La puerta de las siete cerraduras (12 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Brilló un nuevo relámpago, seguido de una intensa explosión.

—Algo ha golpeado — continuó Dick tranquilamente.

Entonces, desde el final del pasadizo llegó el ruido levantado por el contacto de dos metales.

—¿Qué es eso? —exclamó Dick, lanzándose a través del otro corredor y subiendo en un vuelo los escurridizos escalones que conducían a la puerta de entrada.

Un relámpago le cegó momentáneamente. Pero Dick ya había visto lo que temía ver: la puerta de hierro se había cerrado. ¡A través de la reja Dick vio marcadas en el barro huellas de unos pies desnudos!

CAPÍTULO XV

Sybil y Havelock le siguieron. El rostro de Havelock había perdido su color rubicundo. Temblaban sus manos.

—¿Qué tontería es ésta? —dijo Havelock con ansiedad.

Se oyeron unas detonaciones. Dick había disparado dos veces hacia una extraña figura que había visto esconderse entre el ramaje. El bosquecillo, antes lleno de sol, tenía ahora una densa oscuridad aterradora. La lluvia azotaba el rostro de Dick. A la luz de un relámpago había visto unos brazos desnudos desapareciendo entre las ramas.

—¡Oh, por favor, no dispare usted! —sollozó la muchacha, Dick se guardó la pistola,

—Déme usted la llave de la puerta —dijo a Havelock en voz baja.

Dick cogió la llave que le ofrecía la temblorosa mano del abogado; pasó el brazo a través de la reja e introdujo la llave en la cerradura, abriendo la puerta en seguida.

—Vayan ustedes andando —dijo—. Yo los seguiré de cerca.

Se metió entre el ramaje por donde había visto desaparecer a la figura y vio que los disparos habían hecho blanco, pues encontró algunas manchas de sangre en una especie de cilindro amarillento que había sobre la hierba. Dio la vuelta al cilindro, que tenía bastante peso, y vio que en uno de sus extremos tenía unido un tubo de goma de una pulgada de diámetro, aproximadamente. Siguiendo su busca, halló otro cilindro igualmente equipado. En este último había una etiqueta roja, medio arrancada, que decía: «W. D. Gas cloroformo. Manéjese con precaución. Veneno.» Pero no halló la menor huella del hombre medio desnudo.

Apresuró el paso para unirse a Sybil y a Havelock. Los relámpagos se sucedían sin cesar, apenas sin intervalo entre el relámpago y el trueno. Cuándo llegó a su lado, los dos estaban pálidos como la muerte.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Havelock—. ¿Sobre quién ha disparado usted?

—Han sido los nervios —respondió Dick sin el menor rubor.

Al llegar a la casa iban completamente calados; pero Dick declinó la invitación de pasar al hall para secar sus ropas. Tenía mucho que trabajar. Dejó a Sybil y a Havelock en la casa e inmediatamente emprendió de nuevo el camino hacia las tumbas de Selford.

Cerca ya del bosque procedió con toda precaución a buscar, a derecha e izquierda, entre la espesura del ramaje, que casi lo cubría. No encontró huellas del hombre herido.

Con la llave de las catacumbas, que había tenido buen cuidado de guardarse, abrió la verja. Sacó del bolsillo dos esposas y las colocó convenientemente en la cerradura, con lo cual no había medio de cerrar la puerta. Una vez hecho esto, descendió por la escalera, y alumbrándose con la linterna llegó hasta la puerta de las siete cerraduras. De un bolsillo interior del chaleco sacó las dos llaves y probó una de ellas en la cerradura más alta, sin resultado alguno. En la cuarta cerradura funcionó la llave. Empujó suavemente, pero la puerta no se movió. Ensayó la segunda llave y ésta encajaba perfectamente en la última cerradura. Hizo girar a un tiempo las dos llaves y la puerta siguió sin moverse.

Entonces el misterio dejó de serlo para Dick Martin. Para abrir aquella puerta era preciso que siete llaves girasen simultáneamente. Y entonces, ¿qué podría verse en el interior? Movió el entrepaño y miró a la urna de piedra. Si allí estaba enterrado
sir
Hugh, ¿estaría su cuerpo dentro de aquella caja de piedra?

Era imposible ver enteramente los muros laterales; pero, a juzgar por lo que podía verse, no parecía probable que hubiese alguna sepultura oculta. Una larga anaquelería (que Dick veía ahora por primera vez) acaso pudiera contener los restos mortales del primer
lord
Selford; pero de ellos no había la menor traza.

Se guardó las llaves; cerró la puerta del centro y subió la escalera, iluminada aún por la luz del día. Al salir sufrió una nueva emoción. A muy escasa distancia de la boca de las tumbas había uno de esos amarillentos cilindros que vio anteriormente a mayor distancia. Por tanto, el hombre bestia no estaba lejos de allí, y sin duda, le acechaba ferozmente. A pesar de su1 sangre fría, Dick se estremeció intensamente. Cogió el pesado cilindro y fue a. colocarlo entre el ramaje. Después siguió el sendero a través de los árboles.

Sentía un extraño deseo de correr y comprendió con horror que estaba a dos dedos del pánico, y esto le hizo vacilar un momento; pero contra todo instinto natural, volvió, andando muy despacio, a través de la floresta, hacia el sitio en donde estaba el cilindro, al lugar en donde se ocultaba su enemigo. Allí esperó un minuto, permaneciendo al margen del bosquecillo. Una vez dominados los nervios, continuó hacia la casa, sin mirar atrás ni una sola vez.

Se tranquilizó del todo al llegar al valle, y le produjo cierto bienestar la vista de la desagradable casa de los Selfords. La maldad de aquella inhumana criatura, su persistencia, a pesar de estar herida, en destrozar al hombre contra quien le había lanzado su enemigo, le impresionaron profundamente. Todo ello lo relacionaba con la puerta de las siete cerraduras, que aparentemente nada ocultaba y que le había hecho correr un peligro de muerte y arriesgar también la vida de Sybil. Su corazón latía bajo una fuerte presión. Todo era tan irreal, tan increíble... Para un hombre tan de la época, como Richard Martin, toda esa serie de cosas fantasmagóricas y misteriosas que había presenciado en los últimos tres días resultaban absurdas, pero le preocupaban bastante. El creía conocer el mundo del crimen; los criminales eran para él un libro abierto. Había pasado su juventud entre gentes fuera de la ley, que le habían enseñado algunas de sus siniestras habilidades, de las que a veces había obtenido buenos resultados. Sabía cómo pensaban y, convertido en escritor, preparaba un libro sobre psicología criminal.

Pero ahora se hallaba fuera del verdadero mundo del crimen. Sólo una vez, anteriormente, había pasado por una prueba parecida, cuando, en cumplimiento del deber, tuvo que investigar las causas de una serie de accidentes que conmovieron a Toronto. Allí se encontró por primera vez con el criminal amateur, que era visto en todas partes al mismo tiempo y que siempre lograba escapar. El espíritu es casi siempre vulgar; sus puntos de vista, lugares comunes y estrechos. El verdadero criminal vive de sus propios métodos, sin ayuda de nadie para cometer el crimen ni para cubrir su retirada.

Dick, en tanto caminaba hacia la casa, iba pensando que la palabra «crimen» es espantosa y que los intentos de asesinato de que había sido víctima estaban más allá del mundo de la realidad, y de ello no podía culparse a un hombre. Pero ¿y el caso de Lew Pheeney? El pobre Lew había pertenecido al mundo de los seres humanos. Le aterraba el pensar la agonía de aquel hombre cuando, en medio de la noche, se vio obligado a trabajar en las cerraduras de aquella horrible puerta.

Iba calado hasta los huesos, pero no se dio cuenta de ello hasta que Sybil se lo hizo observar en el «auto» en el momento en que él empuñaba el volante.

—¿Ha vuelto usted a ver la puerta de las siete cerraduras? —preguntó
mister
Havelock, que había recuperado su tono amable de siempre.

—Sí —dijo Dick, poniendo en marcha el «auto»—. Pero no encontré al enemigo, aunque si he visto sus huellas.

—¿Está herido? —preguntó Sybil vivamente.

—Nada serio—contestó Dick.

—¡Lástima que no haya matado usted a esa bestia! —exclamó Havelock, que hizo todo el viaje dormitando y envuelto en un abrigo que le había prestado el guarda de Selford House.

Cerca de Leatherhead los alcanzó una pequeña tormenta; pero los tres iban tan abismados en sus propios pensamientos, que no se preocuparon lo mínimo. Llegaron a casa de
mister
Havelock, en St. Jhon's Wow, y entonces Sybil, que se consideraba culpable de haber llevado a tan desagradable aventura a un hombre de edad, le presentó sus disculpas.

—No es nada; no estoy tan calado como nuestro amigo —dijo el abogado, de buen humor—. Y no me preocupa en absoluto lo que hemos visto. Lo que no he visto es lo que me preocupa.

—¿Qué es lo que no ha visto usted? —pregunto la muchacha.

—Nuestro amigo ha descubierto muchas mas cosas de las que nos ha dicho, y seguramente nada agradables. Sin embargo, de todo ello hablaremos mañana.

Entró en su casa y Dick encaminó el «auto» hacia Coram Street.

—No se detenga usted,
mister
Martin —dijo ella—. ¿Me promete usted ir en seguida a su casa y tomar un baño caliente?

Era una promesa fácil de hacer, pues, en realidad, Dick lo deseaba también.

Apenas hubo tomado el baño y cambiado de ropa, fue a ver a Sneed.

—Siento despertarle a usted —le dijo—; pero deseo que venga usted a cenar conmigo. Tengo que recitarle a usted tres capítulos.

A Sneed no le convencía el plan; pero después de una pausa aceptó, aunque su promesa fue tan vaga que Dick se sorprendió al ver que se presentaba en casa a la hora convenida, hundiéndose inmediatamente en la butaca más confortable.

—Ya tengo la autorización para el
raid
de esta noche —dijo—. Operaremos a las diez.

—Usted le dijo al jefe de Sussex que empezaríamos a las once y cincuenta.

—Quiero hacerlo antes que el Sherlock Holmes local llegue. Además, pudiera ser que alguien avisase a Stalletti. No se sabe nunca nada. En nuestra profesión, Dick, no hay que fiarse de nadie. Supongo que no habrá usted contado su historia a...

—Algo le he dicho a
mister
Havelock, y mucho a
miss
Lansdown.

—A Havelock, bien está; pero a ella... Nunca crea usted a las mujeres, hijo mío. Este es el primer mandamiento del credo del policía. Seguramente se lo habrá dicho todo a sus amistades durante el té. Conozco a las mujeres. Yo, excepto a mi esposa y a mi jefe, jamás digo nada a nadie. Una esposa es distinta. Además, la mía padece dolor de muelas, y una mujer con dolor de muelas nunca traiciona una confidencia. Tome usted nota de esto para su libro.

Creía el inspector Sneed que cada detective debía hacer sus preparativos en secreto; una de sus ilusiones, fundamentada en una serie de artículos publicados en un periódico dominguero.

—Y ahora —continuó—, ¿qué tiene usted que decirme?

Escuchó con los ojos cerrados toda la aventura de Dick en las tumbas de Selford. Cuando llegó la parte que se refería a la puerta de hierro que se cerró de pronto, abrió los ojos y se puso en pie.

—Alguien tiene otra llave —exclamó—. ¿Dice usted que no había nada en la bóveda?

—Nada que yo pudiera ver, excepto la caja de piedra.

—¡Hum! —gruñó Sneed pasándose la palma de la mano por la cara redonda—. ¡Siete llaves, siete cerraduras! Usted tiene dos llaves; alguien tiene las otras cinco. Hay que apoderarse de ellas, o mejor aún, volaremos la puerta con dinamita.

Dick lanzó hacia el techo una bocanada de humo de su cigarrillo.

—Será difícil —dijo— que encontremos un pretexto para ello. Yo estuve manipulando un poco con una de las llaves, y puedo asegurarle a usted que se trata de una cerradura que el hombre más hábil de la Tierra no podría hacer saltar.

—¡Pheeney! —exclamó el inspector—.Ya me había olvidado de él. Déjeme usted ver detenidamente esa llave.

Dick sacó del bolsillo una llave y se la entregó a Sneed, que la examinó con el mayor cuidado. —No he visto una llave igual —dijo—. ¿Dice usted que es italiana? Posiblemente. ¿No logro usted ver al hombre semidesnudo?

—Apenas un instante. Se desliza como una anguila el pobre diablo.

—Seguramente piensa usted, como yo, que se trata de uno de los experimentos de Stalletti. En cuanto al gas, estaba preparado porque ellos sabían que iba usted a ir allí. La presencia de Havelock, en cambio, debió de sorprenderlos. Esto no es más que una suposición, y no sé por qué lo pienso... Bien, esta noche veremos. Prepare usted su automóvil, pero no traiga la pistola; no quiero que sospechen que está usted entre nosotros, ni que se dé un tiro que no sea oficial.

CAPÍTULO XVI

A las nueve y media de la noche el automóvil de Dick Martín se detenía a media milla de Gallows Cottage, a un lado de la carretera, Dick atenuó las luces y se sentó a esperar la llegada del «auto» de la Policía. Al fin, oyó el ruido del motor antes que las luces estuvieran a la vista, y entonces preparo de nuevo el coche para, una vez delante el de la Policía, seguir a éste a corta distancia. El «auto» oficial avanzó, y de pronto, acortando la marcha, dejó la carretera y se metió en el sendero, inmediatamente seguido por el de Dick. Al resplandor de las luces delanteras de su «auto», el joven pudo ver que la fosa abierta entre los setos había sido tapada recientemente.

El primer automóvil casi chocó con el más frondoso de los setos, donde el estrecho camino tuerce hacia la casa, y el conductor tuvo que hacer una rápida maniobra para no deslizarse por la pendiente que allí mismo se iniciaba Gallows Cottage estaba envuelto en una profunda oscuridad, igual que cuando Dick había venido anteriormente. El detective se acercó a Sneed en el momento en que éste llamaba a la puerta de la casa, mientras que tres de los agentes que vinieron en el «auto» se dirigían hacia la parte posterior del edificio.

La contestación a la llamada llegó inmediatamente. Una luz brilló a través de un resquicio de la parte alta de la puerta, y ésta se abrió en seguida. Apareció Stalletti, tan amarillento y repugnante como siempre, con su extraña y siniestra figura. Mientras Sneed le explicaba en pocas palabras el objeto de su visita, se pasaba las sucias manos por la negra y larga barba.

—¡Oh, sí —exclamó sin inmutarse aparentemente—, le conozco a usted! Usted es Sneed. Y ese amigo que hay detrás de usted es el caballero que se quedó sin gasolina la otra noche. ¡Qué falta de precaución.... Pero pasen ustedes, mis amigas, a este hogar de la Ciencia.

Se separó hacía un lado, haciendo un extravagante gesto de bienvenida, y los cinco hombres penetraron en el hall.

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Talons of the Falcon by Rebecca York
Burn by Sarah Fine
Escape for the Summer by Ruth Saberton
The Bachelor's Bargain by Catherine Palmer
Sullivan's Justice by Nancy Taylor Rosenberg
The Birds of the Air by Alice Thomas Ellis
Summer of Pearls by Mike Blakely
Saving Grace by Darlene Ryan


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024