Se levantó con cierta aprensión por dejar sola a Petra en aquel lugar desamparado, pero tenía que avisar a Mercedes; tenía que saber lo de su madre, y prepararlo todo para el entierro. Salió del colegio convertido en hospital de sangre. Caminó con toda la rapidez de que fue capaz durante los quince minutos que tardó en llegar a la casa. Cuando entró, Joaquina salió a su encuentro, con gesto preocupado.
—Ay, señorita Teresa, qué susto, pensé que la había pasado algo. Se ha oído…
—¿Dónde está Mercedes? —la interrumpió, sin mirarla.
—En la habitación de los mellizos, como siempre. No ha salido en todo el día.
Pasó a su lado, conteniendo su rabia hacia la criada desleal, pero no era el momento de ponerla en su sitio y exigir aclaraciones sobre la acusación vertida contra Arturo. Había demasiadas cosas que hacer antes que eso.
Cuando abrió la puerta, Mercedes levantó la cabeza del cuaderno en el que escribía su carta diaria. Las dos mujeres se miraron un instante largo, intenso.
—Mercedes… —tragó saliva—, tu madre…
Mercedes se levantó lentamente, con la mano en su tripa. Incapaz de decir nada, movía la cabeza de un lado a otro, sin dejar de mirar a Teresa, implorando con los ojos que no siguiera, que no le dijera lo que ya intuía por la ausencia.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
—Hubo disparos…, ella… ella… —las palabras se resistían a ser pronunciadas— está muerta, Mercedes, tu madre… ha muerto…
Teresa se precipitó hacia Mercedes cuando su cuerpo se quebró como si se rompiera por la mitad. Un grito de espanto se ahogó en su garganta. El llanto se resistía, y un dolor intenso le embargó la mente y el cuerpo. A pesar de que Teresa la sujetaba, Mercedes era incapaz de mantenerse sobre sus piernas, las fuerzas le flojeaban, y fue cayendo hasta quedar sentada en el suelo, encogida, abrumada por el peso marmóreo de la impotencia.
—¡Dios mío, Teresa! —su voz balbuciente salía temblona de sus labios—, el niño, ya viene… mi hijo, Dios, el niño… ya viene…
Sus manos puestas en su bajo vientre alertaron a Teresa mucho más que sus palabras. De rodillas junto a ella, queriendo inútilmente sujetar con sus brazos su dolor, gritó con todas sus fuerzas.
—¡Joaquina, rápido, ayúdame!
Alertadas por las voces, entraron en la alcoba Charito, seguida de doña Brígida y por Joaquina.
—Creo que se ha puesto de parto.
—Vamos, rápido, acostarla en la cama —dijo doña Brígida, abriendo las sábanas, mientras las dos hermanas alzaban a Mercedes del suelo.
—La señora Nicolasa ha muerto en un tiroteo —dijo Teresa, sin dejar de atender en ningún momento a su amiga—. Está en un colegio de la calle Juan Montalvo. Acabo de venir de allí.
Mercedes sollozaba de dolor y de pena.
—¡Dios Santo! —Doña Brígida murmuró algo y se santiguó, ayudando a que Mercedes se tendiera en la cama—. Hay que avisar a tu padre, él sabe lo que hay que hacer.
Salió de la habitación en cuya puerta permanecía absorta Joaquina. Doña Brígida pasó delante de ella y la arrastró hasta el pasillo.
—Llena de agua todos los recipientes que puedas, cubos, calderos, jarras, barreños, todo —doña Brígida daba instrucciones a la criada mientras se dirigía al salón; Joaquina la seguía, agobiada—, y la pones a calentar; recógela antes de que la corten…, ah, y saca todas las toallas y sábanas limpias que hay por la casa; vamos, rápido, no hay tiempo que perder.
Cogió el teléfono e hizo varias llamadas, hasta que localizó a su marido, que se presentó en la casa en menos de media hora. Después de examinar a Mercedes, ante la mirada inquieta de las mujeres, confirmó la inminencia del parto. Dio instrucciones para preparar a la parturienta y se dirigió a su despacho, abrió el primer cajón (siempre cerrado con una llave que escondía en una pequeña caja de nácar que había sobre la librería) y sacó un papel con un número de teléfono. Descolgó el auricular que había sobre su mesa, y marcó. «Soy el doctor Cifuentes. La mujer se ha puesto de parto.» Fue lo único que dijo. Al otro lado de la línea sólo se oyó un escueto «de acuerdo».
Durante horas, la casa fue un ir y venir de nervios. Se echó la noche y se tuvieron que cerrar todas las contraventanas y cortinas para mantener la luz encendida. La muerte de la señora Nicolasa quedó arrasada por la llegada de una nueva vida. Las prisas, las voces, los gritos de Mercedes cada vez que tenía una contracción, se mezclaban con un extraño silencio más allá de la alcoba de los mellizos. Teresa no se separó ni un momento de la cabecera de la cama donde Mercedes sufría, aferrada a su mano, consolando su dolor, sus lágrimas, su pena. Joaquina entraba y salía pendiente de las órdenes de don Eusebio. Doña Brígida permaneció en el salón todo el rato, acompañada de su hija Charito, rezando entre dientes, concentrada en un rosario imaginario asido a sus dedos.
Habían pasado muchas horas cuando Teresa oyó el timbre de la puerta. Se extrañó. Debía de ser más de media noche. Miró a su padre, pero éste pareció no inmutarse. Oyó la voz cálida y susurrante de un hombre y el saludo de una mujer, y a su madre invitándoles a pasar. Les oyó pasar por delante de la puerta entreabierta; doña Brígida se asomó y le susurró a don Eusebio: «Ya están aquí.» Él se limpió las manos, se levantó y salió de la habitación, entornando de nuevo la puerta. La conversación fue corta, en voz tan baja que apenas se quedó en un murmullo lejano, imposible de escuchar ni una sola palabra a pesar de que puso toda su atención en ello. Al poco, don Eusebio regresó a la alcoba. «¿Quiénes son?», preguntó Teresa; su padre la miró un instante antes de volver a meter la nariz entre los muslos de la parturienta para observar la evolución del parto, «nada que te interese». Teresa no entendía qué clase de visita podía llegar a aquellas horas. Miró a Mercedes y, lentamente, soltó su mano con la intención de salir y averiguarlo por sí misma, pero Mercedes abrió los ojos, hinchados por las lágrimas, y la miró para volver a aferrarse a ella, como si temiera caerse si no la sujetaban sus dedos.
—Teresa, no me dejes sola, te lo suplico. No te vayas, tengo miedo…
—No temas, me quedaré aquí, a tu lado —apretó su mano, acarició su frente sudorosa y le mostró una sonrisa confiada—. No te dejaré.
Las contracciones eran cada vez más frecuentes, y los momentos de relajo apenas duraban lo suficiente para que la parturienta pudiera recuperar el resuello. Teresa sufría observando el gesto contraído de dolor de Mercedes. Sabía de la dureza de los partos, pero aquello parecía insoportable. Empapada en sudor, Mercedes respiraba con dificultad, y cuando presentía el dolor, apretaba la mano de Teresa con tanta fuerza que los dedos se tornaban lívidos por la presión.
Don Eusebio entraba y salía de vez en cuando, hasta que de repente dijo:
—Ya corona. Ya lo tenemos aquí. Ahora, tienes que empujar, ¿de acuerdo? Empuja cuando yo te diga y todo saldrá bien.
A los pocos minutos, Teresa vio salir el bebé entre las piernas de Mercedes, envuelto en un líquido viscoso y sanguinolento. Joaquina lo sujetó mientras don Eusebio le cortaba el cordón umbilical; luego, la criada lo envolvió en una toalla. Un ligero llanto, tembloroso y frágil se oyó desde sus brazos.
Fue la primera vez que Teresa sonrió desde hacía horas.
—¿Qué ha sido? —preguntó a su padre.
—Un varón —contestó él, sin mirarla.
—Mercedes, es un niño, tienes un hijo.
Mercedes abrió los ojos agotada, esbozó una sonrisa y volvió a cerrarlos.
—Andrés se pondrá muy contento —musitó con voz queda—. Se llamará Manuel, como mi padre.
Teresa apretó un poco su mano compartiendo su alegría envuelta en el luto de tan reciente orfandad. Luego vio cómo Joaquina, siguiendo las órdenes de su padre, sacaba al niño de la habitación.
—¿No dejáis que lo vea su madre?
—Hay que lavarlo y atenderlo primero. Además, la madre está agotada; ahora tiene que descansar.
El lloriqueo dulce y tierno del recién nacido se mezclaba con las voces al otro lado de la puerta entreabierta. Don Eusebio continuó asistiendo a Mercedes hasta que la obligó a cruzar las piernas. Con la ayuda de Joaquina, que había regresado sin el bebé, se lavó las manos y, ya secándoselas, salió de la habitación, insistiendo en que la parturienta debía descansar.
Mercedes se hallaba rendida. Entre Joaquina y Teresa la cambiaron de camisón, enjuagaron el sudor de su cuerpo, atusaron su pelo y colocaron sábanas y almohadones con el fin de acomodarla. Ella se dejaba hacer, dócil, gimiendo apenas a cualquier movimiento, sin fuerzas siquiera para abrir los ojos. Cuando terminaron, Joaquina bajó al mínimo la llama de la lámpara, quedando la estancia envuelta en una densa penumbra, salió al pasillo y entrecerró la puerta. Teresa se sentó en la silla junto al escritorio. Durante un rato, observó la quietud de Mercedes, que parecía haber caído en un sueño profundo y sereno. Se volvió y recogió el cuaderno con que escribía en los últimos días. Las últimas hojas estaban escritas con lápiz porque la tinta se había acabado. Tuvo un primer impulso en el que la curiosidad estuvo a punto de vencer la tentación de leer el contenido, pero consiguió superarlo y cerró el cuaderno. No tenía ningún derecho a inmiscuirse en la intimidad epistolar de su amiga, en sus diarios, en las cartas dirigidas a un marido desaparecido en el fragor de una guerra sin sentido, arrancados ambos del gozo de ver llegar al mundo a su primer hijo, juntos, felices, dispuestos a forjarle un futuro de esperanza. Pero todo estaba roto, truncado por una lucha inútil que se alargaba en el tiempo de forma maldita, torpe y violenta. Andrés se sentirá feliz cuando pueda leer las cartas. Ojalá pudiera ella exorcizar sus miedos a través de palabras impresas en un papel, tal vez así desapareciera la frustrante congoja que a veces la impedía respirar con normalidad.
Teresa oyó pasos, voces susurrantes que llegaban hasta sus oídos como arrebatadas por el viento. No entendía lo que decían, pero, de vez en cuando, el llanto frágil del bebé reclamaba el calor materno. Teresa se levantó despacio para no alterar el descanso de Mercedes, se acercó lentamente a la puerta y la abrió, sigilosa.
—Teresa —la voz de Mercedes desde la cama la hizo volverse—, tráeme a mi hijo, necesito abrazarlo.
Ella no dijo nada, sólo afirmó. Cuando salió de la alcoba, entornó la puerta y vio que todos estaban en la entrada, cerrando la puerta de la calle como si acabasen de despedir a alguien.
Doña Brígida parecía encantada, igual que Charito, ambas mostraban una sonrisa amplia de calmado sosiego. Don Eusebio presentaba un aspecto cansado, deslizaba sus pies como si arrastrase una enorme cadena de hierro.
—Ahora todo el mundo a dormir —dijo, avanzando por el pasillo—. Mañana nos queda un día muy largo.
—¿Dónde está el niño? —preguntó Teresa.
Su padre ni siquiera la miró, se metió en su cuarto y desapareció. Charito hizo lo mismo, pero antes la dedicó una sonrisa que a Teresa le pareció ladina, nada extraño en su hermana. Joaquina se había quedado en la cocina. La única que continuó caminando hacia ella fue su madre.
—¿Dónde está el niño? —insistió—, Mercedes quiere verlo.
Doña Brígida se detuvo frente a ella, suspiró mirándola a los ojos; tenía una extraña mueca dibujada en su rostro que Teresa no alcanzaba a comprender. La cogió del brazo y la llevó al salón, envuelto en sombras, sólo iluminado por una lámpara de gas que permanecía encendida sobre el velador.
—Siéntate, Teresa, tenemos que hablar.
Las palabras de su madre penetraban huecas en su mente, extraviadas en su entendimiento, sin llegar a asimilar lo que estaba escuchando. A medida que le contaba el escabroso plan, en el que eran obligados protagonistas Mercedes y su recién nacido, se sintió abrumada y derrotada, sin fuerzas para recriminar la rastrera actitud de sus padres. «Hazte a la idea de que el niño ha muerto, y ése es el mensaje que tiene que recibir Mercedes; ella se repondrá, es joven, en el futuro podrá tener más hijos. El primero que se ha beneficiado ha sido tu hermano Mario; si no hubiéramos aceptado, lo hubieran matado. Y ahora, nosotros tenemos los salvoconductos, billetes y pasajes para salir por fin de esta pesadilla. Nos vamos a Buenos Aires, Teresa. Dejaremos Madrid hasta que todo esto acabe. Todo irá bien. Tu padre ha dado órdenes de que mañana Mercedes sea traslada en una ambulancia a un hospital donde será atendida debidamente hasta que se recupere del parto. No digo que no lo vaya a pasar mal, la pobre, va a resultar muy duro perder a la madre y al hijo en el mismo día, qué mala suerte, pero es una mujer joven y fuerte, se ganará bien la vida hasta que pueda volver a su casa, la mano de obra de las mujeres está muy demandada, como los hombres están en el frente, fíjate que el otro día le hablaron a tu padre de poneros a trabajar a tu hermana y a ti en eso del Auxilio Rojo que están ahora montando para dar de comer a los huérfanos; como le dije yo a tu padre, que acaben con todo esto y se olviden de tanta guerra, y que cada uno vuelva a su sitio, los hombres a su trabajo para ganar el jornal, y las mujeres en la casa, al cuidado de los suyos, como ha sido siempre, y como será siempre; a ver quién va a cuidar mejor a un niño que su madre. Ellos son los que se han metido en este berenjenal, pues allá ellos, nosotros nos quitamos de en medio y listo. Hay que prepararlo todo, mañana a medianoche salimos en un tren hacia Valencia. Desde allí un barco nos llevará a Marsella, y luego a Argentina. ¿No es fantástico? Vamos a conocer Buenos Aires, Teresa. Además, nos proporcionan casa en uno de los mejores barrios de la ciudad, y dinero; creo que se vive muy bien allí; no te digo yo que no nos quedemos, como sigan las cosas así de mal en España, ¿quién sabe? Si nos va bien, imagínate, tus hermanos pueden reunirse con nosotros, y sabe Dios, la vida da tantas vueltas, quién me iba a decir a mí que iba a viajar a Argentina, nada menos; tu hermana Charito me tuvo que enseñar donde estaba en el mapamundi de tu padre. Estoy tan nerviosa que no creo que pueda dormir…» Teresa la miraba atónita, incapaz de repeler aquel discurso hueco, vacío, zafio. Ahora comprendía las atenciones excesivas para que Mercedes no hiciera esfuerzo alguno, que no saliera a la calle con el fin de evitarle cualquier contratiempo; Mercedes, y sobre todo su bebé, se habían convertido en el salvoconducto de la familia Cifuentes. ¿Cómo se podía jugar así con la vida de la gente y permanecer tan tranquila? ¿Cómo era posible que su madre hablase de ese modo cuando acababa de arrancar a un recién nacido de los brazos maternos? Quiso darle una bofetada, hacerla callar, zarandearla para que despertase de la vida ilusoria en la que vivía. Se asustó del odio que le surgió de repente, como una bilis interna royendo su cuerpo. «Eres un mal bicho», pensó, moviendo los labios entre dientes, apenas mascullando las palabras que su madre no escuchó, ni siquiera oyó, enfrascada en revelarle los encantos que les esperaban en Argentina.