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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (34 page)

BOOK: Las tres heridas
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Al fondo, en el lugar en el que se acababa de producir la inhumación, vi al sepulturero trajinar con otro muchacho alrededor de la tumba recién estrenada. No quise acercarme para no interrumpirlo, además, junto a él se habían quedado tres mujeres totalmente enlutadas, agarradas del brazo, llorosas, observando al enterrador en su luctuosa actividad.

Eran cerca de la una de la tarde cuando el cementerio volvía a recuperar su aspecto normal. Una espesa niebla había conseguido ocultar el tibio sol y el ambiente quedaba envuelto en una tenue vaharada blanquecina. La gente, poco a poco, se había ido dispersando, y cuando las tres mujeres salieron muy juntas (las dos más jóvenes amparando la pena de la de más edad) los dolientes varones, que habían permanecido apostados en fila junto a la tapia hasta que pasó el último de los acompañantes, se disolvieron de su formación y se distribuyeron en distintos coches. Los golpes de los portazos y los acelerones dieron paso por fin al silencio sereno y acorchado en el activo devenir de la ciudad lindante.

Aunque el enterrador todavía se afanaba alrededor de la sepultura, me fui acercando despacio hacia donde estaba. Cuando me vio, me miró un instante, sin detener su actividad.

—Pensé que se había ido.

—Ya le dije que me interesaba hablar con usted —me detuve al otro lado de la sepultura—. ¿Es éste el único cementerio de Móstoles?

El hombre me miró con una mueca burlona.

—No, hombre, éste es el antiguo, estaríamos apañados si sólo hubiera éste, no sé dónde íbamos a meter a tanto personal. Aquí sólo se entierran los que tienen terreno en propiedad.

—¿Las sepulturas son de propiedad privada?

—Y no sabe usted bien lo demandadas que están.

—¿Y quién puede querer una sepultura en propiedad?

Me costaba entender que hubiera gente que tuviera una tumba en propiedad, preparando y pagando de antemano el lugar donde le enterrasen a uno mismo.

—Hombre, hay quien arregla muy bien cómo y dónde quiere que se le entierre. Cada vez son más los que no quieren tierra, prefieren la incineración y que las cenizas las echen por ahí. Así parece que se evita la sensación de podredumbre y encierro que tiene la sepultura. No hay más que ver los cementerios, ya son muy pocos los que vienen a visitar a sus muertos. Hace unos años, el día de los Difuntos no se cabía aquí, se lo digo yo, a reventar estaba todo esto. Ahora, las tumbas se llenan de mierda, nadie las limpia y apenas hay flores. Hasta para los muertos cambian los tiempos.

—Y usted, siendo enterrador, ¿qué le parece? Lo de la incineración, ¿le parece buena opción, o es mejor la tierra?

—No sé yo qué decirle, antes estaba por lo de la tierra, por aquello del arraigo, y de que uno hace lo que ha
mamao
, y yo, hasta hace algunos años, pues sólo veía la inhumación del cuerpo entero. Pero tengo que reconocer que entiendo lo del fuego —se irguió y respiró hondo, mirándome—. ¿Qué quiere usted que le diga? Si lo piensas, aquí, en la tierra, pudriéndote poco a poco…, no sé qué decirle, aunque en esto de la muerte, ya se sabe, cada uno es cada uno. Aquí todavía son pocos los que se incineran, pero ya los hay.

Me sorprendí atendiendo a aquellos razonamientos tan humanos y a la vez tan escatológicos, tan cercanos y tan alejados, tan populares y a la vez tan ignorados; temas luctuosos que para aquel hombre eran el pan de cada día.

Nos quedamos callados durante un rato. El chico, que debía ser el ayudante, llevaba un mono y tenía que rondar los dieciocho o diecinueve años. Su cara era redonda y colorada. Me miraba esquivo mientras terminaba de sellar la lápida de mármol, retirada para introducir el féretro y vuelta a colocar en su sitio para proteger el descanso de sus moradores. En la superficie había una inscripción: FAMILIA MANZANO AGUADO. Y debajo tres nombres, dos de mujeres y una de hombre, con sus respectivas fechas de nacimiento y de fallecimiento.

—Éste tenía que ser muy conocido.

—¿El Cipri? —preguntó, alzando las cejas y señalando hacia la lápida de mármol—. De Móstoles de toda la vida. Ya se lo dije. En esta sepultura todavía caben tres más. Las de esta zona son más profundas que las de por allí.

Me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba.

—Perdone, ¿cuál es su nombre?

—Gumer, pero todos me llaman Camposanto, ya ve usted, tiene guasa la cosa, en los pueblos ya se sabe, a uno se le conoce más por el mote que por su nombre. A muchos les pregunta usted mi nombre y ni se acuerdan.

—¿Pero le molesta que lo llamen así?

Elevó los hombros, resignado.

—A mí qué me va a molestar, que me llamen como les venga en gana, mientras que no me falten. Ya le digo que aquí cada uno tiene su mote, y valga que no te guste

que te lo llamen más y con más coña.

Pensé en lo peculiar de aquel hombre. Toda su vida entre muertos tenía que terminar por marcar el carácter de uno.

—He visto la tumba de Mercedes Manrique Sánchez.

—Ya se lo dije, trajeron los restos antes de la Navidad.

—Entonces, ¿murió hace muy poco?

—No lo creo, sólo venían los huesos; una cajita pequeña. Ésa llevaba ya años muerta, se lo digo yo —se quedó quieto, mirándome—. ¿Es familia suya?

—No, no, sólo estoy indagando sobre su pasado y el de su marido Andrés Abad. Desaparecieron en la guerra; busco alguna pista que me indique qué les pasó. Genoveva me dijo que era usted nieto de Fermín Sánchez.

—Sí señor, Fermín era mi abuelo. Tenía una taberna en la calle del Cristo.

—Por lo que me ha dicho Genoveva, su abuelo Fermín y Andrés Abad estuvieron juntos durante la guerra.

—Pues no le puedo decir —contestó resoplando y negando con la cabeza—. Mi abuelo murió hace más de treinta años. El pobre, toda la vida esperando a poder jubilarse y se murió al mes de hacerlo.

—Pero no recuerda nada de esta gente que le digo.

—¿Cómo quiere que sepa de ellos? Si dice que desaparecieron en la guerra…, tenga en cuenta que yo nací en el cincuenta y uno.

Decepcionado, me di cuenta de que iba a sacar muy poca información de aquel hombre. Intenté centrarme en lo que había descubierto, la tumba de Mercedes.

—¿Me podría decir quién ha traído los restos de Mercedes? Si dice que lo hicieron antes de Navidad, tal vez esa persona me dé información sobre qué paso con ella, o dónde ha estado todo este tiempo.

—Eso yo no lo sé. Me los trajo la funeraria con la autorización para abrir la sepultura que, por cierto, hay que revestirla, porque está todavía en tierra. Es de las pocas que quedan.

—No pone ninguna fecha, ni de nacimiento ni del fallecimiento.

Encogió los hombros.

—Yo sólo pongo lo que viene en el papel de autorización de la parroquia. Es posible que lo traiga en la lápida. Los marmolistas estuvieron aquí tomando medidas —se rebuscó en el bolsillo de su pantalón, sacó un taco de tarjetas, seleccionó una y me la tendió. Era una tarjeta de visita: Mármoles la Mostolense, con la dirección y el teléfono. Se lo agradecí y la guardé—. Puede que al ser una lápida nueva ellos tengan más información que yo, aunque lo normal es que lo mismo que me dan a mí se lo den a ellos. También puede preguntar en el despacho parroquial. Allí llevan todo el tema de los recibos de la cuota anual de las sepulturas, para el mantenimiento ¿sabe usted? Es posible que le den razón de ello.

—¿Dónde está ese despacho parroquial?

—En la iglesia de la Asunción. ¿Sabe dónde está la fuente de los Peces?

Afirmé.

—Pues está muy cerca. Pregunte por allí —se miró el reloj—, aunque ya tendrá que ser por la tarde; creo que abren a las cinco.

Apunté toda la información en el cuaderno, deprisa para no perder detalle. El hombre me miraba receloso, como si no se fiase de tanta anotación. Le agradecí con una sonrisa, y decidí cambiar un poco de tema para darle algo de relevancia a él; además, sentía una tremenda curiosidad por conocer qué razones llevaban a alguien a ejercer un trabajo como el de sepulturero, y cómo se soporta la vida rodeado todo el día de muerte, pena y luto.

—¿Lleva usted mucho tiempo haciendo este trabajo? —le pregunté, mientras guardaba el cuaderno y el bolígrafo.

—Pues desde que me casé, veintinueve años hará en mayo. Fui ayudante de mi suegro hasta que se jubiló. El hombre no tuvo hijos varones, siete mujeres le vinieron, una detrás de otra, y

un chico que le nació se lo llevaron unas fiebres de invierno con sólo unos meses. Mala suerte.

—¿Es que esto se hereda?

—Hombre, antes sí; lo normal era que el hijo acompañase al padre desde chico para aprender el oficio, igual que la hija se quedaba en la casa con la madre para aprender las labores propias de la mujer; se hacía en esto y en casi todo. Ahora las cosas van de otra manera, mi chico el mayor no quiere el cementerio ni

los entierros de la familia, fíjese usted, y mi chica se casó sin saber freír un huevo, eso sí, el marido la ayuda en la casa porque ella trabaja en el Corte Inglés. Hace dos años el cura de la Asunción me mandó a éste —hizo un gesto hacia el muchacho que ya recogía las paletas en un canasto—, y ahí va, es romo de inteligencia pero bien
mandao
, y trabajador, y eso aquí es suficiente. Lo bueno de esto es que siempre hay trabajo, ¿a que sí, Damián?, a nosotros nunca nos echan al paro —el chico se rió con gesto estúpido, mostrando una dentadura poco aseada y desigual—. Mi suegro sí le podría contar a usted cosas de la guerra, ése sí que tiene historias —se acercó a mí. Había terminado la tarea y se sentó sobre la lápida recién puesta. Sacó una cajetilla de tabaco negro y me ofreció—. ¿Fuma?

—No, muchas gracias. Lo dejé hace mucho tiempo.

—Hace usted bien —encendió el cigarro con la lumbre de un antiguo mechero de gasolina, lo cerró con un sonido metálico y aspiró el humo con fruición; luego, se retiró el pitillo de los labios y expulsó el aire envuelto en una bocanada gris que le veló un instante el rostro. Entornó los ojos, mirando el cigarrillo, oprimiéndolo suavemente entre sus dedos.

—Me decía usted que su suegro podría contarme cosas de la guerra.

—Él sí. Y posiblemente conociera a esos a los que busca. Está muy mayor y muy limitado físicamente, pero la cabeza la tiene bien y está bien cuidado. Es lo bueno de tener siete hijas. Las mujeres son una garantía para la vejez de los hombres —chascó la lengua y aspiró de nuevo la boquilla del cigarro—, cuando se llega a una edad hay que reconocer que sin ellas no somos nadie.

Intenté mantener la calma y no estropear lo que se me presentaba: aquel hombre de aspecto taciturno, austero, conforme con la vida prosaica que le había tocado, me ofrecía la posibilidad de hablar con otro anciano que vivió la guerra en aquel pueblo. Le observé mientras fumaba su pitillo, aspirando el humo con fruición, soltándolo lento, dejando que el humo blanquecino velara por un instante su rostro; y después de meditarlo, sin llegar a una conclusión convincente y con el temor de hacer el ridículo, decidí sacar la cartera. La abrí y extraje un billete de veinte euros.

—Ha sido usted muy amable conmigo —le dije tendiéndole el billete. Él lo miró y sin decir nada lo cogió y se lo guardó; luego, continuó fumando, impasible—. ¿Podría visitar a su suegro?

—¿No será usted de esos de la memoria histórica que ahora, después de los años, les ha dado por desenterrar a los muertos?

—No, no… verá, me dedico a escribir novelas y, como ya le he dicho, me interesa mucho saber qué pasó con Andrés Abad y Mercedes, su mujer. Acabo de descubrir que está enterrada aquí, pero, por lo que sé, estaban desaparecidos desde la guerra.

Me miró con ojos escrutadores. Empecé a pensar que me había precipitado al darle el dinero, tenía que haberlo enseñado pero sin entregárselo con tanta facilidad. Podría quedarme sin información y sin billete. Lo cierto es que no valía para esas cosas.

—Intentaré no molestar, pero me interesaría muchísimo hablar con su suegro, sobre todo porque son ya muy pocos los testigos directos de esa época, y siendo un pueblo como era antes Móstoles, me imagino que la gente al final se conocía la vida de todos.

—No se equivoque usted, esto sigue siendo un pueblo aunque vivan aquí ciento y la madre. Al final se sabe todo de todos —el hombre miró el reloj. Se notaba que el tiempo pasaba para él muy lento—. Es hora de cerrar, ¿si quiere usted acompañarme? Mi suegro vive en casa con nosotros. Mi mujer es la más joven de las hermanas y la que está más fuerte, pero las demás también echan una mano. Ya le digo, la suerte de tener tantas hembras.

—Es usted muy amable. Estaría encantado. ¿Su suegra ya no vive?

—Murió hace más de veinte años. Está enterrada aquí en uno de esos nichos —arrojó el cigarro al estrecho pasillo de tierra y lo apagó de un pisotón. Buscó con la mirada para localizar al chico, que estaba terminando el trabajo de enfoscar que él mismo había interrumpido—. ¡Damián, me voy, cierra tú!

Se oyó un «vale» del chico y el sepulturero echó a andar sorteando con agilidad las tumbas. Yo le seguía con bastante más torpeza.

—Es un trabajo peculiar, el de sepulturero —comenté cuando salimos a la calle.

—Alguien lo tiene que hacer. Cuando uno se acostumbra, es un trabajo como otro cualquiera.

—Pero me imagino que será muy triste, siempre rodeado de duelo.

—Eso me decían cuando me decidí a echar un cable a mi suegro. Yo antes era albañil, ¿sabe? Y había faena, porque aquí fíjese usted lo que se ha construido, pero mi mujer, que entonces era mi novia, me decía que lo de albañil no era seguro, que en cuanto acabase la construcción, y algún día se tenía que acabar, me dejarían en la calle y entonces ya no habría vuelta atrás, porque cuando uno es joven encuentra lo que sea donde sea, pero ya con cierta edad es complicado que lo contraten a uno. Así que hice caso de la mujer y me vine con mi suegro a aprender el oficio de sepulturero. Al fin y al cabo esto también es cosa de albañilería.

—Pero a diario es testigo de mucha pena —insistí, con curiosidad—, me imagino que cada entierro será un drama. ¿No le afecta?

—Hombre, ya son muchos años, y uno, al final, a todo se hace. También depende del caso; no es igual un viejo que un joven; los de las criaturas son muy malos, ahí sí que te tienes que poner la piel de hierro

que te resbale todo, porque si no te ahogas. A todo se termina uno amoldando, pero eso, ya le digo yo que no, por muy fría que se tenga la cabeza, uno no puede habituarse a enterrar a una criaturita. Se ponen los pelos de punta cuando coges la cajita blanca sin apenas peso… eso sí que me deja
tocao
, ¿sabe usted? Por lo demás, es un trabajo, ni peor ni mejor que otros, pasas frío o calor como en el andamio, y se te cortan las manos y se te parte la espalda igual —calló un instante, como si estuviera pensando. Caminábamos por el Pradillo en dirección a la fuente de los Peces. Procuraba adaptarme a su paso lento, desplazando el cuerpo como si le pesara—. Y usted, ¿dónde ha dicho que trabaja?

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