La puerta de las siete cerraduras (10 page)

—Durante cientos de años —dijo la señora Lansdown—, el panteón no fue consagrado; creo que el asunto se arregló en mil setecientos veinte.

—¿Dónde está el panteón? —preguntó Dick, fascinado.

—En Selford Park, en lo alto de un pequeño monte rodeado de viejos árboles. Tiene un aspecto horrible. Le llaman el «monte sin pájaros», porque jamás se han visto pájaros por allí. Yo creo que eso es debido a que no hay agua en muchas millas. Dick pensaba cada palabra que se disponía a pronunciar para que no se trasluciese su exaltación.

—¿Quién vive en Manor House? —dijo—. Porque supongo que el parque pertenecerá a Manor House.

—No lo sé. Fue arrendado durante la ausencia de
lord
Selford.
Mister
Havelock me dijo que nuestro pariente odiaba ese sitio, y lo hubiera vendido si no hubiese pertenecido al mayorazgo.

Dick se cubrió la cara con la mano, tratando de concentrar sus pensamientos.

—¿Ha visto usted alguna vez—dijo—a ese fantástico Selford?

—Sólo una vez, cuando él era un muchacho que iba al colegio. Pero me ha escrito algunas veces; recientemente he tenido carta suya. Si le interesa a usted, voy a enseñársela. ¿Le preocupa a usted mucho
lord
Selford?

—Mucho —respondió Dick con firmeza. La señora Lansdown salió de la habitación y volvió inmediatamente con una pequeña caja de madera, de la que extrajo varias cartas; entregó una de éstas al joven. Estaba fechada en Berlín y había sido escrita en 1914. Decía así:

Querida tía: Han pasado tantos años desde que le escribí a usted, que casi me avergüenzo de hacerlo ahora. Pero como sé que le gustan a usted los objetos de china, le envío por paquete postal un viejo vaso alemán para cerveza del siglo quince.

Con todo afecto.

Pierce.

La letra era la misma que había visto Dick en la oficina de Havelock.

—Naturalmente, yo no soy tía suya —dijo la señora Lansdown, rebuscando aún entre las cartas—. Yo soy, en realidad, prima suya en segundo grado. Aquí hay obra carta.

Dick vio que la carta estaba escrita hacia un año y enviada desde un hotel de Colombo. Decía lo siguiente:

Llevo muy adelantado mi libro, aunque es un peco absurdo llamar libro a una colección de notas sueltas. No encuentro palabras para decir cuánto siento su desgracia. ¿Puedo hacer algo en su favor? No tiene usted más que decírmelo. Haga el favor de ver a
mister
Havelock y de enseñarle esta carta. Yo ya le he escrito autorizándole para que le entregué a usted el dinero que le pida.

Dick no preguntó nada acerca de la desgracia a que se refería la carta. Al ver que la señora Lansdown vestía de luto, pensó que sería alguna reciente pérdida de familia.

—No fui a ver a Havelock —dijo aquélla—, a pesar de que él me escribió en amables términos noticiándome haber recibido carta de Pierce y ofreciéndome su ayuda. Y ahora que ya he satisfecho su curiosidad de usted,
mister
Martin, espero que satisfaga usted la mía. ¿Qué quieren decir todas esas alarmantes instrucciones que nos ha dado usted, y por qué hemos de estar preparadas para salir de la ciudad en cualquier hora del día o de la noche?

Sybil, que había permanecido silenciosa, pero escuchándolo todo con interés, intervino en la conversación. —Estoy segura—dijo—de que
mister
Martin no nos pediría nada que fuese absurdo, y si él desea que estemos preparadas para salir en cuanto nos avise, yo creo que debemos seguir sus consejos. ¿Todo se relaciona con la llave,
mister
Martin?

—Sí —respondió éste—, y con algunas cosas mas. Por ahora, repito, sólo camino a tientas. Ciertos hechos están definitivamente claros. Pero hay otros que me hacen pensar mucho.

Preguntó a la madre de Sybil si había oído hablar de Stalletti, y ésta hizo con la cabeza un signo negativo.

—¿Conoce usted a mister Cody? —preguntó finalmente.

—No —respondió la señora Lansdown después de pensar unos momentos—. Me parece que no.

CAPÍTULO XIII

Pocos minutos después Dick se despedía de Sybil y de su madre, y se dirigía a pie hacia Bedford Square. Una o dos veces miró hacia atrás. Por la acera de enfrente, un individuo seguía sus pasos a varios metros de distancia. Inmediatamente detrás de él seguía otro paseante. En la esquina de Bedford Square había un «taxi» esperando, cuyo chofer le ofreció sus servicios apresuradamente. Dick no hizo el menor caso de la invitación. No quería correr ningún riesgo esta noche. Acaso tuviese que entendérselas con aquellos dos hombres; pero la lucha dentro de un «taxi» le parecía más difícil.

De pronto vio avanzar hacia él otro «taxi», hizo señas al chofer para que se detuviese, y le ordenó que le llevase a Station Hotel. Por la mirilla del coche observó que el otro «taxi» le seguía. Al apearse en la puerta del hotel vio que se detenía a cierta distancia y que descendían los dos individuos.

Dick tomó una habitación en el hotel, dio su ticket a un portero y se deslizó por la puerta que comunica directamente con uno de los andenes de la estación. Un tren iniciaba su salida. Dick saltó a un vagón y abriendo la puerta de un compartimiento, se metió en él. Calculó que era el expreso de Escocia, cuya primera parada sería en las primeras horas de la mañana, cerca de Crewe. Pero afortunadamente para él, se trataba de un tren local, y al llegar a Villesden pagó su billete al revisor y se apeó, deslizándose por la puerta de la estación eléctrica, llegando al Embankment una hora después de haber salido de casa de la señora Lansdown.

A unos doscientos metros de la estación se levanta un horrible edificio, sobre cuya puerta hay un arco de piedra. A él se dirigió Dick. El agente de servicio en la puerta le reconoció en el acto.

—Si quiere usted ver al inspector Sneed,
mister
Martin, arriba está, en su despacho.

—Precisamente —respondió Dick, y se lanzó en su busca, subiendo de dos en dos los peldaños de la escalera.

Sneed estaba sentado en un sillón indolentemente. El comisario jefe le había dicho una vez, refiriéndose a Sneed, que en él se combinaban la imaginación de una colegiala y la viveza física de un octogenario. Como de costumbre, habla colocado el sillón detrás de la amplia mesa, pero cerca del fuego de la chimenea. Entre los labios tenía un cigarro apagado. Se encontraba en Scotland Yard a tal hora a causa de no haber tenido la suficiente energía para levantarse del sillón y marcharse a casa, a las siete de la tarde.

—Estoy muy ocupado — dijo al ver entrar a Dick—. No puedo concederle a usted más de un minuto. Dick se sentó frente a él, al otro lado de la mesa.

—Dígale usted a Morfeo —le replicó— que se espere un rato, y escúcheme.

Empezó a hablar, y casi desde la primera frase Sneed abrió los ojos y aguzó el oído. A los diez minutos no había en Scotland Yard un hombre mas despierto que este robusto y calvo perseguidor de ladrones.

—¿De qué novela ha sacado usted esa bonita historia? —dijo, aprovechando una pausa de Dick—. Me parece que está usted impresionado por la última novela misteriosa del célebre Conan Doyle.

Cuando Dick terminó su narración, Sneed oprimió el botón del timbre. A los pocos minutos entró en el despacho un sargento.

—Sargento —ordenó Sneed—, necesito que ponga usted un hombre delante y otro detrás de la casa número ciento siete de Coram Street. Su hombre más hábil será desde mañana la sombra de
mister
Martin y dormirá en casa de éste todas las noches. ¿Entendido?

El sargento tomaba nota de las instrucciones.

—Mañana por la mañana irá usted a ver al jefe de Sussex, y le dice usted que quiere hacer un
raid
en Gallows Cottage, Gallows Hill, a las once cincuenta de la noche. Yo llevaré mis hombres y él puede tener preparada una pareja de las más hábiles que tenga. Eso es todo, sargento.

Cuando salió el sargento del despacho, Sneed se puso en pie, haciendo gruñir a su sillón.

—Le acompañaré a usted a su casa, Dick.

—No hará usted tal cosa. Eso sería ir pregonando quién soy yo. Iré solo a mi casa, no se preocupe.

—Espere un momento. ¿El amigo que le atacó a usted en Gallows Cottage dice usted que estaba desnudo?

—Casi desnudo.

—Stalletti —murmuró el inspector—. No me sorprendería el que hubiese vuelto a sus antiguas combinaciones. Por ello le tuve encerrado tres meses.

—¿Cuáles eran sus viejas combinaciones?

—Reconstruir la raza humana —respondió Sneed lanzando espesas bocanadas de humo del cigarro que acababa de encender.

—¿Nada más que eso? —dijo Dick irónicamente.

—Nada más. Lo supe por un individuo que lo sabe bien. Esa era la combinación de Stalletti. Su teoría consiste en que si a un niño de dos o tres años se le dejara crecer sin educación alguna, como a cualquier animal, se obtendría un ser que no necesitaría vestidos ni usaría de la palabra. Un perfecto espécimen humano. Opina que los hombres deben tener una estatura de diez pies, y en general, que toda la energía de la vida (ésta es su frase) que palpita en el cerebro debe transformarse en energía muscular. Apostaría cualquier cosa a que ese individuo que le asaltó a usted es uno de los experimentos de Stalletti. Y si yo encuentro en su casa a alguien, desnudo o vestido, que no pueda decir siquiera g... a... t... o..., meto al doctor en la cárcel para toda su vida.

Dick salió de Scotland Yard por la puerta de Whitehall, en donde le esperaba un coche oportunamente avisado. Haciendo un rodeo por la parte más solitaria del exterior del Regent's Park llegó a su casa. El sabía que a aquella hora no estaba allí el portero y que ya estaría cerrada la puerta que da acceso a los cuartos. La pequeña calle a la que daba la fachada posterior del edificio estaba desierta cuando llegó Dick. Abrió la puerta, subió rápidamente las escaleras y penetró en su cuarto. Se detuvo un momento para correr los cerrojos de la puerta y encendiendo las luces, fue inspeccionando detenidamente, una por una, todas las habitaciones. Todo permanecía como él lo había dejado.

Antes de salir aquella tarde Dick había corrido las espesas cortinas que tapaban por completo las ventanas de la habitación que pensaba utilizar, con el fin de que a su regreso no pudiera verse luz desde el exterior, en el caso de que alguien estuviese observando desde la calle.

Cambió la americana por su batín habitual, que le hizo recordar con tristeza aquella mañana en que fue encontrado el cadáver del pobre Lew. ¿Qué habría visto Lew en la tumba de los Selfords? ¿A qué «gran agujero hecho en la tierra» le habían prohibido mirar?

Se preparó él mismo una taza de café, y poniendo sobre la mesa uno de los seis gruesos volúmenes que habían llegado aquella misma tarde. empezó sus investigaciones. El
London Gazette
no es precisamente una cosa tan divertida como una comedia de Moliere, pero Dick encontraba sus páginas llenas de interés. Eran más de las dos de la madrugada cuando terminó de hacer y reunir sus notas; las guardó cuidadosamente en una caja de hierro y se dirigió a la alcoba para empezar a desnudarse.

Apagó la luz y, separando hacia los lados las cortinas, miró a la calle. La pálida luna lucía en el cielo despejado; soplaba un viento suave, que movía ligeramente la cortina, penetrando entonces en la alcoba un perpendicular rayo de luz de la luna, que cambiaba de forma a cada movimiento de la cortina. A los pocos minutos de estar acostado, Dick empezó a dormirse.

Tenía un sueño muy ligero, que le producía la sensación de que apenas había cerrado los oías cuando ya estaba despierto.

Lo que le despertó aquella noche él no podría recordarlo. Pudiera haber sido el rumor del viento; pero Dick pensó que era distinto al que ya había oído antes de acostarse. Estaba inclinado hacia el lado izquierdo, dando la cara a la puerta, que estaba en la misma pared en donde se apoyaba la cabeza de la cama. Sin duda había dormido durante bastante tiempo, pues el rayo de luz que antes caía sobre el
bureau
, ahora llegaba hasta la cama a la altura de una cuarta, aproximadamente. De pronto vio que la puerta se abría muy despacio y que asomaba una mano. Una mano como jamás había visto otra. Grandes y monstruosos dedos como tentáculos, obtusos en su punta, con la piel arrugada en los nudillos. La mano empujaba la puerta hacia dentro muy lentamente.

Instantáneamente, Dick se arrojó de la cama por el lado opuesto y se tendió en el suelo en el mismo momento en que un cuerpo enorme y pesado caía sobre la cama, lanzando un extraño e inhumano grito gutural, de horrible resonancia.

Dick había cogido con la mano izquierda la browning que tenía preparada debajo de la almohada y en ese momento su antebrazo rozó una mano velluda, cuyo contacto le produjo un efecto depresivo. Andando de espaldas llegó hasta la ventana, y de un fuerte tirón desprendió la cortina, penetrando de lleno la luz de la luna. Afortunadamente para Dick en la habitación no había nadie. La puerta estaba abierta por completo. Se cambió de mano la pistola, y llegando hasta el hall hizo funcionar la llave de la luz iluminándose éste intensamente. La puerta de entrada permanecía con la cerradura y los cerrojos echados, pero la puerta de la cocina estaba abierta por completo. Cuando entró en la cocina vio que la ventana estaba también abierta, e inclinándose ligeramente hacia afuera pudo ver que una extraña figura descendía por una escalera colocada junto al rail del montacargas, y que al llegar al patio se desvanecía en la sombra.

Se quedó escuchando, escudriñando el patio con la mirada, esperando hallar algún indicio de su invisible enemigo. Entonces oyó el ruido del motor de un «auto», que fue debilitándose hasta que se dejó de oír.

Dick volvió a su despacho. El reloj marcaba las cuatro. El cielo empezaba a adquirir una luz pálida.

¿Quién era el desconocido asesino? Sin duda, el mismo que ya le había atacado otra vez en Gallows House.

Recogió la escala y la examinó detenidamente. Parecía construida por un aficionado, pues era muy tosca, de madera sin cepillar y con los nudos trenzados a mano. El procedimiento de que se valieron los asesinos para llegar hasta el pequeño balcón era un misterio. Dick suponía que habían atado una piedra a una cuerda fina y la habían arrojado sobre la barandilla, atando después la escala a la otra punta de la cuerda y haciéndola subir desde abajo. Esta suposición la comprobó Dick cuando se hizo de día y le fue posible continuar sus pesquisas. Encontró la cuerda con un pequeño cerrojo atado a un extremo. Entonces vio claramente que por el mismo sistema se habían introducido en la casa los asesinos de Lew Pheeney. La fachada posterior del Clargate Gardens daba a un establo que tenía dos salidas, y sólo había necesidad de saltar un pequeño muro para llegar al patio de la casa. Posiblemente no habían transcurrido diez minutos desde la llegada de los asesinos y la aparición de la espantosa mano.

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