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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (102 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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La niebla se estaba espesando; eso le simplificaría las cosas. Estremecida, se ciñó la capa. Tenía que actuar ya, de lo contrario, al rodear el Lago, girarían hacia el sur, rumbo a Cornualles. La bruma era ya tan densa que apenas distinguía las siluetas de los tres soldados que marchaban delante; al volverse en la montura vio que los tres de la retaguardia eran igualmente borrosos. Pero un trecho del camino se veía con claridad.

Alargó las manos, empinándose en la silla, y susurró las palabras del hechizo que nunca se había atrevido a usar. Tuvo un momento de puro terror, aun sabiendo que era sólo el frío de la pérdida de energía. Uriens se estremeció.

—Nunca he visto niebla como ésta —dijo, quejumbroso—. Vamos a perdernos y acabaremos pasando la noche en las orillas del Lago. Sería mejor refugiarnos en la abadía de Glastonbury.

—No estamos perdidos —replicó Morgana. La niebla era tan densa que apenas veía el suelo bajo los cascos del animal—. Conozco cada paso del camino. Podemos pasar la noche en un sitio que conozco, cerca de la orilla, y continuar el viaje por la mañana.

—No podemos haber llegado tan lejos —objetó Arturo—. Oigo las campanas de Glastonbury tocando el Ángelus.

—En la niebla los sonidos llegan lejos —explicó Morgana—, más aún con una niebla tan densa. Confiad en mí, Arturo.

Él le sonrió cariñosamente.

—Siempre he confiado en vos, querida hermana.

Oh, sí, desde el día en que Igraine lo pusiera en sus brazos para que lo cuidara y le secara las lágrimas… Morgana, impaciente, endureció el corazón; eso había sucedido hacía toda una vida.

«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?»

Así era la naturaleza; no se podía enmendar en aras de los sentimientos. Arturo tendría que enfrentarse a su destino sin la protección de la vaina. No levantaría una mano contra el hijo de su madre y el padre de su hijo, pero podía retirarle los hechizos que había puesto sobre él. Y entonces correría la suerte que la Diosa quisiera.

La mágica bruma se había espesado tanto que Morgana apenas veía el caballo de Uriens. De entre la niebla surgió su rostro, enfadado y mohíno.

—¿Estás segura de saber adonde nos llevas, Morgana? Nunca he pasado por aquí, lo juraría. No conozco la curva de esa colina.

—Te aseguro que conozco cada paso del camino, con niebla o sin ella. —A sus pies distinguió el curioso grupo de arbustos, inalterados desde que tratara inútilmente de entrar a Avalón. «Que no suenen las campanas de la iglesia mientras busco la entrada, Diosa —rezó para sus adentros—, no vaya todo a desvanecerse de nuevo en la neblina, sin permitirnos llegar a ese país…»

—Por aquí —dijo, clavando los talones a su caballo—. Seguidme, Arturo.

Y se adentró velozmente en la brama, sabiendo que no podrían seguir su paso con tan poca luz. Detrás de ella se oyó la maldición de Uriens, su voz fastidiada, y la de Arturo tranquilizando a su caballo. La niebla había empezado a ralear. De pronto se encontraron a plena luz del día, entre los árboles. Un resplandor verde y claro penetraba desde arriba, aunque no se veía el sol. Arturo lanzó una exclamación de sorpresa.

Del bosque salieron dos hombres.

—¡Arturo, mi señor! —saludaron claramente—. ¡Es un placer recibiros aquí!

El rey sofrenó inmediatamente su caballo, antes de que los atropellara.

—¿Quiénes sois y cómo sabéis mi nombre? —inquirió—. ¿Y qué lugar es éste?

—Caramba, mi señor, es el castillo de Chariot. Nuestra reina siempre ha deseado recibiros como huésped.

Arturo parecía confuso.

—Ignoraba que hubiera un castillo en esta zona. Tenemos que habernos alejado más de lo que pensábamos.

Uriens parecía desconfiar, pero Morgana vio que sobre Arturo caía el familiar hechizo de las tierras de las hadas. No encontraba necesidad de cuestionar nada; como en los sueños, lo que sucedía era aceptado, simplemente. Pero ella tenía que conservar el tino.

—Reina Morgana —dijo uno de los hombres, con esa belleza morena que los asemejaba a versiones oníricas de las gentes pequeñas de Avalón—, nuestra reina os espera con alegría. Y vos, mi señor Arturo, participaréis de nuestro festín.

—Después de tanto viajar en la niebla será grato sentarme un festín —respondió Arturo, cordialmente. Y dejó que el hombre condujera su caballo por el bosque—. ¿Conocéis a la reina de estas tierras, Morgana?

—La conozco desde que era joven. —«Se burló de mí… Y se ofreció a criar a mi hijo en el mundo de las hadas.»

—Me sorprende que nunca viniera a Camelot para ofrecer su fidelidad —comentó Arturo, ceñudo—. No recuerdo, pero me parece haber oído hablar de un castillo de Chariot hace muchísimo tiempo. —Luego descartó el tema—. De cualquier modo, estas gentes parecen amistosas. Transmite mis cumplidos a la reina, Morgana. Sin duda la veré en el festín.

—Sin duda —confirmó ella, mientras los hombres se lo llevaban.

«Tengo que conservar la cabeza; usaré el latir de mi corazón para medir el tiempo sin dejarme llevar; de lo contrario me enredaré en mis embrujos.» Y se preparó para el encuentro con la reina.

No había cambiado; era siempre la misma mujer alta, con cierto parecido a Viviana, como si ambas fueran consanguíneas. Y como tal la abrazó.

—¿Qué te trae por propia voluntad a nuestras costas, Morgana de las Hadas? —preguntó—. Aquí está tu caballero; una de mis damas lo encontró vagando por los juncos del lago, sin poder orientarse en la bruma.

Hizo un gesto y Accolon apareció allí. Cuando aferró la mano de Morgana, ella lo sintió sólido y real… No obstante ignoraba si estaban bajo techo o a la intemperie, si el trono de vidrio de la reina estaba dentro de un bosque magnífico o en un gran salón abovedado.

Accolon se arrodilló ante el trono y la reina le cogió una mano; las serpientes parecieron moverse por sus brazos hasta quedar en la palma de la reina, que jugó distraídamente con ellas.

—Has escogido bien, Morgana —dijo—. No creo que éste vaya a traicionarme. Mirad: Arturo ha cenado bien y allí descansa.

Y señaló un muro, que pareció abrirse de par en par. En la pálida luz, Morgana vio a Arturo dormido, con un brazo bajo la cabeza y el otro cruzado sobre una joven de cabellera oscura; podría haber sido una hija de la reina… o la misma Morgana.

—Pensará que eras tú, por supuesto, y que esto es un sueño enviado por el maligno —dijo la reina, sonriente—. Tanto se ha alejado de nosotros que se avergonzará de haber cumplido su más caro deseo. ¿No lo sabías, mi querida Morgana?

Y creyó oír la voz acariciante de Viviana. Pero era la reina quien decía:

—Así duerme el rey, en los brazos de la que amará hasta su muerte. ¿Y cuando despierte? ¿Le quitarás
Escalibur
?¿Lo arrojarás desnudo a la costa, para que te busque siempre entre las brumas?

Morgana recordó súbitamente el esqueleto de un caballo bajo los árboles del pueblo de las hadas.

—No, eso no —dijo, estremecida.

—Entonces permanecerá aquí, pero si es tan devoto corno dices y se le ocurre decir las oraciones que lo apartarán de la ilusión, ésta se desvanecerá. Entonces pedirá su caballo y su espada. ¿Qué hemos de hacer, señora?

Accolon dijo, ceñudo:

—Yo tendré la espada. Si puede quitármela, que lo haga.

La doncella de pelo oscuro se acercó a ellos, llevando a
Escalibur
en su vaina.

—Se la quité mientras dormía —dijo—, y con ella me llamó por vuestro nombre.

Morgana tocó la empuñadura enjoyada.

—Piénsalo bien, hija —advirtió la reina—: ¿no sería mejor devolver inmediatamente la Regalía Sagrada a Avalón, y que Accolon se abra paso hacia el trono con una espada común?

Morgana se estremeció. Aquel lugar, fuera lo que fuese, estaba muy oscuro. Y Arturo ¿yacía dormido a sus pies o estaba a gran distancia? Pero fue Accolon quien alargó la mano para coger el acero.

—Yo cogeré a
Escalibur
y su vaina —dijo.

Morgana se arrodilló a sus pies para ceñírsela a la cintura.

—Que así sea, amado. Úsala con más fidelidad que aquel para quien hice esta vaina.

—No permita la Diosa que os falle, aunque muera por no hacerlo —susurró Accolon, con voz trémula de emoción. Y la puso de pie para besarla. Fue como si permanecieran abrazados hasta que la sombra de la noche se esfumó. La sonrisa dulce y burlona de la reina parecía envolverles.

—Cuando Arturo pida su espada recibirá una… y algo parecido a la vaina, aunque ésa no le ahorrará una sola gota de sangre. Entrégala a mis herreros —ordenó a la doncella.

Morgana la miró como en sueños. ¿Había soñado, acaso, que ceñía esa espada a la cintura de Accolon? La reina ya no estaba; tampoco la damisela. Y al parecer ella y Accolon yacían solos en un gran bosque, en mitad de las hogueras de Beltane, y él la cogió en sus brazos: sacerdote y sacerdotisa, y luego fueron sólo hombre y mujer, y el tiempo pareció detenerse, en tanto su cuerpo se fundía con el de él como si no tuviera nervios, huesos ni voluntad, y su beso fue como fuego y hielo en los labios… «El Macho rey lo desafiará. Es preciso que lo prepare.»

Pero ¿cómo podía ser que tuviera esos signos pintados en el cuerpo desnudo, y que sus carnes fueran jóvenes y tiernas? ¡Por qué sintió un dolor desgarrador cuando él la poseyó, como si Accolon desgarrara otra vez el himen que ella había entregado al Astado tanto tiempo atrás? Él se apartó un poco, exhausto; apenas sabía quién era: si el pelo que le rozaba la cara tenía brillos dorados o era oscuro. Y entonces supo que, si en verdad lo deseaba, el tiempo volvería, girando sobre sí mismo. Podría salir de la cueva con Arturo, aquella mañana, y utilizar su poder para atarlo a ella para siempre, sin que todo lo demás hubiera existido.

Pero oyó que Arturo clamaba por su espada y gritaba contra esos encantamientos. Muy pequeño, muy lejos, como si lo viera desde el aire, lo vio despertar y comprendió que en aquellas manos estaba el destino de todos, pasado y futuro. Si lograba enfrentarse a lo que había sucedido entre ellos, si la llamaba por su nombre y le imploraba que lo siguiera, si admitía que sólo a ella había amado durante todos aquellos años, sin que ninguna otra se hubiera interpuesto…

«Entonces Lanzarote tendría a Ginebra y yo sería reina en Avalón… pero reina con un niño por consorte, y él caería a su vez ante el Macho rey…»

Esta vez Arturo no se apartaría de ella, horrorizado, ni ella lo arrojaría de sí con lágrimas infantiles. Por un momento el mundo pareció esperar, entre ecos, las palabras de Arturo.

Cuando habló, su voz resonó como un toque de difuntos por todo el mundo de las hadas; la misma trama del mundo pareció temblar. Cayó el peso de los años.

—Jesús y la Virgen me protejan de todo mal —clamó—. ¡Éste es algún perverso encantamiento forjado por mi hermana y sus brujerías! ¡Traedme mi espada!

Morgana sintió un desgarro en el corazón y tendió la mano hacia Accolon. Una vez más creyó verle en la frente la sombra de la cornamenta; una vez más llevaba a
Escalibur
ceñida a la cintura.

—Mira —dijo con voz serena—: le llevan una espada ni es como
Escalibur
; los herreros de las hadas la han forjado esta noche. Si puedes, deja que se vaya. Si no puedes… bueno, haz lo que sea preciso, amado mío. Que la Diosa te acompañe. Estaré esperando en Camelot tu llegada triunfal.

Y lo despidió con un beso.

Hasta ese momento no había sido plenamente consciente: uno de ellos tenía que morir, el hermano o el amante. «Cualquiera que sea el resultado de este día —pensó—, no volveré a tener un momento de felicidad, puesto que uno de los que amo debe morir.»

Arturo y Accolon habían ido hacia donde Morgana no podía seguirlos. Aún tenía que pensar en Uriens. Por un momento pensó abandonarlo en el reino de las hadas. Vagaría satisfecho por los bosques y los salones encantados hasta su muerte… «No: ya hubo demasiada muerte», pensó. Y concentró sus pensamientos en Uriens, que dormía y soñaba. Al acercarse se incorporó, alegremente borracho y aturdido.

—Este vino es demasiado fuerte para mí —dijo—. ¿Dónde has estado, querida, y dónde está Arturo?

—Arturo se nos ha adelantado —respondió Morgana con suavidad—. Ven, querido esposo; tenemos que regresar a Camelot.

Tal era el encantamiento del país de las hadas que él no hizo preguntas. Les llevaron los caballos y aquella gente alta y hermosa los acompañó hasta cierto lugar. Allí uno de ellos dijo:

—Desde aquí podréis hallar la salida.

—¡Qué pronto se ha ido el sol! —se quejó Uriens, en tanto una bruma gris de niebla y lluvia se condensaba súbitamente en torno a ellos—. ¿Cuánto tiempo pasamos en el país de la reina, Morgana? Tengo la sensación de haber estado enfermo de fiebres o vagando en un hechizo…

Ella no respondió. También Uriens tenía que haber retozado con las hadas, ¿y por qué no? Poco le importaba a ella cómo se divirtiera, mientras la dejara en paz.

Un agudo ataque de náuseas le recordó el embarazo que pesaba sobre ella. Justamente ahora, cuando todos estarían pendientes de su palabra, cuando Gwydion iba a asumir el trono y Accolon sería rey… Justamente ahora estaría descompuesta, pesada, grotesca. Y, además, era demasiado mayor para alumbrar sin riesgos. ¿Sería demasiado tarde para buscar las hierbas que la libraran de ese niño no deseado? Sin embargo, si daba un niño a Accolon estando en el trono, ¡cuánto más la apreciaría como consorte! ¿Podía sacrificar ese ascendiente sobre él?

«Un niño que pudiera conservar y tener en mis brazos, un bebé para amar…» Gwydion le había sido arrebatado; Uwaine tenía nueve años cuando aprendió a llamarla madre. Era un dolor agudo y una dulzura más allá del amor, tirándole del cuerpo: las ganas de tener otro hijo. Pero la razón le decía que, a su edad, no era posible sobrevivir al parto. No obstante, no soportaba la idea de que muriera antes de nacer.

«Ya tengo las manos manchadas por la sangre de alguien que amo… Ah, Diosa, ¿por qué me sometes a esta prueba?» Y creyó ver el rostro cambiante de la Diosa: ya como reina del pueblo de las hadas, ya como Cuervo, ya como la Gran Cerda que había arrancado la vida a Avalloch. Y comprendió que estaba al aborde del delirio y la locura.

«Lo decidiré más tarde. Ahora mi deber es llevar a Uriens a Camelot.» Se preguntó cuánto tiempo habrían pasado en el mundo de las hadas. No más de una luna, probablemente; de lo contrario el niño habría hecho sentir más su presencia. Tal vez sólo unos días. No tan pocos que Ginebra se extrañara de verlos regresar tan pronto, no tantos que no fuera posible hacer lo que era menester.

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