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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (103 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Llegaron a Camelot a media mañana. Afortunadamente, Ginebra no estaba a la vista. Cuando Cay preguntó por Arturo, Morgana mintió sin vacilar un momento, diciéndole que se había visto demorado en Tintagel. «Si soy capaz de matar, mentir no es tan gran pecado», pensó, distraída.

Llevó a Uriens a su cuarto, pues el anciano parecía muy cansado y confuso. «Ya está demasiado viejo para reinar. La muerte de Avalloch lo afectó más de lo que yo pensaba.»

—Acuéstate y descansa, esposo —dijo.

Pero Uriens se quejó.

—Tendría que partir hacia Gales. Accolon es demasiado joven para reinar solo. ¡Mi pueblo me necesita!

—Puede prescindir de ti un día más. Entonces estarás más fuerte.

—Mi ausencia ya dura demasiado —se inquietó Uriens—. ¿Y por qué no fuimos a Tintagel? ¡ No recuerdo por qué regresados, Morgana! ¿Estuvimos realmente en un país donde el sol nunca se ponía?

—Creo que lo soñaste —musitó Morgana—. ¿Por qué no duermes un poco? Puedo mandar que te traigan algo de comer. Me parece que esta mañana no desayunaste.

El olor de la comida, cuando la llevaron, volvió a darle náuseas. Se apartó rápidamente, tratando de disimular, pero Uriens la había visto.

—¿Qué pasa, Morgana?

—Nada —replicó enfadada—. Come y descansa.

Uriens le sonrió, alargando una mano para atraerla hacia la cama.

—No olvides que he tenido otras esposas. Sé lo que es una mujer grávida. —Obviamente, estaba encantado—. ¡Después de tantos años, Morgana! ¡Esto es maravilloso! He perdido aun hijo, pero tendré otro. Si es varón, ¿lo llamaremos Avalloch querida mía?

Morgana hizo una mueca.

—Olvidas lo anciana que soy —dijo, pétrea la cara—. No es probable que retenga esta criatura por el tiempo suficiente.

—Pero te cuidaremos bien —adujo Uriens—. Tienes que consultar a las parteras de la reina. Si el viaje conlleva riesgo de aborto, te quedarás aquí hasta que nazca la criatura.

«¿Qué te hace pensar que es tuyo, anciano? Es hijo de Accolon, seguro.» Pero no pudo descartar el súbito miedo de que fuera, en verdad, hijo de Uriens: el hijo de un anciano, débil y deforme. Un hijo de Accolon sería sano y fuerte, pero casi había dejado atrás la edad de procrear; ¿no tendría un monstruo?

No, no había esperanzas. De algún modo tenía que conseguir las hierbas. Tendría que recurrir a las parteras de la corte; tal vez pudiera sobornar a alguna para que mantuviera la boca cerrada. Le contaría lo difícil que había sido el alumbramiento de Gwydion y su miedo de tener otro hijo a su edad. Y en su bolsa tenía algunas hierbas que, mezcladas con una tercera, inofensiva por sí sola, causarían el efecto deseado. Pero tenía que hacerlo en secreto, porque Uriens no se lo perdonaría jamás… Oh, ¿qué importaba? Cuando el asunto surgiera a la luz ella reinaría junto a Accolon, y Uriens, en Gales, muerto o en el infierno.

Salió de puntillas, dejando al anciano dormido. Busco a una de las parteras de la reina y le pidió esa tercera hierba. Luego, en su cuarto, preparó la poción sobre el fuego. Sabía que la descomposición sería terrible, pero no había remedio. Bebió con una mueca la pócima, amarga como la hiel; luego lavo la taza y la guardó.

¡Si al menos hubiera podido saber lo que estaba sucediendo en el país de las hadas, ver cómo se desenvolvía su amante con
Escalibur
! Pese a las náuseas, estaba demasiado nerviosa para tenderse junto a Uriens; tenía miedo de las imágenes de muerte sangre que la atormentarían cuando cerrara los ojos.

Después de un rato cogió la rueca y bajó al salón de la reina, donde las mujeres estarían hilando y tejiendo. Nunca había perdido su aversión por el hilado, pero si la abría a la videncia, al menos podría saber qué era de sus dos hombres amados.

Ginebra la recibió con un abrazo glacial y la invitó a sentarse cerca del fuego.

—¿En qué estáis trabajando? —preguntó Morgana, examinando su fina labor.

La reina lo extendió orgullosamente.

—Es un tapiz para el altar. Aquí está la Virgen María, y el ángel que viene a anunciarle el nacimiento del Hijo… y aquí está José, muy asombrado, anciano y de barbas largas.

Ginebra continuó hablando, con la ingenuidad de una niña. Morgana, al borde de la histeria, cogió un puñado de lana cardada y comenzó a operar el huso. El movimiento le daba náuseas. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sobrevinieran los desgarradores efectos de la droga? El cuarto olía a cerrado, sofocante como la existencia de esas mujeres, siempre hilando, tejiendo y cosiendo…

El huso giraba y giraba; la bobina descendía hacia el suelo, mientras retorcía delicadamente la hebra. Y de igual modo iba hilando la vida de los hombres. «Desde que el hombre viene al mundo tejemos su ropa infantil y, por fin, tejemos su mortaja. Sin nosotras, ¡qué desnuda sería su vida!»

Le pareció que, tal como en el reino de las hadas había visto dormir a Arturo por una gran abertura en la pared, así ahora se Aria un gran espacio, y mientras la bobina descendía al suelo, la hebra iba hilando la cara de Arturo, que vagaba espada en mano…, y ahora giraba hacia Accolon, que blandía a
Escalibur
… Ah, estaban combatiendo, ya no podía verles la cara ni oír las palabras que intercambiaban.

Con qué fogosidad combatían… y a Morgana, que los contemplaba mientras el huso giraba y giraba, le extrañó no oír el entrechocar de las grandes espadas… Arturo descargó un mandoble, pero Accolon lo paró con el escudo y tan sólo recibió una herida en la pierna, y la herida no sangró. Arturo recibió un tajo en el hombro, por el que súbitamente se derramó la sangre; le vio sobresaltado, temeroso, y llevó una mano hacia la vaina como para tranquilizarse, pero era la vaina falsa la que ondulaba ante la vista de Morgana. Ahora los dos estaban mortalmente trabados en combate, con las espadas cruzadas a la altura del pomo. Accolon acometió con fiereza y la falsa
Escalibur
de Arturo, hecha por encantamientos en una sola noche, se partió muy cerca de la empuñadura. Arturo giró desesperadamente para esquivar el mandoble mortal y dio un violento puntapié Accolon se dobló en dos, atormentado, y el rey le arrebató la verdadera
Escalibur
para arrojarla tan lejos como pudo. Luego saltó sobre el caído y le arrancó la vaina. En cuanto la tuvo en la mano, la herida de su hombro dejó de sangrar. En cambio, del muslo de Accolon brotó un chorro de sangre.

Un dolor insoportable atravesó todo el cuerpo de Morgana doblándola con su peso…

—¡Morgana! —exclamó ásperamente su tía. Luego clamó—: ¡La reina Morgana está enferma! ¡Venid a atenderla!

—¡Morgana! —gritó Ginebra—. ¿Qué pasa?

La visión había desaparecido. Por mucho que lo intentara ya no veía a los dos hombres: no sabía cuál había vencido, cuál de los dos yacía muerto; era como si una gran cortina oscura se hubiera cerrado sobre ellos con el doblar de las campanas. En el último instante de la visión había visto dos literas que se llevaban a los heridos a la abadía de Glastonbury, donde no podía seguirlos. Se aferró a los bordes de la silla mientras Ginebra se acercaba con una de sus damas, que se arrodilló para sostenerle la cabeza.

—¡Tienes la túnica empapada de sangre! No es una hemorragia normal.

—No —susurró Morgana, con la boca seca por la descomposición—; estaba embarazada y he perdido al niño. Uriens se enfadará conmigo…

Una de las mujeres, rolliza y saludable, más o menos de su misma edad, chasqueó la lengua:

—¿Conque su señoría de Gales se enfadará? Bueno, bueno, ¿y quién lo ha nombrado Dios? Tendríais que haber mantenido a ese viejo cabrón fuera de vuestro lecho, señora; a vuestra edad los abortos son peligrosos. ¡Ese viejo libertino tendría que avergonzarse de arriesgaros así! ¿Y es él quien va a enfadarse?

Ginebra, olvidando su hostilidad, acompañó a su cuñada, frotándole las manos mientras se la llevaban, toda compasión.

—Oh, pobre Morgana, qué cosa tan triste, ahora que tenías otra vez esperanzas… Demasiado bien sé lo terrible que es, pobre hermana —repetía. Y cuando vomitó le sostuvo la cabeza trémula—. He mandado por Broca, que es la más hábil de nuestras parteras. Ella te atenderá, pobre Morgana.

La solidaridad de Ginebra acabaría por sofocarla. La desgarraban dolores repetidos y torturadores, como si una espada atravesara sus entrañas; aun así, peor había sido el nacimiento de Gwydion. Entre arcadas y escalofríos, trató de aferrarse a la conciencia. Era demasiado pronto para que la droga hubiera hecho efecto; tal vez había estado ya a punto de abortar. Broca la examinó y, después de olfatear el vómito, enarcó las cejas con aire sapiente.

—Tendríais que haber puesto más cuidado, señora —musitó—; esas drogas pueden envenenaros. Tengo una poción que habría causado el mismo efecto con más celeridad y menos daño. No os preocupéis, no diré nada a Uriens. No le hará mal ignorar esto, si tiene tan poco tino para hacer un hijo con una mujer de vuestra edad.

Morgana se dejó llevar por la náusea. Comprendió que estaba peor de lo que pensaba cuando Ginebra le preguntó si no se decidía a hablar con un cura. Cerró los ojos y negó con la cabeza, callada y rebelde, sin que le importara ya vivir o morir. «Si Accolon tiene que ir a las sombras, que lo haga con el espíritu de su hijo para que lo asista», pensó, con lágrimas en la cara. Desde lejos le llegó la voz de la anciana Broca:

—Sí, se acabó. Lo siento, majestad, pero sabéis tan bien como yo que ya no está en edad de tener hijos. Sí, mi señor, pasad a verla. —La voz se cargó de aspereza—. Los hombres nunca piensan en lo que hacen, en la carnicería que nos cuesta su placer a las mujeres. No, era demasiado pronto para saber si iba a ser varón.

—Morgana, queridísima, mírame —rogó Uriens—. Siento mucho que estés enferma, pero no sufras, querida. Aún tengo dos hijos varones. No te culpo.

—Ah, no, qué bien —exclamó la anciana partera con virulencia—. Será mejor que no le habléis de culpa, majestad; todavía está muy débil y enferma. Haremos poner otra cama aquí para que duerma en paz hasta que se reponga. Veamos… —Morgana sintió un consolador brazo de mujer bajo la cabeza; le acercaron a los labios una reconfortante bebida caliente—. Bebed, querida; tiene miel y remedios para impedir que sigáis sangrando. Sé que tenéis náuseas, pero tratad de beberlo como una niña buena…

Morgana tragó la bebida agridulce, con la vista borrosa por las lágrimas. Por un momento le pareció que era otra vez una niña, que Igraine la consolaba.

—Madre… —dijo. Y mientras hablaba supo que era el delirio, que ya no era niña ni doncella, sino una mujer anciana, demasiado anciana para encontrarse yaciendo así, tan cerca de la muerte.

—No, majestad, no sabéis lo que decís… Bueno, bueno querida, quedaos tranquila y tratad de dormir. Os hemos puesto ladrillos calientes en los pies; enseguida entraréis en calor.

Aliviada, Morgana flotó hacia el sueño. Ahora volvía a ser niña en Avalón, en la Casa de las doncellas, y Viviana le decía algo que no lograba recordar, algo sobre la Diosa que hila la vida de los hombres. Y le entregaba un huso para que hilara pero la hebra salía enredada y llena de nudos. Por fin Viviana le dijo, enfadada: «Dame eso…» Le entregó el huso y las hebras desiguales, pero ya no era Viviana, sino la Diosa, amenazante la cara, y ella era muy pequeña, muy pequeña.

Recobró la conciencia uno o dos días después, con la cabeza despejada, pero con un vacío dolorido en el cuerpo. Apoyó las manos sobre el vientre, pensando: «Podría haberme ahorrado el sufrimiento; debí comprender que, de cualquier modo, iba a abortar. Bueno, lo hecho, hecho está; ahora tengo que prepararme para la noticia de que Arturo ha muerto. Tengo que pensar qué haré cuando regrese Accolon. Ginebra ingresará en un monasterio; si desea ir con Lanzarote a la baja Britania, no los detendré…»

Se levantó para vestirse y embellecerse.

—Tendrías que quedarte en cama, Morgana; todavía estás muy pálida —dijo Uriens.

—No. Se avecinan noticias extrañas, esposo, y tenemos que prepararnos para recibirlas. —Y continuó trenzándose la cabellera con piedras preciosas y cintas escarlata.

Uriens, delante de la ventana, dijo:

—Mira: los caballeros están haciendo ejercicios militares. Creo que Uwaine es el mejor jinete. ¿Verdad que cabalga tan bien como Gawaine, querida? Y el que va a su lado es Galahad. No llores por la criatura perdida, Morgana. Para Uwaine siempre serás su madre. Cuando nos casamos te dije que nunca te reprocharía la esterilidad. Me habría gustado tener otro hijo, pero si no ha de ser… bueno, no hay nada que lamentar. —Le cogió tímidamente la mano—. Tal vez sea mejor así; no me di cuenta de lo cerca que estaba de perderte.

En la ventana, con el brazo de Uriens rodeándole la cintura, sintió al mismo tiempo repugnancia y gratitud por su bondad. No tenía por qué saber jamás que el niño había sido de Accolon. Que se enorgulleciera de poder engendrar a su edad.

—Mira —dijo Uriens estirando el cuello para ver mejor— ¿qué es lo que entra por la puerta?

Un jinete, acompañando a un monje de hábito oscuro montado en una mula, y un caballo que cargaba un cuerpo.

—Ven —dijo Morgana, tirándole de la mano—. Tenemos que bajar.

Pálida y silenciosa, salió con él al patio, sintiéndose alta e imponente como corresponde a una reina.

El tiempo pareció detenerse, como si estuvieran otra vez en el país de las hadas. ¿Por qué no llegaba Arturo con ellos, si había salido vencedor? Pero si el cadáver era de Arturo, ¿dónde estaba la ceremonia y la pompa que caracterizan la muerte de un rey? Uriens alargó un brazo para sostenerla, pero Morgana, rechazándolo, se aferró al marco de la puerta. El monje echó el capuchón atrás, diciendo:

—¿Sois la reina Morgana de Gales? —Sí —contestó.

—Traigo un mensaje para vos. Vuestro hermano Arturo yace herido en Glastonbury, atendido por las hermanas del convento, pero se repondrá. Y os envía esto como regalo. —Señaló con la mano la silueta amortajada a lomos del caballo—. Y me encomendó deciros que la espada
Escalibur
y la vaina están en su poder.

Mientras hablaba apartó el paño mortuorio que cubría el cadáver. Morgana vio los ojos de Accolon, ciegamente clavados en el cielo, y sintió que todas las energías de su cuerpo se le escurrían como agua.

Uriens lanzó un tremendo grito y cayó sobre el cuerpo de su hijo. Uwaine se abrió paso entre el gentío que rodeaba los peldaños, a tiempo para sujetarlo.

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