Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (3 page)

Después de un rato de silencio, Andrés volvió a insistir sobre el paradero de Mercedes.

—¿Dónde puedo encontrar a Mercedes?

El tío Manolo le miró con cierta reticencia.

—Lo único que sé es el nombre de la calle, General Martínez Campos, pero cualquiera sabe si sigue allí. Han pasado demasiado tiempo y demasiadas cosas. Todo puede haber cambiado. Cuando todo acabe podrás…

El anciano enmudeció cuando Andrés dio un fuerte golpe sobre la mesa, haciendo tintinar los cacharros que estaban sobre ella. Enarcó las cejas, sin apenas inmutarse por la rabia de su sobrino.

—Siempre lo mismo… cuando todo acabe…, cuando todo acabe… —murmuraba entre dientes con aspaviento desesperado—; esto no tiene fin, no acaba nunca…, nunca…

Andrés sintió una punzada en el estómago. El dolor fue tan intenso que le obligó a retorcerse emitiendo un lastimero gemido.

—¿Qué te ocurre?

—Me duele…

No pudo terminar, se tapó la boca y se levantó, pero apenas anduvo dos pasos cuando enarcó el cuerpo y vomitó. El viejo le sujetó por la cintura para que no cayera de bruces contra el suelo. En cada arcada, su cuerpo tenso se encorvaba hasta que expulsaba el vómito por la boca acompañado de un desgarrado bramido.

Cuando por fin parecía haber echado todo lo que había en su estómago, se desmoronó en brazos del anciano.

—No puedes regresar así.

Le llevó hasta la silla, y lo sentó.

—Tengo que marcharme… —murmuró Andrés, intentando recuperar el aliento perdido—. No puedo dejarles…, no podría vivir con eso en mi conciencia… no podría vivir…

El llanto le desbordó, y de su garganta salió un afligido gemido, porque en ese momento se dio cuenta de que, tal vez, no llegase a tiempo para evitar la muerte de su hermano y de aquel pobre chico. Su viaje había sido además de inútil, grotesco. Había ido buscando una esperanza para sobrevivir y se había encontrado con la terrible realidad de la muerte, y el desaliento de no saber cómo estaba Mercedes, peor aún, sabía que estaba en Madrid, sin el hijo que nunca conocería, sin su madre, sola en una ciudad sitiada y bombardeada, de la que sabía que se estaba pasando hambre y muchas penurias.

Manolo repitió, con pesadumbre.

—En estas condiciones no llegarás a ninguna parte.

—¡Tengo que ir!

Sus ojos enrojecidos se clavaron en el rostro del anciano. Él le miró taciturno y murmuró:

—Ha sido una locura que vinieras hasta aquí…

Andrés, con gesto abatido, se enjuagó la boca con un poco de agua y se puso en pie, pero al plantar el talón se quejó.

—¿Qué te pasa? Estás sangrando.

—No es nada, sólo un corte.

—Deja que te lo vea.

Le obligó a sentarse y le quitó la alpargata completamente empapada de sangre. Cogió la vela y la colocó en el suelo. Le retiró el trozo de tela sucio y ensangrentado.

—Esto no tiene buena pinta, Andrés.

—Curará, no se preocupe, he salido de otras peores.

—Espera. Voy a intentar desinfectarlo un poco, y te lo vendaré…

Andrés lo interrumpió retirando el pie.

—Déjelo, tío, no hay tiempo, tengo que marcharme.

El viejo le miró con una mueca en la boca.

—Ya sabes lo que dicen los buenos toreros: «Vísteme despacio que tengo prisa»; si de verdad quieres llegar a tu destino, deja que te cure esa herida.

Se levantó y salió de la cocina; en seguida volvió con una venda y una botella.

—Es orujo; te dolerá, pero ayudará a cicatrizar la herida.

Abrió el tapón, le sujetó fuerte por el tobillo y vertió el líquido por el pie. El escozor fue tan brutal que Andrés se sintió desvanecer.

—Aguanta un poco, pronto dejarás de tener sensibilidad en esa zona, y se pasará el dolor.

Colocó con destreza la venda, le dio unos calcetines de lana y unas esparteñas mejores y más nuevas.

Después de la cura, Andrés se levantó y, con cuidado, plantó el pie en el suelo bajo la atenta mirada de su tío.

—¿Mejor?

Andrés asintió. El anciano se sentía afligido por la impotencia de no poder hacer más por su sobrino.

—Toma, llévate esta ropa y algo de comida. Procura que Clemente se lo coma más despacio para evitar este desperdicio.

Los dos miraron las baldosas del suelo cubierto de vómito.

—Siento lo de la comida…

—Más lo siento yo —añadió el viejo, conforme—, ni te sirvió a ti ni me sirvió a mí.

—Tengo que marcharme —la voz se le quebró—. Tío, si todo esto no acaba bien…, si me pasara algo, ¿me promete que cuidará de ella?

El anciano le miró con una mueca de solemnidad.

—Procura que no te maten. Has aguantado hasta ahora, sólo tienes que hacerlo un poco más. Esto no puede durar mucho.

Abrió la puerta, y Andrés susurró un gracias apenas perceptible.

—Quedan seis horas para que amanezca —le dijo el anciano, mirando al cielo estrellado—. Vete ya, corre, y salva la vida de tu hermano y de ese muchacho. Vamos.

Andrés se lanzó al campo, con la única idea de llegar a tiempo. Le dolía el estómago, la cabeza le estallaba, la herida le quemaba como si tuviera fuego y, sobre todo, seguía teniendo una sed terrible por efecto del vómito.

Estaba al límite de sus fuerzas cuando atisbó a lo lejos el edificio del preventorio que servía de prisión provisional. Había amanecido hacía media hora, y el frío de la madrugada le había dejado insensible la nariz y las orejas. Los sabañones estaban asegurados; en cuanto la piel se desentumeciera, aparecerían los picores y la quemazón. Pero lo que le preocupaba era llegar antes del recuento. «Hoy es domingo», se repetía una y otra vez a medida que el sol liviano de invierno iba ganando espacio en el horizonte, «y hasta los milicianos duermen más en domingo». Cuando estaba a punto de llegar al límite de la arboleda que le amparaba de ser descubierto por la guardia, un disparo lejano le sobresaltó. Se detuvo, paralizado por el miedo. Se mantuvo atento al silencio. Al oír otros dos disparos comprendió que no estaban dirigidos a él, y echó a correr. Atravesó la explanada que había frente al pabellón del dormitorio; jadeante, con un dolor intenso en el pie, se asomó a la ventana por la que había saltado la noche anterior. Los catres estaban vacíos. Oyó un revuelo de gente y comprendió que todos estaban en el patio. Antes de que pudiera reaccionar, se oyeron más detonaciones, sonido secos y huecos que dejaban tras de sí un estremecedor silencio. Saltó al interior y atravesó el pabellón brincando de cama en cama, hasta que llegó a la puerta del pasillo donde se encontró con un centenar de hombres apoyados contra las paredes, sentados por el suelo, con la mirada perdida, abatidos por la desidia. Por los grandes ventanales, oteó al resto de los presos, amontonados de manera desordenada en el gran patio central, cerrado por los cuatro pabellones que conformaban el preventorio.

Andrés se extrañó.

—¿Han hecho el recuento?

Un hombre de unos treinta años, que permanecía sentado en el suelo con un cigarrillo de hebras colgado en los labios, le contestó con voz seca.

—Hoy no hay recuento.

—He oído tiros. ¿Qué está pasando?

—¿Dónde coño estabas? —le preguntó otro, con tono de reproche.

Pero Andrés apenas le dedicó una fugaz mirada. Dirigió sus ojos al primer hombre que le había hablado.

—¿Qué está pasando?

El preso levantó la cara, cogió el cigarro y expulsó el humo de su boca. Sin expresión en su rostro, habló con voz cansina.

—Hoy ha habido sacas. Estos cabrones están en las últimas, y pretenden morir matando.

—¿Sacas?

Andrés estaba desconcertado. Sabía el significado de las «sacas», se lo habían contado algunos de los que habían pasado por las cárceles de Madrid antes de ser destinados a aquel extraño batallón. Normalmente se hacían en plena noche: a los elegidos se los llevaban y nunca se les volvía a ver. Durante los meses que había estado en la sierra de Tajuña no había vivido una situación similar. Se decía que la razón de la ausencia de ese paseo mortal sin retorno era que todos los presos de aquel batallón se hacían necesarios para trabajar.

—¿Qué sentido tiene ahora esto?

Nadie le contestó. Se acercó a la puerta de salida al patio, pero la presencia de decenas de hombres, apretujados, hacía difícil el paso y le impedían la visión de lo que ocurría. Andrés se volvió hacia el primer preso que le había hablado, como si los demás fueran incapaces de contestarle.

—¿Sabes a quién… sabes a quién le ha tocado?

El hombre con el rostro macilento encogió los hombros y negó con la cabeza.

—Poco importa eso, lo que cuenta es que, al menos hoy, no nos ha tocado a nosotros.

Tenía que encontrar a Clemente. A empellones, se hizo hueco entre la gente, buscando con angustia la cara de su hermano entre todo aquel enjambre de rostros demacrados y sucios que el paso del tiempo había igualado. Se oyeron otros tres disparos y, en ese momento, como en un acto reflejo, todas las miradas se dirigieron hacia el lugar de donde procedían los tiros, inquietos, inmóviles, con gesto circunspecto. A lo lejos se oían voces, gritos arrancados del miedo, del terror atenazante del que sabe con certeza que se encuentra cara a cara con la muerte. Mientras, aquellos hombres, hacinados como ganado en un patio cerrado y gris, se mostraban insensibles al escalofrío de la realidad. En su terco intento de avanzar, recibió empujones y codazos, y sólo se detuvo cuando se vio ante una barrera infranqueable de milicianos que, con su fusil, apuntaban amenazantes hacia los presos, cerrando el acceso a un pasaje que desembocaba en otro patio más pequeño. Andrés comprendió que las ejecuciones se estaban produciendo en ese patio. Intentó atisbar algo por encima de las cabezas de los milicianos, pero uno de ellos le empujó hacia atrás con malas formas. Este gesto le cogió desprevenido y Andrés reaccionó encarándose con él. Los dos hombres acercaron sus rostros hasta casi rozarse.

—¿Qué? —le espetó el miliciano, apuntándole con el fusil en la cara—, ¿quieres pasar tú también?

Andrés se mantuvo enfrentado durante un instante, sintiendo el aliento de aquel hombre, algo más alto que él, con los ojos claros y un odio irracional grabado en sus facciones. Pensó que todos, los que estaban presos y los que les retenían, tenían ese gesto, un odio, frío e inhumano, derivado del rencor y del resentimiento sembrado a lo largo de semanas y meses.

Sintió una mano que le agarraba por el hombro y le apartaba de su desafío. Andrés se dejó llevar, y el miliciano se mantuvo altivo, con su mano firme en el gatillo, dispuesto a disparar.

—Andrés, déjalo.

Se volvió para encontrarse con Fermín Sánchez.

—¿Y mi hermano? —preguntó, impaciente—, ¿dónde está mi hermano?

Fermín Sánchez era un hombre de unos cincuenta años, alto y delgado, con manos muy grandes; siempre había tenido una complexión fuerte, pero los efectos del hambre le habían convertido en un ser esquelético de aspecto lamido. Sus ojos eran oscuros, igual que sus cejas, pobladas y espesas; sin embargo, en pocos meses, su pelo se había vuelto ralo, débil y completamente blanco.

—¿Dónde estabas? No te he visto hasta ahora.

—Eso no importa, ¿has visto a mi hermano? No lo encuentro.

Fermín dirigió su mirada por encima del hombro de Andrés hacia el lugar de donde procedían los tiros y los gritos.

Andrés, desolado, se volvió para mirar al mismo sitio que Fermín. Después, se dirigió de nuevo hacia él.

—Me han dicho que han hecho una saca.

Fermín asintió sin dejar de mirar por encima de las cabezas de los milicianos.

—Entraron cuando dormíamos. Han nombrado a unos cincuenta nombres…

Andrés tenía un nudo en la garganta.

—Fermín…, mi hermano…

Fermín bajó la mirada.

—Clemente fue uno de ellos…

—¡No!

Fue una reacción tan repentina que apenas le pudieron sujetar. Se lanzó hacia la barrera de milicianos. En seguida se formó un pequeño revuelo. Los soldados empujaban de malas maneras y cargaban sus fusiles, mientras que Fermín y otros dos presos más intentaban alejar a Andrés de la guardia.

—¡Clemente! —gritó, poniendo toda la fuerza en su voz, estirando el cuello sin dejar de forcejear con los que le sujetaban—, ¡Clemente, estoy aquí! ¡Clemente!

Su alarido resonó como un eco en aquel lúgubre patio, envuelto en un mutismo tétrico, como si aquel millar de hombres impasibles quisieran conceder, con su silencio, la oportunidad de una despedida a los hermanos.

—¡Andrés! —la voz de su hermano al otro lado del pasadizo le paralizó. No lo veía, pero oyó su llamada perfectamente—. ¡Andrés! Me van a matar…

—¡Clemente! ¡Estoy aquí!

—¡Andrés! Cuida de Fuencisla, dile que la quiero, y protege a mis…

En ese momento, se oyó un disparo al que siguió el silencio más terrible. Andrés se mantuvo atento un instante ansioso por volver a oír la voz de su hermano.

—¡Clemente! —gritó desesperado—. ¡Clemente!

No vio venir el culatazo que le propinó en la cara uno de los milicianos, tan sólo sintió un dolor intenso en la nariz y en el pómulo, y cayó de rodillas al suelo llevándose las manos al rostro.

—Como no te calles te vas para dentro y así lo acompañas.

Andrés no veía al que le gritaba. Se palpó la nariz, y notó que empezaba a sangrar profusamente. Sintió que se encendía por dentro en una mezcla de impotencia, dolor físico, sufrimiento y ansiedad. Cogió fuerza y se abalanzó contra el miliciano que tenía delante.

Se oyó un solo disparo, y, entonces, todo quedó oscuro, en silencio, vacío.

Madrid, enero de 2010
La foto

Cuando mis ojos se fijaron en aquella caja de metal, me llamó poderosamente la atención a pesar de su apariencia inservible.

—¿Qué precio tiene ésta?

—Veinticinco euros. Es un poco más cara que las otras porque tiene contenido.

—¿Qué clase de contenido?

—Mírelo usted mismo.

El vendedor me la alcanzó.

Abrí la caja y lo primero que vi fue la foto en blanco y negro de una pareja. La saqué y miré al dorso. A lápiz, con trazos elegantes, había escrito dos nombres: Mercedes y Andrés; un lugar: Móstoles, y una fecha: 19 de julio de 1936. Examiné el resto del contenido. Parecía un manojo de cartas unidas por una cuerda. No lo dudé. Metí la foto de nuevo en la caja y la cerré.

—Me la llevo.

Siempre me había gustado pasearme por aquel entramado de puestos apiñados unos contra otros en cada rincón de las calles que forman el Rastro madrileño. Acostumbraba a llegar temprano, cuando las tiendas abrían sus puertas y los tenderetes callejeros terminaban de colocar su género. Me dejaba llevar por la Ribera de Curtidores hasta el cruce con San Cayetano, donde se encontraba un puesto de viejo, largo y estrecho, situado en un recoveco casi escondido, regentado por dos hermanos, Abel y Lalo, que siempre tenían de fondo música de Bach o lo mejor de la ópera, lo que les confería cierto aire entre distinguido y retro; además, se ubicaba al margen de la riada humana que se formaba a partir de las once de la mañana. Era como llegar a un remanso en el cauce de un río embravecido y caudaloso. Repasaba con la vista las antiguallas expuestas de forma aparentemente arbitraria que componían una regla organizada y repetida domingo a domingo: restos de vajilla de toda laya, platos, grandes soperas, fuentes, copas de cristal, figuras de porcelana, objetos de bronce, relojes grandes, pequeños, de bolsillo, de sobremesa, radios de madera a válvulas con forma piramidal o recta, broches, pulseras, horquillas, botellas de colores y formas extrañas, muñecas de caras estáticas y trajes antiguos, postales, fotos. Cosas viejas y usadas, cachivaches cotidianos y efectos personales que en el pasado habían pertenecido a hombres y mujeres que ya no existían y que, ahora, quedaban expuestos como parte de una extraña herencia de su acontecer cotidiano. Siempre estuve convencido de que esos objetos, anacrónicos y rancios, mantenían gran parte de la esencia de los que fueron sus dueños. Al tocar cualquiera de aquellos enseres trataba de imaginar cómo habría sido la existencia de su propietario, qué vivencias habría tenido que gozar o padecer, qué acontecimientos habrían visto sus ojos. Ideaba sus rostros, su aspecto, su presencia. Me pasaba un buen rato ojeando fotos de color sepia, con sus protagonistas mostrándose rígidos, serios, risueños, serenos o atormentados, como si el destello de la cámara hubiera atrapado parte de su alma. Siempre me llevaba algo, unas veces una postal de un euro o una horquilla de tres, otras un bastón por cincuenta. Apenas regateaba. Los dueños me conocían lo suficiente como para hacerme un buen precio, al menos eso me aseguraban, y yo quería creerlo porque se me daba muy mal porfiar con el único fin de ahorrarme unos cuantos euros.

Other books

Poster Child by Emily Rapp
Deliciously Wicked by Robyn DeHart
Dime by E. R. Frank
The Devil's Anvil by Matt Hilton
So Many Men... by Dorie Graham
The Real Thing by Paige Tyler


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024