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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (77 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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—No podéis molestar al rey a estas horas, señora.

—Es por el honor de su hija.

Morgana retiró una antorcha del soporte y la sostuvo en alto, asumiendo la forma imperativa de la diosa. El hombre se apartó para darle paso, aterrorizado.

Pelinor dormía en su gran lecho, removiéndose por el dolor de la herida vendada. Él también despertó sobresaltado y alzó la vista hacia el rostro pálido de Morgana, con la antorcha en alto.

—Tenéis que acompañarme inmediatamente, mi señor —dijo con voz suave, tensa de pasión controlada—. Esto es traicionar la hospitalidad recibida. Me pareció que teníais que saberlo, Elaine…

—¿Elaine? ¿Qué…?

—No está durmiendo en nuestra cama. Venid pronto, mi señor.

Había hecho bien en no permitirle beber, de lo contrario no habría podido despertarlo. Pelinor, sorprendido e incrédulo, se echó encima algo de ropa y llamó a gritos a las doncellas de su hija. Mientras descendían las escaleras para salir al exterior, Morgana tuvo la sensación de que se deslizaban como un dragón del que ella y el rey eran la cabeza. Al entrar en el pabellón, levantó la antorcha y observó, con triunfo cruel, la expresión indignada de Pelinor. Elaine sonreía, dichosa, con los brazos rodeando el cuello de Lanzarote. La luz despertó al caballero, que miró a su alrededor, comprendiendo con espanto. Aunque atormentado por la traición, no dijo nada.

—¡Ahora tendréis que enmendar esto, maldito pervertido! ¡Habéis traicionado a mi hija!

Lanzarote escondió la cara entre las manos, diciendo con voz estrangulada:

—Lo… lo enmendaré, mi señor Pelinor.

Luego miró a Morgana directamente a los ojos. Ella no parpadeó, pero fue como si una espada le atravesara el cuerpo. Hasta entonces al menos la había amado como se ama a una prima.

Bueno, era preferible que la odiara. Ella también trataría de odiarlo. Pero ante la cara de Elaine, sonriente en su bochorno habría querido echarse a llorar e implorarles a ambos que la perdonaran.

HABLA MORGANA…

Lanzarote y Elaine se casaron el día de la Transfiguración. De la ceremonia recuerdo poco, salvo la cara gozosa de Elaine. Cuando Pelinor terminó de organizar la boda, sabía ya que llevaba en el vientre al hijo de Lanzarote. Él estaba angustiado, delgado y pálido de desesperación, pero la trataba con ternura y estaba orgulloso de su cuerpo hinchado. Recuerdo también a Ginebra, demacrada por el llanto, y la mirada de infinito odio que me dirigió.

—¿Puedes jurar que esto no fue obra tuya, Morgana?

La miré a los ojos.

—¿Te molesta que tu prima tenga esposo, como tú tienes el tuyo?

Ante eso no pudo replicarme. Una vez más me dije con firmeza que, si ella y Lanzarote hubieran sido francos con Arturo, si hubieran huido juntos de la corte para permitirle tomar otra esposa que le diera un heredero, entonces no habría tenido que intervenir.

Pero a partir de ese día Ginebra me odió. Fue lo que mas lamenté, pues le tenía afecto. En cambio no parecía odiar a Elaine; le envió un rico presente y, cuando nació su hijo, una copa de plata. Cuando bautizaron al niño, que se llamó Galahad, como su padre, la reina quiso ser su madrina y juró que heredaría el reino, si ella no daba un hijo a Arturo. En algún momento de aquel año anunció que estaba embarazada, pero resultó no ser cierto; en verdad, creo que fue sólo una fantasía.

El matrimonio no resultó peor que la mayoría. Aquel año Arturo tuvo que hacer frente a una guerra en la costa norte y Lanzarote pasó poco tiempo en el hogar. Como tantos esposos, dedicaba su tiempo al combate y volvía a su casa dos o tres veces al año, se ocupaba de sus tierras (Pelinor les había obsequiado un castillo próximo al suyo), vestía las finas prendas que Elaine tejía y bordaba para él, besaba a sus vástagos y dormía con su esposa una o dos veces antes de volver a partir.

Elaine parecía siempre dichosa. No sé si de verdad lo era, como esas mujeres que encuentran la felicidad en el hogar y en los hijos, o si, aun deseando más, respetaba con valentía el trato que había hecho.

En cuanto a mí, pasé otros dos años en la corte. Hasta que, en Pentecostés del segundo año, cuando Elaine estaba embarazada por segunda vez, Ginebra logró su venganza.

7

C
omo todos los años, Pentecostés fue la gran festividad de Arturo. Ginebra estaba despierta desde el amanecer. Era el día en que todos los caballeros que habían combatido junto al gran rey tenían que reunirse en la corte. Y aquel año Lanzarote también estaría allí.

El año anterior había faltado. Se dijo que se encontraba en la baja Britania, respondiendo a una llamada de su padre, el rey Ban, que trataba de calmar ciertos disturbios en su reino. Pero Ginebra sabía, en el fondo, por qué había preferido mantenerse lejos.

No se trataba de que ella no pudiera perdonarle por casarse con Elaine. Eso había sido obra de Morgana, que lo deseaba para sí y habría preferido verlo en el infierno o en la tumba a verlo entre los brazos de Ginebra.

Arturo también añoraba mucho a su amigo. Aunque ocupaba su alto sitial en Camelot para administrar justicia, era obvio que recordaba siempre los días de combate y conquista; probablemente todos los hombres fueran así. Mientras combatía por dar paz al país, año tras año, hablaba de quedarse en Camelot para disfrutar de su castillo; ahora era feliz como nunca cuando podía reunir a unos cuantos de sus antiguos caballeros para charlar de aquellos malos tiempos.

Ginebra observó a Arturo, que aún dormía. Seguía siendo el más apuesto y bondadoso de todo el grupo, quizá más que el mismo Lanzarote. Después de todo, ambos llevaban la misma sangre. ¿Cómo era posible que Morgana hubiera nacido en aquella familia? Tal vez ni siquiera era humana, sino que había sido cambiada en la cuna por el maligno pueblo de las hadas para hacer maldades entre los hombres. Arturo también estaba manchado por esa educación, aunque había logrado que fuera a misa con frecuencia y se considerara cristiano. Eso tampoco agradaba a Morgana.

Pero lucharía hasta el fin para salvar el alma de Arturo, el mejor esposo. Seguramente la locura que se adueñó de ella había quedado muy atrás. Estaba bien que sintiera afecto por el primo de su esposo. ¡Si hasta se había acostado con él, al principio, por voluntad de Arturo! Pero ya se había confesado y estaba absuelta ahora tenía que esforzarse por olvidarlo.

No obstante, aquella mañana no podía dejar de recordarlo, pues Lanzarote iría a la corte con su esposa y su hijo. Ya no era sólo pariente de su esposo, sino también suyo, puesto que estaba casado con su prima. Podría saludarlo con un beso sin que fuera pecado.

Arturo se volvió hacia ella con una sonrisa.

—Es Pentecostés, querida —dijo—. Tendremos aquí a todos nuestros parientes y amigos. Déjame ver una sonrisa.

Y la apretó contra sí para besarla, recorriéndole los pechos con los dedos.

—¿Estás segura de que no te ofende lo que vamos a hacer? —preguntó, preocupado—. No eres vieja; Dios aún podría enviarnos hijos. Pero los reyes menores me lo han exigido; como la vida nunca está asegurada, tengo que nombrar un heredero. Cuando nazca nuestro primer varón, tesoro, será como si este día no hubiera existido. Estoy seguro de que el joven Galahad no negará el trono a su primo, sino que le servirá y honrará como Gawaine lo ha hecho conmigo.

Aún podía ser, pensó Ginebra, entregándose a las caricias de su esposo. La Biblia contaba casos así y ella aún no había cumplido treinta años. Lanzarote había dicho una vez que su madre era ya mayor cuando él nació. Quizás esta vez, después de tantos años, abandonara el lecho de su marido portando, una vez más, la simiente de su hijo. Y ahora que había aprendido, no sólo a someterse como buena esposa, sino a gozar con su contacto, estaría sin duda más dispuesta a concebir y gestar…

Tres años antes había creído llevar un hijo de Lanzarote, Pero algo había salido mal, sin duda fue lo mejor. Como la sangre lunar no se presentó en tres meses, dijo a una o dos de sus damas que estaba embarazada; pasados tres meses más, cuando habría tenido que sentir los primeros movimientos, resultó no ser así. Pero esta vez sería como deseaba, sin duda, Elaine no volvería a regodearse de su triunfo sobre ella. Tal vez fuera durante un tiempo la madre del heredero del rey, pero Ginebra sería la madre de su hijo.

Algo así dijo más tarde, mientras se vestían, y Arturo la miró con aire atribulado.

—¿La esposa de Lanzarote es desatenta o desdeñosa contigo Ginebra? Creía que erais buenas amigas.

—Oh, lo somos —dijo parpadeando para alejar las lágrimas—, pero las mujeres somos así, las que tienen hijos se creen mejores que las que no pueden dar un heredero a su señor.

Arturo se acercó para besarla en la nuca.

—No llores, dulzura mía. Te prefiero a cualquier otra que pudiera haberme dado diez o doce hijos.

—¿De verdad? —inquirió Ginebra, con un tono despectivo en la voz—. Sin embargo, me aceptaste sólo para recibir los cien jinetes de mi padre, como parte del negocio… Pero fui un mal negocio.

Arturo le clavó una mirada incrédula.

—¿Eso piensas, Ginebra? ¡Tú sabes que desde el primer momento en que te vi no hubo nadie que me fuera más querido! —La envolvió con los brazos y la besó en el lagrimal—. Ginebra, Ginebra, cómo puedes pensar… Eres mi amada esposa y nada en la tierra podría separarnos. Si quisiera una yegua de cría para tener hijos varones, Dios sabe que podría haber tenido varias.

—Pero no es así —dijo ella, rígida y fría entre sus brazos—. Yo estaría bien dispuesta a tomar a tu hijo bajo tutela y criarlo como heredero tuyo. Pero no me creíste digna de criar a tu hijo… Y fuiste tú quien me empujó a los brazos de Lanzarote…

—Oh, Ginebra —musitó Arturo, contrito como un niño castigado—. ¿Aún me reprochas esa vieja locura? Estaba borracho y me pareció que amabas a Lanzarote; quise darte placer.

—A veces me ha parecido que amas a Lanzarote más que a mí —dijo Ginebra, con la cara pétrea— ¿Fue por darme placer a mí o a él, a quien amas como a nadie?

Arturo dejó caer los brazos, como herido por un aguijón.

—¿Es pecado, pues, amar a mi primo y pensar también en su placer? Es cierto que os amo a ambos…

—Las Sagradas Escrituras hablan de una ciudad que fue destruida por pecados como ése.

Arturo se quedó blanco como su camisa.

—Amo a mi primo Lanzarote con todo honor, Ginebra. Lo juraría ante el trono de Dios.

Ginebra oyó su voz, quebrada por la histeria.

—Cuando lo trajiste a nuestra cama te vi tocarlo con más amor que a mí. ¿Puedes jurar que no buscabas disimular el pecado de Sodoma?

—Estás loca, mi señora. Aquella noche de la que hablas… No sé qué viste, pero yo estaba ebrio. Creo que de tanto rezar y pensar en el pecado has perdido la cabeza, Ginebra.

—¡Ningún cristiano podría decir algo así!

—¡Ése es uno de los motivos por los que no me considero cristiano! —gritó Arturo perdiendo finalmente la paciencia—. Estoy harto de tanto hablar de pecado! Si te hubiera repudiado para tomar otra mujer, como me aconsejaban…

—¡No! ¡Preferías compartirme con Lanzarote y tenerle a él también!

—Di eso otra vez y te mataré, Ginebra, aunque seas mi esposa y aunque te ame —dijo Arturo en voz muy baja.

Pero ella estaba sollozando histéricamente y no pudo contenerse.

—Me indujiste a un pecado que Dios no puede perdonar. Y ahora tu heredero es el hijo de Lanzarote. ¿Osas decir que no es a él a quien amas? ¡Nombras heredero a su hijo y no quieres darme al tuyo bajo tutela!

—Permíteme llamar a tus damas, Ginebra —dijo aspirando muy hondo—. Estás desvariando. Te juro que no tengo ningún hijo. En todo caso, algún vástago engendrado por azar en una mujer que no me conocía, puesto que ninguna ha venido a decirme que tenía un hijo mío. ¿Qué locura es esta de criar a mi heredero?

—¡Eso es mentira! —refutó colérica—. Morgana me pidió que no hablara de ello, pero hace mucho tiempo, cuando hablé de entregarme a otro hombre, puesto que tú parecías no poder engendrar, Morgana me juró que había visto a un hijo tuyo, criado bajo tutela en la corte de Lot de Lothian.

—Criado bajo tutela en Lothian… —dijo Arturo. Y de pronto se apretó el pecho, como atacado por un terrible dolor, susurrando—: ¡Ah, Dios misericordioso! Y yo nunca lo supe…

Ginebra se sintió invadida por un repentino terror.

—No, no, Arturo, Morgana es una mentirosa. Sin duda lo dijo por maldad. Fue quien tramó la boda de Lanzarote y Elaine, Porque estaba celosa… Sin duda mintió para fastidiarme…

—Morgana es sacerdotisa de Avalón —dijo Arturo con voz distante—. No miente. Creo, Ginebra, que tenemos que resolver esto. Manda a buscarla.

—No, no —suplicó la reina—. Me arrepiento de haberlo dicho… Estaba fuera de mí, desvariando, como dijiste… Oh no querido esposo y señor, rey mío, me arrepiento de cada una de mis palabras. Te ruego que me perdones… Te lo ruego.

Arturo la rodeó con los brazos.

—También tú tienes que perdonarme, querida señora Ahora comprendo que te he hecho un gran mal. Pero cuando se siembran vientos es preciso aguantar las tempestades que se recogen. —La besó en la frente con mucha suavidad—. Manda a buscar a Morgana.

—Oh, mi señor, te lo ruego… le prometí que jamás te lo diría…

—Bueno, ya has faltado a tu promesa. Te pedí que no hablaras, pero te empeñaste. Y ahora no se puede borrar lo dicho. —Se acercó a la puerta de la alcoba para llamar a su chambelán—. Di a la señora Morgana que venga cuanto antes.

Cuando el hombre se fue llamó a la doncella de Ginebra; ésta se mantuvo rígida como una piedra mientras la mujer le ponía la túnica de fiesta y le trenzaba el pelo. Luego bebió una taza de agua caliente con vino, pero tenía la garganta cerrada. Había dicho lo imperdonable.

«Pero si es cierto que esta mañana él me ha engendrado un hijo…» Y un dolor extraño le recorrió el cuerpo. ¿Acaso algo podía arraigar y crecer en tanta amargura?

Al cabo de un rato, Morgana entró en la habitación vestida de rojo oscuro y con el pelo trenzado con cintas de seda carmesí. Así, acicalada para las festividades, aparecía radiante y llena de vida. «Y yo soy sólo un árbol yermo —pensó Ginebra—; Elaine ha dado un hijo a Lanzarote; hasta Morgana, que no tiene esposo ni lo desea, tiene un fruto de sus ramerías, Arturo ha engendrado un hijo en una desconocida. Y yo…, nada.»

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