—¿Qué pasa, es que quieres que te mate? Apártate.
—¿Por qué os lleváis a esos dos?
—¿A quién?
—Son mis sobrinos y no han hecho nada.
—Eso lo tendrá que decir un tribunal. Nosotros sólo cumplimos órdenes.
—¿Órdenes de quién?
—De la autoridad.
—¿Cómo se llama tu autoridad?
En ese momento, se oyó la voz de Andrés.
—¡Tío Manolo, no deje que nos lleven!
—¡Arranca de una vez! —gritó el que iba junto al conductor—. ¡Arranca te he dicho!
—Esperad. No os los podéis llevar. Ellos no han hecho nada.
—Aparta o te paso por encima.
La camioneta inició la marcha muy lentamente y, esta vez, el viejo se apartó para intentar ver a sus sobrinos por la parte de atrás. Se agarró a la puertezuela que cerraba la batea del camión, pero uno de los milicianos le dio un golpe en la mejilla con una escopeta y le hizo caer al suelo.
—¡Avise a las mujeres! —gritó Clemente.
—¡Cuide de ellas! —replicó Andrés.
Le costó levantarse, y cuando lo consiguió, la camioneta en la que se llevaban a los dos hermanos ya estaba muy lejos. Con la cara dolorida y algo aturdido, se encaminó a casa de Mercedes.
La señora Nicolasa pelaba unas patatas sentada en la cocina. Alzó la vista y cuando le vio supo que algo grave había pasado.
—Se los han llevado.
—¿A quién?
—A mis sobrinos, a los dos; los han subido a un camión y se los han llevado.
—Pero ¿quién…, y adónde?
—No lo sé. Iban camino de Madrid.
—¿Por qué? Ellos no se han metido nunca en nada…
—¿Dónde está la Mercedes?
—¡Dios Santo! Mercedes… mi pobre hija.
—Hay que avisarla.
—Espera, se lo diré yo.
—Iré a ver a mi hermana. Tengo que decírselo a la Fuencisla. Luego te veo.
La señora Nicolasa se levantó y antes de que saliera por la puerta, le preguntó con gesto grave.
—¿Qué vamos a hacer?
El viejo se detuvo y, durante un instante, se mantuvo en silencio, inmóvil, pensativo. Movió la cabeza y la contestó sin llegar a mirarla.
—No lo sé.
Cuando el tío Manolo desapareció, Nicolasa se quedó paralizada. Mercedes estaba dando de comer a las gallinas en el patio. ¿Cómo decírselo sin alterarla demasiado? Temía que una emoción tan fuerte pudiera sobresaltarla en exceso. Tan sólo hacía unos días don Honorio le había aconsejado tranquilidad y cierto reposo.
Salió al patio, y no hizo falta decirle nada, con ver la cara a su madre, Mercedes dejó caer el capacho en el que llevaba media docena de huevos recién recogidos.
—¿Qué ha pasado?
—Ha venido el tío Manolo. Se han llevado a Andrés y a tu cuñado.
—¿Adónde?
La señora Nicolasa, no pudo contener un llanto de impotencia y negó con un movimiento de cabeza.
—¿Dónde está el tío Manolo?
—Ha ido a avisar a la María y a la Fuencisla.
Mercedes pasó por delante de su madre, pero ésta reaccionó y la sujetó del brazo.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo que saber adónde se los han llevado.
—Espera un poco, hija.
—Madre, no puedo esperar, no hay tiempo…
Salió corriendo y se fue a la casa del pueblo. Allí encontró a varias mujeres vestidas con pantalones a las que no conocía porque no eran de Móstoles. Cuando entró, reían y fumaban como si fueran hombres. Al ver la cara desencajada de Mercedes se callaron.
—Se han llevado a mi marido y a mi cuñado.
—¿Y qué tenemos que ver nosotras con eso?
Mercedes se encogió de hombros, aturdida.
—No sé por qué se los han llevado.
—Pues espera noticias. Ya te lo dirán.
—Pero no sé adónde les llevan.
—Nosotras tampoco tenemos esa información.
—Seguro que van al frente —intervino otra—, se necesitan hombres para luchar contra el fascismo.
En ese momento, salió de un cuarto Dionisio, un vecino de Clemente.
—Dionisio, se han llevado a mi marido y a mi cuñado.
Un silencio tenso pareció cortar el aire. Las miradas esquivas entre las milicianas alteraron más aún el estado de nervios de Mercedes.
—Dionisio, tienes que ayudarme, no sé a quién acudir…
—Te aconsejo que no hagas nada, Mercedes, es mejor para todos.
—¿Para quién?
—Para Andrés, para Clemente y para ti. No hagas nada. Vete a casa y espera.
Sus palabras fueron contundentes y firmes.
—No me pidas que me quede de brazos cruzados, ¡es mi marido! Él no ha hecho nada, tú lo conoces, conoces a los dos.
—No puedo ayudarte, Mercedes.
En ese momento, entró en la estancia el viejo Manolo. Mercedes se abrazó a él, conteniendo la emoción. El anciano, envarado y falto en la práctica de mostrar emociones, apenas la correspondió.
—Dionisio, tú sabes adónde se han llevado a mis sobrinos.
—Yo no sé nada.
—Dionisio… no me jodas.
El hombre hizo un gesto para que entrasen en el cuarto del que había salido, en el que había una mesa y dos sillas, y las siglas del PSOE pintadas de negro en la pared encalada. Cerró la puerta y sacó un cigarrillo; lo encendió con una mecha y dio una profunda calada. Se dejó caer con pesadez sobre una de las sillas, mientras que Manolo y Mercedes permanecían de pie, inmóviles, a la espera.
—Manolo, quiero que me escuches con atención y que mantengas la cabeza fría. No puedes hacer nada por tus sobrinos, ni lo intentes siquiera porque tú también irás por delante.
—No voy a quedarme de brazos cruzados…
—¡Sí lo vas a hacer! —interrumpió con firmeza—. Y te voy a dar un consejo, y quiero que me escuches muy bien —miró a Mercedes un instante, con gravedad en sus ojos, para luego dirigir toda su atención a Manolo—: ella debería marcharse del pueblo.
—Yo no me muevo de aquí —replicó Mercedes.
Dionisio no se inmutó.
—Sácala de Móstoles, Manolo, cuanto antes mejor. Te lo he avisado. No puedo hacer más.
—¿Y mis sobrinos?
—Hay que esperar.
—Pero ¿por qué se los llevan?
Dionisio bajó los ojos esquivando las miradas de súplica.
—Es cosa de Merino.
Mercedes se tambaleó con una mano en la tripa y otra sobre la boca para no soltar un grito.
—Merino… —murmuró Manolo—, valiente hijo de perra…
—No os puedo decir más. Que se vaya del pueblo cuanto antes.
A pesar de las protestas aturdidas de Mercedes, el viejo Manolo la cogió del brazo y se la llevó de allí. Comprendió que también irían a por ella, así que la metió en su casa hasta decidir qué hacer. Tuvo que enfadarse con ella para que entendiera la gravedad de la situación y accediera a quedarse.
—Si te llevan poco podremos hacer por ti, ¿es que no lo entiendes, niña? Éstos no se andan con chiquitas. Si quieres recuperar a tu marido, hazme caso y quédate aquí. Voy a avisar a tu madre. Si oyes algo extraño, métete en la cueva. ¿Me has entendido?
Ella sólo asintió, con lágrimas en los ojos, acobardada, sentada en una de las sillas de la cocina. Manolo cerró la puerta con llave y se dirigió a casa de la Nicolasa.
La encontró con Eloísa, la esposa del médico; las dos mujeres estaban cabizbajas, tristes. En cuanto le vieron, Nicolasa se levantó y se fue hacia él.
—Manolo, ¿has visto a mi hija? Se marchó y no sé adónde ha ido.
Manolo la miró un instante.
—La Mercedes está en mi casa, escondida. Hay que sacarla de Móstoles. ¿Tenéis algún sitio donde podáis ir por unos días?
Ella no daba crédito a la claridad de palabras de aquel hombre.
—¿Mi hija escondida? Pero… ¿qué ha hecho mi pobre hija para tener que esconderse?
—Nadie ha hecho nada, Nicolasa, pero las cosas están como están. La única justificación tiene un nombre: Merino…
—¡Dios Santo, Merino!
Eloísa, que se había levantado y estaba a su lado, la sujetó por el brazo.
—Honorio conoce a gente en Madrid, seguro que sabe de alguien que os pueda ayudar.
—Ay, Eloísa, ¿adónde vamos a ir? —se lamentaba Nicolasa, acobardada—, si todo lo que tengo está en estas cuatro paredes. ¿Qué va a ser de nosotras? Dios mío, cuando todo parecía enderezarse… y mira ahora, escondidas como delincuentes. ¿Y mi yerno? ¿Qué va ser de él, pobre mío? Si es un pedazo de pan, si es incapaz de hacerle daño a una mosca… ¿Qué vamos a hacer?
—Todo se arreglará, Nicolasa, ya lo verás.
El tío Manolo se había quitado el sombrero de paja y le daba vueltas en sus manos, como si exteriorizase las vueltas que daba su mente.
—Deberías venirte a mi casa, al menos hasta que sepamos qué hacer. Estaréis más seguras allí.
Aturdida, con la ayuda de Eloísa y de la pequeña Genoveva, recogieron algunas cosas en un hato, cerraron la casa para que diera la sensación de que se habían marchado del pueblo.
«Sombras negras nos acechan —murmuraba el viejo en un tono apenas perceptible—, que Dios nos ampare y nos proteja…, sombras negras… maldito Merino, maldito seas…»
Mario oyó un griterío que procedía de la primera planta de la galería. Salió de su celda y, como todos los demás, se asomó al hueco central para ver qué ocurría. Las voces que alertaban del fuego llegaban acompañadas por el olor a humo que ya se percibía, aunque nadie parecía saber su origen. El revuelo fue en aumento en cada uno de los cuatro pisos. La idea de que hubiera un incendio provocó los primeros conatos de pánico entre algunos presos. Como una marea humana, corrieron al edificio central, al que llamaban «el clavo», reclamando a los funcionarios la apertura de las puertas que les permitiera escapar de aquella ratonera de barrotes y cemento. Mario bajó las escaleras junto al resto de los presos, nervioso, repitiendo en su memoria el nombre de Faustino Morales Corral, asesino de dos guardas en una finca de La Guindalera, y que llevaba en la cárcel seis meses. El corazón le latía con fuerza en medio de la confusión que crecía por momentos. Nadie sabía nada. Corrían de un lado a otro, aporreaban las puertas de salida de las galerías, se asomaban a las ventanas pidiendo auxilio, agitando los brazos entre los barrotes, advirtiendo de un fuego que no veían pero sí olían (y sobre todo temían). Mario intentó mantener la calma y se pegó a la pared, muy cerca de la salida al edificio central, a la espera. Más angustia que las llamas le daba el pánico de los presos encerrados capaces de cualquier cosa con tal de salir de allí. Se oyeron tiros en el exterior, y más voces. Una marabunta de hombres cada vez más alterados iban y venían, indecisos, sin que nadie supiera dónde se hallaba el peligro. Debieron de pasar al menos un par de horas de tensa espera cuando por fin se abrió una de las puertas del edificio central. Al oír los chirridos de los cerrojos, todos se precipitaron hacia ellas aumentando de nuevo la algarada nerviosa. Mario se incorporó a la turba de hombres que se apretaba frente al hueco de la única puerta abierta. De repente, todos se encogieron al oír una ráfaga de ametralladora, y los que habían alcanzado primero la puerta retrocedieron asustados por los disparos, empujando a los que les iban a la zaga. Algunos perdieron el equilibrio y cayeron al suelo pisoteados por los que pretendían ponerse a salvo de su propio miedo. En medio de aquel tumulto de voces y empujones se escuchó la voz autoritaria de un hombre.
—¡Todo el mundo quieto!
Repitió varias veces la frase, acompañado de algún otro que pedía orden, hasta que por fin los presos guardaron silencio.
—Que vayan pasando primero los presos comunes, es decir, aquellos que estén acusados de delitos. Militares y falangistas manteneros a la espera.
—¡Sacadnos de aquí, hay fuego y nos vamos a quemar como ratas! —gritó uno de los presos.
Todos le jalearon, mientras que los hombres se removían, unos para avanzar y otros para dejarles el paso.
—No tenéis de qué preocuparos —contestó alguien asomándose a la puerta de la galería—. Ha sido un pequeño incendio en la tahona que ya está controlado. Nadie corre peligro, así que os pido calma a todos.
El murmullo de protestas entre dientes se mezclaba con las caras ceñudas y las miradas esquivas entre los reclusos que empujaban por alcanzar la puerta y los que no tenían más remedio que esperar. Mario dudó un instante, pero reaccionó en seguida y se incorporó a la fila de los que se ponían ante la puerta. Caminaba con la cabeza gacha, temeroso de que alguien le conociera y delatara su inocencia de cualquier delito. Paso a paso, avanzó por el pasillo hacia la salida de la galería, ante la mirada fría de los que se apoyaban contra las paredes aguardando su suerte. Antes de salir, Mario subió los ojos y se encontró con la mirada de uno de los que había compartido celda durante aquel mes de estancia en la cárcel. Él sabía quién era y por qué estaba allí. A los dos les habían detenido por tener pinta de fascistas, sin más atribuciones, sin otra acusación que su apariencia de señoritos. Contuvo la respiración un instante, pero el chico desvió la mirada, apretando la mandíbula, como si le deseara buena suerte, tal vez porque había sido más valiente o más inteligente que él.
Una vez en el edificio central, les guiaron por un pasillo hasta la puerta de una oficina. Allí les colocaron en una fila ordenada, y les dijeron que fueran pasando uno a uno para identificarse. Cuando le tocó el turno a Mario, las piernas le temblaban. Recordó las palabras de Luisa, no podía comportarse como un niñato burgués, tenía que mostrarse como un asesino.
Tomó aire, apretó los puños y se lanzó al interior del cuarto. Allí, ante una mesa, había cuatro milicianos; hablaban entre ellos mirando unas hojas que tenían encima de la mesa. A un lado estaba ella, apoyada en la pared, con un fusil en la mano y un cigarro en la otra. Luisa le miró de soslayo para luego desviar la mirada a los de la mesa, ignorando su presencia. Mario la miró sin atención, conteniendo una extraña alegría de saber que ella estaba allí. Se posicionó delante de la mesa, con las manos cruzadas a la espalda para evitar mostrar que le temblaban. Se las agarró con fuerza. Levantó el mentón y tomó aire intentando serenarse.
—¿Nombre?
—Faustino Morales Corral.
La voz de Mario salió de sus labios, firme y seria. El que estaba en el centro buscó en el listado.
—Aquí está —dijo el del centro, señalando con un lápiz—. Faustino Morales, pendiente de juicio por asesinato.
—Pero si a este tío ya le dieron el pase.