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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (67 page)

BOOK: Las tres heridas
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—Francia no tardará en reconocer el Gobierno de Burgos, ya me lo dirás.

—No me extrañaría. Entonces, sí que seremos unos parias, tengo entendido que hay una riada de refugiados que caminan hacia Francia con los nacionales pisándoles los talones. La situación debe de estar muy jodida. ¿Sabes que Salva consiguió salir? —Arturo asintió con la cabeza. Lo sabía porque se lo había dicho el mismo Draco—. Hace unos días recibí carta suya a través de la valija de la embajada de Chile. Me cuenta que los franceses les están tratando muy mal, que una vez pasada la frontera separan a las familias y los hacinan en la playa como si fueran animales, en muy malas condiciones, a la intemperie. Está pasando mucho frío y hambre.

—Prefiero que me maten en mi país a que me den
pal
pelo los franceses.

—Puede que tengas razón, pero lo tuyo es distinto, tienes a Teresa.

—¿Qué tiene que ver ella?

—Tú mismo te jugaste el cuello por su hermano Mario, y tengo entendido que se ha convertido en alguien de peso dentro de la Falange. Se oye que se le tiene en muy buena consideración en Burgos.

—El diablo sabe qué rondará por su cabeza después de todo lo que ha pasado.

—Tú le salvaste la vida, Arturo, si olvida eso es un mal nacido. Ese chico llevaría casi tres años criando malvas si no te hubieras movido en julio del 36.

—Esta maldita guerra ha secado muchas conciencias.

Draco aplastó la colilla hasta que se deshizo bajo la presión de sus dedos.

—Bueno, chico. Tengo que marcharme.

—¿Nos veremos?

—Claro, aunque sea en el infierno —sonrió y le puso la mano en el hombro—. Cuídate, y no dejes de escribir, he oído por ahí que no lo haces nada mal.

Los dos soltaron una sonrisa blanda, sin ganas. Se dieron un abrazo. Draco salió en silencio, cabizbajo. Se estaba despidiendo de los pocos amigos que le quedaban en Madrid. Esa misma noche iba a intentar una locura, su última oportunidad. Cruzaría la línea del frente para hacerse pasar por un desertor deseoso de unirse a los nacionales. Si conseguía convencer a los soldados, tendría una posibilidad de escapar. Desde la zona nacional, se movería hacia la frontera antes de que dieran con su verdadera identidad. Ya tenía todos los papeles, ahora lo que necesitaba era suerte; otros lo habían intentado y lo habían conseguido, aunque no todos, y lo sabía. Muy a su pesar, no podía decir nada a Arturo. Su contacto, un hombre rudo pero en lo suyo muy eficaz, se lo había dejado muy claro desde el principio: sólo le ayudaría a él, nadie podía ni saberlo ni acompañarle, resultaba muy peligroso para todos. Le pesaba cada paso que daba, dejaba atrás a un amigo, un hombre leal y noble que le había demostrado a lo largo de la guerra que se podía confiar en él a ciegas. Era consciente de que lo abandonaba en una ciudad agonizante a punto de estallar en tragedia para la gente como ellos. Tras la rendición de Barcelona, a Madrid apenas llegaban lentejas y pan negro. No había de nada. La gente tenía hambre, frío y sobre todo estaba muy cansada de tanta resistencia baldía, mortal, ya casi inhumana. El único alivio a su defección era el convencimiento de que la familia de Teresa lo ayudaría, al fin y al cabo, todos estaban vivos gracias a él. Durante las primeros meses de la guerra se la había jugado por ellos en varias ocasiones.

Arturo se quedó sentado a los pies de la cama, mirando el pitillo que ya apenas le daba para pinzarlo en los labios. Levantó la barbilla hacia el techo, aspirando el aire; sintió que se quemaba la yema de los dedos, echó la colilla a la tierra seca del tiesto que le servía de cenicero. En las últimas semanas se había planteado la posibilidad de pasar a Francia, pero encontraba muchas más razones para no hacerlo, en primer lugar la falta de pasaporte; su pertenencia al Quinto Regimiento (aunque hacía semanas que no iba al frente) le impediría salir del país porque sería un desertor; y por otro lado (y era ésa la razón fundamental de mantenerse firme en su decisión de quedarse), si lo hacía, estaría admitiendo una culpabilidad, la huida sería la demostración de que había hecho algo malo. Además, Teresa le había dicho lo mismo que Draco: Mario le apoyaría. Desde que había empezado la guerra, sobre todo durante el primer verano, habían sido muchas las ocasiones en las que intervino de manera directa o indirecta para favorecer a la familia de Teresa, su casa, sus propiedades, y por supuesto, sus vidas. De otra manera, tanto Mario como don Eusebio hubieran sufrido el «paseo» en los días que siguieron a la sublevación. Asimismo, recordaba cuando, por casualidad, se enteró de la orden de detención inmediata, entre otros, de Charito, perteneciente a un grupo del llamado Auxilio Azul (una organización falangista que actuaba en la clandestinidad y que ayudaba a elementos de la Falange, ya fuera con la asistencia a los presos en las cárceles, a las familias o a los que tuvieran que pasarse al lado nacional), reunida en un piso del número 24 de la calle Juan Bravo; ya había advertido a Teresa que tuviera cuidado con ella. Jugándose el cuello, se presentó en el piso y consiguió sacarla de la reunión con engaños y casi a rastras. En el portal se toparon con un numeroso grupo de milicianos; se tuvo que hacer el sorprendido, y después de identificarse, explicar que Charito (que sólo ante la presencia de los milicianos había dejado de increparle groseramente) era su novia, y que no bajaba del piso al que ellos se dirigían, y que no sabía nada de la reunión ni había visto nada extraño. Al final, los dejaron salir; quiso acompañarla a su casa, pero en cuanto se alejaron ella se soltó arisca y le dijo que la dejase sola, que no necesitaba de su ayuda. Con el tiempo se enteró por Teresa que no había dicho nada en casa sobre el incidente. Lo cierto fue que todos los reunidos en el piso fueron encarcelados y sentenciados a muerte. Quería pensar que la familia Cifuentes (dejando al margen el rechazo que siempre mostraron hacia él como compañero, o novio formal como ellos dirían, de su hija) lo ayudarían si fuera necesario. Sin embargo, no podía evitar una sensación de vértigo al verse cada vez más posicionado en el lado de los vencidos. Siempre confió en que ganarían la guerra, no podían perderla, lo que él defendía era la legalidad en contra de la sublevación por la fuerza de las armas. Pero la confianza había ido decayendo a medida que pasaban los meses, y se desmoronó por completo con la reciente pérdida de Barcelona. El objetivo siguiente era la toma definitiva de Madrid, ahí se acabaría todo, y estaba seguro de que, a pesar de las arengas radiofónicas y de las frases grandilocuentes en los escasos periódicos que animaban a la población a mantener la firmeza, no habría resistencia; el hambre, el frío, la carencia de todo, los bombardeos constantes, los tiros, la cotidianidad de la muerte, habían hecho mella en el ánimo de una población agotada y al límite de sus fuerzas. Corrían noticias de que había decenas de camiones con víveres en las puertas de Madrid a la espera de ser distribuidos por la ciudad. Era hora de pensar en el final, del descanso y el sosiego para unos, de la gloria y el poder para otros, y para otros muchos de la huida, del exilio, el confinamiento, el ostracismo, la depuración, la persecución, del miedo otra vez, del terrible miedo.

Capítulo 26

La tarde languidecía y los copos de nieve parecían quedar suspendidos en el aire, batiéndose lentamente a un lado y a otro hasta posarse y desaparecer en el suelo. Arturo se asomó a la ventana, le ahogaba el ambiente de la pensión, llevaba días encerrado sin salir a la calle por miedo a represalias. Desde el anuncio del golpe de Estado del general Casado, aceptado por Besteiro, se había desatado una guerra en las calles de Madrid entre los que estaban a favor de rendir la ciudad y acabar con la agonía de una vez, y los comunistas, que se negaban y pretendían resistir hasta la muerte si fuera necesario. Nunca había dejado de ser socialista, sin embargo, sus conocidas amistades con destacados miembros comunistas de la Alianza de Intelectuales, y su alistamiento en el Quinto Regimiento con el fin de promover y formar parte de las Brigadas de la Cultura, le hacían sospechoso. Desde que se inició la implacable persecución a los comunistas, habían ido a buscarlo a la pensión en varias ocasiones, pero doña Matilde, arriesgando su propia seguridad, siempre les respondía de la misma manera: «buscadlo en el frente, es allí donde está, donde han de estar los hombres».

Temía tanto a los suyos como a los fascistas. Como otros muchos, estaba convencido de que si el Gobierno, o lo que quedaba de él, se hubiera rendido tras la toma de Cataluña, habría existido una oportunidad al menos para una paz honrosa, y puede que las cosas hubieran sido algo más fáciles para gente como él. Sin embargo, los días transcurrían y no pasaba nada. Mirando la calle desierta a través de los cristales (sólo se asomaba de noche y completamente a oscuras, para evitar ser descubierto) pensaba que, desde sus posiciones en la Casa de Campo, los soldados nacionales debían estar felices al comprobar que el enemigo se mataba entre sí con saña, una guerra abierta dentro de la Guerra, una limpieza previa hecha por los restos de un Gobierno derrotado, como si quisieran enmendar la plana delante de los que ya consideraban vencedores. Cuando la izquierda vencida acabase de despedazarse entre sí, entrarían ellos, los fascistas, sin pegar un solo tiro, victoriosos, para implementar la paz gloriosa, desintegrando sin el menor esfuerzo los despojos abandonados en Madrid, entre los que, ineluctablemente, se encontraba él.

Tenía necesidad de dar un paseo, de lo contrario se volvería loco. Se puso el abrigo y se lió la bufanda de lana alrededor del cuello hasta taparle la nariz. Sin decir a nadie nada, salió a la calle. Se estremeció cuando una ráfaga de viento le cortó la piel de la cara. Ese frío invernal a pocos días de la primavera parecía augurar el reflejo de su futuro. Encogido y con las manos metidas en los bolsillos remendados de su abrigo, inició el paseo. En un descampado, figuras famélicas hurgaban en los montones de basura, escarbando entre los escombros de los edificios derribados por las bombas en busca de algo que llevarse a la boca, o algo que poder quemar para extraer del cuerpo esa sensación de fría humedad incrustada en las entrañas desde los inicios del invierno. Las calles estaban sucias, llenas de orines y excrementos. La gente había perdido el pudor y hacía sus necesidades en cualquier lado, como si la presencia diaria del lamentable espectáculo de la muerte, de cuerpos mutilados, abrasados, tiesos como la mojama tendidos durante horas en un solar o en medio de la acera, hubieran acorchado las conciencias. Caminó sin rumbo fijo, con la intención de andar y respirar aire puro. Al torcer una esquina se encontró de frente con su gran amigo Miguel. Los dos se miraron aturdidos, como si no se creyesen que el uno estaba frente al otro. Hacía más de dos meses que no se veían. Con una sonrisa abierta de grata sorpresa, se dieron un abrazo.

—Miguel, ¿cómo estás?

—Vivo, que ya es mucho decir en los tiempos que corren.

Arturo atisbó en sus ojos la desesperanza que él mismo sentía. A Miguel Hernández lo había conocido en los primeros meses de la guerra, después de que le sacaran de forma abrupta y sin previo aviso de una acomodada ocupación en Valencia para destinarlo a Cubas de la Sagra, un pueblo de Toledo donde ambos coincidieron. Allí se dedicaron a levantar fortificaciones que detuvieran el avance imparable de los sublevados. Pocas semanas después de conocerse, los dos fueron destinados a los frentes de los alrededores de Madrid, empuñando lo mismo un pico y una pala que el fusil. Pero donde de verdad se hicieron inseparables fue en noviembre de ese mismo año, cuando una bala atravesó el hombro de Arturo. Miguel, poniendo en peligro su propia vida, lo cargó a su espalda y lo alejó de la línea de fuego. Habían compartido conversaciones interminables a la luz de una candela en las tediosas noches de imaginaria, combatiendo el frío, el calor, el hambre, los tiros, las bombas, y sobre todo el ansia por ganar una causa que ellos creían justa, esquivando la oscura sombra de la muerte. El roce diario de la convivencia y lo amargo de las circunstancias fraguó entre ellos una profunda amistad. Incluso le había invitado a su boda civil con Josefina, en su casa de Orihuela, en marzo del 37. A ninguno le gustaban las armas, aunque consideraban necesaria su particular aportación a la causa republicana. Miguel había intentando por todos los medios que Arturo participase en el II Congreso de Escritores Antifascistas que se celebró en Valencia, incluso había hecho gestiones para que le acompañase en su viaje a Moscú, y, aunque no lo había conseguido, Arturo quedó profundamente agradecido e impresionado por la apuesta de aquel poeta hacia su persona. Miguel Hernández contaba, ya entonces, con cierto prestigio en los ámbitos literarios y, gracias a esa fama y a la necesidad que tenía el ejército de milicianos de la República de hombres que supieran arengar, con la letra y la palabra, el ánimo de los soldados y mantener la base doctrinal de la causa republicana, había podido salir del Cuerpo de Zapadores para ser nombrado jefe del Departamento de Cultura. Con él (como si fuera su sombra) se llevó a Arturo, y ambos se dedicaron a diversas tareas culturales: la publicación de un periódico, organizar una biblioteca o repartir prensa entre los soldados. Con el tiempo, Miguel había llegado a ser comisario político, cargo que le dio, además de un sueldo respetable, un importante aval para la agitación y la propaganda política, Arturo siempre se había mantenido a su lado.

—Pensé… —titubeó Arturo, indeciso—, estos días me he acordado mucho de ti, con todo esto de los comunistas, he temido que te hubiera ocurrido algo.

—Me voy librando, al menos por ahora.

Una ráfaga de aire helado les estremeció a ambos.

—Te invito a una manzanilla —dijo Arturo—. Conozco un sitio donde la sirven con azúcar.

El bar Aguña abría cuando tenía algo que ofrecer a sus clientes; había ido trasteando la guerra con muchas dificultades, y lo cierto era que la clientela cada vez se hacía menos exigente. El local estaba lleno, y en el aire flotaba una pátina blanquecina del humo del tabaco y la transpiración. Los cuerpos, envueltos en telas y abrigos raídos (entre los que se ocultaban las hojas amarillentas de los escasos periódicos que servían a muchos como aislante del frío), desprendían una sensación de calor denso, que aplacaba el frío gélido de aquel invierno largo y agonizante. A codazos, consiguieron entrar hasta el fondo y sentarse a una mesa que acababa de dejar libre una pareja.

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