La puerta de las siete cerraduras (21 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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—Viejos y buenos amigos..., pero no por la misma causa. ¡Lo que yo daría por tener la llave de Stalletti!

—¿La llave?

—Sí, su llave. El tiene la quinta llave;
lord
Selford posee, probablemente, la sexta, y X, el gran desconocido, la séptima. En cuanto a Selford, no estoy completamente seguro. Si yo hubiese llegado a Capetown cuatro o cinco días antes, lo hubiera sabido seguramente.

—Pero ¿qué tiene que ver Selford con todo esto? —preguntó Sneed, que le oía con la boca abierta.

—Mucho. Aunque no tanto como Stalletti. Y perdóneme usted que no sea más explícito; pero sin duda he nacido para escribir novelas misteriosas, y a veces me complazco en abandonar la monotonía de lo real para penetrar en el mundo novelesco.

—¿Dónde está Cawler?

—Dios lo sabe. Al principio, pensé que Cawler sería responsable de tres asesinatos, pero me parece que estoy equivocado. El odiaba a
mistress
Cody, que, desde luego, era su tía, pero no hasta el extremo de asesinarla vilmente. Se ha portado muy bien con Sybil Lansdown.

—Lo cual le complace a usted, Dick.

—Más de lo que usted supone —replicó Dick sin alterarse.

Mistress
Lansdown no estaba visible cuando ellos llegaron. Había subido a la habitación donde dormía su hija y aún no había regresado, según les dijo
mister
Havelock.

—¿Vendrá más fuerza de Policía? —preguntó éste.

—Una docena de hombres de buen apetito permanecerán en la cocina esta noche —respondió Sneed bromeando.

Mister
Havelock dejó el libro que estaba leyendo; se levantó y empezó a pasear penosamente.

—Estoy enfermo de intranquilidad —dijo—. Se lo confieso a usted, capitán Sneed. Nuestro amigo Martin cree que estoy inventando una novela; pero yo no estaré tranquilo hasta mañana a estas horas —paseaba por la habitación, cabizbajo, las manos a la espalda.


Lord
Selford no está en Londres —dijo sin más preliminares—. En el Ritz—Carlton no le han visto ni saben nada de él.

—Pero ¿ha estado alguna vez en el Ritz—Carlton? —preguntó rápidamente Dick.

—No. Todo esto es muy extraordinario. Esta mañana, al pasar por allí, me detuve en el hotel e hice toda clase de preguntas. Recordará usted que he recibido varias cartas de él escritas en papel del Ritz—Carlton.

—Sin embargo, nunca ha estado allí. ¿Le ha enviado usted dinero alguna vez a ese hotel?

—Sí —respondió el abogado rápidamente—. Hace unos dos años me llamó por teléfono. En seguida reconocí su voz. Me dijo que se iba a Escocia, a pescar, y que le enviase dinero americano, una respetable suma, al hotel.

—¿Cuánto?

—Veinte mil dólares. No me pareció nada bien.

—¿Le dijo usted que quería verle?

—Se lo supliqué. Le amenacé con presentar la dimisión de mi cargo de confianza a menos que viniese él a verme o que me permitiese verle yo a él. El asunto empezaba a inquietarme.

—Y ¿qué respondió Selford? —Se echó a reír. Tenía una risa débil, extraña, muy peculiar, que yo recuerdo haberle oído cuando él era un niño.

—¿Le envió usted el dinero?

—Sí. Después de todo, yo era un simple servidor suyo, y como se traslada de un sitio a otro tan rápidamente, no hubo modo de aplazar el envío. Entonces se me ocurrió el enviar a alguien que le echase el ojo. ¿No es éste el término policíaco? Dick se quedó pensando un momento.

—Dígame usted una cosa —dijo después—: cuando él le llamó a usted por teléfono la última noche, ¿le dijo desde dónde le hablaba?

—Yo me enteré. Desde una oficina de teléfonos, según me informó el operador. Lo más extraño es que hace pocos días se sabía que estaba en Damasco. Hemos estudiado el caso y resulta que llegando a Constantinopla por la vía aérea y cogiendo el expreso de Oriente podía muy bien haber llegado a Londres media hora antes de hablarme por teléfono.

La conversación fue interrumpida por la llegada de
mistress
Lansdown. La madre de Sybil parecía fatigada; pero en su rostro se reflejaba cierta alegría, a causa de la satisfacción que había experimentado después de una terrible noche de ansiedad.

—No entiendo lo que ocurre —dijo—; pero, gracias a Dios, mi hija se ha salvado. ¿Han encontrado ustedes al chofer?

—¿Cawler? No ha vuelto a ser visto desde que se separó de Sybil —respondió Dick.

—¿Cree usted que puede haberle ocurrido algo?

—No lo sé... ¡Pero no creo...! Cawler sabe defenderse a sí mismo, y si ha tenido que luchar con alguien, habrá llevado la mejor parte.

Por la tarde llegaron nuevas noticias acerca de Stalletti. Había sido visto por un policía poco después de haber despertado al hombre que alquiló para que estuviese al cuidado de la casa.

Stalletti poseía un pequeño automóvil, en el que acostumbraba pasear por los alrededores del pueblo, y el agente ciclista le había visto emprender velozmente la dirección hacia Londres. Stalletti parecía de mal humor y agitado, y se hablaba a sí mismo. El policía llegó a pensar si el doctor estaría bebido, pues su excitación era extraordinaria, al extremo de no prestar la menor atención a las indicaciones del ciclista.

—Eso demuestra mi teoría —dijo Dick— de que Stalletti es un demonio; pero un demonio inteligente. Se ha dado cuenta de que para él, como para Cody, ha llegado el caso de sálvese quien pueda.

Dick trató de reposar unas horas, y al anochecer verificó un cuidadoso examen de la casa, particularmente de las habitaciones que les habían sido designadas. Conducía al piso superior una ancha escalera de estilo isabelino, que terminaba en un amplio rellano, del cual partían dos pasillos, en los que se veían las puertas de las alcobas. Había ocho puertas macizas, cuatro a cada lado. El corredor recibía la luz a través de unas ventanas que daban a un patio formado por dos alas del edificio, una de las cuales había sido destinada por completo a las habitaciones reservadas del último
lord
Selford, y en la cual murió éste. La otra parte del edificio había sido convertida en cuartos para la servidumbre. Las alcobas eran extremadamente altas de techo y casi llegaban al tejado. Frente a la escalera estaba el «Departamento del Estado», como aún se llamaba a aquella que fue en un tiempo la principal habitación de la casa, y que actualmente había sido destinada a Sybil y a su madre.

CAPÍTULO XXVIII

Mientras
mistress
Lansdown y Sybil paseaban por el parque, después de haber tomado el té, Dick examinó las dos habitaciones, inspeccionando sus muros y ventanas. Se había procurado una cinta métrica, y con la ayuda de uno de los agentes que habían llegado de Londres midió las habitaciones por fuera y por dentro y comparó las medidas con las que obtuvo de las contiguas al «Departamento de Estado». La diferencia era tan ligera, que excluía toda posibilidad de un pasadizo secreto entre los muros. Estos, según costumbre en las construcciones isabelinas, eran gruesos y sólidos.

El «Departamento de Estado» era grande, ricamente amueblado, con una cama antigua de cuatro columnas, colocada sobre un tablado. Los muros estaban tapizados. Unos cuantos muebles de viejo estilo contribuían al conjunto, y si el piso hubiese estado cubierto de espadaña, la alcoba serla perfectamente isabelina, sin el nuevo toque moderno.

Corrió hacia ambos lados las largas cortinas de terciopelo que tapaban las ventanas, y vio que éstas tenían rejas de hierro. Llamó entonces al guarda.

—Sí —dijo éste—, éstas son las únicas ventanas de la casa que tienen hierros. El último
lord
Selford los hizo colocar después de haberse cometido un robo. Vea usted: el pórtico está precisamente debajo y es muy fácil saltar, desde él a la habitación.

Dick examinó los barrotes detenidamente. Estaban bien fijos y tan compactos que era imposible pasar a través de ellos. Cuando estaba cerrando las ventanas llegó Sneed.

—Las señoras dormirán aquí, ¿verdad? —dijo, probando la fortaleza de los hierros—. Están bien seguras. Habrá un agente toda la noche en el pasillo, otro en el hall y dos en el jardín. Por lo que a mí respecta, espero que nadie me moleste esta noche, a menos que llegue su excelencia. ¿A qué hora se le espera?

—Entre seis y siete de la mañana —respondió Dick, produciendo una gran satisfacción a Sneed.

Había otra parte de la casa que Dick Martin tenía grandes deseos de ver. El guarda le sirvió de guía. Era un sótano que se extendía a lo largo —la mitad aproximadamente— del bloque principal del edificio. Para llegar al sótano había que atravesar una cocina en el subsuelo, parte de la cual estaba destinada a bodega, que, según observó Dick, se hallaba bien surtida, no había mas luz que la que él llevaba, y al contrario que la mayor parte de las bodegas de la época isabelina, el techo no era abovedado. Grandes vigas de roble la cruzaban, sobre sostenes de madera ennegrecidos por la acción del tiempo.

Aparte de la bodega, el sótano estaba vacío. Sólo había en él tres grandes barriles de cerveza que pocos días antes se habían recibido. Dick los golpeó uno por uno, y con un fútil pretexto envió arriba al guarda. El sentido del olfato de Dick era excepcional. No era precisamente el olor de la cerveza lo que él había olido.

Buscando a su alrededor encontró, en una oscura esquina, un abridor de cajas casi nuevo; subió los escalones rápidamente, cerró la puerta con cerrojo y volvió a los barriles, abriendo a continuación uno de ellos. Salió un vapor muy espeso. Sujetó la tapa con una mano e introdujo la otra entre los blancos vapores que surgían del barril. Entonces volvió a tapar éste y abandonó el sótano. La inspección le había satisfecho plenamente.

Cruzó el hall y salió de la casa. En automóvil llegó hasta las puertas de entrada a la finca. Regresó a pie, no por el camino, sino a través de las matas que lo bordeaban. El momento crítico se acercaba. Dick percibía que la atmósfera estaba cargada de electricidad. De una manera o de otra, esa noche quedaría aclarado el misterio de la desaparición de
lord
Selford.

Antes de la cena tuvo ocasión de hablar con Sybil, paseando por delante de la casa.

—Dormí muy bien —decía Sybil—. Pero
mister
Martin, ¡cuántas molestias está usted sufriendo por mi causa!

—¿Yo? —dijo él, francamente sorprendido—. No creo que usted me proporcione más molestias que cualquier otra persona. Me ha hecho usted pasar una enorme ansiedad, eso sí; pero es lógico.

—¿En todos los casos opina usted lo mismo? —preguntó Sybil sin atreverse a mirarle.

—Este no es un caso, Sybil. Ahora tengo un interés personal. Su salvación de usted significa para mí más que todo en el mundo.

—Y ¿usted cree que me he salvado? —preguntó ella, mirándole con ansiedad—. ¿Por qué nos quedamos aquí esta noche?


mister
Havelock cree...


mister
Havelock está aterrado. Cree que el terrible asesino le ha elegido a él como próxima víctima...

—¿A quién teme?

—A Stalletti.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Se lo ha dicho a usted el propio Havelock?

—Los hombres dicen a las mujeres cosas que jamás confesarían a los hombres. ¿Sabe usted que Havelock cree que
lord
Selford vive bajo la completa influencia de Stalletti? Además, cree que... Pero él se lo dirá a usted. ¿Sabe usted por qué permaneceremos en Selford Manor?

—Yo sólo conozco el mensaje que ha recibido Havelock.

—Pues nos quedaremos aquí porque esta casa es una fortaleza, la única fortaleza que puede defendernos de ese hombre horrible. Lo que no comprendo es el motivo que puede haber para que yo me quede. ero mister Havelock insiste en ello. ¿Qué interés puede tener
lord
Selford por mí?

—Es primo de usted —respondió Dick significativamente.

—Y eso ¿qué quiere decir?

—Eso quiere decir, según se me ha ocurrido hace poco, que si
lord
Selford muriese, usted sería su heredera legal.

—No, no es posible —replicó Sybil, admirada—.
mister
Havelock me dio a. entender que Selford probablemente se habría casado.

—No tiene más parientes que usted. Ahora comprenderá por qué ha sido amenazada. Usted me ha dicho que
mister
Cody pretendió que firmase usted un documento. No hay duda de que era un testamento o algo parecido. Cody conocía bien los asuntos de Selford.

—Pero ¿dónde está
lord
Selford?

—No lo sé, aunque mucho me temo que...

—¿Quiere usted decir que ha muerto? —preguntó Sybil, abriendo los ojos desmesuradamente.

—-Pudiera ser. No estoy seguro. Quizá eso sería lo mejor.

mister
Havelock se aproximó a ellos. En su rostro se reflejaba una profunda perplejidad.

—¿A qué hora cree usted que llegará Selford? —le preguntó Dick.

—Si llega, a la hora que llegue, yo seré un hombre feliz —respondió el abogado—. Ya empiezo a perder la esperanza, sin saber, claro está, por qué. ¿Qué noticias nos traerá la mañana? Daría mi pequeño capital por ser veinticuatro horas más viejo de lo que soy. Supongo que no hay noticias de Stalletti, ¿verdad?

—Ninguna. La Policía le busca y será muy difícil que se escape.

El guarda llegó a anunciar que la comida estaba preparada, y todos se dirigieron a la biblioteca, donde aquélla iba a ser servida.

La cena, por cuya confección el guarda y su mujer fueron felicitados, fue de una completa sencillez. Carnes frías, cuya calidad ofrecía un singular contraste con el vino de la bodega.

Después de la cena, Dick y Sybil pasearon por el jardín de rosas que había detrás de la casa, mientras
mistress
Lansdown los contemplaba. Los dos jóvenes parecían absortos en una interesante y profunda conversación. De pronto, ella se acercó a su madre y las dos fueron a reunirse con Dick Martin, que paseaba, las manos a la espalda y la cabeza baja.

Cuando el detective encontró de nuevo a Sneed y a
mister
Havelock, éstos estaban discutiendo la colocación que había de darse durante la noche a los agentes de Scotland Yard. La noche avanzaba. Lejos se veía la luz de una casa. Dick miraba al cielo. Pronto sería noche cerrada, y entonces...

—¿Quién me acompaña a las tumbas? —-dijo Dick.

mister
Havelock no recibió la idea con gran entusiasmo.

—Hay demasiada oscuridad — dijo nerviosamente—. Además, no podemos dejar solas a esas personas...

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