La puerta de las siete cerraduras (7 page)

CAPÍTULO VIII

—Que pase —dijo
mister
Bertram Cody.

Era un hombre pequeñito, calvo, de amable tono de voz. La redundancia era su característica. Empleaba cinco minutos en decir lo que otro hombre cualquiera diría en tres palabras. De todos modos, era muy cauto y solía bromear a costa de su propia insignificancia.

Caladas las gafas de armadura de oro, releía la tarjeta:

Mr. JOHN RENDLE

Melbourne 194, Collins street

Nada le recordaba este nombre. Había conocido a un Rendle, prestigioso importador de té, pero de un modo muy superficial.

Cuando le anunciaron la visita había estado estudiando un pequeño libro de notas de bolsillo, encuadernado en piel, que además del espacio destinado a anotaciones, tenía un departamento para tarjetas postales, otro para sellos y un llavero. Cuando iba a entrar el visitante, colocó el libro debajo de un montón de papeles, al alcance de su mano.


Mister
Rendle—anunció una desagradable voz de mujer desde la parte oscura de la habitación en donde estaba la puerta.

Y entró un joven alto, de buena presencia, que no se parecía en lo mínimo al olvidado comerciante de té.

—¿Quiere usted sentarse? —dijo amablemente mister Cody—. Dispense usted que le reciba en esta oscuridad. Mis ojos ya no ven como veían antes, y el resplandor de la luz me produce un efecto doloroso. Esta lamparita de mesa es suficiente para mí, aunque quizá no sea lo indispensable para mis visitas. ¿No lo tomará usted como desatención? Afortunadamente, mis amigos vienen a verme de día.

El recién llegado sonrió vivamente. Sin duda era un hombre a quien la semioscuridad del amplio y ricamente amueblado despacho no producía ningún electo depresivo.

—Siento el haber venido a esta hora,
mister
Cody —dijo—; pero llegué ayer en el Moldavia.

—De China —murmuró mister Cody. —De Australia. Transbordé en Colombo. —El Moldavia no entró en Colombo a causa de la epidemia de cólera—interrumpió mister Cody, más amablemente aún.

—Al contrario,
mister
; entró y embarcaron treinta pasajeros. La epidemia empezó, según nos dijeron, cuando salimos de allí. Confunde usted el Moldavia con el Morania, que una semana después debía tocar en aquel puerto.

En el rostro plomizo de
mister
Cody asomó un poco el color. Se sintió herido en su parte más sensible. Sus propias equivocaciones le producían cierta indignación.

—Dispénseme —dijo en tono humilde—. Me he equivocado. Era, en efecto, el Morania. El Moldavia ¿realizó un buen viaje?

—No,
sir
. Nos alcanzó el temporal y nos arrancó tres botes.

—Sí. Los dos botes salvavidas de la cubierta y uno de la popa. También perdieron ustedes varias cosas más. Perdóneme que le interrumpa, pero soy un lector incansable.

Hubo una pequeña pausa en la conversación.
Mister
Cody permanecía en actitud expectante.

—Ahora, quizá...—insistió un poco tímidamente, después de una pausa. El visitante sonrió: —He realizado un viaje muy curioso. Yo tengo una pequeña granja, cerca de Ten Mile Station, que está casi lindando con otra que usted tiene en aquel rincón del mundo.

En efecto,
mister
Cody poseía bastantes propiedades en aquellos estados de ultramar, que le producían pingues beneficios.

—Tengo motivos —continuó Bendle— para creer que en la propiedad de usted hay oro. Yo entiendo algo de metales; pero, además, me acompañaba un ingeniero en viaje de inspección. Hace seis meses hice un descubrimiento que, naturalmente, no he querido revelar hasta estar bien seguro de él.

Parecía poseer sólidos conocimientos de metalurgia, pues hablaba con cierto dominio del asunto. Bertram Cody le escuchaba atentamente, asintiendo, de vez en vez, con un movimiento de cabeza. En el transcurso de su descripción,
mister
Rendle extendió un mapa sobre la mesa de despacho; un pequeño mapa a escala que no le interesó lo mínimo a
mister
Cody.

—Mi teoría es que hay un arrecife desde aquí hasta aquí...

—Sí —le replicó mister Cody cuando aquél hubo terminado su discurso—; ya sé que hay oro en Ten Mile Station. El descubrimiento fue hecho por nuestro agente. Su temor de usted,
mister
...,
mister
... Rendle de que no lo supiéramos no debe preocuparle. Allí hay oro, si, pero no en grandes cantidades. La Prensa ya se ha ocupado del asunto, y sin duda, usted no lo ha leído. De todos modos, le quedo a usted muy agradecido. La naturaleza del ser humano es muy frágil, y no sé cómo agradecerle a usted su interés y su preocupación y las molestias que en este asunto se ha tomado.

—Tengo entendido que le compró usted la propiedad a
lord
Selford —manifestó
mister
Rendle.

El hombre de la calva hizo un rápido guiño, como si hubiese sido deslumbrado por una potente luz.

—La adquirí por medio de sus agentes —respondió—, a una importante firma de abogados. No recuerdo sus nombres en este momento. Su excelencia está siempre en el extranjero, y creo que es muy difícil encontrarle. ¡Muy difícil! Es un joven que, por lo visto, prefiere pasar la vida viajando. Cuando sus agentes creen que está en África, él les escribe desde las pampas americanas, y ellos, naturalmente, le envían el dinero y las cartas a China. Una vida aventurera, mi querido y joven amigo; pero que tiene siempre nerviosas a sus amistades, si es que tiene amistades.

Lanzó un suspiro y se puso en pie, ofreciendo ambas manos a Rendle, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que aquella visita perturbaba sus quehaceres.

—Muchas gracias
mister
Rendle por haber venido y por su interés.

—¿Nunca habló usted con él?

—¿Con su excelencia? ¡No, no! El no sabe siquiera que yo existo.

Y cogiéndose de su brazo, le acompañó hasta la puerta.

—¿Tiene usted automóvil? —dijo—. ¿Sí? Me alegro. Ya es tarde y la noche se presenta tormentosa. Las diez y media, ¿verdad? Tiene usted un viajecito...

Permaneció en el pórtico hasta que las luces traseras del automóvil de
mister
Rendle desaparecieron completamente. Entonces volvió a entrar en el hall. La voluminosa y ordinaria mujer vestida de negro, a quien Dick había tomado por la criada de
mister
Cody, siguió a su marido hasta el despacho y cerró la puerta tras ellos.

—-¿Quién era? —preguntó con una voz estridente, ineducada y quejumbrosa.

Mister
Cody volvió a ocupar su sitio detrás de la maciza mesa de despacho y sonriéndose francamente mientras se sentaba, dijo: —Se llama Dick Martin y es detective.

—¡Detective! ¿Y a qué ha venido a esta casa? —dijo, verdaderamente agitada y temblorosa—. Pero ¿estás seguro?

—Es un hombre inteligente. Yo le esperaba. Tengo varias fotografías de él. Pero estoy realmente desconcertado.

Introdujo la mano debajo del montón de papeles para coger su pequeño libro de notas. De repente, el color de su rostro sufrió una intensa palidez.

—¡Han desaparecido mi libro y mi llave! —exclamó—. ¡Dios mío, mi llave!

Se levantó, vacilante como un borracho, con el terror reflejado en la cara.

—¡Fue en el momento de enseñarme el mapa!...

¡No tuve en cuenta que ese hombre es un hábil ladrón!... ¡Cierra esa maldita puerta!... Voy a telefonear...

CAPÍTULO IX

Dick conducía un
coupé
seis cilindros, que sin duda, había conocido mejores días, aunque el detective afirmaba que sus motores no tenían rivales en el mundo. Con sus potentes faros de luz blanca avanzaba por Portsmouth Road cautamente. Caía una lluvia fina y constante, y como Dick necesitaba tener una ventanilla del coche abierta, parte de la espalda y una manga del impermeable pronto se volvieron negras y brillantes.

«107, Coram Street», eran las palabras que sonaban en su espíritu. No acertaba a explicarse el motivo de relacionar su satisfactoria visita a mister Bertram Cody con aquella elegante muchacha que con tanta frecuencia se asentaba en sus pensamientos.

De cuando en cuando introducía la mano en el bolsillo y tocaba el librito, encuadernado en piel, que reposaba en el fondo. Dentro había una cosa dura. Al principio creyó que sería dinero. Pero en seguida pensó que, al tocar el librito, se había acordado simultáneamente de Sybil Lansdown. Y puso el «auto» a tal velocidad, que estuvo a punto de desviarse fuera del camino. Una vez dueño de la máquina, encendió la luz interior del coche y se dispuso a examinar su encuentro. Antes de desatar la fina cinta que envolvía el libro supo lo que había dentro. Pero no esperaba encontrarse con una llave del tamaño y la forma de la que contemplaba un segundo después con verdadera sorpresa. En cuanto a forma, era exactamente igual a la que Sybil Lansdown le había enseñado en el tren, la cual estaba depositada en la caja fuerte que Dick poseía en un Banco.

Volvió a guardarse el libro en el bolsillo, silbando suavemente, mientras introducía la llave debajo de la esterilla de goma que llevaba el coche para poner los pies. Podría ocurrir que los audaces caballeros que habían realizado tan excepcionales esfuerzos y tan crecidos gastos para robar la llave a Sybil Lansdown no vacilasen en detener su «auto».

Dick empezaba a preocuparse seriamente por el asunto de las llaves. Le parecía una aventura que sobrepasaba en interés a la caza del errante aristócrata. Apagó la luz interior y continuó a lo largo del camino, que brillaba bajo la lluvia, meditando acerca de su descubrimiento. Cody había negado su comunicación con
lord
Selford. ¿Por qué?

¿Cuál era el significado de la llave? Dick había visto al hombre de la calva poner el libro debajo del montón de papeles cuando él entraba en el despacho, e impulsado por su diabólico afán de descubrirlo todo, aprovechó una oportunidad para apoderarse de él. Era preciso que a la mañana siguiente comparase las dos llaves.

Mientras tanto, le pareció conveniente reconcentrar toda su atención en el camino que estaba recorriendo. Al principio, había encontrado un pequeño obstáculo que por poco le hizo caer en la cuneta, y ahora, cuando ya llevaba hechas unas veinte millas, vio delante de él tres luces rojas. Entonces aminoró la marcha del «auto» hasta llegar a unos diez metros de donde estaban. Eran lámparas rojas que parecían indicar que el camino estaba cerrado a causa de encontrarse en reparación. Sin embargo, aún avanzó una media milla mas a menor marcha. Se asomó a la ventanilla abierta y vio, a la derecha, un muro medio derruido, cuya parte superior estaba oculta por una gran cantidad de hiedra. A la luz de los faros pudo ver un enorme boquete, que, sin duda, había sido una puerta. Todo lo observó instantáneamente, con una simple mirada, y en seguida volvió a examinar el camino y las tres lámparas rojas.

«Sí, sí», se decía Dick a sí mismo, apagando todas las luces del coche.

Y sacando algo del bolsillo trasero del pantalón, saltó del «auto» y permaneció un instante escuchando bajo la lluvia.

Nada se oía, excepto el rumor del viento y el gotear de la lluvia. Sin dejar el centro de la carretera, avanzó despacio hacia las tres lámparas rojas, cogió la de en medio y la examinó cuidadosamente. Era muy vieja, y sus cristales habían sido pintados, de rojo con cierta prisa. La segunda lámpara era menos vieja y de una forma enteramente distinta, y también habían sido pintados los cristales de una pintura roja transparente. Lo mismo ocurría con la tercera lámpara.

Arrojó a la cuneta la lámpara de en medio y se sintió satisfecho al oír el ruido que produjeron los cristales al romperse. Volvió a subir al «auto», cerró la puerta y pisó el
starter
. El motor empezó a sonar, pero el coche no se movía. Sin duda había alguna razón para ello. La máquina estaba en buenas condiciones, y hasta entonces no había fallado. Trató de nuevo de ponerlo en marcha, sin conseguirlo. Saltó del coche y fue a examinar el tanque de la gasolina. No tuvo necesidad de hacerlo, porque la manecilla del reloj indicador marcaba : «Vacío».

«Sí, sí», volvía Dick a repetirse a sí mismo, dándose cuenta de su situación embarazosa.

Recordaba haber llenado el depósito antes de llegar a casa de
mister
Cody. Pero era indudable que la manecilla decía: «Vacío», y cuando volvió a tapar el tanque, éste produjo un ruido que lo confirmaba. Alumbró el suelo con su linterna de bolsillo y vio una tapadera de metal. La cogió, y entonces se dio cuenta de todo lo ocurrido. El pavimento tenía algunas manchas opalescentes. Alguien había vaciado el depósito mientras él estuvo examinando las luces.

La tapadera sólo había podido ser quitada con la ayuda de una llave, y él no había oído el ruido del metal trabajando sobre el metal.

Dick comprendió que no había esperanza de socorro, a menos que...

Enfocó su linterna hacia la puerta del muro. Uno de los goznes estaba roto, y la puerta se inclinaba ligeramente hacia un ramaje de laurel. Hasta entonces, Dick no se había dado cuenta de que se encontraba cerca de Gallows Cottage. Reconoció el sitio en seguida, y a la luz de su linterna avanzó rápidamente por la avenida, bordeada de un espeso ramaje, que crecía a su gusto, sin el cuidado de un jardinero. Las copas de los altos álamos formaban arco. Dick enfocaba su linterna hacia un lado y otro de la oscura avenida. De pronto se detuvo. A la sombra de un seto vio una larga y estrecha zanja, de unos seis metros de profundidad, que parecía abierta recientemente.

«Parece una sepultura», pensó Dick estremeciéndose.

Se detuvo ante la casa, estrecha y fea, cuya fachada estaba desconchada por distintas partes, mostrando los ladrillos desnudos. Nunca le habla parecido tan miserable y mezquina como ahora, que a la luz de la linterna mostraba los remiendos y fisuras de sus muros. La entrada consistía en una estrecha y alta puerta, sobre la cual había un dosel de madera sostenido por dos barras de hierro empotradas en el muro. Dick observó entonces este detalle con más atención. No había el menor signo de vida. No ladraba un perro. Era un lugar desolado, muerto.

Esperó un segundo antes de subir los dos escalones que había delante de la puerta. Golpeó en ésta con el llamador y oyó resonar el eco en el vacío hall. Otra persona cualquiera hubiese creído que la casa estaba deshabitada al ver que nadie respondía. Dick volvió a llamar. A los pocos minutos se oyó el ruido de unos pasos dentro, el producido por una llave al hacer funcionar la cerradura y el rechinar de una cadena. La puerta se abrió unos milímetros y apareció un largo y amarillento rostro y una barba negra.

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