silencio, al tiempo que aspiraba y soltaba el humo del cigarro, haciendo el aire más pastoso aún; luego, cogió el lápiz y trazó una raya para tachar los nombres de Fidel y Alberto.
—¿Qué haces?
—Yo no me la juego por unos falangistas, por muy amigos tuyos que sean.
—Son tres buenos chicos.
—Te he dicho que no me la juego. Si quieres indago sobre este Mario Cifuentes, hermano de tu novia. No te prometo nada, ya te lo digo, pero tú tienes que hacerme otro favor.
—Tú dirás.
—Nos haces falta aquí. Quiero que te alistes, por lo que pueda pasar.
Arturo sabía que se lo iba a pedir.
—Draco, tú me conoces, soy incapaz de matar una mosca. No podría llevar un arma…
—La situación es muy grave. Te necesito yo, y te necesita el partido.
No podía rechazar la petición de Draco. Pensó en Teresa. Intentaba comprender sus reticencias. Él no quería ese tipo de revolución. Creía que los cambios debían realizarse poco a poco, desde la escuela.
Draco lo miraba expectante. Arturo resopló y apretó los labios, cabizbajo. Si Mario estaba detenido, como se temía, no había otra forma de intentar salvarlo de una muerte segura, y el tiempo corría en su contra.
—Está bien, cuenta conmigo, pero pregunta por los tres. Te aseguro que ninguno son un peligro para la República.
Draco miró los nombres escritos, dio la última calada y machacó la colilla en un platillo atiborrado de colillas y ceniza. Se levantó despacio.
—Voy a hacer unas llamadas. Espera aquí un momento.
Arturo se puso el cigarro entre los labios y aspiró el humo hasta sentirlo en los pulmones. Le pareció que el tiempo se detenía, embriagado por la calima, el cansancio y el humo del tabaco que ascendía lento hasta difuminarse en el aire, convirtiéndose en una nube blanquecina y estática. Después de tanto jaleo, aquel piso parecía desierto. Todos se habían doblegado al agotamiento y al calor. Por la ventana abierta se introducía, procedente de alguna radio, la música frívola de una canción de moda. Arturo, envuelto en el letargo de la siesta perdida, seguía con el pie el ritmo pegadizo, con golpecitos isócronos, apenas perceptibles, hasta que la música se interrumpió y resonó la voz aguda del
speaker
de Gobernación; su discurso de palabras grandilocuentes y en exceso acentuadas, despertó los sentidos de Arturo que se acercó a la ventana para escuchar mejor.