—¿Qué interés tiene en conocer la vida de Mercedes?
—No se lo podría explicar, es… ¿cómo le diría yo? Todo está siendo como un impulso que yo no controlo. Hace unos días encontré en un puesto del Rastro una caja que contenía una foto de Mercedes y de su marido Andrés; está fechada el 19 de julio del 36; también había unas cartas que Andrés la escribió en los meses de septiembre y octubre de ese mismo año.
—¿En el Rastro?
—Sí. Lo adquirí por unos euros en uno de esos puestos que tienen cosas usadas y de segunda mano.
—¿Y por encontrarse una foto y unas cartas en un puesto callejero se pone a indagar la vida de unas personas? No termino de entender a qué viene tanto interés por ellos.
Decidí contarle toda la verdad de mi atracción hacia la pareja.
—Le puede parecer extraño… —esbocé una sonrisa algo estúpida—, lo cierto es que a mí también me lo parece, pero desde que encontré esa foto mi curiosidad por Mercedes y Andrés se ha vuelto casi una obsesión. Desaparecieron después de la guerra y nadie parece saber nada de ellos. Es como si se hubieran desvanecido.
—Nadie se desvanece así como así. Le aseguro que para que alguien renuncie a todo lo que ha sido su vida tiene que haber razones muy contundentes.
Aquellas palabras me paralizaron. Intuí que la mujer con la que hablaba sabía mucho sobre lo que pasó con Mercedes y Andrés. No podía meter la pata, tenía que ganarme su confianza.
—Es cierto —añadí, tragando saliva para pensar en lo que debía decir o, en su caso, callar—, y me gustaría saber cuáles fueron esas razones contundentes que llevaron a esta pareja a evaporarse como el humo.
Otra vez un silencio amenazador, como si estuviera calibrando si seguir hablando conmigo o no.
—¿Me dijo antes que era usted escritor? —preguntó de pronto.
—Sí. Bueno, al menos eso intento, aunque por ahora sin mucho éxito, la verdad. Pero es mi pasión.
—Caballero, un buen escritor no debe buscar el éxito, si lo hace terminará por ahogarse sin remedio en ese anhelo exterior y perderá su capacidad para crear.
—Puede que tenga razón, pero de algo hay que vivir, y además está el reconocimiento, si nadie lee lo que escribo mi trabajo no habrá servido para nada, es como si un arquitecto levanta un edificio espectacular en medio de la nada, donde nadie pueda contemplarlo, ni disfrutarlo, ¿qué sentido tiene tanto esfuerzo si a nadie le sirve?
—Bastaría con que le sirviera a uno mismo, y que ese reconocimiento del que usted habla y que tanto desea fuese la satisfacción del trabajo bien hecho.
—Eso está muy bien, pero resulta muy difícil de asumir, se lo digo yo que llevo toda mi vida intentando conformarme con esa regla de la autoestima o autosatisfacción que usted indica.
Oí un suspiro cansino.
—Los de su generación lo están teniendo todo demasiado fácil.
—Puede que tenga usted razón. Escribir es mi vida, me siento feliz escribiendo, no podría hacer otra cosa porque no sé hacer otra cosa; pero si le soy sincero, ambiciono encontrar una historia diferente, mi sueño es crear una novela que, de alguna manera, me inmortalice, una historia que se perpetúe en el tiempo, que me sobreviva, que se adapte a cualquier época. Sé que puede sonar arrogante y presuntuoso, pero le aseguro que es lo que siento, no sé si me entiende.
—Le entiendo perfectamente —me contestó, condescendiente—. He amado profundamente a un escritor. Él pensaba como usted, sin embargo, la vida no le dio la oportunidad de esa inmortalidad de la que habla —se calló y yo me mantuve atento, sin abrir la boca, a la espera de su reacción—. Intuyo que esa historia tan anhelada tiene algo que ver con Mercedes y Andrés.
—Intuye bien. Pero lo que escribo es ficción, no es mi pretensión plasmar la vida de nadie.
—Ya. Me imagino.
—Señora, ¿usted sabe qué les pasó al matrimonio de Mercedes y Andrés?
—Es una historia muy larga.
Al oír aquellas palabras el corazón se me aceleró tanto que tuve que tomar aire en mis pulmones para intentar calmarme. Sin que de mi boca saliera un solo sonido, le suplicaba que me la contara, y de pura tensión, con fuerza inconsciente, apreté mis labios y noté dolorida la mandíbula.
—En estos días he de arreglar algún que otro asunto importante. Cuando los resuelva, le llamaré, y si sigue pensando que la historia de Mercedes y Andrés tiene algún interés para usted, le contaré lo que sé.
Abrí la boca y la volví a cerrar como un estúpido. Me dejaba con la miel en los labios pero no podía hacer otra cosa.
—Se lo agradezco muchísimo, de verdad, esperaré impaciente su llamada.
De nuevo un silencio hueco, que me estremeció. Dudé por un instante, pero al final me decidí a preguntarle.
—¿Podría decirme su nombre?
—Soy Teresa Cifuentes Martín, y sí, conocí muy bien a la pareja, sobre todo a Mercedes. La guerra nos unió como si fuéramos hermanas, y la paz nos rompió el corazón a ambas.
Arturo consultó el viejo reloj de pulsera de su padre. Cada vez que miraba aquella esfera amarillenta intentaba recordar su rostro, pero su mente apenas le devolvía unos rasgos desleídos en vagos recuerdos. Faltaba una hora para la reunión que se había convocado en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola, donde se encontraba ubicada la sede de la recién estrenada Alianza de Intelectuales Antifascistas, a cuyo círculo había accedido, para su regocijo particular, de la mano del que se había convertido en su mentor, Ramón José Sender. Echó agua en el lavabo y se refrescó antes de ponerse la camisa. El libro que le había regalado Sender estaba sobre la mesa. A su lado, cuartillas garabateadas con palabras y tachones, espejismos que, una y otra vez, se hacían añicos en las cuartillas emborronadas. Cogió el libro y se sentó en el extremo de la cama; el somier gimió metálico bajo su peso.
Míster Witt en el cantón
. Abrió la cubierta y leyó la dedicatoria, aprendida ya de memoria:
Madrid, 30 de julio de 1936 A mi buen amigo Arturo; a pesar de que el camino es largo, penoso a veces, otras insoportable, nunca lo abandones, porque entonces sólo te quedará la muerte. Con todo mi afecto
.
Había conocido al recién nombrado premio Nacional de Literatura a finales de julio, el primer día que subió al frente de la sierra de Guadarrama. Por ser nuevo (y para que se espabilase, según oyó decir al responsable), le habían puesto a hacer guardia de noche, solo, con un fusil que apenas sabía sostener, en lo alto de un peñasco, en medio de la nada, un paraje limpio de vegetación y con la única compañía aparente de algunas aves nocturnas. Llevaba más de cinco horas apostado en una roca sin novedad alguna. Había anochecido y miraba absorto el cielo negro y plagado de estrellas; ante aquel paisaje, recordó los paseos que de niño daba con su padre por las afueras del pueblo en el que nació y al que no había vuelto desde hacía años. Allí, en medio del campo, parecía que el cielo estaba más cerca. Cayó en la cuenta de que, desde que vivía en Madrid, apenas miraba las estrellas; la luz, el ruido, las casas, la vida agitada y divagante hacía olvidar que, por encima de los edificios y de los cables, de las luces de gas y de los toldos callejeros, se revelaba cada noche un espectáculo infinito. Aspiró el aire limpio de la sierra. El miedo que le había atenazado durante las primeras horas había ido disminuyendo poco a poco. Sólo le quedaban tres horas para terminar aquella pantomima, entonces, podría regresar a la pensión a dormir. A los tres días de haberse alistado en las milicias, le llamaron para que acudiera al frente. Habló con Draco para explicarle que sería incapaz de disparar un solo tiro, y que no estaba de acuerdo con la medida de armar al pueblo, ni con la formación de un ejército de obreros, mecánicos y limpiabotas, que morirían como ratas ante un ejército bien pertrechado de armas y mandos, provistos de una perfecta y ejercitada estrategia de la guerra. «Esto es la revolución —le dijo Draco sin quitarse el pitillo de los labios—, y en la revolución tenemos que luchar todos, sin excepción.» Arturo insistió en que la mayoría morirían a la primera de cambio porque apenas unos pocos sabían manejar un arma. «Se les ha enseñado la instrucción —replicó—, y, además, la necesidad apremia. Ya verás cómo disparan cuando se vean en el apuro.» «Es una crueldad —insistió Arturo—, se les está llevando a un matadero.» «¡Su vida es el matadero, Arturo, esos hombres y mujeres que están batiéndose en la sierra, luchan por salir del infierno en el que se convierte su vida desde el día que nacen! No tienen elección.» Guardó silencio y aspiró el humo de su cigarro, para luego expulsarlo, lento, mirando con fijeza a Arturo. «La mayoría de los que suben cada mañana a los camiones, convencidos de que van a defender esta ciudad, tienen miedo, y los que no lo tienen, es porque son unos inconscientes; pero saben que sus brazos son necesarios para detener esa horda fascista que nos quiere aniquilar. No hay elección —repitió—. Esto es una guerra, Arturito, y cuanto antes nos hagamos a la idea, mejor será para todos.»
Cuando le dieron el fusil, lo cogió y su tacto le acongojó. Tenía tanto miedo a morir como a matar, y, en principio, lo único que tenía claro era que, a no ser que fuera estrictamente necesario, no estaba dispuesto a cargar sobre su conciencia la muerte de ningún hombre, por muy enemigo que fuera. Temía recibir un disparo, sin embargo, era mayor el desasosiego de acabar con la vida de un inocente como él, con toda una vida por delante, igual que él, con una mujer o una novia que lo estuviera esperando, como le ocurría a él, tal vez, con unos hijos o unos padres que añorarían para siempre su terrible ausencia. Esa prudencia culpable y aprensiva que le atenazaba, y que le hizo desobedecer las órdenes de disparar a matar a cualquiera cosa que se moviera («si tú no matas, te matan a ti», le aclaró el responsable de aquel extraño batallón de monos añiles), salvó la vida al furtivo que apareció en plena noche y que resultó ser Ramón José Sender, al que, como a tantos otros, la sublevación le había pillado pasando los rigores del verano en San Rafael, con su mujer y sus dos hijos pequeños; cuando el pueblo fue tomado por los fascistas, su mujer y a sus hijos se marcharon a Zamora, y él se arriesgó (con la intención de unirse a la causa republicana), junto a un matrimonio amigo, a llegar a Madrid atravesando la sierra.
El momento fue terrible. El crujido de una rama lo puso en guardia. Todo su cuerpo se puso tenso, en alerta; el sudor le resbalaba por el cuello y empapaba la camisa. Asió con más fuerza el fusil, apoyando el dedo sobre el gatillo. Acechando en la oscuridad. De repente se sintió un ser vulnerable, tal vez su vida estuviera a punto de terminar con un disparo efectuado por alguien a quien desconocía, con quien nunca había cruzado ni una palabra, ni una mirada. En medio de la tensión, volvió a poner en duda su voluntad de estar ahí, con un arma dispuesto a matar o a morir. De pronto, le vino a su memoria el rostro de Teresa, y se estremeció. Ella no sabía que estaba allí; le había dicho que no le mandarían al frente, que le iban a enviar a recoger y catalogar obras de arte de iglesias, monasterios, colegios o casas particulares. Eso era lo que Draco le había prometido, que intentaría meterle en alguno de los grupos que se quedaban en Madrid para salvar elementos culturales que estaban perdiéndose, destruidos de forma escandalosa a manos de los descontrolados. Sin embargo, su primer destino había sido el frente de la sierra, y no tuvo más remedio que empuñar un arma, que le pesaba más que su alma, y unirse a una revolución con la que no estaba de acuerdo.
De nuevo el crujir de los chinarros le confirmó que alguien se movía cerca, a pocos metros en un oscuro horizonte al que su ojos eran incapaces de penetrar. Con voz temblona, apenas sin aliento, dio el alto. Después de un silencio tenso, volvió a gritar a la negrura.
—¿Quién va? Habla o disparo a discreción.
La silueta de una persona con las manos en lo alto de la cabeza se le dibujó en el espacio abierto, definida por el resplandor cenital de la luna.
—¡No dispares! ¡No vamos armados!
—¿Quién eres?
Arturo apuntaba al recién aparecido que permanecía inmóvil a unos veinte metros de distancia.
—No voy armado —repitió con voz temblona—. Mi nombre es Ramón José Sender. Conmigo viene un matrimonio. Tengo aquí mi cédula de identificación. No dispares.
Pero Arturo ya había bajado la escopeta (más bien se le había desprendido de las manos), y miraba absorto aquel hombre que mantenía los brazos bien altos, y al que no podía ver la cara.
—¿Quién dices que eres?
—Ramón José Sender.
En ese momento, aparecieron detrás de él dos figuras más, una mujer y un hombre, también con las manos en alto, bien estirados los brazos, haciendo movimientos lentos, prudentes.
—Tú, el que dice llamarse Sender, acércate despacio y entrégame tu cédula.
El hombre se acercó bajando lentamente las manos, manteniéndolas separadas del cuerpo.
—Voy a meter la mano en el bolsillo para sacar la cédula, ¿de acuerdo?
Arturo se había puesto en guardia de nuevo, y le apuntaba con su arma.
—No hagas ninguna tontería o te acribillo a balazos.
—Tranquilo… no llevamos armas. Toma, ahí tienes mi cédula, comprueba que te digo la verdad.
Arturo tomó el papel que le tendía. Los dos actuaban con movimientos lentos, recelosos, ninguno se terminaba de fiar del otro, mientras que las otras dos figuras se mantenían a distancia, a la espera, sin moverse, con las manos sobre la cabeza para evitar cualquier sospecha que pudiera provocar un disparo.
—¿Tienes una cerilla? —le preguntó Arturo, desconcertado, con la cédula en la mano.
—Espera, tengo algo mejor.
Volvió a introducirse la mano en el bolsillo y sacó un mechero de gasolina. Lo abrió, lo encendió y se lo acercó. Fue en ese momento cuando los dos hombres se vieron las caras. Durante un largo instante se mantuvieron las miradas con la tenue luz de la azulada llama reflejándose en los ojos. Arturo dejó de apuntarlo y desdobló la cédula para leer el nombre.
—¿Eres realmente Ramón José Sender?
—Desde que nací.
Arturo estaba atónito, como si hubiera visto una aparición.
Sender cerró el mechero con un ruido metálico y seco.
—¿Tienes agua?
Arturo le tendió la cantimplora que tenía a su lado. El matrimonio que acompañaba al escritor, al comprobar que no había peligro, se atrevió a acercarse. Los tres huidos se fueron pasando el agua.