Doña Matilde, entonces, se desmoronó en la silla, como si la fortaleza mantenida durante la visita la hubiera dejado sin fuerzas para sostenerse en pie. Julita y Cándida acudieron a su lado, alarmadas. Arturo también se acercó.
—Estoy bien, estoy bien —doña Matilde suspiró sosegada, y miró sonriente hacia Arturo—. Dios Santo, Arturito, nunca hubiera pensado que me alegrase tanto de verte.
—¿Qué es lo que ha pasado?
Cándida le explicó, con la ayuda de Julita, la visita de los tres refugiados, y la posterior entrada del comité miliciano.
—Es muy peligroso mantener escondida a esa gente.
—Lo sé, hijo, pero no les puedo dejar en la calle. No tienen adónde ir. Son inofensivos, un cura y un par de monjas. ¿Qué daño pueden hacer a la República esos tres?
—No se preocupe, doña Matilde, aquí están a salvo —intervino Lela.
—¡Ay, Dios mío! O existen los milagros o va a ser verdad que esta niña tiene un don, porque si no, hay cosas que no se podrían explicar.
Hacía varios días que Alberto sufría diarreas frecuentes y fiebre muy alta; su cuerpo desprendía un hedor pegajoso, pero Mario no tenía más remedio que dormir pegado a él porque no había posibilidad de tumbarse en ningún otro sitio. El espeso bochorno de aquella celda minúscula, donde dormían seis hombres, cuando su capacidad estaba prevista para uno, avivaba los efluvios derivados de la falta de higiene y hacía el aire fangoso, casi irrespirable; había veces que Mario se despertaba sobresaltado con la sensación de que se ahogaba en el fondo de una alcantarilla de excrementos y podredumbre.
Mario Cifuentes dormitaba inquieto sobre el colchón de crin vegetal compartido con Alberto, cuando el picotazo de una pulga le hizo moverse con brusquedad para rascarse.
Su amigo se removió.
—¿Qué pasa? —murmuró, cansino.
—Estas chinches son como ratas, las muy cabronas —masculló rascándose frenéticamente el muslo que había sido atacado por el incómodo insecto—. Van a acabar conmigo antes que estos rojos.
Alberto se giró hacia él.
—Mario —susurró, con voz pastosa—, cuando me muera, no le digas a mi madre que he estado así.
—No te vas a morir, vamos a salir los dos juntos de esta pocilga, ya lo verás.
—Mario, prométeme que no le contarás nunca a mi madre por lo que estoy pasando. Prométemelo.
Los dos amigos se miraron silentes, envueltos en el aire viscoso que apenas les dejaba respirar, oyendo los ronquidos, toses, los carraspeos y ventosidades de los que dormían pegados a ellos.
—Prométemelo —su voz tembló, ahogada por un llanto amargo.
—Alberto, no puedes rendirte. No puedes dejarme ahora…
—Prométemelo, Mario, no quiero que mi madre sepa nunca por lo que estoy pasando.
Mario sabía que si respondía a la súplica, Alberto claudicaría a la muerte; era consciente de la gravedad de su estado, no podría aguantar mucho tiempo sin atención médica, una atención que no llegaba. Pero cómo no prometer aquello que un hijo requería para su madre. Le sorprendía el hecho de que, en esos terribles momentos en los que tenía que enfrentarse a la muerte, el único pensamiento de Alberto fuera para la madre, un pensamiento opresivo, consciente de lo que ella estaría penando desde la brusquedad de su ausencia, de lo que sentiría cuando se enterase de que nunca volvería a abrazarlo, a besarlo, a tratarlo como a un niño, ese trato que, una vez traspasada la línea de la adolescencia, resulta tan incómodo para los hijos, y que sin embargo, ellas, las madres, apenas pueden reprimir a pesar de los reproches. Sus labios murmuraban la súplica en esa embriaguez febril de la enfermedad mortal. Mario ya no lloraba, no podía llorar, se le había secado el alma de ver tanta miseria en tan poco tiempo. ¿Cómo asimilar todo lo que estaba sucediendo? ¿Cómo aceptar que el ser humano pueda tratar a un semejante peor que a un bicho abyecto? ¿Cómo aceptar una alteración tan brutal en una vida llena de comodidades, de olores agradables, de ropa limpia, de platos llenos y sabrosos, de besos, de abrazos, de futuro, de proyectos? ¿Cómo asumirlo? Mario recordó, abatido, cuando vio a su madre junto a su hermana Teresa: su rostro desencajado, rígido, intentando tragarse el llanto que la oprimía por dentro, zarandeadas como muñecas rotas por otros familiares más avezados o más acostumbrados a la terrible visión, conscientes de que sólo tenían unos minutos para hablar a voces con los suyos, voces que se perdían en un barullo sarcástico a través de las verjas que se elevaban hasta el techo, separadas por un pasillo de la jaula donde estaban ellos, los presos, encerrados detrás de otra verja metálica también hasta el techo. Su memoria le devolvía la expresión de su madre con los ojos fijos en él, incapaz de aceptar que su hijo querido estuviera allí, y que ella, que se sentía morir por dentro, no pudiera, tan cerca que lo tenía, acercarse para abrazarlo, para curar sus heridas, para arrullarlo como cuando era un niño y buscaba en su regazo el consuelo a su pena. ¿Qué puede haber más doloroso para una madre que ser testigo pasivo del sufrimiento de un hijo? Las visitas resultaban crueles, dolorosas, desgarradoras, sin embargo, se hacían tan necesarias como respirar aquel aire viciado y espeso. Apenas pudieron intercambiarse tres frases a voces entre los dos hermanos, gritando todo lo que podían para conseguir hacer llegar al oído del otro las palabras que se perdían en aquella tremenda batahola: «¿Cómo estás?» «Bien, estoy bien, no os preocupéis, estoy con Alberto.» «Ah, vale, se lo diremos a sus padres.» «Decidles que está bien.» «Te escribiremos.» «Vale.» «Cuídate.» «Sí, no os preocupéis.» Su madre, pegada a Teresa, en silencio, incapaz de abrir la boca porque se le hubiera escapado el alma por los labios. Hasta que de repente el silbido agudo e incómodo de la sirena interrumpió el tiempo de la etérea visita. Rodeado de los otros presos, conducidos como un rebaño, Mario no dejó de mirar a su madre, que permaneció digna, maternal, aparentemente impávida, encubriendo el sufrimiento; levantó la mano para despedirse de ella y se esforzó hasta lo increíble por dedicarle un esbozo de sonrisa, con la única intención de que se llevara esa imagen y no la de la desolación del preso, del detenido, del humillado; y la madre no se movió, impertérrita a los empujones que recibía de unos que, vencidos, ya se iban, y de los que intentaban lanzar los últimos consejos, los últimos deseos, los últimos te quiero; ella se mantuvo allí, en una entereza ficticia, con los ojos clavados en el hijo, resistiéndose a dejar de verle, reteniéndolo en su retina para poder seguir subsistiendo cuando saliera de aquella ratonera.
—Alberto, te prometo que tu madre nunca se enterará de lo que has pasado aquí dentro, te lo prometo…, pero tienes que aguantar por ella, y por tu padre… y por mí, tienes que aguantar, Alberto, tienes que hacerlo… yo solo no seré capaz de soportar esto.
—No puedo más, no me quedan fuerzas.
Mario se tragó las lágrimas. No sabía qué decir, ni qué hacer, sentía un extraño dolor interno por la impotencia de no poder hacer nada, porque su mejor amigo se moría y él estaba allí quieto, sin moverse.
Sintió la presión de la mano de Alberto aferrándose a su brazo, como si de repente temiera quedarse solo.
—Mario…
La voz era cada vez más débil y lejana.
—Estoy aquí, Alberto, estoy aquí, a tu lado.
—Has sido un buen amigo.
—Tú también para mí… Tú también…
—Dile a mi madre que no sufrí, que mi muerte fue dulce, y que me acordé de ella…, de su cara, de sus manos, de su olor…, el olor a lavanda de su pelo…
Tragó saliva y cerró los ojos, y un susurró casi imperceptible, apenas escurrido de sus labios, conmovió a Mario.
—Madre… madre…
El estrepitoso silencio de la muerte provocó en Mario una pulsión de náusea. Se incorporó y tocó el pecho de su amigo intentando encontrar el latido de vida.
—Alberto, Alberto —primero le llamó susurrando, para luego clamar a voz en grito—, ¡Alberto!
Los guardias no atendieron a su llamada, nadie acudió en su auxilio. La noche transcurrió como cualquier otra, lenta, sofocante, oscura, maldita, sin que la irrupción de la muerte en aquella celda pequeña hubiera alterado nada ni a nadie. Al final, derrotado ante la indolencia y las protestas del resto de presos, ávidos por dormir para olvidar, se quedó sentado en el colchón velando el cadáver de su amigo, mirándole en la penumbra, inmóvil, ahogando en un solitario llanto la amargura de sus recuerdos, de los días de estudio, de las encendidas tertulias, de las largas noches de juerga, de las risas y las confidencias.
Al amanecer, como cada día, la puerta de la celda se abrió con un golpe brusco y metálico. El ruido empezó a ocupar cada rincón de aquella inmensa cárcel. A la orden de una voz potente, salieron al pasillo todos los presos menos Mario, que permaneció junto al cadáver de su amigo, con los ojos fijos en el rostro que ya adquiría la lividez cadavérica, con la piel fría como el mármol, ajada, como si en aquella noche maldita hubiera envejecido veinte años.
Le ordenaron cargar el cadáver a sus hombros; sintió el peso del cuerpo muerto como si la tierra lo reclamase. Avanzaba precedido de un guardia que le abría paso a través de los pasillos atestados de hombres que callaban a su paso, mirando de soslayo por miedo a verse reflejados en aquel guiñapo que se meneaba al son de cada paso de Mario. Llegaron a un cuarto de techos altos, sin ventanas, de paredes y suelos oscuros que desprendían olor a muerto. En el centro, una fría mesa de mármol sucia de sangre seca.
—Déjalo ahí, ya vendrán a buscarlo.
—¿Dónde lo van a llevar?
—¿Qué más te da dónde vaya?
—Es mi amigo.
—Pues lo siento mucho, lo de su muerte, digo.
—Es por avisar a su madre, tal vez ni siquiera sepa que estaba aquí encerrado. No ha recibido visitas en el tiempo que llevamos aquí.
—Hay cosas que es mejor no saber.
Sabía por qué lo decía; resultaba muy extraño que nadie hubiera ido a visitar a la cárcel a Alberto. Mario sabía que la miliciana que le había curado había estado en su casa para avisarles de su encierro, porque se lo había dicho Teresa en la única carta que le había llegado. Si estaban al tanto sus padres, también lo tenían que conocer los de Alberto. Pero ellos nunca fueron. Otros presos les decían que no era fácil entrar, que algunos tardaban semanas en poder acceder a la sala de visitas. Había muchos familiares, y los más avezados se colaban sin ningún miramiento a los que llegaban nuevos y despistados, demasiado cándidos para esos menesteres. Pero lo que Mario desconocía era que los padres de Alberto habían caído aquella misma noche bajo la fría bala de una pistola. Junto al cementerio, abrazados entre ellos y unidos en el recuerdo del hijo, que en ese mismo instante evocaba el olor a lavanda de la madre.
El funcionario le miró abrumado, movió la cabeza mirando al muerto.
—Yo no puedo hacer mucho, vienen y se los llevan al cementerio que les pille de paso. Es lo único que te puedo decir.
Ante la desolación de Mario, el funcionario se removió inquieto. Era un hombre de unos treinta años, bien parecido, de trato cortés dentro de la necesaria rigidez que se imponía en la prisión. Su aspecto rudo parecía más una careta que ocultaba una bondad contenida, imposible de mostrar en un trabajo que nunca había encajado con su carácter, pero que no tuvo más remedio que aceptar si quería comer, él y los suyos, sus padres y tres hermanas menores que él, cuya supervivencia dependía únicamente de su paga.
—Vamos, tienes que volver a tu galería.
—¿Puedo quedarme hasta que se lo lleven?, sólo para velarle…
El guardia se lo negó tajante, pero alguien interrumpió sus palabras.
—Cipri, deja que se quede, yo le vigilaré.
Una mujer hablaba desde la puerta. Los dos hombres se giraron, sorprendidos.
El funcionario sonrió nervioso, como si se hubiera ruborizado con la presencia de la recién llegada.
—Ah, hola, Luisa, no sabía que andabas por aquí.
—Deja que se quede —insistió ella, entrando a la sala fúnebre.
—Sabes que no puedo, las normas…
—Las normas ahora son otras. No te preocupes, yo asumo la custodia del preso. Ve al control de la entrada y pide la camioneta para que vengan a buscar al muerto.
—Pero ¿y el recuento…?
—Pues avisa al que lo hace.
—Está bien, lo que tú digas, pero si me dicen algo…
—No te preocupes, responderé por ti. Sabes que lo haré.
La chica sonrió con franqueza y Cipriano se marchó con la sumisión de un criado frente a la señora de la casa.
Mario y Luisa se quedaron solos, separados por la mesa de mármol. El olor a muerte parecía hacerse más intenso. Ella miró con fijeza el rostro de Alberto.
—Siento mucho lo de tu amigo —dijo.
Mario no contestó, sólo movió la cabeza, conforme. En sus recuerdos buscaba aquellos ojos conocidos.
—Tú eres la que venía en la camioneta que nos trajo aquí.
Ella le miró, sonriente.
—Tomaré como un halago que te acuerdes de mí.
—Es difícil olvidar esos ojos.
Ambos sonrieron, cohibidos.
Mario se removió incómodo porque, a pesar de lo inoportuno del momento, no podía remediar sentirse embelesado por la presencia de aquella chica delgada, menuda, blanca de piel y de pelo negro, largo y abundante que llevaba recogido con el pañuelo rojinegro anudado alrededor de su cabeza, dejando caer un mechón del flequillo sobre la frente. Tenía los ojos grandes y oscuros, y una sonrisa abierta que mostraba unos dientes blancos y perfectos.
—Entonces, te llamas Luisa.
—Luisa Sola.
—Pues muchas gracias, Luisa Sola, por dejarme velar a mi amigo. Bastante penoso ha sido morir como lo ha hecho.
Ella arqueó las cejas y se metió las manos en los bolsillos, como si no supiera muy bien qué decir.
—Creo que es de justicia, lo de dejar que lo veles, aunque en estos días esa palabra está bastante pisoteada.
Mario hizo un gesto de ironía, forzando una sonrisa.
—Si tú lo dices.
Ella se sintió incómoda, e hizo un amago de darse la vuelta.
—Espera —le dijo Mario, de inmediato, temeroso de que se marchase—, no quería ofenderte, a ti no.
—No, no me ofendes. Sé que estoy siendo parte de todo esto, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo en cómo se hacen ciertas cosas.
—Entonces ¿por qué estás aquí?