—¿Qué pasa? —susurró a su hija, que permanecía inmóvil, asomada al pasillo.
—Es el teléfono.
—¿Qué hora es?
—Han dado las tres hace unos minutos.
Hablaban en voz muy baja y sus palabras se perdieron en el fragor de otro timbrazo…, y otro más. Nada se movía, ningún ruido que no fuera aquella terca y repetida resonancia.
—Ve a cogerlo —le instó la señora Nicolasa—, no vaya a ser algo urgente.
Mercedes se decidió. Iluminada por la estela que salía desde la puerta abierta de su habitación, se precipitó en la oscuridad. Llegó al salón, y guiada por el ruido se topó con el aparato que vibraba a cada toque expulsado de su interior. A ciegas, palpó el auricular y lo descolgó, pero antes de que pudiera pegarlo a su oreja, una mano se lo arrancó con rudeza. Desconcertada, Mercedes se giró y se topó con Charito, que ya se colocaba el aparato al oído.
—¿Sí?
Mercedes se retiró a un lado.
El silencio pareció convocar con mayor eficiencia que el sonido repetido, porque uno a uno, todos fueron apareciendo en la puerta del salón. Teresa primero, colocándose la bata; detrás de ella Joaquina, con una mañanita negra sobre los hombros que contrastaba con su camisón blanco y largo como la túnica de un monje. A las órdenes de doña Brígida, que entró tras ella con los pelos aplastados y pegados al cráneo como si llevase un casco de hierro, la criada comprobó con movimientos rápidos que todas las cortinas estaban perfectamente echadas, para evitar que cualquier haz de luz procedente de la lámpara del pasillo que se acababa de encender, escapase a través de los ventanales cerrados a cal y canto. Luego apareció don Eusebio, con su batín de seda, colocándose el pelo alborotado por la almohada; y, por último, la señora Nicolasa, también con una mañanita de lana cruzada sobre su pecho, suelto el pelo gris de su habitual moño.
—Sí, es aquí.
Don Eusebio se acercó a su hija. Tenía el teléfono pegado a su rostro, encogida y en silencio. Antes de que llegase a su lado alguien la habló al otro lado del auricular.
—¿Sí? —la sonrisa de Charito, abierta, explosiva, sorprendió a todos. Hablaba en voz alta—. ¡Mario! ¿Eres tú? ¡Mario! Sí, sí, te oigo bien, un poco lejos…, pero te oigo.
La reacción fue inmediata. Doña Brígida se precipitó hacia el rincón donde estaba su hija, adelantando incluso la posición de su marido, y se plantó frente a Charito, solicitándole con un gesto insistente que le cediera el teléfono. Pero don Eusebio, sin apenas inmutarse, desplazó a su esposa apartándola de su camino, y le quitó de las manos el aparato a Charito, ignorando la mueca de protesta que le dedicó. Se lo puso en la oreja y torció la cabeza hacia el lado por el que oía.
—¿Mario?, hola, hijo, ¿cómo estás?
El silencio se respiraba en el ambiente opaco del salón; parecía un escenario de figuras de cera, apariciones fantasmales envueltos en la penumbra, inmóviles, a la espera.
—¿En Burgos? Muy bien —silencio de nuevo, un silencio que únicamente se rompía en el oído del padre, escuchando atento la voz lejana, demasiado alejada de su hijo—. ¿Cómo están los mellizos? Ah… ¿estás con ellos? Comprendo… Ya, ya. Lo entiendo. De acuerdo, hijo. Adiós…
Cuando colgó, doña Brígida mostró un gesto de espanto: los ojos desorbitados, los labios semiabiertos, incrédula, y las manos tendidas hacia él como una súplica.
—¿Por qué no me has dejado hablar con él?
—Ha llegado a Burgos sin novedad —sentenció con fría sobriedad—, se encuentra con los mellizos. Están perfectamente, dispuestos a luchar con honor para salvar España.
Todos se quedaron callados, acogotados por la gravedad que don Eusebio imprimía a sus palabras.
—¿Y los mellizos? ¿Has hablado con ellos?
—Ya te lo he dicho, mujer, no me hagas repetir las cosas —su contestación fue hosca, sin disimular su malhumor—. Tus hijos están donde tienen que estar. No puede contarme mucho más por teléfono. Le han permitido llamar para avisarnos de que todo ha salido según lo previsto, y no hay más que hablar. Se acabó la fiesta. A la cama todo el mundo.
Don Eusebio se abrió paso en la oscuridad, derrochando desaire, dejando atrás a las mujeres que lo observaban atónitas. Charito fue la primera que le siguió; luego, se movió lenta hacia el pasillo doña Brígida, azorada todavía, entre la alegría de saber que sus hijos estaban bien y la amarga sensación de haber sido privada de oír su voz. Pasó por delante de la puerta abierta de los mellizos y se detuvo compungida, con una extraña presión en el pecho; se apoyó en el quicio de la puerta y miró a su interior. Vio las dos camas deshechas. Soltó un lánguido suspiro, abatida al ser dos desconocidas las que ocupaban el espacio que pertenecía a sus hijos. Deseaba tanto que acabase aquella pesadilla; le costaba horrores soportar una situación tan incómoda. Resultaba un respiro saber que su hijo Mario se encontraba a salvo; ahora, sólo quedaba esperar que las tropas de Franco entrasen de una vez en Madrid y acabasen con los desmanes al que les había abocado un Gobierno incapaz, o en su caso, si la cosa se alargaba por causas tácticas, como afirmaba su esposo que entendía más de esos asuntos, anhelaba el día en que esa chica, cuya presencia soportaba cada vez peor, echase al mundo a su vástago, para poder cumplir con la entrega prometida a Nicasio. A cambio, saldrían de inmediato de Madrid rumbo a Buenos Aires. Había oído maravillas de la ciudad bonaerense. En el fondo, la idea de abandonar el país por una temporada no le disgustaba. Nunca había salido de España, y un viaje tan largo a un lugar tan lejano le resultaba apasionante. Había ubicado Argentina en el mapamundi con la ayuda de Charito, a la que le había contado todo. Madre e hija, con el asenso del padre, decidieron dejar a Teresa al margen de los oscuros arreglos que se cernían respecto de Mercedes y de su bebé; mostraba demasiado apego por esa mujer vulgar y pueblerina, y podría estropearlo todo como ocurrió con el paradero de Mario, aceptando la versión de que había sido Arturo el que dio la voz de alarma sobre la noticia de su aparición. Estaban convencidos de que, una vez consumada la entrega del bebé a sus nuevos padres, no le quedaría más remedio que aceptar una realidad que afectaba a todos. No tendría elección: la vida de su familia o la maternidad de esa mujer.
Doña Brígida se volvió al notar la presencia de Mercedes a su espalda. Teresa permanecía apoyada en el quicio de la puerta de su alcoba, justo frente a la de los mellizos.
—Echo tanto de menos a mis hijos —dijo haciendo ademán de retirarse de la puerta. Pero de repente se paró en seco, con la vista fija en la mesa con la lámpara todavía encendida—. ¿De dónde has cogido esa lámpara?
—Se la he dejado yo, madre —contestó Teresa.
Doña Brígida se volvió hacia su hija con el ceño fruncido y las manos entrelazadas. Luego, miró ceñuda a Mercedes.
—No nos podemos permitir el gasto de queroseno.
—Lo siento, doña Brígida —añadió Mercedes—, me cuesta mucho dormir y para pasar el rato, leo y, a veces escribo cartas a mi marido.
Entró en la alcoba y se dirigió hacia la mesa. La pluma con el capuchón permanecía sobre la cuartilla blanca, escrita hasta la mitad con letra menuda, elegante, fina. Se quedó quieta, observando los objetos levemente iluminados por el resplandor titilante del pabilo. Cogió el cuaderno escolar en el que Mercedes volcaba sus sentimientos más íntimos, y, sin ningún pudor, empezó a leerlo. Mercedes, incómoda, dio un paso, pero su madre la detuvo cogiéndola por el brazo. Madre e hija se miraron un instante; la señora Nicolasa le hizo un gesto para que no se moviera. Mercedes, muy a su pesar, obedeció.
—¿Quién ha escrito esto?
—Yo, señora.
—¿Y de dónde sacas estos cuadernos y… —cogió la pluma y se volvió hacia la puerta—, esta pluma es tuya?
—Se la he regalado yo, madre —replicó Teresa, molesta, por la intromisión de su madre en la intimidad ajena—, y los cuadernos también se los he dado yo.
—¿Y este libro?
—Es suyo. En algo se tiene que entretener. Hay gente que no soporta estar sin hacer nada durante todo el día.
Las palabras de Teresa fueron cargadas de hiel, y su madre lo notó. Se volvió hacia ella un instante, con desdén, dejó el cuaderno sobre la mesa y miró a Mercedes.
—A partir de mañana te daré tarea que no suponga esfuerzo. ¿Sabrás zurcir y remendar ropa?
Mercedes encogió los hombros.
—No es la costura lo que mejor se me da.
—Vaya —doña Brígida mostró su sorpresa—, pues si no sabes remendar la ropa de tu casa ya me dirás cómo vas a llevar a tu familia.
Mercedes, ofendida, se irguió altiva.
—No se preocupe usted por mi familia, señora, yo sabré cuidarla perfectamente.
—Si quieres servir de ayuda tendrás que aprender; no puedes salir a la calle a esperar cola para comprar, no puedes coger peso, no puedes cargar…
—Puedo hacer todo eso, doña Brígida, es usted la que no me lo permite pensando que puede afectar al bebé; ya le he dicho que yo estoy perfectamente…
—No, no —negó moviendo la cabeza y levantando la mano con suficiencia—, nada de esfuerzos. No me perdonaría nunca que tuvieras un percance que afectase al bebé por hacer algo indebido, te lo digo yo que he tenido seis embarazos. Dos de ellos fallidos, precisamente, por no cuidarme como es debido.
La señora Nicolasa, prudente, bajó los ojos al suelo y apretó los labios para impedir que la rabia se escapase en forma de palabras a través de sus labios. A pesar de su deseo de cantarle las cuarenta a esa mujer, embebida de una estúpida soberbia, era su deber, por el bien de su hija, callarse. Aquella casa constituía un lugar seguro a la amenaza de Merino, y por esa razón se tragaba la irritación que le provocaba las formas, hipócritas y algo turbias, que a su parecer se gastaba doña Brígida.
—Joaquina te enseñará labores sencillas de costura. A ella se le dan bien.
—Como usted quiera, doña Brígida —Mercedes contestó resignada, intentando contener los humos presentidos tanto de su madre como de Teresa. Lo último que querría es que por su culpa se formase una bronca.
—Y mañana mismo devuelves esa lámpara. Te prohíbo utilizarla, no podemos permitirnos ese derroche de queroseno —salió de la habitación y se detuvo frente a ella—. Y menos letras, Mercedes, que eso para una mujer puede ser peligroso, te lo digo yo, a los hombres no les gustan las mujeres con pretensiones intelectuales, les basta con que traigan hijos sanos al mundo, los sepan cuidar y lleven con dignidad su casa. Ya están ellos para pensar.
Mercedes no abrió lo boca, al contrario, apretó los labios con fuerza para evitar que las palabras se la escapasen, hubiera sido mucho peor que el silencio.
Doña Brígida la dedicó una mirada de desprecio y, con un ademán ensayado de falsa probidad, avanzó por el pasillo en dirección a su alcoba, donde su marido ya estaba envuelto en el calor de las sábanas.
Teresa hizo un gesto a Mercedes de que no la hiciera caso, y se colocó el dedo índice en la sien, como si la tratase por loca. La señora Nicolasa, empujó a su hija hacia la habitación y la dijo que apagase de inmediato la lámpara.
Apagado el resplandor que prendía el queroseno, la casa volvió a quedar a oscuras y en silencio. Mercedes, tumbada sobre la cama, notaba al bebé moverse en sus entrañas; pensaba en Andrés y se preguntaba qué estaría haciendo, si estaría dormido o si como ella tendría al desvelo como compañero. Sabía que el sueño de Andrés era profundo y sereno, plácido como el de un niño, desde que tocaba la almohada hasta que ella misma le llamaba con el canto del gallo justo antes del amanecer. ¿Dónde tendría apoyada su cabeza en ese momento? ¿Estaría pensando en ella? Sonrió abriendo los labios con blandura y se dio la media vuelta abrazando el almohadón. Una suave claridad se colaba furtiva por debajo de la cortina, atenuando la absoluta oscuridad de la alcoba. Se quedó mirando el claror invasivo con los ojos abiertos, como si tuviera temor a cerrarlos y que el sueño alejase de su pensamiento la evocación de Andrés. Sin embargo, el cansancio pudo con ella y por fin se quedó dormida, profundamente dormida. Mecida en un ensueño del futuro juntos, Andrés, su madre, su bebé, volver a Móstoles, a su casa, a la Ermita, a la fuente de los Peces, pasear por el Pradillo hasta llegar a la barbacana, regresar a los días de trabajo, de campo, de hogar. Sueños de futuro que se difuminaban en su mente agotada, rota, desalentada.
La vida en la casa de los Cifuentes transcurría con toda la normalidad que se podía esperar en un ambiente de guerra y supervivencia. La escasez se hacía cada vez más evidente en las largas colas que se formaban a las puertas de los comercios y tiendas. El Gobierno había conseguido frenar la subida de los precios, pero había comerciantes que ocultaban género a pesar del peligro de las multas, bien prevenidos ante la evidente escasez (con la perversa intención de aprovechar la coyuntura y obtener un mejor precio), o para evitar que grupos incontrolados en nombre de cualquier partido, sindicato o asociación, entrasen en el establecimiento y se llevasen todo sin abonar nada, con la única consigna de que se uniera a la UHP, un viva la República o que los requisaban con la excusa de que eran necesarios para alimentar a los que defendían Madrid contra los fascistas. El caso era que había muy poco que comprar. No sólo escaseaba la comida, sino también los productos de limpieza, aseo o papel. Todavía se encontraba sin demasiadas dificultades carbón y leña para encender las cocinas y las calderas, pero el otoño amenazaba derramando sus días grises y frescos de lluvia, niebla y humedad, y, día a día, aumentaba la demanda de estos productos de energía. El final del verano hizo que mucha gente volviera a salir a la calle con chaqueta y traje, incluso alguno se atrevía con el sombrero en los días de lluvia para protegerse de la humedad, a pesar de todo, el bien vestir, la elegancia y la clase de la burguesía madrileña había desaparecido por completo, manteniéndose una indumentaria tazada, ya que lo contrario suponía, como mínimo, levantar recelo y desconfianza.
El abastecimiento de mercancías a la ciudad llegaba con cuentagotas. En los últimos días de septiembre, ninguna provincia afecta a la República quería fiar a un Gobierno que dedicaba la mayor parte de su tesorería a obtener armas, formar a las milicias, abonar las diez pesetas diarias a cada miliciano que se movilizara, además de organizar una intendencia, cada vez más extensa, de los distintos frentes que atosigaban los alrededores de Madrid. La prioridad era alimentar y mantener a las tropas.