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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (49 page)

Brooke se quedó boquiabierta.

—¿Qué te parece? —preguntó Elizabeth, tocándose el ala del sombrero—. ¿A que es explosivo?

—¡Oh! —exclamó Brooke, sin saber qué hacer—. ¿Para qué… es?

—¿Qué quieres decir con eso? ¡Es para quedar bien en Tennessee! —rió, antes de empezar a hablar con su mejor imitación del acento sureño, que sonaba como un híbrido entre un extranjero intentando hablar inglés y un cowboy en un western antiguo—. ¡Estamos en Chattanooga, Brooke! ¿No sabes que las damas sureñas se ponen sombreros como éste?

Brooke hubiera querido meterse en la cama y morir. Aquello era humillante hasta extremos indecibles.

—¿Ah, sí? —replicó. Fue todo lo que consiguió articular.

Afortunadamente, Elizabeth volvió a hablar con su acento neoyorquino normal, ligeramente nasal.

—¡Claro que sí! ¿No has visto nunca el derby de Kentucky?

—Sí, pero no estamos en Kentucky. ¿Y no es el derby una situación especial para… ponerse esos sombreros? No estoy segura de que la costumbre sea aplicable a otras… ejem… circunstancias sociales.

Hizo lo posible para que el tono de su voz suavizara las palabras, pero su suegra no le prestó atención.

—¡Ay, Brooke, no tienes ni idea! ¡Estamos en el sur, cariño! ¡El sombrero que he traído para la ceremonia de la boda es todavía mejor! Mañana tendremos tiempo de sobra para ir a comprarte uno, así que no te preocupes. —Hizo una pausa, todavía de pie delante de la puerta, y miró a Brooke de arriba abajo—. ¿Aún no te has vestido?

Brooke se miró primero el chándal y después el reloj.

—Creía que no íbamos a salir hasta las seis.

—Sí, pero ya son las cinco. Prácticamente no tienes tiempo.

—¡Oh, es verdad! —exclamó, en tono de falsa sorpresa—. Tengo que correr. Si me permites, voy a meterme ahora mismo en la ducha.

—Muy bien. Llámanos cuando estés lista. O mejor todavía, ven a nuestra habitación a tomar un cóctel. William ha pedido que nos envíen un vodka decente, para no tener que beber esa horrible agua sucia del hotel.

—¿Qué te parece si nos encontramos en la recepción a las seis? Como puedes ver… —Brooke se apartó y señaló con un gesto la camiseta medio rota y el pelo desarreglado—. Tengo mucho trabajo por delante.

—Hum, sí —replicó su suegra, que evidentemente le daba la razón—. De acuerdo. Nos vemos a las seis. Y… Brooke… ¿podrías maquillarte un poco los ojos? Un poco de maquillaje hace maravillas.

La ducha caliente y el episodio de
Millionaire Matchmaker
que puso de fondo no consiguieron que se sintiera mucho mejor, pero la pequeña botella de vino blanco que sacó del minibar la ayudó un poco. Lo malo fue que se acabó en seguida. Cuando por fin se puso el vestido negro de rigor, se aplicó un poco de sombra en los ojos como una nuera obediente y se encaminó a la recepción del hotel, volvía a estar muy estresada.

El trayecto en coche al restaurante fue de pocos minutos, pero le pareció una eternidad. El doctor Alter se quejó amargamente todo el tiempo: ¿Qué hotel era ese que no tenía servicio de planchado? ¿Cómo era posible que Hertz sólo alquilara coches de fabricación nacional? ¿A quién se le ocurría programar la cena para las seis y media de la tarde, por el amor de Dios, cuando prácticamente era la hora de almorzar? Incluso llegó a quejarse de que no hubiera suficiente tráfico un viernes por la noche en Chattanooga. Después de todo, ¿qué ciudad respetable tenía las calles despejadas y muchísimo espacio para aparcar? ¿En qué lugar del mundo los conductores eran tan amables que se paraban diez minutos delante de cada señal de stop y se hacían mutuamente ademanes con la mano para que pasara el otro? En ningún lugar donde él quisiera estar, desde luego. Las auténticas ciudades tenían congestión, suciedad, aglomeraciones, nieve, sirenas, baches y todo tipo de desgracias. Y así siguió, en la bronca más ridícula que Brooke hubiese oído en su vida. Cuando los tres entraron en el recinto, Brooke se sentía como si hubiera estado fuera toda la noche.

Para su alivio, los padres de Trent estaban de pie junto a la puerta. Se preguntó qué pensarían del absurdo sombrero de su suegra. El padre de Trent y el de Julian eran hermanos, y estaban muy unidos pese a la gran diferencia de edad que había entre ellos. Los cuatro se retiraron inmediatamente hacia el bar, que estaba en el otro extremo de la sala, mientras Brooke se disculpaba, diciendo que iba a llamar a Julian. En seguida notó las miradas de alivio. Después de todo, las mujeres que llaman por teléfono a su marido para saludarlo no se divorcian al minuto siguiente, ¿no?

Recorrió la sala con la mirada en busca de Trent o de Fern, pero no vio a ninguno de los dos. Fuera, hacía unos diez grados, lo que podía considerarse tropical en comparación con el mes de febrero en Nueva York, por lo que no se molestó en volverse a abotonar el abrigo. Estaba convencida de que Julian no iba a contestar (serían más o menos las doce de la noche en Gran Bretaña y él aún no habría terminado la jornada), pero marcó el número de todos modos y se sorprendió al oír su voz.

—¡Hola! ¡Qué bien que hayas llamado! —dijo él, que parecía tan asombrado como ella. No había ruido de fondo. Sólo se notaba emoción en su voz—. Estaba pensando en ti.

—¿De verdad? —preguntó ella, detestando la inseguridad en su propia voz.

Durante las dos últimas semanas, habían hablado una vez al día, pero siempre por iniciativa de él.

—Me da mucha pena que estés allí en esa boda, sin mí.

—Sí, bueno… A tus padres les da todavía más pena.

—¿Te están volviendo loca?

—Decir que me están volviendo loca es quedarse muy corto. Ya me habían vuelto loca antes de llegar al mostrador del hotel. Ahora hemos entrado de lleno en la fase de aniquilación.

—Lo siento —dijo él en voz baja.

—¿Crees que estás haciendo lo correcto, Julian? Todavía no he visto a Trent y a Fern, pero no sé qué voy a decirles.

Julian carraspeó.

—Diles otra vez que no quería convertir su boda en un circo mediático.

Brooke guardó silencio un segundo. Estaba segura de que Trent se habría arriesgado a tener un par de reporteros chismosos en su ceremonia, con tal de que su primo y amigo de toda la vida estuviera a su lado el día de su boda; sin embargo, no dijo nada.

—Eh… ¿y cómo ha ido todo esta noche?

—¡Cielo santo, Rook, ha sido increíble! Sencillamente increíble. Hay un pueblo cerca de la finca, con un casco antiguo medieval en lo alto de una colina, y desde allá arriba se ve la parte nueva del pueblo al pie de la ladera. La única manera de subir a la parte antigua es coger un pequeño funicular, en el que no caben más de quince personas a la vez, y cuando te bajas, es como un laberinto: un montón de muros enormes de piedra, con antorchas, que se extienden desde lo alto, y pequeños huecos donde se ocultan las tiendas y las casas. Justo en medio de todo eso, hay un anfiteatro antiguo, con las vistas más maravillosas que te puedas imaginar del campo escocés, con sus colinas. Y allí actué yo, en la oscuridad, iluminado únicamente por las antorchas y las velas. Servían unas bebidas calientes de limón con algo fuerte, y había algo en el aire frío, en las bebidas calientes, en la iluminación espectral o en las vistas… No sé explicarlo bien, pero era impresionante.

—Parece fabuloso.

—¡Lo fue! Y cuando terminó, nos trajeron de vuelta al hotel… a la finca… a la mansión. No sé cómo llamar a este sitio, pero también es increíble. Imagina una granja antigua, rodeada de docenas de hectáreas de colinas, pero con pantallas planas por todas partes, calefacción de suelo radiante en los baños y la piscina desbordante más fantástica que hayas visto. Las habitaciones cuestan algo así como dos mil dólares por noche y cada una tiene chimenea privada, una pequeña biblioteca, ¡y derecho a mayordomo propio! —Hizo una pausa durante un minuto y después dijo, dulcemente—: Sería perfecto, si tú estuvieras aquí.

A Brooke le gustó que estuviera tan feliz (realmente le gustó mucho) y tan hablador. Era evidente que había decidido asumir la postura de compartir las cosas con ella. Quizá había sufrido una crisis de conciencia respecto a sus comunicaciones de los últimos tiempos. Pero todo lo que le contaba era muy difícil de asimilar, teniendo en cuenta las circunstancias de Brooke, que en aquel momento no gozaba de la compañía de jefes de Estado ni de supermodelos internacionales, sino de sus suegros; que no veía campos bucólicos, sino una sucesión de centros comerciales, y que se alojaba en una aburrida habitación del Sheraton de la ciudad, donde no había mayordomos por ninguna parte. Y por si fuera poco, estaba asistiendo sola a la boda del primo de Julian. Si por un lado era fantástico saber que él lo estaba pasando maravillosamente bien, por otro, no le habría molestado en absoluto que él le hubiese ahorrado al menos algunos detalles de su maravillosa vida.

—Mira, ahora tengo que entrar. La cena previa a la boda está a punto de empezar.

Una pareja más o menos de su edad pasó a su lado, de camino hacia la entrada del restaurante, e intercambiaron con ella una sonrisa.

—En serio, ¿cómo están mis padres?

—No lo sé. Bien, creo.

—¿Se están comportando bien?

—Al menos lo están intentando. Tu padre se ha puesto a despotricar contra la compañía de alquiler de coches (no me preguntes por qué) y tu madre parece haber entendido que esto es un baile de disfraces; pero aparte de eso, sí, creo que están bien.

—Eres una campeona, Brooke —dijo él con voz serena—. Siempre más allá del cumplimiento del deber… Estoy segura de que Trent y Fern te lo agradecen.

—No podía hacer otra cosa.

—Pero mucha gente no hubiera hecho lo mismo. Por mi parte, espero haber hecho también lo correcto.

—No tenemos que pensar en nosotros, ni en lo que estamos pasando —dijo ella con calma—. Tenemos la responsabilidad de poner buena cara y celebrar la gran noche de Trent y de Fern, y es lo que intentaré hacer.

La interrumpió otra pareja que pasó a su lado. Algo en sus miradas le indicó que la habían reconocido. Cuando la gente viera que estaba sola, se pondría a suponer cosas.

—¿Brooke? Créeme que lo siento mucho, pero te echo de menos y no veo la hora de volver a verte. Realmente pienso que…

—Ahora tengo que irme —dijo ella, consciente de que había oídos indiscretos a su alrededor—. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondió él, pero ella notó que estaba dolido—. Saluda a todos de mi parte e intenta divertirte esta noche. Te echo de menos y te quiero mucho.

—Ajá. Yo igual. Adiós.

Desconectó la llamada y la asaltó una vez más la sensación de querer desplomarse en el suelo y ponerse a llorar a gritos, y lo habría hecho de no haber sido porque Trent salió a su encuentro. Vestía lo que Brooke consideraba el clásico uniforme de niño bien de colegio privado: camisa blanca, blazer azul, corbata color arándano, mocasines Gucci y (como un guiño al paso imparable del tiempo) unos atrevidos pantalones sin pinzas. Incluso en aquel momento, después de tantos años, Brooke revivió en un instante su cita en aquel soso restaurante italiano y la intensa sensación de mariposas en el estómago que se apoderó de ella cuando Trent la llevó al bar donde actuaba Julian.

—¡Eh, ya me había llegado el rumor de que estabas por aquí! —dijo él, inclinándose para darle un beso en la mejilla—. ¿Era Julian? —preguntó, señalando con un gesto el teléfono.

—Sí, está en Escocia, aunque sé que preferiría estar aquí —dijo débilmente.

Trent sonrió.

—Si así fuera, estaría aquí. Le he dicho mil veces que esto es propiedad privada y que podemos contratar guardias de seguridad para mantener a raya a los paparazzi, pero él sigue insistiendo en que no quiere convertir mi boda en un circo. Nada de lo que le he dicho lo ha convencido, así que…

Brooke le cogió una mano.

—Siento mucho todo esto —dijo—. Hemos sido horriblemente inoportunos.

—Ven, entra y sírvete una copa —dijo Trent.

Ella le apretó cariñosamente el antebrazo.

—Tú también te servirás una, ¿no? —le dijo, sonriendo—. Después de todo, es tu noche. ¡Ah, y todavía no he saludado a la novia!

Brooke pasó por la puerta que Trent había abierto para ella. Para entonces, la sala estaba muy animada, con unas cuarenta personas que iban y venían con vasos de cóctel en la mano, hablando de las intrascendencias habituales. La única persona que Brooke reconoció, aparte de su familia política y de los novios, fue el hermano pequeño de Trent, Trevor, un estudiante universitario que se había parapetado en un rincón y miraba fijamente la pantalla de su iPhone, rezando para que nadie se le acercara. Con la excepción de Trevor, pareció como si durante una fracción de segundo toda la sala contuviera el aliento y levantara la vista cuando Trent y ella entraron en la sala. Su presencia (y la ausencia de Julian) fue debidamente observada.

Sin darse cuenta, apretó la mano de Trent, que a su vez apretó la suya.

—Vamos, vete —le dijo Brooke—. Ve a atender a tus invitados. ¡Disfrútalo, porque todo esto pasa muy de prisa!

Por fortuna, el resto de la cena transcurrió sin complicaciones. Fern había tenido la amabilidad, sin que hiciera falta pedírselo, de sentar a Brooke lejos de los Alter y cerca de ella. De inmediato, Brooke descubrió su atractivo: contaba historias interesantes, hacía bromas divertidas, preguntaba a todo el mundo por su vida y hacía de la humildad un arte. Incluso consiguió romper el momento de incomodidad, cuando uno de los viejos compañeros de Trent de la facultad de medicina, completamente borracho, brindó por la antigua afición de su amigo por las chicas con pechos operados y tuvo la desfachatez de mirar ostensiblemente por el escote de Fern, diciendo:

—¡Bueno, ya veo que lo ha superado!

Cuando terminó la cena y los Alter se acercaron para llevarse a Brooke al hotel, Fern la enganchó por un brazo, batió las largas pestañas mirando al padre de Julian y, con su encanto sureño, dijo:

—¡Oh, no, no se la lleven! —Brooke notó divertida que alargaba las vocales, exagerando a propósito su acento—. Esta chica se queda con nosotros. Cuando todos los mayores se hayan ido a sus habitaciones, haremos una fiestecita. No se preocupen. Nos aseguraremos de que regrese sana y salva.

Los Alter sonrieron y le tiraron un beso con la mano a Fern y otro a Brooke. En cuanto salieron del comedor, Brooke se volvió hacia Fern.

—Me has salvado la vida. Me habrían obligado a tomar una copa con ellos en el hotel y después me habrían acompañado a mi habitación, para hacerme otras seis mil preguntas sobre Julian, y probablemente mi suegra habría hecho algún comentario odioso sobre mi peso, mi matrimonio o ambas cosas. No sé cómo agradecértelo.

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