—Señor guardia, puede usted comprobar que no tengo ni un solo céntimo encima.
—No me llames de usted —protestó el guardia.
—Me cuesta acostumbrarme a ese tratamiento a los agentes de la autoridad —hizo un visaje de iniciar la marcha—. ¿Puedo irme ya?
—¡Él me ha robado más de diez pesetas!
El guardia resopló, incómodo. Se le estaba acabando la paciencia y con ella se le acababan a Teresa las posibilidades de recuperar su dinero.
—Enséñame lo que llevas en los bolsillos —le instó con las manos.
Su indumentaria era simple, un pantalón marrón, raído y atado con un cinto de piel de buena calidad que debió pertenecer a alguien con dinero, una chaqueta sin bolsillos aparentes y una camisa.
Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y los sacó vacíos, dándoles la vuelta; luego, se palpó los de la chaqueta y le enseñó el interior al guardia; por último, puso las manos abiertas.
—Ya ves, señor guardia, estoy sin blanca. ¿Puedo irme ya?
Teresa vio con desesperación cómo el agente se volvía hacia ella dejando que el hombre se alejase.
—Me ha robado todo el dinero.
—Ya lo has visto, chica, no tiene nada, no puedo hacer más. Lo siento —el compañero lo llamó, impaciente—. Tenemos que atender cosas más importantes. Abur.
Teresa tuvo ganas de llorar, se volvió hacia aquel hombre que se alejaba con sus diez pesetas, tranquilo, sin demasiadas prisas. Miró la cartera y vio que tenía su cédula y el carnet sindical. Dio por perdido el dinero. Resopló mirando el paisaje dantesco en el que ella había sido personaje principal y pensó que, al fin y al cabo, debía estar agradecida porque seguía con vida. Se acordó entonces de la señora Nicolasa; seguramente, la estaría buscando.
Corrió hacia el tumulto de muertos y heridos, de los que ayudaban, y de los curiosos que sólo estorbaban. El coche que había provocado aquel desastre tenía el capó destrozado y expulsaba un humo negro y denso; en su interior, dos hombres inertes, abatidos por las balas y la cara ensangrentada. Había sido un paqueo: hombres que se dedicaban a tirotear a los milicianos y a los guardias desde coches en marcha a toda velocidad o desde ventanas, azoteas o balcones para provocar inseguridad en las calles de Madrid, y que la población facilitase la entrada del ejército sublevado, los únicos, según los panfletos que arrojaban desde los aviones, que podían llevar la paz, la tranquilidad y el pan a Madrid. Teresa tuvo que sortear a la gente herida que todavía estaba en el suelo, a los muertos que iban alineando en un lado de la calle, y a los dolientes, madres con el corazón rasgado por la muerte del hijo, o hijos sobrecogidos por la muerte de la madre. Se dirigió a la calle por donde había aparecido el vehículo en su alocada carrera de muerte, y comprobó que también allí había heridos y muertos. Algunos por las balas disparadas en marcha, y otros por atropello. No sabía exactamente dónde se había colocado la señora Nicolasa.
—¿Sabes dónde está el colmado en el que vendían el aceite? —preguntó a una mujer que llevaba aferrada a su mano un niño asustado.
—Es ese de ahí, estábamos esperando…, me iba tocar, y mira… ¿por qué hacen esto? ¿Qué culpa tenemos nosotros? Que se vayan al frente a matarse si quieren, pero que a nosotros nos dejen en paz. Malnacidos. ¿Qué daño pueden hacer estas criaturitas? ¿Qué consiguen con matarnos como ratas?
Si aquél era el colmado donde se expendía el aceite, la señora Nicolasa tenía que estar por allí. Teresa la buscó con angustia entre los vivos, los que se movían con torpeza en medio del desastre. Luego, empezó a mirar con miedo entre los heridos y los muertos. Pero no la encontró. Se acercó a una enfermera que atendía a una mujer con una herida en la cabeza.
—¿Se han llevado a algún herido?
—Sí, a los más graves los han trasladado al hospital de sangre en la primera ambulancia. ¿Buscas a alguien?
—Sí, a una mujer mayor, con el pelo blanco y moño, algo gruesa.
—¿Con una mañanita gris de lana con flecos?
Teresa asintió.
—La he atendido yo. Se la acaban de llevar. ¿Es tu madre?
—No, no…, es la madre de una amiga. Pero… ¿ha muerto? —preguntó azorada.
—No, ya te he dicho que sólo se traslada a los heridos. Ellos tienen prioridad. Ve al hospital de sangre que está en la calle Juan Montalvo, en el colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo; allí la encontrarás y te darán más información de su estado.
Llegó al hospital y se adentró en sus pasillos, ocupados hasta hacía unos meses por niños ávidos de juegos e instrucción; sus clases y aulas colmadas de risas estridentes y dulces voces infantiles se llenaban ahora de ayes y lamentos. El olor a formol y desinfectante lo inundaba todo. Había mucho lío, y todos parecían tener prisa. Se cruzó con una chica de su edad vestida con una bata blanca con manchas de sangre y desinfectante.
—Por favor, ¿dónde puedo preguntar por una mujer herida que han traído aquí?
—Al final de este pasillo hay un puesto de información, allí te indicarán.
Teresa encontró en seguida el lugar por la larga cola que había formada ante el mostrador. A pesar de la inquietud por conocer el estado en el que se encontraba la señora Nicolasa, no le quedó más remedio que armarse de paciencia. En las últimas semanas lo único que hacía en todo el día era guardar cola, para cualquier cosa había que pedir la vez. Observó a la gente que la precedía y a la que, de inmediato, se iba colocando a su espalda con el mismo visaje desesperado que ella tenía. Todos se mostraban nerviosos, ausentes, adocenados por unas circunstancias que ya les superaban.
Por fin llegó su turno. Detrás de un mostrador alto se parapetaba una mujer mayor, con el rostro acerado y crasitud en los mofletes, tenía la voz ronca de hombre, y respiraba muy fuerte, como si le costase.
—Ha habido un tiroteo en la calle Almansa y me han dicho que han traído aquí a los heridos.
—¿A quién buscas?
—A una mujer de unos cincuenta años, con el pelo recogido con un moño, con algunas canas; se llama Nicolasa.
—¿Es tu madre? —preguntó sin levantar la vista de un listado que tenía delante.
—No, es la madre de una amiga.
—De la calle Almansa han traído tres heridos, dos hombres y una mujer. Será ésa… —alzó los ojos y la miró un instante, como si esperase alguna reacción de Teresa—. Sube la escalera, y pregunta al doctor Alonso. Él se ha hecho cargo de esos tres —echó un vistazo rápido a mi espalda y sin ningún miramiento dijo—: el siguiente.
El doctor Alonso estaba operando y no podía atender a nadie. Una enfermera le dijo que la única mujer que había ingresado aquella mañana estaba en el aula del fondo.
—¿Cómo está? ¿Es muy grave?
La enfermera la miró entre compungida y lastimera.
—Lo siento, chica, pero no pudimos hacer nada por ella.
Sintió seca la garganta, como si de repente se hubiera quedado sin saliva. Intentó tragar.
—¿Qué quieres decir…?
—Está muerta. Lo siento —le tocó el brazo para mostrarle su apoyo—. Si quieres, puedes ir a verla; acabo de llamar para que la bajen al depósito. No tardarán.
Teresa asintió apenas con un ligero movimiento y la enfermera desapareció de su vista. Un largo pasillo se abría ante ella, y al final del mismo una sola puerta de la que salían y entraban otras enfermeras. Caminó despacio, pensando a cada paso en la reacción de Mercedes a la pérdida. Madre e hija se adoraban, se profesaban un respeto y un afecto tan admirables que había llegado a envidiar a su amiga. Lo había hablado con ella. La señora Nicolasa era una mujer de espíritu sereno, moderada en sus maneras y en su discurso, parecía saberlo todo, y siempre sonreía, a pesar de las penurias. Era fuerte y templada. Acompañaba a su hija a una distancia prudencial, respetando sus opiniones, rebatiendo con inteligencia aquello en lo que no estaba de acuerdo. ¿Por qué tenía que morir ella? Mujeres así eran necesarias para un país desmoronado a manos de hombres sin conciencia que perseguían una quimera inalcanzable, precipitando, con su obcecación, una guerra terrible que estaba separando familias, enfrentando vecinos y amigos, y matando a mucha gente valiosa e inocente como la madre de Mercedes.
La visión de la señora Nicolasa le produjo una impresión mucho más fuerte de lo que Teresa podría imaginarse. La ropa rasgada del torso dejaba al descubierto el pecho desnudo, ensangrentado, con una herida en el lado del corazón, un agujero sanguinolento por donde le había entrado a bocajarro una de las balas de los «pacos». Qué muerte tan estúpida. Había salido de su casa para protegerse, y encontró la muerte por comprar medio litro de aceite. Teresa dejó que fluyeran las lágrimas a sus ojos. Apoyada en la pared, se dejó vencer por el llanto. El cadáver estaba en la tarima, colocada en lo alto de una mesa de profesor. Su cuerpo le pareció un esperpento: boca arriba, con la boca semiabierta en un visaje de sorpresa detenida, las piernas abiertas, como desparramadas sobre el tablero. En el fondo agradeció que Mercedes no llegase a ver nunca aquella imagen de la que no podría recuperarse en toda su vida.
El aula no era muy grande. Las pupitres habían sido apilados en una de las paredes, y por el suelo se habían distribuido colchones de crin, cuatro de ellos ocupados por heridos que de vez en cuando emitían quejidos lastimeros. En la pizarra había escrito con letras grandes y tiza de colores un viva la República.
Cuando iba a salir, dispuesta a regresar a casa para llevar la luctuosa noticia a la pobre Mercedes, se fijó en una mujer herida que estaba tendida cerca de la puerta. Tenía la pierna y el brazo derecho vendados, pero al ver su cara, a pesar de que estaba algo deformada, se dio cuenta de que era Petra. Se secó las lágrimas y se acercó a ella.
—Petra, Petrita, soy yo, Teresa.
La chica abrió con dificultad los ojos y la miró un instante, luego, volvió a cerrarlos como si le costase un mundo mantener los párpados abiertos. Esbozó una sonrisa y susurró el nombre de Teresa.
—¿Qué te ha pasado?
Petrita volvió a hacer un esfuerzo y abrió los ojos.
—Me muero, señorita… me muero…
Teresa vio que una lágrima resbalaba de sus ojos y le hacía un surco en la piel sucia de polvo.
—No, Petra, no te vas morir. Te pondrás bien. Iré a buscar a mi padre, él te curará…
Petra alzó su brazo a Teresa y se cogieron las manos.
—Señorita Teresa…
—No me llames señorita, o te fusilarán —quiso sonreír, pero lo único que consiguió fue quebrar su rostro.
—Escúcheme, señorita, quiero pedirle perdón, a usted y a su padre…
—Perdón, ¿por qué?
Teresa sabía que Petra había dado información a los milicianos del dinero y las joyas que se guardaban en casa. Pero no estaba dispuesta a echarle en cara una cosa así en su estado.
—Yo…, señorita Teresa, yo no quería perjudicarles…, usted siempre ha sido amable conmigo.
—No hables de eso ahora, cuando todo esto termine volverás a casa, todos te echamos de menos. Las comidas no son lo mismo sin ti, y tú lo sabes.
Las dos esbozaron una sonrisa, lánguida.
—Estoy sola, no tengo a nadie —sus ojos se llenaron de lágrimas y su barbilla tembló.
—¿Y tu novio?
Esbozó una sonrisa blanda, cerrando los ojos con un gesto de dolor.
—Ese mal nacido…, el muy canalla… —balbucía lenta, musitando las palabras entre los labios—, le seguí hasta el frente; estuve en la sierra, luchando como la primera, pero nunca me trató como a un soldado, me quería cerca para magrearme, y cuando pasó una más alta y más guapa, me dejó tirada… —sus lágrimas se desbordaron de sus ojos y su voz se hizo más potente, como si el llanto le hubiera dado más energía—. Me abandonó… y ahora estoy sola… me voy a morir sola, señorita Teresa…, sola como un perro…
Teresa tragó saliva envuelta en una desesperante impotencia.
—¿Cómo fue…? —hizo un movimiento para indicarle las heridas que le habían destrozado el cuerpo.
—Una bomba de los alemanes. Mira que es grande esta ciudad, pues la dichosa bomba cayó justo en la puerta del sótano en el que me encontraba. Me sacaron de milagro —de nuevo hablaba temblona, vacilante, sin apenas fuerzas.
—Te vas a curar. Ya lo verás.
En ese momento, entraron dos hombres con una camilla y se dirigieron hacia el cadáver de la señora Nicolasa. La cogieron por los brazos y los tobillos; la arrastraron por la mesa como si fuera un saco, hasta echarla sobre la camilla. Teresa se estremeció al oír el golpe seco del cuerpo contra el suelo.
—Tened cuidado —les reprendió.
—Está muerta, ya no siente nada.
—¿Adónde la lleváis?
—Al depósito.
—¿Cuánto tiempo la tendrán ahí?
—No lo sé, hasta que venga el furgón del cementerio y se la lleven.
Los hombres pasaron por delante de Teresa transportando el cuerpo inerte de la señora Nicolasa. Antes de que traspasaran la puerta, se despojó de su chaqueta y se la echó encima, cubriendo su cara y su pecho.
—¿Es tu madre?
Teresa tragó saliva y pensó en Mercedes. Negó con un leve gesto.
—Tengo que ir a darle la noticia a su hija. No sé cómo se lo voy a decir…, está a punto de dar a luz.
—Lo siento, chica. En mal momento llega el nieto.
Salieron de la estancia y Teresa se volvió hacia Petrita.
—Petra, tengo que irme, pero te prometo que regresaré a buscarte, e intentaré que venga mi padre para que te cure.
Teresa hizo un amago de levantarse, pero la voz débil y quebrada de Petra la frenó.
—Señorita Teresa, escúcheme bien lo que voy a decirle —fijó sus ojos en los de Teresa como si quisiera asegurarse de que entendía bien sus palabras—, tenga cuidado con Joaquina. No es de fiar.
—¿Qué quieres decir?
—Tiene un cuñado que es anarquista, de los que van por ahí buscando espías fascistas. Sé que andaban rondando la casa… —tragó saliva sin dejar de mirarla a los ojos—, hace unos días oí que van a por la señorita Charito, anda metida en algo peligroso.
Teresa sonrió y apretó la mano de Petrita.
—Gracias, Petra. Muchas gracias.
Teresa comprendió que Arturo no había tenido nada que ver con lo de Mario y la detención de sus padres. Había sido Joaquina la que los había denunciado. Recordó con nitidez el momento en el que vio a la criada retirar la toalla de la baranda del balcón, seguramente utilizó ese método para dar a entender a los que esperaban en la calle que podían subir; además, sólo ella decía haber oído el nombre de Arturo Erralde de boca de uno de los guardias.