La puerta de las siete cerraduras (9 page)

—¿Mister Bertram Cody? —repetía Havelock—. Me parece recordar ese nombre.

—Posiblemente recordará usted la venta de una propiedad en Australia.

—¡Eso es! ¡Exacto! Se decía haberse encontrado oro en la propiedad. Vi el anuncio en el Times. ¡Cody, naturalmente! Pero Cody no conoce a
lord
Selford.

—Entonces, ¿por qué le escribía a él
lord
Selford?

—Quizá escribiera primero Cody a su excelencia —objetó Havelock, visiblemente azarado—. ¿Le preguntó usted si le conocía?

—Cody niega conocerle, así como toda correspondencia con él, lo cual me parece bastante extraño. ¿Ha visto usted alguna vez algo tan curioso como este objeto?

Puso en la mesa el pequeño libro-bolsillo del que se había apoderado en casa de Cody, y abriéndolo, le enseñó la llave.
Mister
Havelock la cogió y la examinó con curiosidad.

—En efecto —dijo—, es un objeto raro. ¿Esto es una llave? ¿De dónde la ha sacado usted?

—La encontré —respondió Dick tranquilamente—. Vea usted el libro. Está lleno de fechas referentes a los viajes de
lord
Selford. Buenos Aires, y al lado la fecha en que él estaba allí. Aquí está la de su llegada a Shanghai; la del día en que salió de San Francisco... Es un completo
memorándum
de los viajes de
lord
Selford durante los últimos ocho meses.

Havelock repasaba las hojas del librito lentamente.

—En efecto, es algo extraordinario —exclamó—. ¿Usted dice que él niega conocer a Selford?

—Absolutamente. Juró que jamás le había visto ni que haya tenido correspondencia con él. Selford hizo todos los trámites de venta de su propiedad de Australia por medio de usted.

—Es verdad. Recuerdo perfectamente todas las circunstancias que concurrieron. Mi empleado principal fue quien se encargó de despachar ese asunto.

—¿Conoce usted a un individuo llamado Stalletti? Vive en una casa de la carretera de Londres, a mitad del camino de Brighton.

—Sí, conozco a Stalletti, pero no he estado en su casa desde hace años. Esa es una finca de Selford, como casi todas las que hay por allí. Cody también debe de ser un arrendatario nuestro. En cuanto a Gallows Cottage, recuerdo que se lo alquilamos a Stalletti después de su asunto de Londres. Fue acusado de practicar la vivisección sin tener licencia para ello. Un italiano de aspecto sucio y tenebroso.

—Esa frase le describe tan completamente, que bastaría a cualquier policía para reconocerle —replicó Dick .lentamente, pues mientras lo decía se le estaba ocurriendo la solución al misterio de Selford inesperadamente, y trataba de pensar en varias cosas al mismo tiempo y de ir atando cabos para dedicarse a una labor que seguramente le ocuparía varios meses. Sin embargo, refirió a Havelock toda su aventura.

—¿Ha dado usted parte a la Policía? —le dijo el abogado.

—No. Sigo figurándome que soy de la Policía. ¡Y es que tengo tanta afición...! En realidad, debía haber visto al amigo Sneed.

—¿Quién es Sneed?

—Un miembro de Scotland Yard muy experto en descubrir misterios.

—¿Un detective?

—Sí. ¿Sabe usted de qué vive Stalletti,
mister
Havelock?

—Que me cuelguen si lo sé. Es un patólogo brillante, pero sus experimentos son demasiado peculiares. Ahora recuerdo que cuando Stalletti alquiló la casa vino recomendado por Cody. Espere usted un momento y se lo diré con certeza.

Salió de la habitación y volvió a los pocos minutos con una carpeta de cartas en la mano.

—Sí, eso es —dijo—. Un mes después de comprar Cody la propiedad de Australia alquilamos a Stalletti Gallows Cottage. Un nombre siniestro,
mister
Martin. Parece ser que por aquellos alrededores acostumbraban levantar patíbulos en los viejos y malos tiempos.

—Y que se levantarán en los nuevos y buenos tiempos si siguen abriendo fosas destinadas a enterrarme.

Dick supo todo cuanto quería saber, y acaso más de lo que esperaba. Volvió a su casa de Clargate Gardens con el único fin de arreglar sus dos maletas y dar a su vieja criada, siempre sorprendida, un mes de vacaciones.

—Creo que con un mes tendrá bastante —le dijo—. Puede usted irse al campo o al mar, Rebeca. El único sitio prohibido para usted es esta casa.

—¿Por qué,
mister
Martin?

Dick no le respondió, aterrado de pensar lo que le podría suceder a la buena mujer si se le ocurriese entrar en aquella casa durante su ausencia. Su casa pertenecía a una manzana de edificios destinados a viviendas. Dick dio orden al portero de que le enviase toda la correspondencia a Scotland Yard.

Nada notificó a
mister
Havelock acerca de sus planes, pues consideraba que, dado lo especial de las investigaciones a que iba a dedicarse, no era prudente confiarse a hombre alguno.

CAPÍTULO XII

La señora Lansdown y su hija vivían en un cuarto compuesto de tres habitaciones con la misma naturalidad que si vivieran en una suntuosa casa en el centro de la ciudad.

La madre de Sybil, mujer de extraordinaria belleza, había pasado por opuestas situaciones. Hubo un tiempo de abundancia, en el que Gregory Landown poseía miles de hectáreas en Berkshire, una dehesa de caza en Norfolk y un criadero de salmón en Escocia, a. más de su preciosa casa de Chelsea. Pero estas posesiones, y sus magníficas cuadras de caballos de carreras y su elegante yate, y su anual excursión a Argelia, desaparecieron en una noche. Lansdown era director de una Compañía que tuvo que liquidar a consecuencia del escandaloso desfalco cometido por el manager, que fue encarcelado eventualmente. Gregory Lansdown fue el único de los directores que tenía las propiedades puestas a su nombre, y tuvo que pagar hasta el último céntimo. Falleció antes de completar el pago total de la deuda.

La familia salvó la casa en donde ahora vivían, la cual había sido dividida en tres viviendas antes de la ruina. En uno de los cuartos, en el más pequeño, la señora Lansdown había reunido varias cosas de su propiedad personal, que pudieron ser salvadas del naufragio.

Era la noche siguiente al regreso de Sybil. Madre e hija estaban sentadas leyendo la primera y escribiendo la segunda en un pequeño escritorio colocado en un ángulo de la habitación. De pronto, la señora Lansdown dejó de leer.

—Tu viaje fue una locura —dijo—. Y yo no debí consentirlo. Me preocupan un poco las consecuencias que pueda tener. Todo esto es tan raro y tan fantástico que si no hubieras sido tú quien me lo dijo yo hubiese creído que se trataba, sencillamente, de un sueño. —¿Quién era Silva, madre?

—¿El portugués? Un pobre hombre, jardinero de oficio. Tu padre le encontró en Madeira y le habló de él a su primo. Siempre he oído decir que estaba muy agradecido a tu padre porque éste le ayudó en muchas ocasiones. Llegó a ser el jardinero principal de nuestro primo, que por cierto, no tenía nada de simpático. Tenía la costumbre de despedir a los criados que no le eran agradables, y hasta creo que una vez llegó a pegar a Silva. ¿Tú te acuerdas de él, Sybil? La muchacha hizo un gesto negativo.

—Era un hombre de cara enrojecida, con una voz tremenda. Solía guiar un coche tirado por cuatro caballos. ¡Yo odiaba a ese hombre!

Volvió a su lectura, pero a los pocos minutos dejó el libro de nuevo.

—¿Qué clase de hombre es ese que...? —empezó a decir.

—Madre —respondió Sybil riéndose—, es la cuarta vez que me lo preguntas. Yo no lo sé. Es un hombre muy simpático, con unos sorprendentes ojos azules.

—¿Un caballero?

—Sí. No lo que se dice un hombre elegante. Pero muy inteligente, muy despierto y que inspira confianza.

—¿Cuál es su profesión?

Sybil pareció vacilar.

—No lo sé con seguridad —respondió—. Creo que era detective, pero se ha separado de la Policía. ¿No te lo he dicho antes? ¿Cuál es la posición social de un detective, madre?

—Casi la misma que la de un bibliotecario —respondió la madre, sonriente—. En punto a posición, está en el mismo nivel que tú. Esa pregunta te delata, Sybil.

Sybil se levantó y fue a abrazar a su madre, colmándola de caricias.

—Piensas —dijo—que he entregado mi corazón a ese hombre, ¿verdad? Crees, como dicen en las novelas románticas, que tengo amores con él. No, mamá, no. Es un hombre que me divierte mucho, porque dice unas cosas estupendas. Y me gusta, a pesar del lenguaje rudo que le oí emplear con un individuo en los muelles de la estación, mientras yo esperaba a que examinasen mi equipaje. Tiene buen tipo y viste correctamente. Por lo menos, me lo parece a mí. De buena gana le hubiera dado un abrazo cuando le vi derribar a aquel horrible: ladrón, y celebro el que se haya perdido esa condenada llave. Pero no, madre; no tengo amores con él. Probablemente será casado y tendrá una numerosa familia.

Llamaron a la puerta. Sybil fue a abrir. Una profunda sorpresa se reflejó en su rostro al ver que quien llegaba era precisamente la persona que había servido de tema a la conversación con su madre.

—¿No quiere usted pasar,
mister
Martin? —dijo un poco bruscamente.

Dick la siguió hasta la habitación en donde estaba la madre de la muchacha. La señora Lansdown, con una astuta mirada, quedó satisfecha del joven.

—¿Es usted
mister
Martin? —le dijo, ofreciéndole la mano y sonriéndole—. Quería darle a usted las gracias personalmente por las atenciones que tuvo usted con mi hija.

—Celebro que se refiera usted a ese extremo —respondió el joven—, porque no sabía exactamente cómo empezar mi conversación, que creo resultará interesante.

Sybil sintió cierta contrariedad al ver que Dick se sentaba en la silla más frágil y menos confortable de la habitación.

—Salvar el pellejo —continuó Dick— es una frase vulgar; pero en todas esas viejas expresiones se encierra siempre la verdad. Su llave de usted,
miss
Sybil, desde luego está en mi Banco, y si alguien la estrecha a usted a preguntas, puede decírselo. Ella le miraba con la boca abierta.

—Pero yo creía —dijo— que se había perdido la llave.

—Se perdió únicamente el bolso. Cuando tuve la caja en mis manos, en el tren, me tomé la libertad de sacar la llave, y para que la caja conservase el mismo peso puse en ella media corona.

—¡Pero yo no vi nada de eso! —exclamó, sorprendida, la muchacha—. ¡Es imposible!

Dick sonrió amablemente. Tenía la irritante costumbre de pasar de un tema a otro radicalmente.


Miss
Lansdown —dijo—, le voy a producir a usted una decepción. Cuando me vio usted por primera vez, sin duda pensó que yo era un respetable e importante personaje. En efecto, lo era. Hoy ya no lo soy. Ahora soy la cosa mas parecida a un detective particular, y los detectives particulares están muy próximos a la insignificancia. No cambie de color,
miss
Sybil, ni se preocupe.

—Mi hija tenía una ligera idea de su profesión de usted —dijo la madre de Sybil, con cierto tono de broma. Empezaba a comprender la atracción que el interesante joven ejercía sobre su hija.

—Me alegro —replicó Dick sobriamente—. Ahora, cuando empiece a interrogarles a ustedes, comprenderán que no he venido aquí por simple curiosidad. Usted me habló de su primo,
miss
Sybil, y yo quisiera saber si
lord
Selford tiene más primos.

—Ninguno. Mi madre y yo somos los únicos parientes que le quedan, en el caso de que no se haya casado.

La expresión del rostro de Dick cambió instantáneamente. Se arquearon sus cejas, la boca marcó un gesto duro; desapareció parte de su serenidad.

—Me lo temía —dijo—. Me temía que usted estuviera dentro del plan, pero no podía comprender de qué manera. ¿Tiene usted amigos en el campo, señora Lansdown?

—Sí, algunos. ¿Por qué?

Dick observó que en el escritorio había un aparato telefónico.

—¿Están ustedes abonadas al teléfono? Perfectamente. Si yo les aviso a ustedes, ¿podrían salir de esta casa a los pocos minutos? Mi primera intención fue decirles a ustedes que salieran esta misma noche, pero creo que no será necesario. La señora Lansdown le miraba atónita.

—¿Tiene usted la bondad de decirme qué quiere decir todo esto,
mister
Martin?

—No puedo decírselo a usted ahora. Empiezo a salir de la oscuridad, pero aún no distingo bien los objetos que surgen de ella, Sinceramente creo que ustedes dos están fuera de peligro y que nadie las molestará... por ahora.

—¿Todo eso está relacionado con la llave? —preguntó Sybil, sorprendida de ver tan serio a Dick.

—Todo. ¿Qué clase de hombre era el último
lord
Selford?

La pregunte iba dirigida a la madre de Sybil.

—Un hombre antipático —respondió ella—. En su vida hubo dos o tres hechos de los que no me gusta hablar, a pesar de conocer la verdad. Todos los Selfords fueron iguales. El fundador de la casa, en el siglo quince, observaba tan horrible conducta que fue excomulgado por el Papa. ¿No ha oído usted hablar de las tumbas de los Selfords?

—No —respondió Dick.

Aparentemente, no dio importancia a estas palabras. ¡Tumbas! En su espíritu se alzó el recuerdo de Lew Pheeney— el hombre que murió porque había visto demasiado—, el ladrón de tumbas. Tuvo que hacer una fuerte contracción de músculos para no alterar la expresión impasible de su rostro.

—Probablemente —continuó la madre de Sybil—, no le interesarán a usted las antigüedades; pero si le interesan, yo puedo ofrecerle a usted algunos detalles. Precisamente esta tarde estuve leyendo algunos documentos.

Se levantó y se dirigió hacia una pequeña estantería colocada en un ángulo de la habitación; cogió un volumen encuadernado en vitela y amarillento por la acción de los años.

—Este es uno de los escasos tesoros que poseo. Es el original de la Crónica de Baxtes, impreso en mil quinientos ochenta y cuatro. Uno de los primeros libros hechos en la Prensa de Caxton... Aquí tiene usted el pasaje... No necesita usted leer el acto cometido por
sir
Hugh, porque lastima el crédito de nuestra familia.

Dick cogió el libro y leyó el párrafo que la señora Lansdown le señalaba con el dedo: «Sir Hugh, estando bajo la condenación de la Iglesia por sus pecados y habiéndosele negado el derecho a enterramiento conforme al rito de los caballeros cristianos, dispuso la construcción en sus estados de un gran panteón para él y los de su familia, el cual fue llamado «Tumbas de los Selfords», y al que dio su bendición fray Marcus, un santo varón de aquel tiempo, pero bendiciéndolo en secreto por temor a la excomunión. Y estas tumbas ordenó que fueran hechas en piedras curiosamente labradas con ángeles y santos, cuya vista sorprendían profundamente.»

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