La puerta de las siete cerraduras (18 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
10.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Desde ahí —explicó el agente—cortaron la corriente, y también desde fuera de la casa cortaron el hilo del teléfono.

Con la ayuda de la luz realizaron un completo examen de la casa. Cuando se hallaban inspeccionando la alcoba de
mistress
Cody llegó la Policía local. Indudablemente, en Scotland Yard habían oído bastante de la interrumpida conversación telefónica antes de haber sido cortado el hilo y hablan comunicado con la Policía de Sussex. Desde Chichester enviaron una brigada especial en automóvil.

Sneed, una vez que los agentes se distribuyeron convenientemente en la casa, continuó su trabajo, interrumpido por la llegada de las fuerzas. Estaba ensayando un manojo de llaves en la cerradura de una pequeña caja de manufactura india.

—He encontrado esto debajo de la cama —dijo—. Es curioso ver cómo cierta clase de personas guardan sus cosas debajo de la cama y otras debajo de la almohada. Son manías.

Giró la llave y quedó abierta la caja. Su interior estaba lleno de papeles. Cartas, cuentas viejas, el programa de un concierto de fecha remota y posiblemente relacionado con un episodio romántico de la pobre mujer muerta.

—Usted examine el paquete de arriba —dijo Sneed— y yo el resto.

Dick desató la cinta que sujetaba los papeles y empezó a leerlos. Había una o dos cartas escritas con letra infantil y una mota garrapateada, que terminaba de esta manera: «Su cariñoso sobrino, John Cawler.»

—Creí que sólo tenía un sobrino: Tom —dijo Dick.

—Nunca se sabe los sobrinos que tiene una persona —dijo con indiferencia Sneed.

—Pero aquí se habla de Tom. ¿Será su hermano?

—Cualquiera sabe quién es ese chofer. Ya he mandado que le detengan. Ha desaparecido, y me parece que debe de estar complicado en este crimen.

—Yo rechazo esa idea. Le conozco bien y sé que no es hombre de esta ralea. Yo no le confiaría nada que valiese algo, pero no es un asesino.

Sneed continuó leyendo.

Casi al principio del paquete que examinaba Dick se halló una carta escrita con buena letra. Decía así:

«Querida
mistress
Cawler: Acabo de ver a Stalletti, el cual me ha dicho que su excelencia está muy enfermo. Deseo que me envíe usted las últimas noticias, por las razones que usted sabe y que no tengo necesidad de mencionar. Su afectísimo, H. Bertram.»

—La letra es de Cody —dijo Sneed—. ¿Bertram? Yo conozco ese nombre.

—Por lo visto —dijo Dick—, todos se conocían: Cody,
mistress
Cody, Stalletti y el último
lord
Selford. Mentía Cody cuando aseguraba que no sabía nada de los Selfords.

Dick examinaba carta por carta; pero no halló nada interesante, a no ser una copia de un certificado de matrimonio, que apareció cuando la caja estaba casi vacía.

—¡Hum! —exclamó—. Se casaron unos ocho meses después del fallecimiento del último
lord
Selford, con autorización especial. Stalletti fue testigo de la boda, y William Brown. ¿Quién diablos es este William Brown?

Terminada la investigación, volvieron a la biblioteca. Sneed cogió del brazo a Dick y le dijo: — ¿Adonde iremos desde aquí?

—No lo sé —respondió aquél, desesperanzado.

Sacó la llave del bolsillo y la examinó cuidadosamente.

—¡Número cuatro! —exclamó—. Si encuentro las otras tres, alguien será colgado por el crimen de esta noche.

—¿Adonde iremos? —volvió a preguntar Sneed.

Dick consultó el reloj. Eran las dos y cuarto de la madrugada.

—Iremos a Selford Manor —dijo—. Sólo hay tres millas para llegar a aquella casa de la nobleza.

Salieron al jardín, en donde Dick había dejado su automóvil.

—¿Qué espera usted encontrar allí?

—No lo sé con seguridad —respondió Dick, empezando a maniobrar en el coche—. Pero tengo el presentimiento de que allí encontraremos algo.

El automóvil se movía con dificultad y sólo avanzó un metro escaso. Dick lo hizo parar y saltó a tierra.

—Me parece que tendremos que ir a pie —dijo, y alumbró con la linterna las ruedas.

Todos los neumáticos estaban cortados por diferentes sitios.

CAPÍTULO XXIV

No podría olvidar Sybil en toda su vida aquel momento de terror que le produjo el encontrarse con la redonda cara de Cawler, el chofer. Detrás de la puerta se oían los gruñidos y los ruidos que producía el hombre-bestia que trataba de abrirla. Arriba, tras el cristal y las barras de hierro, otro posible enemigo.

El rostro desapareció durante un momento, y entonces Sybil oyó un espantoso chillido y más fuertes los esfuerzos para abrir la puerta. Pocos segundos después alguien arrancaba el marco del tragaluz. Una mano asomaba. Sin vacilar un momento, Sybil se subió a la silla y se agarró a la mano, que tiraba de ella hacia afuera.

—Sujétese usted en el borde un momento. ¡Estoy deshecho! —-murmuró Cawler.

Ella obedeció. Mirando por encima del hombro, vio que la puerta empezaba a combarse. Siguió un golpetazo violento, como si un cuerpo pesado se arrojase contra la puerta.

—¡Arriba! —exclamó el chofer, y alargando los brazos la impulsó hacia arriba, ayudándola a salir al tejado.

Cawler miraba a su alrededor con ansiedad. Cogió del brazo a la muchacha y la condujo a lo largo del tejado. La luz de una vieja linterna les servía de guía. Sybil vio la escala y sin esperar instrucciones se colocó en ella. Recordando sus habilidades de la infancia, se deslizó por la escala. Esto no era muy edificante, pero era muy rápido. Apenas había llegado al suelo, cuando Cawler ya estaba a su lado.

Cawler no quitaba ojo del parapeto. La luna se ocultaba momentáneamente detrás de las nubes; pero había bastante luz para ver la silueta de un hombre gigantesco que se acercaba a la escala. No había tiempo que perder. Huyeron precipitadamente a lo largo del camino y entre los árboles, sin detenerse hasta que llegaron a un barranco, el cual pudo atravesar la muchacha con la ayuda de Cawler.

Este había apagado la linterna, y no tenían el amparo de otra luz que la de los débiles rayos de la luna. Cuando llegaron al otro lado del barranco se detuvieron.

—No haga usted ruido —murmuró Cawler.

Ella no oía nada; pero el chofer parecía indeciso.

—Si pudiese llegar hasta donde está mi «auto» —dijo—. Vamos.

Atravesaron un trigal y llegaron a una puerta que estaba abierta. Pasaron por ella y se encontraron en un camino, a cuyo final se alzaba un alto y viejo muro.

—Es Selford Park —explicó Cawler.

¡Selford Park! Sybil sintió un horrible temor. No tenía la menor idea de encontrarse cerca del odioso lugar, y un intenso temblor se apoderó de ella.

—Un poco más allá hay un agujero en el muro —dijo Cawler—. Es el mejor sitio para que pueda usted salir. Si él da con nuestro rastro, no habrá medio de librarse.

—¿Quién es él? ¿Qué ha ocurrido? Yo oí a alguien quejarse.

—Yo también, y creí que era usted. Por eso subí por la escala, a ver qué ocurría. Yo he subido al tejado otras veces y conozco el tragaluz de memoria.

No creyó oportuno añadir que era por naturaleza curioso y que de todo sospechaba, y que tenía sus puntos de vista acerca de la sinceridad de Cody en ciertos asuntos que le habían llevado a realizar una investigación privada referente a ellos. Su teoría de que Cody era un plebeyo elevado (Cawler siempre teorizaba en alto grado) estaba muy lejos de la realidad. Pero él había hecho muchas visitas a las habitaciones prohibidas de la casa, sin éxito, a fin de comprobar su natural prejuicio contra el hombre que era su amo.

—Algo ha ocurrido, desde luego —decía, mientras caminaban—. Yo he visto una vez a ese hombre desnudo; es decir, no desnudo del todo, sino con unos viejos calzones y sin camisa.

—¿Quién es? —preguntó Sybil, horrorizada.

—No lo sé. Una especie de gigante, un loco quizá. Le vi a distancia y no me pareció un ser humano. Yo tengo una idea; pero eso no le interesa a usted. Aquí está el agujero del muro.

Apenas era visible, incluso a la luz del día, pues estaba oculto tras una barrera del ramaje. Evidentemente, Cawler conocía bien el sitio, pues separó unas ramas para que Sybil pasase, medio arrastrándose, al parque. No era la parte que ella conocía o que le era casi familiar. Cawler le dijo, mientras iba cruzando por el alto césped, que aquel sitio se conocía por el nombre de Sheperd's Meadows (Prados del Pastor), famosos terrenos que adquirió el primitivo
lord
.

Con gran sorpresa de Sybil, Cawler dijo que era sobrino de
mistress
Cody.

—Me crié a su lado —explicó—. Y también mi hermano Johnny, que murió cuando yo tenía unos seis años.

—¿Y ha vivido usted con ella toda su vida? —preguntó Sybil, contenta de tener un tema de conversación que le hiciese olvidar su horrible situación. pasada.

—¿Con ella? —respondió Cawler, riéndose despreciativamente—. ¡No, gracias a Dios! Me escapé en cuanto pude.

—¿No era buena con usted?

—Ella no sabe lo que quiere decir esa palabra. ¡Cuántas noches me acostaba rabiando de hambre! Por cualquier cosa me molía a golpes. Y aún odiaba más a Johnny, mi hermano gemelo. Tuvo suerte en morirse el pobrecillo.

—¿Y a pesar de todo, ha vuelto usted a su lado?

Cawler no respondió inmediatamente. Antes de hacerlo lanzó una carcajada.

—Cuando fui malo —dijo—, ella fue buena conmigo. Le diré a usted la verdad,
miss
. Yo he estado en la cárcel dieciséis veces, principalmente por echar el gancho.

—¿Por robar?

—Exactamente. Yo soy ladrón por naturaleza. Sobre todo ladrón de automóviles. Me he llevado bonitamente muchos «autos» en las carreras, joven. Pero la última vez tuve que comparecer ante el juez, el cual me anunció que en el próximo robo me enviaría a presidió por reincidente. Esto quiere decir que me cargarían doce añitos. Por eso me retiré. Entonces pedí a mi querida tía que me colocase. Y me admitió a su servicio. Sin duda creyó que, por ser yo su sobrino, podría ayudarla en ciertos trabajos sucios que ella necesitaba realizar. En efecto, he tenido que hacer das o tres cosas raras.

Se calló e indicó a la joven que guardase silencio, y tendiéndose en el suelo de pronto se quedó mirando por el nivel del terreno que estaban atravesando. El paisaje era desconocido para Sybil. A la izquierda había una alta roca blanca; Sybil vio que a sus pies corría el agua.

—Esta es la presa —dijo el chofer—. Hay un pequeño camino a lo largo; pero es muy peligroso, sin muro ni barandilla. Varias personas han perecido al caer en la presa.

Volvió a callar y volviendo la cabeza, miró hacia el camino que habían recorrido. Evidentemente, había visto algo.

—Váyase usted —dijo—y camine siempre hacia la izquierda. Encontrará usted un pequeño bosque, y procure separarse todo lo que pueda de la presa.

—¿Qué ha visto usted? —preguntó ella temblando.

—No sé —respondió Cawler, de modo evasivo—. Váyase y haga todo lo que le he dicho, procurando no hacer ruido.

La idea de hallarse sola hacía temblar a Sybil. Pero las instrucciones de Cawler eran tan terminantes y urgentes, que no se atrevió a desobedecer las. Echó a andar en dirección al pequeño soto que se dibujaba a lo lejos.

Cawler esperó. No separaba los ojos de la figura que erraba a derecha e izquierda, pero avanzando siempre hacia él.

Miedo, lo que se dice miedo, no lo conocía
mister
Cawler. Su agudo ingenio y su costumbre de pelear con cierta gente ruda le hacían capaz de sostener el encuentro que se aproximaba, Empuñó una llave de acero, única arma que poseía, y cuando la enorme y espantosa figura se alzaba ante él, Tom Cawler saltó rápidamente sobre ella.

Sonó un horrible grito de rabia. El ruido y la furia de la pelea llegaron hasta Sybil, que empezó a correr ciegamente, en la oscuridad, hasta que dio contra un árbol y calló al suelo, con la respiración entrecortada. Haciendo un supremo esfuerzo, logró incorporarse y continuar la huida a través del soto. A cada minuto encontraba una nueva e infranqueable barrera, que le impedía avanzar.

Atravesó, al fin, el soto, y cruzó un llano cubierto de hierba. Ningún nuevo sonido llegaba hasta ella. Sin saber en qué dirección caminaba, no podía adivinar adonde la llevarían sus pasos. Cuando volvió a encontrarse en otro bosque pensó que sólo había dado un rodeo para volver al mismo sitio de donde salió. Pero entonces, inesperadamente, salió a campo abierto. La luz de la luna mostraba la blanca cima de una roca y hundía en la sombra la abertura que ésta tenia en su frontispicio. Sybil se sintió desfallecer. ¡Se hallaba en la boca de las tumbas de Selford, cuya puerta de hierro estaba abierta!...

Latía su corazón con violencia. Tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para no caer desvanecida. Apretando los dientes, dominando sus nervios, avanzo hacia la boca de la tumba. La llave estaba puesta en la cerradura. Miró, llena de terror, hacia la oscura profundidad. Entonces oyó detrás de ella un hondo sollozo, un triste llanto, que heló su sangre.

El hombre bestia avanzaba a través del bosque hacia ella. Se apretó contra la puerta de la tumba, agarrándose a los barrotes, y con repentina resolución, mezcla del terror y de histerismo, penetró en la caverna y cerró la puerta. Metiendo el brazo por entre los barrotes echó la llave y la quitó de la cerradura.

Escuchó un momento. En la tumba reinaba un profundo silencio. Bajó la mohosa escalera y llegó al primer compartimiento. Al final de la escalera volvió a escuchar. Al cabo de un momento se oyeron pasos suaves sobre la tumba, y un grito agudo. Se aproximó a la puerta que separaba la antecámara de la tumba, en el momento en que una sombra pasaba por la puerta de arriba. Temblorosa, fijó la vista en la escalera...

« ¿Habrá roto la cerradura?», pensaba, aterrada al verse allí, en la oscuridad, sola con la muerte.

Pasó la mano por los barrotes. Un nuevo horror se apoderó de ella. Su mano fue cogida fuertemente por una garra fría y viscosa que surgía de la oscuridad de la tumba.

CAPÍTULO XXV

Luchando como un tigre para libertarse y sin ver la cara de su enemigo, pasó la otra mano por la reja y cogió la maraña de pelo de una barba.

—¡Puf! —exclamó una voz profunda y sepulcral—. No le haré a usted daño si me dice qué hace aquí.

Estas palabras sonaban, sin embargo, a voz de ser humano.

—Yo soy Sybil... Lansdown...—murmuró—. Llegué hasta aquí huyendo de... algo horrible...

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
10.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Zeuglodon by James P. Blaylock
Hero by Leighton Del Mia
A Quilt for Christmas by Sandra Dallas
The Bride's Secret by Bolen, Cheryl
Curses and Smoke by Vicky Alvear Shecter
The Fields of Lemuria by Sam Sisavath


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024