La puerta de las siete cerraduras (17 page)

Empuñando su pistola automática subió las escaleras andando de lado y mirando por encima del hombro. De pronto se detuvo, y exclamó: —Suba usted, Sneed.

El inspector subió al rellano de la escalera, y se quedó contemplando una cara blanca, de ojos que miraban sin ver. La cara de una mujer gruesa, con las manos agarrotadas, que se hallaba medio inclinada y medio tendida sobre la baranda, y en la que se reflejaba un insuperable terror.

CAPÍTULO XXI

—Muerta—dijo Sneed.

No había signo de violencia en el cadáver. En seguida se dieron cuenta de lo que hacía que el cuerpo estuviese derecho. La mujer estaba arrodillada en un pequeño sofá apoyado en la baranda de la escalera, y por efecto del balanceo, en el momento de la muerte, había conservado su postura. Con todo cuidado pusieron el cuerpo en el suelo, y el inspector empezó a examinarlo.

—Ha muerto de terror —dijo Sneed—. Hace diez años vi un caso igual. Esta mujer ha debido de ver alguna cosa horrible.

—Parece que tiene algo entre las manos —dijo Dick, mientras separaba los dedos crispados y entrelazados de la muerta.

Al hacerlo cayó al suelo un pequeño objeto, que hizo al detective lanzar una exclamación de asombro. Era una llave semejante a la que él tenía guardada en su Banco.

Los dos hombres se miraban sin pronunciar palabra.

—¿Dónde está Cody? —preguntó Sneed, buscando en la pared el hilo del teléfono, que había pensado encontrar.

Adivinando sus pensamientos, Dick señaló hacia arriba.

—¿Busca usted el teléfono? —dijo—. Está en la biblioteca. Lo vi cuando estuve aquí la otra noche... ¡Diablo!... Mire usted esto...

La escalera tenía un paso de alfombra gris oscuro, espeso y lujoso. Dick examinaba algo que no había visto al subir la escalera, con la luz de frente : las rojas huellas producidas por unos pies desnudos.

—Sangre—exclamó, tocándola con un dedo—. La olí en seguida. ¿Dónde se habrán teñido de sangre estos pies?

En cada escalón había una huella sangrienta, y la más claramente marcada estaba al final de la escalera.

—El asesino ha subido los escalones de dos en dos, y de una vez los tres últimos —dijo Dick—. Probablemente encontraremos su rastro en el hall.

El vestíbulo tenía el piso de fino parquet y había en él varios almohadones persas de color oscuro, en los cuales hallaron, tras una detenida investigación, nuevas huellas.

—¿Aquí hay una —dijo Dick—; y aquí otra... Vienen de aquella habitación. Los pies desnudos debieron de andar sin rumbo fijo, porque hay huellas en todos los cojines.

Trató de hacer funcionar la manivela de la puerta inútilmente.

—Tiene cerradura de resorte —explicó Sneed—, de doble muelle, que funciona automáticamente al cerrarse la puerta. ¿Qué habrá en esa habitación de enfrente?

Era una habitación con puerta sin cerradura. En su interior brillaban dos juegos de luces, lo cual produjo extrañeza a Dick, hasta que recordó que él mismo había hecho funcionar las llaves eléctricas del hall. Era un comedor bellamente decorado, vacío. Las ventanas estaban cerradas. No había ningún detalle anormal. Dick volvió de nuevo a la puerta cerrada.

Siempre llevaba en su «auto» una serie de herramientas ; pero lo único que podía servirle para abrir la puerta era el torno que usaba para levantar el coche a fin de cambiar alguna rueda. La pequeña barra que trataba de introducir entre la puerta y el dintel no dio resultado; pero al emplear el torno, improvisando una especie de corchete con la larga mesa del hall, la cerradura saltó.

Al abrir la puerta recorrió con la mirada el despacho biblioteca en donde le había recibido Cody. Sobre la mesa —en la cual lucía aún la pequeña lámpara roja— estaba caído el teléfono. Entró en la habitación seguido de Sneed. Pero en este momento se apagaron las luces, no sólo en el despacho, sino también en el hall.

—¿Ha visto si ha tocado alguien el conmutador? —dijo.

—Nadie —respondió el detective que estaba fuera de la habitación.

Dick encendió su lámpara eléctrica y avanzó con precaución hacia la mesa. Sobre el extremo de un sofá que cruzaba la habitación vio tendida una figura confusa. Sólo le bastó una simple mirada para comprender que había ocurrido todo lo que él se temía.

Bertram Cody estaba tendido boca arriba, y presentaba un aspecto horrible. Su asesino no había usado otro instrumento que el hierro empleado para atizar el fuego de la chimenea, que aparecía teñido en sangre al lado del cadáver. La mano de Cody aún sostenía el receptor del teléfono, y evidentemente recibió el golpe definitivo en el momento de estar hablando.

Todos los cajones de la mesa habían sido abiertos y vaciados y robado su contenido, al parecer, pues el asesino sólo había dejado una hoja de papel.

Sneed sacó un par de guantes de algodón, blancos, y se los puso, cogiendo después con todo cuidado el atizador de hierro. En voz baja dio instrucciones a uno de sus hombres, que salió de la biblioteca en busca de la conexión telefónica que había visto en el comedor.

—He ordenado que avisen al fotógrafo de Scotland Yard y a la Policía local —dijo Sneed—. Seguramente hay huellas digitales en este hierro, que nos serán muy útiles.

Al final de la biblioteca había una puerta entornada que daba paso a un pequeño comedor, sin duda destinado a tomar el desayuno, pues sobre un aparador había un aparato eléctrico de tostar pan y un calientaplatos. Una de las ventanas de la habitación estaba abierta.

—Indudablemente, fue Cody quien me habló por teléfono —dijo Dick—, y
mistress
Cody quien condujo aquí a Sybil Lansdown. ¡Es preciso que encontremos a la muchacha, Sneed!

Se sentía enfermo de temor. Sneed no podría adivinar la inquietud y la angustia que dominaban a aquel hombre, tan frío y calmoso de costumbre.

—El asesino no debe de estar lejos —dijo Sneed—. Las luces no se apagaron por un simple accidente.

En aquel momento entró el detective que había ido a telefonear al comedor.

—El hilo del teléfono —dijo— ha sido cortado mientras yo hablaba.

—¿Está usted seguro?

—Absolutamente seguro. Ya había logrado comunicar con Scotland Yard y estaba hablando con
mister
Elmer cuando el aparato quedó silencioso.

Afortunadamente, dos de los detectives llevaban antorchas, y uno de ellos fue a inspeccionar la instalación, afirmando al regresar que no había encontrado ningún signo de haber sido rota aquélla.

—Voy a explorar arriba —dijo Dick—. Quédese usted aquí, Sneed.

Subió la escalera pasando de nuevo por donde estaba tendida la horrible figura, y examinó las habitaciones. En éstas no encontró el menor detalle de que la muchacha estuviese en la casa. Al enfocar la linterna sobre la oscura alfombra vio nuevas huellas, cuyo rastro siguió atentamente. Sin duda, el hombre de los pies desnudos había seguido el corredor, y era evidente que estaba herido, pues cuando ya apenas se marcaban las huellas podían verse a intervalos algunas gotas de sangre y en la pared una mancha que casi determinaba la situación de la herida.

Poco después halló un pequeño envoltorio mugriento, que, indudablemente, había sido usado como vendaje. En el acto se dio cuenta de que el asesino era el mismo hombre medio desnudo que una noche le había atacado en Gallows Hill y a quien él hirió en Selford Park. En uno de sus criminales esfuerzos se le había deshecho el vendaje, y la herida empezó a sangrar nuevamente.

Siguió el rastro hasta que llegó al principio de una estrecha escalera que conducía a la guardilla. Al llegar al ático vio que para llegar a éste existían dos caminos. Había tres habitaciones. La primera era un almacén de trastos viejos; la segunda, una especie de cuarto destartalado que sólo contenía una cisterna de cinc. En la tercera habitación fue donde Dick realizó un gran descubrimiento. Un trozo de la puerta, colgada sobre sus goznes, estaba roto, y la cerradura había sido saltada y deshecha en tres pedazos. A la luz de la linterna recorrió la habitación y vio una cama... El corazón le latía violentamente: en el suelo, casi a sus pies, había un pequeño pañuelo con manchas de sangre. Lo cogió, tembloroso, y vio unas iniciales bordadas: «S. L.» ¡Era el pañuelo de Sybil!

CAPÍTULO XXII

Sneed subió a reunirse con Dick, obedeciendo a indicaciones de éste, y los dos comenzaron a investigar en la habitación.

—¿Ha visto usted las manchas de sangre que hay en esta puerta? —dijo Sneed, enfocándola con su linterna—. Aquí, en la parte de abajo, hay huellas digitales. Son varias y completamente distintas. Quienquiera que fuese puso la mano debajo de la puerta y trató de sacarla de los goznes. Observe usted la forma de las huellas. ¡Se trata del mismo caballero que le visitó a usted, amigo Martin!... No hay otros signos de violencia, ni sangre en el suelo. Después, fijándose con atención en el tragaluz abierto, añadió: —Yo soy demasiado gordo para pasar por ahí. A ver usted si puede.

Debajo del tragaluz había una silla. Dick subió a ella y, sujetándose en un borde de la cuadrada abertura, saltó hacia fuera. Se encontró en un saliente del tejado de unos tres pies de ancho. Un pequeño parapeto se extendía a lo largo del tejado, el cual, por el lado opuesto, tenía forma de torre o campanario. Dick lanzó hacia adelante la luz de la linterna y vio dos proyecciones amarillas sobresaliendo del tejado.

«Una escala portátil», se dijo a sí mismo, y se dirigió hacia ella.

Fácilmente podía comprenderse que no hubiera visto esa escala en su primera inspección superficial a la casa, pues en esa parte el muro de la fachada se inclinaba hacia atrás en forma de ángulo, y era en este sitio en donde la escala había sido colocada, con escasa seguridad.

—Alguien ha debido de ayudar a Sybil desde fuera —dijo a Sneed cuando regresó a comunicarle su descubrimiento—. Y no han sido los criados, porque éstos no están en la casa.

—Ayúdeme usted a subir —dijo el inspector.

Parecía casi imposible hacer subir a aquel hombre tan voluminoso y hacerle pasar por el tragaluz; pero la verdad es que se trataba de un hombre fuerte, y la ayuda de Dick se reducía a probar su agilidad.

—¿Qué opina usted del amigo Cawler? —dijo Sneed respirando ruidosamente.

De pronto se quedó mirando al tejado, y exclamó: —Aquí hay gotas de sangre... Y en la escala también...

Aquella mancha era completamente distinta.

Dick sintió el frío del terror; todas sus esperanzas se desvanecieron instantáneamente.

—Yo sujetaré la escala —continuó Sneed, apoyando los brazos en el parapeto y sujetando los soportes de aquélla—. Baje usted, a ver si encuentra algo.

Dick descendió con precaución, deteniéndose a examinar los soportes. Se encontró al fin en una especie de jardincillo de la cocina. Era inútil buscar las huellas de los pies en el sendero, cubierto de grava menuda, que continuaba entre matas y plantaciones de vegetales hacia una pequeña huerta.

—¡Sujete usted la escala! —gritó Sneed—. Voy a bajar.

A pesar de su angustia, Martin se sonrió al ver el ánimo del voluminoso inspector. Sujetó la escala mientras éste descendía con sorprendente agilidad. Una vez juntos continuaron reconociendo el terreno.

—No pueden haber ido hacia la casa —dijo Dick—, porque ese cercado de setos cierra el camino. La única salida está atravesando la huerta. Creo que debemos seguir el sendero hasta el final.

Pasaron el primer cuadro de la plantación y llegaron al principio del segundo.

—No me parece mala idea —empezó a decir Sneed.

¡Pam!... ¡Pam!...

En la profunda oscuridad que se alzaba ante ellos se dibujaron dos rayas de fuego, y por su lado pasó algo que producía un sordo zumbido.

—¡Fuera luces y cuerpo a tierra! —exclamó el inspector. Y en una fracción de segundo los dos hombres se tendieron juntos en la senda.

Entonces empezó una furiosa descarga. El ruido de las balas era continuo. Hacían crujir el ramaje o se estrellaban contra algún sólido tronco de árbol. Tan inesperadamente como empezó terminó el tiroteo. Los dos hombres escuchaban intensamente. Hubo un momento de silencio, hasta que oyeron un ruido débil, como si la ropa del desconocido enemigo se rozara en el ramaje. Dick. disparó dos veces su pistola hacia el sitio en donde se había producido el ruido. No se oyó nada que indicase la presencia de un ser humano; ni un grito, ni un movimiento.

—¿Quién hay allí? —murmuró Sneed, que respiraba pesadamente—. ¿Un regimiento de soldados o qué?

—Un hombre con dos pistolas automáticas —respondió Dick en el mismo tono—. No he podido contarlos, pero lo menos nos han hecho veinte disparos.

Pasó un minuto de silencio.

—Creo que podemos levantamos —dijo Sneed.

—Yo creo que no —respondió Dick, que avanzaba casi arrastrándose, apoyado en las manos y en las rodillas.

Las agudas piedrecillas de la grava se le clavaban en las rodillas; le dolía el cuello; los nudillos empezaban a sangrar... No era fácil arrastrarse llevando una pistola de gran calibre en la mano. De este modo llegó al sitio en donde terminaba el sendero y empezaban los árboles.

Después de escuchar durante unos minutos se puso en pie.

—Está bien —dijo.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, un nuevo disparo sonó casi en su propio rostro.

CAPÍTULO XXIII

El fogonazo surgió tan cerca de sus ojos, que casi le cegó momentáneamente. La proximidad de la explosión le dejó asombrado y aturdido. Se arrojó al suelo y oyó el ruido de unos pies que corrían. Se levantó apresuradamente y avanzó unos pasos, para volver a caer de nuevo, pues el asesino había colocado un trozo de cable sujeto entre dos árboles para cubrir su retirada.

Aquella noche, la muerte había pasado muy cerca de Dick Martin.

—¿Se ha escapado? —preguntó Sneed.

—Sí —respondió Dick—. Hay un camino lateral que va paralelo con la huerta, de unas doscientas yardas de largo. Antes de mi primera visita hice un reconocimiento del terreno, por si llegaba el caso de una situación grave. Conozco todo el plano de la finca.

Retrocedieron hacia la casa. Dick sentía una gran contrariedad, un profundo disgusto. ¿Dónde estaba Sybil Lansdown? Se decía a sí mismo constantemente que la muchacha no corría seguramente ningún peligro inmediato. Ningún detalle, sin embargo, se lo confirmaba. Pero su instinto le decía que no estaba equivocado.

Cuando llegaron a la casa, todas las luces estaban encendidas, y uno de los detectives tenía noticias que comunicar. Según éste, habían hallado un transformador eléctrico fuera de la casa: una caja de acero situada cerca de la puerta de entrada al Jardín. Esta puerta había sido abierta por alguien sin ser visto.

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