Ginebra escuchaba con atención y dijo:
—No hay otros dioses, Morgana. Han aceptado abandonar los demonios que adoraban bajo el nombre de dioses. Ahora adoran al único Dios verdadero.
Gwydion intervino.
—Si en verdad creéis eso, reina y señora, para vos es verdad: todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas, una misma Diosa. Pero ¿osaríais imponer una sola verdad a la humanidad?
—¿Decís que eso es osadía? Sólo hay una verdad —aseguró Ginebra—, y llegará el día en que así lo reconozcan los hombres del mundo entero.
—Tiemblo por mi pueblo al oíros decir eso —dijo el rey Uriens—. Me he comprometido a proteger los bosques sagrados, y mi hijo después de mí.
—¡Vaya! Os creía cristiano, mi señor de Gales.
—Y lo soy, pero no renegaré de dioses ajenos.
—Es que no hay otros dioses.
Morgana abrió la boca para hablar, pero Arturo interpuso:
—Basta ya de esto, basta. ¡No os hice venir para discusiones teológicas! Demasiados sacerdotes hay ya para eso. ¿Qué deseabas decirme, Morgana? ¿Sólo que desconfías de la buena fe de los sajones, pese a sus juramentos sobre la cruz?
—No. —Mientras hablaba, reparó en Kevin, que estaba sentado entre las sombras con su arpa. ¡Bien! ¡Que Merlín de Britania fuera testigo de su protesta en nombre de Avalón!—. Pongo al Merlín como testigo de que los hicisteis jurar sobre la cruz…, y para eso transformasteis en cruz la santa espada de Avalón. ¿No es eso blasfemia, señor Merlín?
Arturo se apresuró a responder:
—Fue sólo un gesto para apelar a la imaginación, Morgana, como el que hizo Viviana al comprometerme, sobre esa misma espada, a luchar por la paz en nombre de Avalón.
Kevin dijo, con su melodiosa voz:
—Querida Morgana, la cruz es un símbolo más antiguo que Cristo. Venerado antes de que existieran los seguidores del Nazareno. En Avalón hay sacerdotes traídos por José de Arimatea, que rinden culto junto a los druidas.
—Pero no afirman que su Dios es el único —objetó Morgana, airada—. Y no dudo que el obispo Patricio los acallaría si pudiera.
—Aquí no se trata del obispo Patricio ni de sus creencia Morgana —dijo el músico—. Los no iniciados pueden creer que los sajones juraron sobre la cruz de Cristo. Nosotros también tenemos un Dios sacrificado, ya lo veamos en la cruz, ya en el centeno que tiene que morir en la tierra para renacer de entre los muertos.
Ginebra señaló:
—Vuestros dioses sacrificados sólo fueron enviados para preparar a la humanidad para el Cristo…
Arturo levantó la mano con impaciencia.
—¡Silencio, todos vosotros! Los sajones juraron mantener la paz sobre un símbolo al que daban…
Pero Morgana lo interrumpió:
—De Avalón recibisteis la espada sagrada y a Avalón jurasteis proteger los Misterios. ¡Y ahora convertís la espada de los Misterios en la cruz de la muerte ignominiosa! Viviana vino a esta corte para exigiros que cumplierais con vuestro juramento y le dieron muerte. Ahora yo he venido para completar su obra y para reclamaros la sagrada
Escalibur
que habéis osado poner al servicio de vuestro Cristo.
—Llegará el día en que desaparezcan todos los falsos dioses y todos los símbolos paganos sean puestos al servicio de Cristo —aseveró la reina.
—¡No he hablado contigo, grandísima necia! —se enfureció Morgana—. ¡Y ese día llegará sobre mi cadáver! Los cristianos tenéis santos y mártires. ¿Creéis acaso que Avalón no los tendrá?
Y se estremeció: sin querer acababa de hablar por la videncia. Veía el cuerpo de un caballero amortajado en negro; sobre él, un estandarte con la cruz. Habría querido arrojarse a los brazos de Accolon.
—¡Cómo lo exageras todo, Morgana! —protestó Arturo, con una risa intranquila.
Esa risa la enfureció, alejando al mismo tiempo el miedo y la videncia. Se irguió en toda su estatura. Por primera vez en muchos años se recubrió con todo el poder y la autoridad de las sacerdotisas de Avalón.
—¡Escúchame, Arturo de Britania! Así como la fuerza y el poder de Avalón te pusieron en el trono, así la fuerza y el poder de Avalón pueden llevarte a la ruina. ¡Piensa bien cómo profanas la Regalía Sagrada! No se te ocurra jamás ponerla al servicio de tu Dios cristiano, pues todos los objetos del Poder pon su maldición…
—¡Ya es suficiente! —Arturo se había levantado. Su ceño era como una tempestad—. Aunque seas mi hermana, no te atrevas a dar órdenes al gran rey de toda Britania.
—¡No apelo a mi hermano, sino al rey! Avalón te puso en el trono y te dio esa espada, Arturo. En nombre de Avalón te exijo Devolverla a la Regalía Sagrada! Si tu intención es usarla como a una espada cualquiera, ordena a tus herreros que te forjen otra.
Hubo un horrible silencio. Por un momento Morgana tuvo la sensación de que sus palabras caían en los grandes espacios resonantes abiertos entre los mundos, despertando a los druidas en la lejana Avalón, y hasta la misma Cuervo alzaría su voz contra la traición de Arturo. Pero lo primero que oyó fue una risa nerviosa.
—¡Qué tonterías dices, Morgana! —era Ginebra quien hablaba—. ¡Bien sabes que Arturo no puede hacer eso!
—No te entrometas, Ginebra —dijo Morgana, amenazante—. Esto no tiene nada que ver contigo. Pero si fue por ti que Arturo faltó a su juramento, ¡cuídate!
—Uriens —apeló la reina—, ¿vas a quedarte ocioso mientras tu rebelde esposa habla así al gran rey?
El anciano tosió.
—Morgana, sé razonable. —Su voz sonaba tan nerviosa como la de Ginebra—. Arturo hizo un gesto dramático por motivos políticos. Los dioses pueden cuidarse solos, querida.
En ese momento, si hubiera tenido un arma, Morgana habría derribado a su marido. Había llegado a respaldarla y ahora la abandonaba. Arturo dijo:
—Si esto te atribula tanto, hermana, déjame decirte que no quise hacer ninguna profanación. Si la espada de Avalón ha servido como cruz para un juramento, ¿no significa eso que los poderes de Avalón participan para servir a este país? Así me lo aconsejó Kevin.
—¡Supe que era un traidor cuando hizo enterrar a Viviana fuera de la isla Sagrada! —replicó Morgana, iracunda—. ¡Esa espada no es tuya, sino de Avalón! Y si no la usas como has jurado, tiene que ser entregada a quien sea fiel a su palabra.
—¡Una espada es de quien la usa! —exclamó Arturo, ya tan furioso como su hermana, cerrando la mano sobre la empuñadura de
Escalibur
, como si alguien pudiera quitársela en ese mismo instante—. ¡Y me la he ganado al expulsar de este suelo a todos los enemigos…!
—Que has tratado de someter al servicio del Dios cristiano. Ahora, en el nombre de la Diosa, te exijo que sea devuelta al templo del Lago.
Arturo aspiró una larga bocanada de aire. Luego, con estudiada calma, replicó:
—Me niego. Si la Diosa quiere que le sea devuelta, ella misma tendrá que quitármela de las manos. —Luego suavizó la voz—. Querida hermana, te lo ruego: no riñamos por el nombre que damos a nuestros dioses. Tú misma has dicho que todos los dioses son un mismo Dios.
«Y jamás comprenderá su error —pensó Morgana, desesperada—. Pero ha convocado a la Diosa. Sea: permitidme ser vuestra mano, Señora.» Por un momento inclinó la cabeza. Luego dijo:
—Que sea la Diosa, pues, quien disponga de su espada.
«Y cuando haya terminado, Arturo, te arrepentirás de no haber querido tratar conmigo.» Luego fue a sentarse junto a Ginebra, mientras Arturo se dirigía a Gwydion.
—Señor Mordret, estaba dispuesto a armarte caballero cuando lo pidieras. No tenías que obligarme con esa treta.
—Pensé que, si lo hacíais sin una buena excusa como ésta, podían circular rumores indeseables —explicó Gwydion—. ¿Me perdonaréis la triquiñuela, señor?
—Si Lanzarote te ha perdonado, no veo motivos para guardarte rencor —reconoció el rey—. Ojalá estuviera en mi poder reconocerte como hijo, Mordret. Hasta hace algunos años no sabía que existías. ¿Sabes?, supongo que para los sacerdotes y los obispos tu mera existencia es señal de algo pecaminoso.
—¿Y vos lo creéis así, señor?
Arturo lo miró a los ojos.
—Oh, a veces creo una cosa, a veces otra, como todos. Eso no importa. El hecho es que no puedo reconocer mi paternidad, aunque cualquiera se enorgullecería de un hijo así, mucho más un rey sin descendencia. Pero ha de ser Galahad quien herede el trono.
—Si vive —apuntó el joven. Y ante el gesto asustado de Arturo añadió en voz baja—: No, señor: no estoy profiriendo una amenaza contra su vida. Estoy dispuesto a jurarlo, por la cruz o por el roble: que la Diosa me quite la vida si alguna vez alzo una mano contra mi primo Galahad. Pero lo he visto: morirá honorablemente por la cruz que venera.
—¡Dios nos salve de todo mal! —exclamó Ginebra.
—Por supuesto, señora. Pero si no llega a ocupar el trono, ¿qué pasará?
—Si Galahad muriera antes de llegar al trono (Dios lo proteja de todo daño) —dijo Arturo—, no me quedará alternativa.
La sangre real es sangre real y la tuya lo es, por Pendragón y por Avalón. Si llega ese día, supongo que hasta los obispos preferirán verte en el trono a dejar este país en un caos corno el que temían a la muerte de Uther.
Se levantó para poner las manos en los hombros de su hijo, mirándolo frente a frente.
—Ojalá pudiera decir más, hijo mío. Pero lo hecho, hecho está. Lamento de corazón que no hayas nacido de mi reina.
—También yo —se sumó Ginebra, levantándose para abrazarlo.
—De cualquier modo no te trataré como a un vulgar plebeyo —continuó Arturo—. Eres hijo de Morgana, Mordret, duque de Cornualles y caballero del gran rey: serás la voz de la mesa redonda entre los reyes sajones. Tendrás la facultad de dictar justicia y de cobrar mis impuestos, reteniendo la porción adecuada para mantener la casa que corresponde al canciller real. Y si lo deseas, te autorizo a casarte con la hija de uno de esos reyes; de ese modo tendrías una corona, aunque no heredes la mía.
Gwydion se inclinó en reverencia.
—Sois generoso, señor.
«Sí —pensó su madre—, y de ese modo lo mantiene donde no moleste hasta que tenga necesidad de él.» Luego levantó la cabeza.
—Ya que sois tan generoso con mi hijo, Arturo, ¿puedo abusar nuevamente de vuestra bondad?
Aunque desconfiado, el rey dijo:
—Pide algo que yo pueda otorgar, señora, y será un placer satisfacerte.
—Habéis nombrado a mi hijo duque de Cornualles, pero aún es poco lo que sabe de aquellas tierras. He sabido que el duque Marco reclama todo el territorio. ¿Me acompañaríais a Tintagel para investigar el asunto?
Arturo se relajó. ¿Esperaba acaso que volviera sobre el tema de
Escalibur
«No, hermano. Cuando tienda la mano hacia esa espada lo haré en mi tierra y en nombre de la Diosa.»
—Ya no sé cuántos años llevo sin visitar Cornualles —respondió Arturo—, y no puedo partir hasta pasado el solsticio de verano. Pero si permanecéis en Camelot como huéspedes míos, iremos juntos a Tintagel. Y entonces veremos si el duque Marco u otro disputa nuestros derechos. —Se volvió hacia Kevin—. Y ahora, basta de asuntos elevados. No podría pedirte que cantaras ante toda mi corte, señor Merlín, pero te ruego una canción aquí, en mis habitaciones y sólo para mi familia.
—Será un placer —dijo Kevin—, si mi señora Ginebra no se opone.
Como la reina guardó silencio, acercó el arpa a su hombro para tocar.
Morgana escuchaba en silencio junto a Uriens. Gwydion también, cogiéndose las rodillas con las manos, hechizado Uriens prestaba una atención cortés. Por un momento Morgana buscó los ojos de Accolon, pensando: «De algún modo esta noche tengo que reunirme con él, aunque sea preciso dar algo a Uriens para que duerma. Tengo mucho que decirle.» Y luego bajó la vista: no era mejor que Ginebra.
Uriens le cogió la mano para acariciarle los dedos, tocando las moraduras que él mismo le había hecho. En medio del dolor sintió repugnancia. Tendría que ir a su lecho, si él la deseaba.
Arturo, Uriens, Kevin, todos la habían traicionado. Pero Accolon no le fallaría, Accolon gobernaría para Avalón; sería el rey que Viviana previera. Y después de él, Gwydion, rey y druida.
«Y detrás del rey, la reina, gobernando en nombre de la Diosa, como antaño…»
Kevin levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Morgana se estremeció, sabiendo que tenía que disimular sus pensamientos. «También tiene el don de la videncia y responde a Arturo. A pesar de ser Merlín de Britania, es mi enemigo.»
Pero el arpista dijo mansamente:
—Puesto que ésta es una reunión familiar y a mí también me gustaría oír música, ¿puedo pedir, como retribución, que la señora Morgana cante?
Y ella fue a ocupar su sitio, sintiendo el poder del arpa en las manos. «Tengo que hechizarlos para que no piensen mal», se dijo. Y aplicó las manos a las cuerdas.
D
iez días más tarde, el rey Arturo partió hacia Tintagel, acompañado por su hermana y el esposo de ésta, Uriens de Gales.
Morgana había tenido tiempo de resolver lo que haría. En la víspera encontró un momento para hablar a solas con Accolon.
—Espérame en la orilla del lago; cuida de que no te vean Arturo ni Uriens.
Le ofreció la mano como despedida, pero Accolon la estrechó contra sí para besarla una y otra vez.
—¡No puedo dejarte ir al peligro de este modo, señora!
Por un momento Morgana se recostó contra él. Estaba muy cansada de ser siempre fuerte, atenta a que las cosas marcharan siempre como era debido. ¡No podía permitir que sospechara su debilidad!
—No hay remedio, amado. De lo contrario no habría más solución que la muerte. Y no puedes subir al trono llevando en las manos la sangre de tu padre.
—¿Y Arturo?
—Tampoco quiero hacerle daño —aseguró Morgana, serena—. No voy a hacerle matar. Pero morará durante tres días y tres noches en el país de las hadas; cuando regrese habrán pasado cinco años o más, su reinado será una leyenda y el peligro del mando sacerdotal habrá pasado.
—Pero si de algún modo logra salir…
A Morgana le tembló la voz.
—«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?» Arturo correrá la suerte que los hados decreten. Y tu tendrás su espada.
«Traición», pensó, mientras cabalgaba con los demás en la lúgubre mañana. Una leve neblina se desprendía del Lago.
Aún tenía náuseas y el movimiento del caballo las empeoraba. No recordaba haber estado tan descompuesta al gestar a Gwydion… No: Mordret, aunque quizá decidiera reinar con su nombre. Y cuando Kevin viera los hechos consumados, sin duda él también apoyaría al nuevo rey de Avalón.