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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (81 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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—Haz lo que gustes, señor.

—No, no, tienes razón, como siempre. Mañana ordenaré al zapatero que venga a tomarme las medidas para un par.

Mientras guardaba la redoma de aceites y le llevaba un par de viejos zapatos deformados, Morgana pensó: «¿Acaso teme que éste sea su último par de botas?» No quería pensar en lo que la muerte del rey significaría. No quería desear la muerte de alguien que sólo había tenido bondades con ella.

—¿Estás mejor así, mi señor? —preguntó, después de ponerle las zapatillas.

—Estupendo, querida, gracias. Nadie sabe cuidarme como tú.

Morgana suspiró. Tenía razón al decir que las botas nuevas también le harían daño en los pies. Tenía que dejar de cabalgar y quedarse en casa, en su sillón, pero no lo haría.

—Tendrías que dejar que Avalloch se ocupara de estos asuntos. Debe aprender a gobernar a su pueblo.

El primogénito tenía la misma edad que ella. Hacía tiempo que esperaba hacerse cargo del gobierno, pero Uriens parecía capaz de vivir eternamente.

—Cierto, cierto… Pero si no voy personalmente pensarán que su rey no se ocupa de ellos. Tal vez lo haga el próximo invierno, cuando los caminos empeoren.

—Es lo que te conviene —le advirtió ella—. Si vuelves a tener sabañones podrías perder el uso de las manos.

Uriens le sonrió con amabilidad.

—La verdad es que soy anciano, Morgana, y eso no tiene remedio. ¿Es posible que haya cerdo asado para la cena?

—Sí —confirmó ella—, y algunas cerezas tempranas. Me ocupé de eso.

—Eres un ama de casa notable, querida —dijo, cogiéndola del brazo para salir del cuarto. «Cree que es un elogio», pensó Morgana.

Los allegados de Uriens ya se habían reunido para cenar: Avalloch, su esposa Maline y los hijos de la pareja; Uwaine, larguirucho y moreno, con sus tres hermanos de leche y el sacerdote que oficiaba de preceptor; abajo, en la mesa larga, los soldados con sus esposas y los criados de más jerarquía. Cuando Morgana indicó a los criados que llevaran la comida, el hijo menor de Maline prorrumpió en gritos y reclamaciones:

—¡Abuela! ¡Quiero en la falda de la abuela! ¡Quiero comer con ella!

Su madre, una joven rubia y pálida, en avanzado estado de gestación, frunció el entrecejo:

—No, Conn; siéntate como un niño bueno y guarda silencio.

Pero el niño ya había llegado a las rodillas de Morgana, que lo alzó riendo. Maline tenía casi la misma edad que ella, pero los nietos de Uriens le tenían cariño. Estrechó al niño y cortó pedazos de cerdo para alimentarlo de su plato. Luego recortó un trozo de pan y le dio forma de cerdo.

—Aquí tienes más para comer. —Luego se dedicó a su cena.

Aún comía poca carne: tan sólo mojaba el pan en los jugos. Terminó pronto, mientras los otros seguían comiendo, y se dedicó a canturrear al pequeño acurrucado en su regazo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que todos la estaban escuchando. Entonces calló.

—Seguid cantando, madre, por favor —dijo Uwaine.

Pero ella negó con la cabeza.

—No, estoy cansada. Escuchad… ¿Qué sucede en el patio?

Se levantó, llamando a uno de los criados para que le iluminara el trayecto hasta la puerta. Con la antorcha en alto a su espalda, vio al jinete que entraba en el amplio patio. El criado dejó su antorcha en uno de los soportes de la pared y corrió a prestarle ayuda para desmontar:

—¡Mi señor Accolon!

El joven se acercó; la capa escarlata se arremolinaba tras él como un río de sangre.

—Señora Morgana —dijo, con una profunda reverencia—. ¿O tendría que llamaros madre?

—No, por favor —protestó, impaciente—. Pasa, Accolon. Tu padre y tus hermanos se alegrarán de verte.

—¿Y vos no, señora?

Se mordió los labios, temiendo súbitamente echarse a llorar.

—Eres hijo de rey, igual que yo. No tengo que recordarte cómo se acuerdan estos enlaces. No fue decisión mía, Accolon. Mientras charlábamos, yo no tenía idea de que…

Se interrumpió. Él la observó durante un momento; luego se inclinó para besarle la mano, diciendo en voz queda, para que el criado no lo oyera.

—Pobre Morgana. Os creo, señora. Que haya paz entre nosotros, madre.

—Sólo si dejas de llamarme madre —dijo con un intento de sonrisa—. No soy tan anciana. Eso está bien para Uwaine.

Pero cuando entraron en el salón Conn volvió a llamar a gritos a su abuela. Morgana rió sin alegría y se agachó para alzarlo, sintiendo los ojos de Accolon fijos en ella. Bajó los suyos al niño que tenía en el regazo, mientras Uriens recibía a su hijo.

Accolon los saludó formalmente a todos. Luego se volvió hacia Morgana, quien dijo brevemente:

—Ahórrame las cortesías, Accolon. Tengo las manos llenas de grasa.

—Como gustéis, señora. —El joven cogió el plato que una de las criadas le ofrecía, pero no dejó de observarla mientras comía.

«Debe de estar furioso conmigo todavía. Pide mi mano por la mañana y por la noche se entera de que estoy comprometida con su padre; sin duda piensa que sucumbí a la ambición.»

—No —dijo al pequeño—: si quieres quedarte en mi regazo, tienes que estarte quieto y no ensuciarme el vestido de grasa.

«Cuando nos vimos por última vez yo iba vestida de escarlata y era la hermana del gran rey, con fama de bruja. Ahora soy abuela, tengo un niño sucio en el regazo, cuido de la casa y azuzo a mi anciano esposo para que cambie de botas.» Tenía aguda conciencia de cada una de sus canas, de cada arruga de su cara. «¿Qué me importa lo que Accolon piense de mí?» Pero le importaba y lo sabía; se sentía vieja, fea y poco deseable. Acalló otra vez al niño, pues Maline había pedido al recién llegado noticias de la corte.

—No hay grandes novedades —dijo Accolon—. Creo que esos tiempos han quedado atrás. En la corte de Arturo hay tranquilidad. El rey aún cumple penitencia por un pecado desconocido: no prueba el vino, ni siquiera en los grandes festines.

—Y la reina, ¿no da señales de gestar un heredero?

—No, aunque una de sus damas me dijo, antes de los juegos, que en su opinión podía estar embarazada.

Maline se volvió hacia Morgana.

—Vos conocíais bien a la reina, ¿verdad, madre?

—Sí. Y en cuanto a ese rumor… bueno, Ginebra se cree embarazada en cuanto el ciclo se le atrasa un solo día.

—El rey es necio —dijo Uriens—. Tendría que repudiarla y tomar a otra mujer que le diera un hijo. Demasiado bien recuerdo el caos que tuvimos cuando se creyó que Uther moriría sin dejar un hijo varón. Ahora habría que establecer la sucesión con firmeza.

Accolon comentó:

—Dicen que el rey ha nombrado heredero a uno de sus primos, el hijo de Lanzarote. Eso no me gusta, Lanzarote es hijo de Ban de Benwick. No queremos a un extranjero como gran rey.

—Lanzarote es hijo de la Dama de Avalón, de la antigua estirpe real —aseguró Morgana.

—¡Avalón! —repitió Maline, desdeñosa—. Éste es un país cristiano. ¿Qué importancia tiene Avalón para nosotros?

—Más de la que pensáis —señaló Accolon—. Se dice que algunos campesinos no están contentos con una corte tan cristiana; recuerdan que Arturo, antes de su coronación, juró respaldar al pueblo de Avalón.

—Así es —confirmó Morgana—; además, porta la gran espada de la Regalía Sagrada.

—Los cristianos no parecen reprochárselo. Ahora recuerdo algunas noticias de la corte: el rey sajón Edric se ha convertido al cristianismo. Se hizo bautizar en Glastonbury, con todo su cortejo, y juró fidelidad a Arturo en nombre de su pueblo.

—¿Arturo, rey de los sajones? ¡Qué maravilla! —comentó Avalloch.

—Puede que el rey case a su hija con el hijo de Lanzarote para terminar con todas estas guerras. Y allí estaba Merlín, sentado entre todos los consejeros, como si fuera muy buen cristiano.

—Ginebra debe de estar feliz —comentó Morgana—. Siempre dijo que Dios había dado a Arturo la victoria en Monte Badon por llevar el estandarte de la Virgen, para que pusiera a los sajones bajo el manto de la Iglesia.

Uriens se encogió de hombros, diciendo:

—Yo no confiaría en ningún sajón, aunque llevara mitra de obispo.

—Tampoco yo —se sumó el primogénito—, pero, al menos, mientras recen y hagan penitencia no saldrán a quemar aldeas. Por cierto, ¿qué puede estar purgando Arturo, que parece buen hombre, con una penitencia tan larga? ¿Lo sabéis vos, señora Morgana, que sois su hermana?

—Su hermana, no su confesor. —Notó que su voz sonaba seca y guardó silencio. «Conque Arturo todavía cumple penitencia y ese anciano Patricio tiene su alma en prenda. ¿Qué opinará Ginebra de esto?»

—Contadnos más de la corte —suplicó Maline—. ¿Qué ropa usa la reina?

Accolon se echó a reír.

—No sé nada de prendas femeninas. Dicen que su prima Elaine ha dado a Lanzarote una hija. ¿O fue el año pasado? Y en la corte del rey Pelinor hay un escándalo; parece que su hijo Lamorak fue a Lothian con una misión y ahora habla de casarse con la viuda de Lot, la anciana reina Morgause.

Avalloch rió entre dientes.

—Ese muchacho debe de estar loco. Morgause tiene cincuenta años, al menos.

—Cuarenta y cinco —aclaró Morgana—. Tiene diez más que yo. —Y se preguntó por qué revolvía así el puñal en su herida. «¿Quiero acaso que Accolon comprenda lo anciana que soy, abuela de esta prole?»

—Está loco, en verdad —confirmó aquél—. Canta baladas, luce la liga de la señora y tonterías por el estilo.

—Supongo que esa liga, a estas alturas, ha de servir para riendas de caballo —dijo Uriens.

Accolon negó con la cabeza.

—No. He visto a esa mujer y todavía es hermosa. La madurez le sienta bien. Pero ¿qué puede buscar ella en un muchacho inexperto como Lamorak, que no pasa de los veinte años?

—O un muchacho como él en una anciana —insistió Avalloch.

—Puede que la señora sea experta en la cama —sugirió el padre, con una risa lasciva—. Evidentemente no pudo aprender del anciano Lot, pero sin duda tuvo otros maestros.

Maline protestó, arrebolada:

—¡Por favor! ¿Os parece una conversación decorosa para una familia cristiana?

—Si no lo fuera, hija mía —aseveró Uriens—, dudo que vuestra cintura tuviera ese tamaño.

Morgana intervino con aspereza:

—Si ser cristianos significa no hablar de lo que no nos avergüenza hacer, no quiera la Diosa que yo lo sea jamás.

—Aun así —reconoció el mayor—, no está bien contar chismes sucios sobre la tía de la señora Morgana.

—La reina Morgause no tiene esposo que se ofenda y no tiene que dar explicaciones a nadie —dijo Accolon—. Sus hijos deben de estar muy satisfechos de que se contente con un amante en vez de casarse. ¿No es también duquesa de Cornualles?

—No —dijo Morgana—. Cornualles pertenecía a Igraine; supongo que ahora es mío.

De pronto la invadió la nostalgia por aquella región apenas recordada, con el lúgubre contorno del castillo bajo el cielo, sus acantilados, el ruido eterno del mar. «¡Tintagel, mi hogar! Aunque no pueda volver a Avalón, tengo una patria.»

—Y según las leyes romanas —apuntó Uriens—, supongo que yo soy el duque de Cornualles por ser tu esposo, querida.

Una vez más, Morgana sintió un arrebato de cólera. «Sólo cuando yo esté muerta y enterrada», pensó. «Ojalá pudiera vivir allá sola, como Morgause en Lothian, sin responder ante nadie.»

Ahora dadme noticias de esta región —pidió el viajero—. La primavera ha llegado tarde. Veo que los labriegos acaban de empezar.

—Pero casi han terminado de arar —dijo Maline—. El domingo irán a bendecir los campos.

—Y ya han escogido a la Doncella de Primavera —intervino Uwaine—. Estuve en la aldea y vi que escogían entre las muchachas más hermosas. —Se volvió hacia Morgana—. Escogen a la más hermosa para que forme parte de la procesión cuando el sacerdote venga a bendecir los campos. Y hay bailarines… Y llevan una imagen hecha con paja de la última cosecha. Al padre Ian no le gusta, pero no sé por qué, si es tan hermosa.

El cura tosió con timidez.

—Tendría que bastar con la bendición de la Iglesia. La imagen de paja es un recuerdo de aquellos malos tiempos en que se quemaba vivos a hombres y animales para fertilizar los campos. En cuanto a la Doncella de Primavera, es un vestigio de… ¡Bueno, no mencionaré ante los niños esa costumbre pecaminosa e idólatra!

Accolon habló dirigiéndose a Morgana:

—En otros tiempos la misma reina era la Doncella de Primavera y la Señora de la Cosecha. Y realizaba la ceremonia en los campos, para darles vida y fertilidad.

—Gracias a Dios —dijo Maline, persignándose como una beata—, ahora vivimos entre hombres civilizados.

—Dudo que os invitaran a cumplir con ese papel, cuñada —dijo Accolon.

—No —opinó Uwaine, falto de tacto como todo niño—, no es tan hermosa. Pero nuestra madre sí, ¿verdad, Accolon?

Uriens se apresuró a intervenir.

—Me alegro de que mi reina te parezca hermosa, pero lo pasado, pasado está. Ya no quemamos gatos y ovejas vivas en los campos, ni esparcimos la sangre del chivo expiatorio, ni se requiere que la reina bendiga los campos de esa manera.

«No —pensó Morgana—. Ahora todo es estéril; tenemos curas con cruces que prohíben encender las fogatas de la fertilidad. Es un milagro que la Diosa no malogre las cosechas con su ira.»

Poco después todos se retiraron a descansar. Morgana supervisó todas las cerraduras. Luego, con una pequeña lámpara en la mano, fue a comprobar que a Accolon se le hubiera asignado un buen lecho.

—¿Estás cómodo aquí?

—Tengo todo lo que puedo necesitar —respondió—, salvo una señora para adornar mi alcoba. Mi padre es afortunado. Y vos merecíais ser esposa de un rey, no de un segundón.

—¿Es preciso que me provoques así? —estalló Morgana—. ¡Ya te dije que no se me permitió elegir!

—¡Os habíais comprometido conmigo!

Sintió que perdía el color y apretó los labios.

—Lo hecho, hecho está, Accolon.

Y se volvió, con el candil en alto. Él dijo a sus espaldas casi en tono de amenaza:

—Esto no ha terminado, señora.

Sin responder, Morgana apretó el paso hacia la alcoba que compartía con Uriens. La doncella la esperaba para desatarle la túnica, pero la despidió. Uriens gemía, sentado en el borde de la cama.

—¡Hasta las zapatillas me dañan los pies! ¡Ah, qué delicia es acostarse!

—Que descanses, mi señor.

—No. —La atrajo hacia el colchón—. Mañana se bendecirán los campos… Y tal vez debamos de estar agradecidos por vivir en un país civilizado, donde el rey y la reina ya no tienen que copular en público para fertilizar la tierra. Pero en vísperas de esa bendición, querida señora, tal vez debamos celebrar nuestra bendición privada, en la intimidad de la alcoba. ¿Qué opinas?

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