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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (72 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Y no sé qué sucedió entonces. Tal vez pensé: «No, no soy digna. He repudiado a Avalón. ¿Con qué derecho me impongo al Merlín de Britania?» Y el hechizo se quebró. Kevin hizo un gesto duro y abrupto. Se levantó con torpeza.

—¡No me des órdenes, mujer! Antes bien, tendrías que ponerte de rodillas ante mí. —Y me empujó con las dos manos—. ¡No vuelvas a tentarme!

Me volvió la espalda y se fue cojeando; las sombras dibujaban movimientos deformes y ondulantes en el muro. Lo seguí con la mirada, tan herida que no podía siquiera llorar.

Cuatro días después Viviana fue sepultada en la isla Sagrada de Glastonbury, con todos los ritos eclesiásticos. Pero yo no fui.

Juré que nunca pondría un pie en esa isla de los Sacerdotes.

Arturo la lloró sinceramente y construyó para ella una gran tumba y un montículo funerario, jurando que algún día él y Ginebra descansarían a su lado.

En cuanto a Balín, el arzobispo Patricio le impuso un peregrinaje a Roma y a Tierra Santa. Pero antes de que se fuera al exilio, Balan supo lo acontecido por Lanzarote y lo persiguió. Los dos hermanos de leche pelearon hasta que Balín murió en el acto, de una sola estocada. Pero Balan cogió frío en las heridas y no llegó a sobrevivirlo veinticuatro horas. Así fue vengada Viviana, como dice la canción que compusieron sobre el tema. Pero ¿qué importaba, si yacía en una sepultura cristiana?

Y yo… no supe siquiera quién había sido elegida Dama del Lago, pues no podía volver a Avalón.

Tendría que haber acudido a Taliesin e implorarle de rodillas, que me llevara allá consigo, para purgar todas mis faltas y volver al templo de la Diosa. Pero antes de que terminara el verano también Taliesin se fue. Creo que nunca llegó a comprender que Viviana había muerto, pues hablaba corno si ella fuera a venir pronto para acompañarlo a Avalón. También hablaba de mi madre como si viviera en la Casa de las doncellas, niña todavía. En las postrimerías del verano murió apaciblemente y fue sepultado en Camelot. Incluso el obispo lamentó la pérdida de un hombre sabio e instruido.

El invierno siguiente supimos que Meleagrant se había impuesto como rey en el país del Estío. Al llegar la primavera cuando Arturo estaba lejos, cumpliendo una misión en el sur, y Lanzarote había ido al castillo de Caerleon, Meleagrant envió a un mensajero bajo bandera de tregua, suplicando a su hermana Ginebra que lo visitara a fin de discutir el gobierno del país sobre el cual ambos tenían derecho.

4

—M
e sentiría más tranquilo, y creo que también mi rey y señor, si Lanzarote estuviera aquí para acompañaros —advirtió Cay—. En Pentecostés ese hombre quiso exhibir las armas delante de su señor y no quiso esperar la justicia real. Aunque sea vuestro hermano, no me gusta que vayáis allí sola con una dama y un chambelán.

—No es mi hermano —corrigió Ginebra—. Su madre fue amante del rey, pero él la abandonó al descubrirla con otro hombre. Ella aseguraba que Leodegranz era el padre de su hijo, pero él nunca lo reconoció. Si fuera honorable podría ser regente, pero no permitiré que saque provecho de una mentira.

—¿Vais a poneros en sus manos, Ginebra? —preguntó serenamente Morgana.

La reina los miró a ambos cabeceando. ¿Era posible que aquella mujer fuera siempre tan impasible?

—No confío en él, por supuesto. Pero piensa, Morgana: su reclamación se basa en el hecho de que es mi hermano. Si me ofendiera de algún modo, si no me honrara como a una hermana, esa reclamación resultaría falsa. Por eso va a recibirme como a hermana y reina, ¿comprendes?

Morgana se encogió de hombros.

—Yo no confiaría en él lo más mínimo.

—Sin duda tu hechicería te permite saber lo que podría suceder si yo actuara así.

La sacerdotisa dijo, indiferente:

—No se requiere de hechicerías para saber que un villano es un villano, ni una sabiduría sobrenatural para no poner el oro cerca de un ladrón.

Cuando Morgana decía algo, Ginebra se sentía impulsada a hacer justamente lo contrario; tenía la sensación de que la creía necia, incapaz hasta de atarse los zapatos. La verdad era que apenas se atrevía a mirarla a los ojos desde aquel malhadado Beltane del año anterior, en que le había pedido un encantamiento contra la esterilidad. Cada vez que la veía pensaba que su cuñada también tenía que recordarlo.

«Dios me castiga por comerciar con brujerías, o quizá por aquella noche pecaminosa.» Y corno le sucedía siempre, el re cuerdo le encendió todo el cuerpo con una mezcla de placer y vergüenza. Ah, era fácil atribuir aquello a la borrachera de los tres, excusarse pensando que se había hecho con el consentimiento de Arturo y hasta por su insistencia! Aun así era un grave pecado de adulterio.

Después de aquella noche apenas podían mirarse a los ojos Él debía de despreciarla por desvergonzada y adúltera, pero ella lo deseaba con terrible desesperación. Y desde Pentecostés Lanzarote apenas iba a la corte.

—Es una pena que Lanzarote no esté aquí —dijo Cay—. ¿Quién debería acompañar a la reina en una misión de ese tipo, sino su campeón y protector?

—Si estuviera aquí habría ajustado cuentas con Meleagrant con unas palabras —apuntó Morgana—. Pero de nada sirve lamentarse. ¿Quieres que te acompañe para protegerte, Ginebra?

—¡Maldita sea! —exclamó la reina—. No soy una criatura que no pueda moverse sin niñera. Iré con el señor Lucano, mi chambelán, y llevaré a Bracea para que me vista y me peine, por si tengo que quedarme más de una noche. ¿Qué más puedo necesitar?

—Tendríais que ir con una escolta adecuada a vuestro rango. En la corte quedan algunos de los caballeros.

—Que venga Héctor, el padre adoptivo de Arturo —decidió Ginebra—. Es de alta cuna y veterano de muchas guerras.

Morgana negó con la cabeza, impaciente.

—El anciano Héctor, Lucano, que perdió un brazo en Monte Badon… Tienes que llevar una escolta de buenos combatientes que puedan protegerte, por si ese hombre tiene pensado retenerte para pedir rescate o algo peor.

Ginebra repitió pacientemente:

—Si no me trata como a una hermana, su reclamación pierde valor. ¿Y qué hombre amenazaría a su hermana?

—No sé si Meleagrant es tan buen cristiano —dijo Morgana—, pero tú lo conoces mejor que yo.

—Hablaré con él; si me parece honrado, luchador y capaz de mantener la paz en el reino, y si está dispuesto a jurar lealtad mi señor Arturo, puede reinar en la isla. Un hombre puede ser buen rey aunque no sepa hablar con las señoras ni comportarse en los salones.

—Me maravilla que lo digas. Por el modo en que elogias a mi primo Lanzarote, se diría que nadie te parece buen caballero menos que sea apuesto y hábil en cuestiones cortesanas.

Ginebra no estaba dispuesta a discutir con ella.

—Bueno, hermana, aprecio mucho a Gawaine, aunque tropieza con sus pies y no sabe qué decir a las mujeres. También Meleagrant podría ser un diamante en bruto; para eso voy: para juzgar por mí misma.

A la mañana siguiente la reina se puso en marcha con una escolta de seis caballeros, Héctor, el veterano Lucano, la doncella y un paje de nueve años. Desde su boda con Arturo no había visitado el hogar de su infancia. No estaba lejos: unas cuantas leguas colina abajo hasta las costas del lago. Allí esperaban dos barcas adornadas con los estandartes de su padre. Era muy arrogante por parte de Meleagrant utilizarlos sin permiso, pero quizás el hombre se consideraba sinceramente heredero de Leodegranz. Y hasta podía ser cierto.

Él mismo estaba en el embarcadero y saludó a su ilustre hermana con una reverencia; luego la condujo hacia su embarcación, la más pequeña de las dos. Ginebra nunca supo cómo fue separada de su escolta, excepto del pequeño paje.

—Los sirvientes de mi señora pueden ir en la otra barca. Aquí, yo mismo seré vuestra escolta —dijo cogiéndola del brazo.

Esa familiaridad la disgustó, pero tenía que comportarse con diplomacia y no hacerle enfadar. En el último momento, con una pasajera sensación de pánico, señaló al señor Héctor.

—Quiero a mi chambelán conmigo —insistió.

Meleagrant sonrió, con el rostro arrebolado.

—Como lo desee mi hermana y reina.

Y dejó que Héctor y Lucano subieran con ella a la embarcación menor. Mientras se afanaba en extender una manta para que ella se sentara, los remeros bogaron por el lago. Era poco profundo y estaba lleno de hierbas; en algunas estaciones se secaba. Y de Pronto Ginebra sintió un ataque del antiguo terror y se aferró al asiento con las dos manos; por un momento temió vomitar, apartándose de Meleagrant tanto como se lo permitían las dimensiones del banco. Se habría sentido más a gusto junto a Héctor, cuya Presencia era serena y paternal. Reparó en la gran hacha que el gigante llevaba sujeta bajo el cinturón; era como la que había dejado junto al trono, la que Balin usó para matar a Viviana.

Meleagrant se inclinó hacia ella, asqueándola con su fuerte aliento.

—¿Mi hermana está mareada? No creo que os moleste el movimiento de la barca. Hay tanta calma…

Ginebra se apartó, luchando por dominarse. Estaba en medio del agua, con la única protección de dos ancianos, rodeada sólo de agua, hierba y un horizonte de juncos. ¿Por qué había ido? ¿Por qué no estaba en su jardín amurallado de Camelot? Allí estaba bajo el cielo abierto, sin la menor seguridad, y se encontraba enferma, desnuda y vulnerable.

—Pronto estaremos en la orilla —dijo Meleagrant—. Por si deseáis descansar antes de atender nuestro asunto, hermana, os he preparado las habitaciones de la reina…

La barca rozó la costa. Allí estaba el viejo sendero que serpenteaba hacia el castillo, y el muro donde se había sentado aquella tarde para ver a Lanzarote, que corría entre los caballos. Alargó subrepticiamente una mano para tocar la pared y, al sentirla firme y sólida, cruzó la puerta con alivio.

El viejo salón parecía más pequeño: en Caerleon y Camelot se había acostumbrado a espacios más amplios. Todo tenía un aspecto de descuido: pieles raídas y grasientas, suelos sin barrer, agrio olor a sudor. Aunque arrugó la nariz, el alivio de estar nuevamente entre muros hizo que no le importara. Luego se preguntó dónde estaría su escolta.

—¿Queréis descansar y refrescaros, hermana? ¿Os acompaño a vuestras habitaciones?

Ginebra sonrió:

—No voy a quedarme tanto tiempo como para considerarlas mías, aunque en verdad me gustaría lavarme un poco. ¿Queréis mandar por mi doncella? Si pensáis ser regente, Meleagrant, necesitáis una esposa.

—Hay tiempo para eso —contestó—. Pero os conduciré a las habitaciones que he preparado para mi reina.

Subió por la antigua escalera, que también estaba mal conservada; a Ginebra ya no le parecía tan buena idea nombrarlo regente. Sus soldados tenían un aspecto aún más rufianesco y no se veía a ninguna mujer. Empezaban a invadirla vagos reparos; quizá no había sido prudente llegar sola, no insistir en hacerse acompañar por su escolta en todo momento.

Se volvió en mitad de la escalera para decir:

—Por favor, quiero que mi chambelán me acompañe. ¡ Y necesito inmediatamente a mi doncella!

—Como mi señora desee.

El hombre sonrió de oreja a oreja. Tenía los dientes muy reos, amarillos y manchados. «Es como una bestia salvaje», pensó, apretándose contra el muro, aterrorizada. Pero recurrió a cierta reserva de fortaleza interior para decir:

—Ahora mismo, por favor. Si no llamáis al señor Héctor hablaré inmediatamente al salón hasta que llegue mi doncella. No es decoroso que la reina de Arturo esté sola con un desconocido…

—¿Aunque sea su hermano? —preguntó Meleagrant.

Pero Ginebra vio que Héctor había entrado en el salón.

—¡Padre tutelar! Acompañadme, por favor. ¡Y mandad al señor Lucano en busca de mi criada!

El anciano subió lentamente tras ellos y Ginebra alargó el brazo para apoyarse en él. Meleagrant no parecía muy complacido. Cuando llegaron arriba, abrió la puerta de la alcoba que había ocupado Alienor, junto a la de Ginebra, una habitación trasera, más pequeña. El interior olía a aire viciado y húmedo. Meleagrant la empujó dentro y cerró tras ella, con un fuerte portazo. Mientras caía de rodillas, la reina oyó el ruido de la tranca al descender. Cuando pudo levantarse estaba sola en la habitación. Por más que aporreó la puerta no se oyó ningún sonido.

Morgana había acertado. ¿Habrían matado a toda su escolta, a Héctor, a Lucano? La habitación de Alienor estaba fría y húmeda; sólo quedaban unas sábanas harapientas en el gran lecho y la paja olía mal. Allí continuaba el viejo arcón tallado, pero vacío y con las tallas grasientas. El hogar estaba lleno de cenizas, como si no lo hubieran encendido en muchos años.

Ginebra llamó a la puerta y gritó hasta que le dolieron las manos y la garganta. Estaba hambrienta, exhausta y asqueada por el olor y la suciedad del ambiente. Pero la puerta no cedía. Y la ventana era demasiado pequeña para escapar; además, la distancia hasta el suelo superaba las tres varas y media. Estaba prisionera. Por la ventana sólo se veía un patio de establo, por donde se paseaba una solitaria vaca que mugía de vez en cuando.

Las horas pasaron lentamente. Ginebra tuvo que aceptar que no podría salir de allí por sus propios medios y tampoco atraer a nadie que pudiera liberarla. Sus acompañantes habían desaparecido, muertos o hechos prisioneros; en todo caso, les era imposible acudir en su auxilio. Se encontraba sola a merced de un hombre que, probablemente, la utilizaría como rehén para obtener de Arturo alguna concesión.

Probablemente, no corría peligro. Tal como había dicho Morgana, su reclamación se basaba en el hecho de ser el único hijo varón superviviente, aunque bastardo. No obstante, la aterrorizaba pensar en su sonrisa rapaz y su físico enorme. Bien podía abusar de ella o tratar de obligarla a reconocerlo corno regente del país.

El día pasó con lentitud. El sol que entraba por la estrecha ventana cruzó la habitación hasta desaparecer; empezaba a caer la oscuridad. Ginebra entró en la pequeña alcoba interior que había ocupado cuando era niña. El espacio oscuro, no mayor que un armario, le pareció reconfortante y seguro, aunque estaba sucio, con la paja del lecho enmohecida. Allí se acostó, envuelta en su capa y con el pesado arcón de Alienor apoyado contra la puerta. Había descubierto que Meleagrant le inspiraba mucho miedo y sus soldados, aún más.

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