Viviana nunca había tenido escrúpulos en utilizar las vidas ajenas si eso beneficiaba a Avalón o al reino. Ella, en cambio, se demoraba. Lanzarote pasaba los días junto al lago, buscando el dragón, como si de verdad existiera, y las tardes junto al fuego, intercambiando canciones y leyendas con Pelinor o haciendo música a los pies de Elaine. Ella era hermosa e inocente, muy parecida a su prima Ginebra, aunque cinco años menor. Y Morgana dejaba pasar los días soleados, convencida de que todos apreciarían la lógica de aquella boda.
«No —se dijo amargamente—; si alguien supiera apreciar la lógica o la razón, Lanzarote se habría casado conmigo hace años.» Ya era tiempo de actuar.
Elaine se volvió en la cama que compartían y abrió los ojos, acurrucándose junto a Morgana con una sonrisa. «Confía en mí», pensó dolorida. «Cree que por amistad la ayudo a conquistarlo. Si la odiara no podría hacerle un daño peor.» Pero dijo en voz baja:
—Ahora Lanzarote ya ha tenido tiempo de sentir la pérdida de Ginebra. Ha llegado tu hora.
—¿Vas a recitarle un ensalmo, a darle un filtro de amor?
Morgana se echó a reír.
—Aunque tengo poca fe en los filtros de amor, esta noche le pondré en el vino algo que lo predispondrá para una mujer, cualquiera que sea. Esta noche, en vez de dormir aquí, lo harás en un pabellón próximo al bosque. Lanzarote recibirá el mensaje de que Ginebra ha venido y lo manda llamar. Entonces irá a ti en la oscuridad. No puedo hacer más. Tienes que estar preparada para recibirlo.
—Y me tomará por Ginebra… —Elaine parpadeó, tragando saliva con dificultad—. Bueno, pues…
—Durante un rato puede confundirte con ella —advirtió Morgana, serena—, pero no tardará en percatarse. Eres virgen, ¿verdad?
La muchacha se puso colorada, pero asintió con la cabeza.
—Bueno, con la poción que voy a darle no podrá detenerse, amenos que te asustes y trates de rechazarlo. Te advierto que no será muy placentero, debido a tu virginidad. Una vez que comencemos no podremos echarnos atrás; dime ahora si sigues decidida.
—Quiero a Lanzarote por esposo. Dios no permita que me eche atrás antes de ser honorablemente su esposa.
Morgana suspiró.
—Sea. Ahora bien: ¿recuerdas el perfume que usa Ginebra?
—Sí, pero no me gusta mucho. Es demasiado fuerte para mí.
—Se lo preparo yo. Cuando vayas al pabellón, no dejes de ponértelo en el cuerpo y en las sábanas. Eso lo excitará con el recuerdo de Ginebra.
Su compañera arrugó la nariz.
—Me parece injusto…
—Lo es —dijo Morgana—. Convéncete, Elaine: lo que estamos haciendo es deshonesto, pero tiene una buena finalidad La autoridad de Arturo no se mantendrá mucho tiempo si se divulga que el rey es un marido engañado. Cuando estéis casados, puesto que te pareces tanto a Ginebra, todos creerán que, en realidad, Lanzarote estuvo siempre enamorado de ti. —Y entregó a la muchacha una redoma de esencia—. Si tienes un criado de confianza, haz que instale el pabellón en algún lugar donde Lanzarote no lo vea hasta la noche.
Viendo que Elaine seguía de pie, como un niño que recibe la lección, dijo:
—Bueno, vete. Ve a despedir a Lanzarote para que salga una vez más en busca del dragón. Yo tengo que preparar mi pócima.
Mientras salía a buscar las hierbas que tenía que macerar en vino, trató de elevar una oración a la Diosa que unía a hombre y mujer en el amor o en la simple lujuria, como las bestias. «Oh, yo sé mucho de lujuria», pensó, afirmando la mano para romper las hojas.
Contempló las burbujas que se elevaban en el vino y estallaban perezosamente, escupiendo esencias agridulces. El mundo parecía muy pequeño y lejano; el brasero era apenas un juguete de niño, y cada burbuja tan grande que habría podido alejarse flotando dentro de ella. Todo su cuerpo ardía en un deseo que jamás podría saciar. Sintió que entraba en el trance en que se podía obrar una magia poderosa…
Estaba tanto dentro como fuera del castillo; una parte de ella iba por las colinas tras el estandarte del Pendragón, que a veces enarbolaba Lanzarote… Un gran dragón rojo, contorsionado… Pero los dragones no existían, y el de Pelinor tenía que ser sólo un sueño, tan irreal como el estandarte. Y Lanzarote tenía que saberlo. Al ir tras el dragón no hacía sino disfrutar de un paseo por las colinas que le ofrecía la oportunidad de soñar con Ginebra…
Morgana observó el líquido burbujeante y añadió, gota a gota, un poco más de vino para que la mezcla no se evaporara. Lanzarote soñaría con Ginebra y esa noche tendría en los brazos a una mujer que olería como ella. Pero antes era preciso darle la poción, para que lo pusiera a merced de la lascivia, para que no se detuviera al descubrir que no estaba con su amante, sino con una virgen acobardada… Por un momento compadeció a Elaine, que iba a ser poseída por un hombre drogado; difícilmente sería un episodio romántico. Bueno, tendría que arreglárselas; tal vez su amor por Lanzarote sobreviviera sin daño.
Morgana volvió a concentrarse en las hierbas y en el vino, pero al mismo tiempo le parecía ir cabalgando por las colinas. No era buen día para un paseo; el cielo estaba oscuro y encapotado, algo ventoso, y el lago estaba gris e insondable, como metal recién fundido. La superficie del agua empezó a bullir un poco, ¿o era sólo el vino en el brasero? Surgieron burbujas oscuras y hediondas. Luego un cuello largo y estrecho se elevó desde el lago, coronado por una cabeza de caballo con su crin. El largo cuerpo sinuoso onduló hacia la orilla y, reptando, deslizó toda su longitud por la costa.
Los perros de Lanzarote corrieron al agua entre ladridos frenéticos. Oyó que Lanzarote los llamaba, exasperado. De pronto se detuvo con la vista clavada en el agua, paralizado, sólo a medias persuadido de lo que veía. Entonces Pelinor tocó el cuerno de caza para convocar a los demás, en tanto el caballero espoleaba a su caballo, con la lanza afirmada en la montura, y se lanzaba a la carga colina abajo. Uno de los perros lanzó un alarido patético; luego se hizo el silencio. Morgana, en su distante vigilia, vio el extraño rastro viscoso y el cuerpo quebrado del animal, medio comido por aquella cosa oscura.
Pelinor se disponía a cargar, pero Lanzarote le advirtió con un grito que no se lanzara directamente contra la bestia. Era negra, parecida a un gran gusano, exceptuando el remedo de cabeza equina. El caballero del lago esquivó la testa ondulante y le hundió la lanza en el cuerpo. Un aullido salvaje estremeció la costa, agudo como el grito de la muerte… La enorme cabeza osciló de un lado a otro… Lanzarote se arrojó al suelo desde la montura, mientras el caballo se alzaba de manos, y corrió hacia el monstruo. El hocico descendió. Morgana hizo una mueca de miedo al ver las fauces abiertas. Y entonces la espada del caballero le atravesó un ojo. Hubo un gran borbotón de sangre y algo negro, repugnante… Y todo eso no era sino las burbujas que brotaban del vino…
El corazón de Morgana dio un salto. ¿Había sido un mal sueño o en verdad acababa de ver a Lanzarote matando al dragón en el que nadie acababa de creer? Descansó un rato antes de agregar algo de hinojo a la mezcla, para que disimulara los otro sabores. Tendría que cuidar de que sólo él bebiera la pócima Tal vez, por piedad, daría un poco también a Elaine.
Llenó una redoma con el vino especiado y la puso a un lado. Entonces se oyó un grito y Elaine entró corriendo.
—Oh, Morgana, ven de inmediato. Necesitamos de tu habilidad para la medicina. Mi padre y Lanzarote han matado al dragón, pero los dos se han quemado.
—¿Quemado? ¿Qué tontería es ésta? ¿Crees acaso que los dragones vuelan y escupen fuego?
—No. no —dijo la muchacha, impaciente—, pero la baba de la bestia quema como el fuego. Tienes que venir a curarles las heridas.
Morgana, incrédula, echó un vistazo al cielo. El sol pendía suspendido a un palmo del horizonte, había pasado allí la mayor parte del día. Se dio prisa en llamar a las criadas para que llevaran vendas.
Pelinor tenía una gran quemadura en un brazo y aulló de dolor cuando le untó el ungüento curativo. Lanzarote tenía ampollas en el costado; en una pierna la baba había atravesado las botas, dejando el cuero convertido en una sustancia gelatinosa.
—Tendré que limpiar bien mi espada —dijo—. Si así deja una bota, no quiero pensar en lo que me habría hecho en la pierna. —Y se estremeció.
—¡Y todos pensaban que mi dragón era una fantasía! —comentó Pelinor, bebiendo el vino que le ofrecía su hija—. Gracias a Dios tuve el tino de lavarme el brazo en el lago; de lo contrario la baba me lo habría consumido como deshizo a mi pobre perro. ¿Visteis el cadáver, Lanzarote?
—¿El perro? Sí, y espero no ver nunca más otra muerte como ésa. Pero colgad la cabeza del dragón sobre vuestra puerta y dejaréis pasmados a todos.
—No puedo. —El anciano se persignó—. No tenía huesos; era blando como una lombriz… Y ya se ha convertido casi todo en baba. No creo que fuera un animal, sino algo surgido del infierno.
—Aun así, ha muerto —dijo Elaine—. Y habéis hecho lo que el rey os encomendó. —Luego se disculpó con un tierno beso—. Perdonad, señor. Yo también pensaba que vuestro dragón era pura fantasía.
—Ojalá lo hubiera sido. —Volvió a persignarse—. Me gustaría pensar que no hay más bestias como ésa, pero Gawaine cuenta leyendas de lo que habita aquellos lagos. —Llamó por señas a un criado para que le sirviera más vino—. Creo que esta noche voy a emborracharme. De lo contrario tendré pesadillas durante un mes.
Morgana se preguntó si eso era lo mejor. No, no convenía a sus planes que todos los del castillo se emborracharan.
—Si queréis que os cure, señor Pelinor, tenéis que escucharme. No bebáis más. Elaine os meterá en la cama con piedras calientes en los pies. Podéis tomar sopa y ponches; vino, ya no.
Cuando la hija se lo hubo llevado a la cama, junto con los sirvientes, Morgana quedó a solas con Lanzarote.
—Bueno —dijo—, ¿cómo os gustaría celebrar la muerte de vuestro primer dragón?
Él levantó la copa.
—Rezando para que sea el último. En verdad creí que me había llegado la hora. Preferiría enfrentarme a toda una horda de sajones armado sólo con mi hacha.
Morgana le llenó la copa con el vino especiado.
—Os he preparado esto; es medicinal y os calmará los dolores. Iré a ver si Elaine ha acostado a Pelinor.
—¿Pero volveréis, prima? —preguntó reteniéndola por la muñeca.
Morgana notó que el vino empezaba a hacerle efecto. «Y no sólo el vino —pensó—; un encuentro con la muerte pone al hombre en celo.»
—Volveré, lo prometo; ahora soltadme —dijo, llena de amargura. ¿Habría caído tan bajo para aceptar al amante de Ginebra drogado e inconsciente, tal como aceptaba la ropa que ella desechaba? Y mientras su desprecio decía que no, la debilidad de todo su cuerpo gritaba que sí.
Asqueada de sí misma, fue a la alcoba del rey.
—¿Cómo está tu padre, Elaine? —preguntó, admirada de que su voz sonara tan firme.
—Tranquilo. Creo que va a dormir.
Morgana asintió con la cabeza.
—Ahora tienes que ir al pabellón. No olvides ponerte el perfume de Ginebra.
La muchacha estaba muy pálida y con los ojos febriles. Morgana la sujetó por el brazo para darle un poco del vino especiado.
—Bebe primero esto, hija —murmuró.
Elaine se llevó la redoma a los labios.
—Qué extraño… Arde en la boca y quema por dentro ¿No es veneno, Morgana? ¿Acaso…, no me odias porque voy a casarme con Lanzarote?
Morgana la abrazó y le dio un beso.
—¿Odiarte? No, te lo juro. No aceptaría a Lanzarote por esposo aunque me lo suplicara de rodillas. Anda, acaba ese vino. Perfúmate aquí y aquí. Recuerda qué es lo que desea: sólo tú puedes hacer que olvide a la reina. Y ahora vete, hija. Espéralo en el pabellón. —Una vez más la estrechó contra su cuerpo—. Que la Diosa te bendiga.
«Se parece tanto a Ginebra… Creo que Lanzarote ya está medio enamorado de ella. No hago sino completar la obra.»
Lanzando un suspiro trémulo, se compuso para regresar al salón. Lanzarote, que no había vacilado en servirse más vino, la miró con ojos turbios.
—Ah, Morgana, prima… —La sentó a su lado—. Bebed conmigo.
—No, ahora no. Oíd: os traigo un mensaje.
—¿Un mensaje, Morgana?
—Sí. La reina Ginebra ha venido a visitar a su prima y duerme en el pabellón que está más allá del prado. —Lo cogió por la muñeca para llevarlo a la puerta—. Y os envía este mensaje: para no despertar a sus damas, tenéis que reuniros con ella silenciosamente, cuando ya esté acostada. ¿Lo haréis?
Vio en los ojos marrones una niebla de ebriedad y pasión.
—No he visto a ningún mensajero. Ignoraba que me quisierais tan bien, prima.
—Ve —replicó con suavidad—. Tu reina te espera. Por si dudas de mí, he aquí la prenda que te envía.
Y le ofreció un pañuelo; era de Elaine, pero todos los pañuelos se parecen y ése estaba casi empapado en el aroma que él asociaba con Ginebra.
Lanzarote se lo llevó a los labios.
—Ginebra —susurró—. ¿Dónde, Morgana, dónde?
—En el pabellón. Acaba el vino.
Como sus pasos eran vacilantes, se apoyó en ella; luego la rodeó con los brazos. Ese contacto, por leve que fuera, la excito y tuvo que esforzarse por mantener la calma. Estaba drogado como un animal; la habría poseído sin pensar.
—Ve, Lanzarote. No hagas esperar a tu reina.
Lo vio desaparecer entre las sombras, cerca del pabellón. Entraría sin hacer ruido. Elaine estaría allí, con la luz del candil cayendo sobre su pelo dorado, tan parecido al de la reina; en la penumbra no podría distinguir sus facciones, pero ella y la cama olían a Ginebra. Morgana se atormentó imaginando el cuerpo desnudo, esbelto, que se deslizaría entre las sábanas, cómo cogería a Elaine entre sus brazos para cubrirla de besos. Contorsionada, convulsa, no supo si era su fantasía o la videncia lo que la torturaba así. ¡Con cuánta claridad sentía las manos de Lanzarote en el recuerdo! Regresó al salón, donde los criados estaban retirando las mesas.
—Dadme vino —ordenó con brusquedad.
El hombre le llenó una copa, sorprendido. «Ahora no me creerán sólo bruja, sino también borracha.» No le importó. Bebió el vino hasta apurarlo y pidió más. De algún modo aquello cortó la videncia, liberándola de ver a Elaine, asustada y estática, apretada bajo el cuerpo rudo y exigente.
Inquieta como un gato, se paseó por el salón, entre retazos de videncia. Cuando calculó que había llegado el momento reunió valor para lo que tenía que hacer. El criado que dormía ante la puerta del rey despertó sobresaltado.