—Por supuesto, estaré encantado. ¿A qué hora le viene bien?
—Por la mañana tengo mucho lío. ¿Le importa venir esta tarde, sobre las seis y media?
—Allí estaré.
Me despedí de Martina, y quedé en que esa misma tarde estaría allí como un clavo. Así durante el resto del día estuve deambulando en mis pensamientos, leyendo a mis incondicionales compañeros de fatigas, imaginando (hacía más de setenta años) la existencia de los misteriosos habitantes de la buhardilla, Teresa Cifuentes y su novio rojo, Arturo Erralde, columbrados tras sus cristales.
Eran las seis y media cuando llegué al despacho parroquial. Me asomé a la puerta; la mesa del párroco estaba vacía, en la otra, había una mujer haciendo anotaciones en una cuaderno de registro; debía ser Martina.
—Buenas tardes —la mujer dejó de escribir y levantó la vista hacia la puerta dispuesta a atenderme—. Soy Ernesto Santamaría, creo que he hablado con usted esta mañana.
Me adelanté hacia la mesa.
—Ah, Ernesto, encantada —también se levantó y me tendió la mano, amablemente. Era una mujer de edad indefinida que podía tener treinta y tantos o pasar de los cuarenta y muchos, morena, con el pelo corto muy bien arreglado, de grandes ojos y rasgos finos. Tenía una sonrisa abierta, serena. Comprendí lo que decía el Camposanto sobre la simpatía de la Martina, pero no estaba de acuerdo con el desdén mostrado hacia la compañera, la Vinagra, cuyo nombre debía ser Amparo, por las referencias de la propia Martina—. Llega usted en buen momento porque como hace tanto frío la gente se queda en casa.
—Sí que lo hace.
Tomé asiento, me desabroché el abrigo y me desprendí de la calidez de la bufanda. Debían de tener alguna fuente de calor que yo no veía porque al entrar se notaba una temperatura agradable. Mientras yo me acomodaba, ella cerró el libro en el que estaba trabajando y cogió otro de un cajón, además de un cuaderno con las tapas muy desgastadas, y los colocó sobre la mesa.
—A ver por dónde empezamos —abrió el libro y lo consultó—. Usted preguntó por la sepultura en la que está enterrada Mercedes Manrique Sánchez, cuyos restos fueron trasladados desde el cementerio de Boiro, La Coruña, el pasado 17 de diciembre. ¿No es así?
—Así es, y por lo que me ha dicho esta mañana, la tumba tiene historia.
Ella mostró una amplia sonrisa, como si se dispusiera a desvelarme algo interesante.
—Le aseguro que la tiene. Además, me ha dicho Amparo que es usted escritor.
Sonreí afirmando con una mueca de estúpido rubor.
—Pues le digo yo que esto es para escribir una novela con enjundia —enmudeció y abrió el cuaderno, trashojó sus hojas hasta encontrar lo que buscaba, y empezó a contarme—. La propiedad de la tumba es de Teresa Cifuentes Martín. Esta señora adquirió la sepultura hace más de setenta años, concretamente el 27 de abril de 1939, con el fin de enterrar a Andrés Abad Rodríguez.
Me quedé con la boca abierta, la cerré y volví abrirla. Ella esperó, consciente de que sus palabras estaban haciendo impacto sobre mí.
—¿Andrés Abad está enterrado en la misma sepultura de Mercedes?
—Eso parece.
—En el cementerio no me han sabido dar razón de él.
—Es que es ahí donde está el misterio, pero no nos precipitemos, deje que le cuente lo que sé, luego saque usted sus conclusiones. Durante todos estos años, esa sepultura ha rezado como «desconocido», hasta que hace unos meses apareció este cuaderno —alzó un poco la libreta—. Se encontraba en una caja almacenada en la sacristía que contenía algunas cosas y enseres que sacaron de la antigua casa del cura. Cuando se derribó, se habilitó este despacho para llevar todos los asuntos de la parroquia; los libros y toda la documentación se trasladaron aquí; los más antiguos se llevaron a un armario de la sacristía; otros papeles se metieron en cajas, y ahí se quedaron olvidados en un rincón. El pasado verano se pintó la sacristía y nos trajeron esas cajas para que revisáramos su contenido, por ver si había algo que nos pudiera valer o, en otro caso, tirarlo de una vez. Fui yo la que me encargué de esa tarea y descubrí este cuaderno que tiene más años que mi abuela. Se conoce que, a falta de libros de registro, el cura apuntó aquí los enterramientos que se produjeron en los meses de marzo y abril del 39. Aquí consta la entrada al cementerio del cadáver de Andrés Abad Rodríguez el jueves 27 de abril de 1939, y su enterramiento ese mismo día en la tumba que hoy corresponde con la sepultura perpetua número trece, en la que, desde hace un mes, está Mercedes Manrique, porque así lo autorizó su propietaria, Teresa Cifuentes Martín.
—¿Y por qué constaba como desconocido?
—Bueno, en principio, eso no es tan extraño. Estamos hablando de muertos, y si los vivos no mantienen su memoria, ésta termina por perderse en el tiempo. No es la única. Igual que no todas las sepulturas se cubren con lápidas de mármol. Hay gente que no quiere, o no puede, y la tumba se queda cubierta con una capa de cemento que hace el sepulturero, o simplemente con tierra.
—Y si no es extraño, ¿qué tiene de peculiar este caso?
—Verá, cuando encontré esta seña me fui al listado a comprobar a quién pertenecía, y me puse en contacto con la persona que tenemos listada para avisar en caso de cualquier incidencia.
—Teresa Cifuentes.
—No, Manuela Giraldo Carou.
—Ah, la misma que hacía los pagos, ¿no es cierto?
—Así es.
—¿No se debería notificar a la propietaria?
—No siempre, si se ha puesto a una persona concreta para cualquier aviso, yo llamo a esa persona, y en este caso era Manuela Giraldo. Esto debió de ser a mediados de octubre; la llamé, le expliqué lo que había descubierto, que los restos que ocupaban esa sepultura eran de Andrés Abad, y a principios de diciembre me llegó una carta certificada con la autorización de Teresa Cifuentes para inhumar los restos de Mercedes Manrique Sánchez en la tumba número trece del sector cinco del cementerio. A lo mejor es una tontería, pero como ha preguntado por ella y en su día me llamó la atención, pues yo se lo digo. Para mí, lo extraño es que, según pone en este cuaderno (escrito, me imagino, por el cura), Teresa Cifuentes Martín no sólo compra la sepultura para enterrar a Andrés Abad, sino que, además, dejó pagada una lápida de mármol con su nombre, y doscientas misas en la Ermita por su alma. —Mientras me hablaba, echaba miradas rápidas y atentas a lo escrito en el cuadernito que tenía delante—. Y más extraño todavía es lo que paga: cinco mil pesetas por la sepultura y quinientas por la lápida, y algo más de cien por las misas; un verdadero dineral para aquellos tiempos, bueno, más que un dineral, una fortuna por una simple sepultura cuando no valían ni tres reales, ya que había sitio de sobra; es algo como mínimo bastante irregular. Las misas no sé si las cantaría el cura, pero lo extraño es que nunca se llegase a poner la piedra de mármol, y que los restos aparecieran siempre como desconocidos, cuando el viejo Eugenio sabía quién era, porque fue él el que lo enterró.
—¿Se lo ha preguntado a él?
—Claro. Y me confirmó que fue él el que inhumó el cadáver de Andrés Abad. Lo que no entiendo es por qué ocultó el nombre de Andrés, y lo registró como desconocido. Eso es lo que me mosquea del asunto.
—Con esa forma de actuar, le condenó al olvido.
—Y ahí es donde está el misterio, por qué a este hombre se le condenó a ese olvido. Cuando encontré el cuaderno fui a ver a Eugenio. Yo le conozco desde niña, he ido con sus hijas pequeñas al colegio y me he pasado muchas tardes de domingo en el altillo de su casa. La mujer, la suegra del Camposanto, era muy buena persona, y nos daba chocolate y un bizcocho que hacía con vainilla y nata que quitaba el sentido. Así que conozco bien a Eugenio. Ahora está muy mayor, pero no se puede usted imaginar la cabeza que tenía, no se le escapaba ni un solo muerto, sabía dónde estaban todos a los que él había enterrado, le puedo decir que ha ayudado a mucha gente a encontrar dónde estaban enterrados los restos de familiares olvidados o perdidos. Ahora ya procuro molestarle lo menos posible, pero cuando estaba mejor, he ido a verlo varias veces para que me indicase dónde estaba uno u otro, o para deshacer entuertos, que le digo yo que ha habido unos cuantos; pero cuando fui con este tema y le dije el nombre de Andrés Abad, no le dio tiempo ni respirar, porque su hija me echó con cajas destempladas.
—Herminia…
—Sí, Herminia, no es mala mujer, yo comprendo el mal carácter que tiene, le ha tocado bregar mucho. Pero a mí siempre me había tratado muy bien, al fin y al cabo soy amiga de la hermana pequeña, aunque ya le digo, mentar el nombre de Andrés Abad y echarme como si hubiera mentado al diablo.
—¿Y el Camposanto?
—Se lo pregunté también, pero o no sabe o no quiere saber. Si le digo la verdad, me temo que la cuestión está en el dinero que Teresa Cifuentes entregó en su día para la compra de la sepultura y para la lápida. No sé por qué me da que alguien se quedó con ese dinero. No dieron el parte del enterramiento, y se embolsaron una cantidad importante para los tiempos que corrían. Era el final de la guerra, ya le digo que hubo muchas irregularidades, no había los controles que tenemos ahora, y claro, pasaba lo que pasaba, y a este pobre le pasó, le arrojaron al limbo del olvido. Ya no sé si fue Eugenio solo, o intervino el cura también. Pero claro, eso no hay quien lo pruebe ahora, a no ser que Eugenio hable, y la verdad, es que ya da lo mismo.
Pensé en las palabras que le dijo Eugenio a su yerno: «Cuéntaselo, ya poco importa. A mí me da igual.» Le hablé de mi encuentro con Eugenio.
—Él conocía perfectamente a los hermanos Abad —argüí—, porque en cuanto dije sus nombres y apellidos, los llamó por su apodo, los Brunitos creo que dijo. Sin embargo, no he sido capaz de que Gumer me diga lo que su suegro le susurró al oído.
—Hombre —chistó la boca, pensativa—, Gumer quiere mucho a su suegro, me imagino que no querrá que se sepa algo tan feo como eso, y que además ya poca solución tiene; yo en el fondo le entiendo, no sería justo que un hombre que no ha dado que hablar nunca se viera salpicado ahora, al final de sus días, por habladurías de la gente —arrugó la boca y puso un gesto constreñido—, ya sabe cómo son en los pueblos, y Móstoles ahora es enorme, pero para lo bueno y para lo malo, tiene un corazón de pueblo, de gente de toda la vida que saben, se preocupan y hablan todo de los suyos, de los mostoleños de tradición, los nativos, no sé si me entiende.
—Es posible que tenga razón —la miré y sonreí—. Tengo que reconocer que este asunto da para una novela.
—Ya se lo decía yo.
—Otra cosa, el traslado de los restos de Mercedes, una vez ubicado el lugar donde estaba el cuerpo de Andrés, lo hace Manuela Giraldo, ¿no es cierto?
—Me imagino. Si viene de Galicia, y esta señora vive allí, blanco y en botella.
—¿La conoce?
—No, sólo he hablado por teléfono con ella. Pero esta señora también tiene un punto de misterio —se echó hacia adelante como si quisiera hacerme una confidencia—. Al poquito de llegar los restos de Mercedes Manrique me llamó por teléfono (fue el día de la Lotería, me acuerdo perfectamente porque teníamos puesto la radio con el sonsonete de los niños de San Idelfonso), me preguntó que si podía enviar una caja de cinc para que fuera enterrada en la misma sepultura. Yo le expliqué que para abrir la tumba necesitaba una autorización de la propietaria, Teresa Cifuentes, igual que se había hecho con los restos de Mercedes Manrique.
—¿Y qué pasó, qué tenía esa caja?
—No tengo ni idea. No he vuelto a saber más ni de ella ni de la caja de cinc.
—Serían los restos de alguien, me imagino.
Encogió los hombros con vehemencia.
—Hombre, muertos son lo que se suele enterrar en un cementerio.
—¿A Teresa Cifuentes tampoco la conoce?
Sin decir nada, negó con la cabeza. Echó un vistazo rápido al reloj, en un gesto casi indeliberado con el que darme a entender que la conversación debía terminar. Al menos, así lo entendí, así que cerré el cuaderno y me levanté, abrochándome el abrigo.
—Ya no la entretengo más. Ha sido usted muy amable.
Ella también se levantó. Me sonrió enseñando su dentadura blanca, sus ojos se entrecerraron y se colocó el pelo antes de tenderme la mano.
—Le deseo suerte, y ya me contará si ata todos los cabos, me gustaría saber cómo terminó la historia de Mercedes y Andrés.
—No se preocupe, la mantendré informada.
Cuando salí del despacho parroquial el frío se clavó en mis entrañas. Parecía que la piel de mis mejillas y la punta de mi nariz se iban a resquebrajar por la ligera brisa que cortaba el aire. Embozado en mi bufanda, resoplé con fuerza para que la calidez del aliento templase mi cara. Llegué a casa y me encerré en mi estudio. Me senté frente a la foto de Mercedes y Andrés en la fuente de los Peces. Me dio la sensación de que por primera vez me sonreían levemente, con su mirada fija en mí.
—Ya os he localizado a los dos —murmuré con una mueca en los labios—. Parece que por fin estaréis juntos para toda la eternidad. Ahora me queda averiguar qué fue de vosotros durante esos años en los que la guerra os separó.
Pasé las horas siguientes escribiendo en el ordenador, escupiendo ideas, hilando hechos, hilvanando vidas para amalgamar una historia creíble, existencias que emergían con fuerza en mi mente para luego diluirse como un azucarillo en mi café hirviendo. Esperaba con ansia la llegada del domingo. A las siete de la tarde tenía que encontrarme con Damián en la puerta del cementerio. Las expectativas respecto al secreto que guardaba el viejo sepulturero crecían en mi imaginación. A veces pensaba que, detrás de aquel misterio, podría encontrar la clave para una gran novela, el punto de partida de mi gran obra. Sin embargo, había momentos en los que mi ánimo caía en picado, desmoralizado por la idea de lo absurdo, de la terrible sensación de inseguridad que siempre me acompañaba. Era entonces cuando mi conciencia racional se imponía, advirtiendo prudencia con Damián, capaz de vender su sombra por unos cuantos euros. A pesar de mis desvaríos, que transcurrían por todos los estadios posibles de animación, no siempre en un orden lógico (podía pasar de la euforia a la desesperación en un solo segundo, sin solución de continuidad), llegaba a la conclusión de que el mundo en el que me movía, más cercano a la ficción que a la realidad, cualquier elemento arcano podía suponer un punto de inflexión para desplegar mi trabajo, siempre y cuando guardase ese nivel de credibilidad que atrajera la atención de un futuro lector. Los caminos de la codicia de Damián y de mi avidez creativa se cruzaban en un punto en el que a los dos nos podría beneficiar.