La puerta de las siete cerraduras (22 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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—Nuestros hombres cuidarán de ellas. De todos modos, no tardarán en acostarse.
Mistress
Lansdown me ha encargado que la despida de ustedes.

—Yo creo que están completamente a salvo —dijo Havelock, mirando a las rejas de la ventana—. Confieso que cuanto más pasa el tiempo, más me doy cuenta de la imprudencia que cometemos pasando la noche en esta maldita casa.

Vaciló un momento y sonriente, continuó: —Si no fuese una cobardía, me volvería a casa.

Pero como soy la única persona que debe quedarse aquí, la idea no merecería la aprobación de ustedes. La verdad es, con franqueza, que estoy nervioso, horriblemente nervioso. Me parece que una sombra fantasmagórica va a surgir de detrás de cada mata o de cada árbol.

—No llegaremos a las tumbas —dijo Dick—. Pero nos acercaremos al valle. Quisiera preguntarle a usted dos o tres cosas. No conozco bien la topografía de la finca, y usted puede ayudarme.

Los tres hombres cruzaron la granja. Dick se detuvo un instante para acariciar al perro encadenado que tan útil le había sido a Sybil. Al fin, llegaron a lo que él había denominado «el valle».

Claro y límpido el cielo, había bastante luz para ver los objetos a distancia.

Durante el paseo,
mister
Havelock se enteró del secreto que escondía la muerte de Lew Pheeney.

—¡Es extraño! —dijo—. Los periódicos no hablaron nada de que hubiese sido contratado para saltar una cerradura, que, naturalmente, era una cerradura de la tumba de Selford.

—Quizá algún día se diga todo —replicó Dick. Continuaron paseando en silencio. Evidentemente,
mister
Havelock meditaba acerca de estas noticias.

—Si yo lo hubiera sabido antes —dijo—, quizá le hubiese prestado a usted una gran ayuda. Supongo que ese hombre no le diría a usted quién le contrató.

—No; pero fácilmente puede adivinarse.

—¿Stalletti? —dijo el abogado rápidamente.

—Eso creo. No puedo sospechar de nadie más. Se detuvieron en el sitio donde había tenido lugar la lucha entre Tom Cawler y su espantoso enemigo. Dick se volvió lentamente y miró a su alrededor, trazando un completo círculo con la mirada.

—¿Qué es aquello? —preguntó, señalando una línea blanca que se destacaba sobre un surco cubierto de hierba.

—Son las presas de Selford —respondió el abogado—. Actualmente no se utilizan, y para evitar responsabilidades hemos tenido que cerrar el camino que conduce a ellas.

Dick permaneció pensativo un momento.

—¿No le gustaría a usted que fuésemos a las tumbas? —preguntó Dick, ocultando una sonrisa.

—De ningún modo —exclamó
mister
Havelock con energía—. Lo que menos deseo en este mundo es ir en plan de burla a ese fantasmagórico lugar a estas horas de la noche. ¿Regresamos?

Volvieron a la casa. Los agentes que estaban de guardia en la puerta dijeron que
mistress
Lansdown había abierto la ventana de su habitación para suplicar que la despertasen a las seis de la mañana.

—Vamos dentro —dijo Havelock—. Podríamos molestarlas con nuestra conversación.

Pasaron al comedor. Havelock ordenó que les sirvieran una botella de champaña. Al llevar la copa a sus labios le temblaba ligeramente la mano.

—Suceda lo que suceda —dijo—, desde esta noche termino mis negocios con la hacienda de Selford, y si ese maldito joven vuelve, aunque dudo que cumpla su palabra, le presentaré mi dimisión tranquilamente.

—¿En qué habitación va usted a dormir? —preguntó Dick.

—He elegido una de las del ala que da frente al corredor que pertenece a las que acostumbraba ocupar
lord
Selford. Es una de las más confortables, aunque no de las más seguras, pues está bastante aislada. ¡Espero que vigile un agente en el corredor!

—Ya lo he dispuesto así —dijo Sneed, saboreando un sorbo de champaña—. ¡Excelente vino! Nunca he bebido otro mejor.

—¿Bebemos otra botella? —dijo Havelock, esperanzado.

—Veo que busca usted un pretexto para abrir otra botella,
mister
Havelock. Pues bien: yo le doy a usted el pretexto.

Bajo la influencia de la segunda botella de champaña, el abogado recuperó el normal dominio de sí mismo.

—El asunto —dijo— me embrolla bastante. ¿Qué tenía que ver Cody con Selford, y de qué modo el maldito italiano...?

—Griego —le interrumpió Sneed tranquilamente—. Él se dice italiano, pero es de origen griego. De eso estoy seguro. Y en cuanto a su relación con ellos, le diré a usted algo interesante. ¿Recuerda usted haber mandado a
lord
Selford a algún colegio?

—Sí, a un colegio particular —respondió
mister
Havelock, realmente sorprendido.

—¿Recuerda el nombre del profesor?

—Sí, creo que sí:
mister
Bertram.

—Que más tarde tomó el nombre de Cody.

—¿Cody? ¿Quiere usted decir que Cody y Bertram, el tutor de
lord
Selford, eran una misma persona?

Pué Dick quien respondió a la pregunta.

—Y ahora —continuó éste—, permítame usted una pregunta. ¿Estuvo alguna nurse al cuidado del niño que más tarde fue
lord
Selford?

—Naturalmente —replicó Havelock.

—¿Recuerda usted su nombre?

—No estoy seguro; pero creo que era una cosa parecida a Cowther.

—¿Cawler?

—Me parece que sí... Sí, en efecto. Ahora recuerdo perfectamente el nombre. Y hasta creo que conozco a alguien que se llama así... ¡Claro está!... El chofer de Cody.

—Esa mujer era tía de Cawler. Empezó por ser la nurse del niño y terminó por hacerse cargo de él. ¿No le parece a usted raro que Cody contrajese matrimonio con una mujer tan inadecuada y tan ordinaria?

Hubo un profundo silencio.

—¿Cómo lo ha sabido usted?

—Examinando los papeles de Cody. El asesino de éste se llevó todos los documentos que había en los cajones de la mesa, pero no se le ocurrió registrar una caja en la cual guardaba
mistress
Cody sus tesoros particulares. Probablemente los asesinos creyeron que no era una de esas mujeres que gustan guardar su correspondencia privada. Las cartas que hemos encontrado demuestran que fue la nurse de
lord
Selford y que Cody fue el tutor de éste. ¿No ha visto usted nunca a Selford?

Havelock negó con un gesto.

—¿Ignora usted también —prosiguió Dick con toda calma— que en dos ocasiones se requirió la presencia de Stalletti en Selford Manor, como médico, para tratar el alcoholismo de
lord
Selford?

—¡Me deja usted admirado! — exclamó Havelock—. El médico de Selford era
sir
John Finton, y nunca supe que le asistiera otro. ¿Cuándo ha sabido usted todo eso?

Dick miró a Sneed; éste sacó una cartera y de ella .una hoja de papel, que entregó al abogado.

Era el papel que Dick había encontrado en la caja.

—Pero ¿en qué sentido se relaciona esto con
lord
Selford y sus viajes? —preguntó el abogado en tono de sorpresa—. ¡Es inexplicable! Cuantos más detalles conozco de este asunto, más oscuro me parece.


Lord
Selford nos lo aclarará cuando venga —dijo Dick, consultando su reloj—. Y ahora creo que debemos acostarnos. Estoy verdaderamente cansado.

Sneed se levantó de la .mesa y fue a hundirse en un amplio y confortable sillón delante de la chimenea, que había sido encendida durante su ausencia.

—¡Esta es la mía! —exclamó—. ¡A ver quién se atreve a arrancarme de aquí!

CAPÍTULO XXIX

Habían sonado las diez y media cuando Dick y el abogado subieron a sus respectivas habitaciones. Dick esperó a que Havelock se encerrase en las suyas, y entonces entró en el cuarto que le había sido asignado; cerró la puerta y encendió la luz.

Al cabo de diez minutos volvió a abrir la puerta, sin producir el menor ruido, y salió al pasillo. El agente de servicio le saludó silenciosamente. Dick, después de cerrar la puerta con llave, bajó las escaleras y llegó al hall, donde le estaba esperando Sneed. Sin pronunciar una palabra, Dick abrió la puerta de la habitación en la cual había visto Sybil la extraña, aparición, y los dos hombres penetraron en ella. Las cortinas habían sido corridas por el guarda; pero Dick levantó y separó hacia un lado una de ellas. Después salieron de la habitación.

—Espere usted en el hall hasta que yo le llame. Quizá tengamos que aguardar a que haya luz del día; pero es casi seguro que el hombre de la barba volverá.

Silenciosamente, en la oscuridad de la noche, trepó por el tronco de un pequeño árbol y tomó una posición desde la cual podía ver lo que ocurría en el interior de la habitación. Esto parecía un poco absurdo, pero acaso en ello estuviese la solución que él buscaba.

Pasaba el tiempo lentamente. Pero Dick no se movía, con el rostro casi pegado al cristal de la ventana, y sin separar la mirada de la oscura habitación. De lejos llegaron las doce campanadas del reloj de una iglesia. Luego sonó la media hora. A él le parecía que había transcurrido una eternidad. Empezaba a creer que aquélla era una noche perdida, cuando repentinamente, cerca de la chimenea, apareció en el suelo una larga y fina raya de luz. Conteniendo la respiración, esperó. La línea luminosa se ensanchaba, y a su débil resplandor vio que la gruesa piedra del hogar se movía, dejando un ancho resquicio por el cual asomó una cabeza al nivel del suelo.

Era una cabeza de espanto. Los ojos centelleantes la barba enmarañada y el enorme brazo des nudo, que durante un segundo permanecieron en el borde del suelo, eran monstruosamente sobrenaturales.

La aparición colocó en la piedra la vela encendida que traía en la mano y, sin el menor esfuerzo, salió por completo del foso que acababa de escalar.

Entonces Dick vio enteramente la figura. Toda su vestimenta consistía en unos calzones andrajosos. El gigante se inclinó e introdujo un brazo por la abertura; inmediatamente apareció el segundo de los monstruos. Era más alto que el primero. Su cara, redonda, no tenía expresión, y por el contrario que su compañero, tenía la piel suave y el rostro rasurado.

Dick sentía latir su corazón violentamente. Por primera vez en su vida estaba aterrado.

El primero de aquellos dos monstruos cogió la vela con su mano espantosa y se deslizó a lo largo del muro, seguido del otro hombre, palpando la pared.

Entonces ocurrió algo inesperado.

Dick apenas pudo reprimir un grito de sorpresa al ver que uno de los entrepaños del muro se abría, dejando ver una pequeña caja. El hombre de la barba sacó algo de ella y se lo mostró al otro. Con las cabezas juntas, ambos lo miraban y parecían gozosos de su descubrimiento.

Dick oyó de pronto que alguien llamaba a la puerta de la habitación y maldijo al intruso que venía a interrumpir aquella extraña conferencia, pues al sonar los golpes la luz se apagó instantáneamente. Entonces saltó de su escondite y se dirigió hacia el hall, en donde vio que era Sneed quien golpeaba la puerta.

—Alguien hay ahí dentro —dijo Sneed.

—¡Si hubiese usted esperado un segundo! —replicó Dick furioso, mientras abría la puerta y entraba en el cuarto, seguido del inspector.

Cuando encendieron la luz hallaron la habitación completamente vacía. En pocas palabras, y un poco enojado, Dick le refirió todo lo que había visto. Esperaba encontrar que el entrepaño del muro escondiese una caja de hierro, y su sorpresa no tuvo límites al ver que se trataba de una simple caja de madera llena de desperdicios y escombros, los cuales fue sacando y colocando en el suelo. Había un viejo caballo de madera con una pata rota; una pelota de goma pintada en alegres tonos; un juego de bolos de niño, y parte de un tren de cuerda mecánica, cuya máquina había desaparecido.

Con la ayuda de Sneed trató de mover la piedra del hogar, fracasando en su intento.

—Quédese usted aquí —dijo Dick, y salió corriendo de la habitación.

Atravesó el hall y salió al jardín. El perro le ladró furiosamente al atravesar la granja, pero Dick le amansó con unas suaves palabras. Siguió por un atajo, saltando el pequeño muro, y llegó al valle. Allí se detuvo y empezó a mirar a derecha e izquierda, como si buscase algo. Continuó trazando un círculo y procurando evitar el ser visto, y empleó casi una hora en llegar al camino en cuesta que conducía al bosque en donde se hallaban las tumbas. Con la mayor precaución, midiendo cada paso que daba, escuchando a cada momento, continuó avanzando. Al aproximarse al final del bosque oyó unas voces extrañas, que entonaban el viejo sonsonete de una música que levantó en su memoria recuerdos de otros años lejanos; parecían voces de niños cantando. Casi arrastrándose continuó avanzando, de árbol en árbol, con el rostro bañado en sudor. Tuvo que limpiarse los ojos con el pañuelo para poder ver. Al fin llegó a un olmo corpulento, desde cuya copa, y a la luz de la luna, pudo observarlo todo.

La puerta de la tumba estaba abierta, pero esto no le interesó por el momento. Toda su atención estaba reconcentrada en los tres hombres que, cogidos de la mano, saltaban formando un círculo. Oíanse dos voces atipladas y otra, inarmónica, de bajo profundo, que cantaban solemnemente:

El pobre Jinny es un llorón,

el pobre Jinny es un llorón...

La escena le dejó sin respiración apenas. Era como un mal sueño, y había en ella algo tan patético que hizo asomar las lágrimas a sus ojos.

Inmediatamente reconoció a las dos figuras semidesnudas. Al tercer hombre, más pequeño, no pudo reconocerle hasta que volvió el rostro hacia él, bajo la luz de la luna. ¡Era Tom Cawler!

Repentinamente cesó la canción y los tres hombres se echaron a tierra, pasándose algo de unas manos a otras. Dick vio en seguida que aquello era la máquina del tren mecánico. Los dos hombres medio desnudos jugaban con ella, riendo a carcajadas infantiles y pronunciando palabras ininteligibles, mientras Tom Cawler los contemplaba atónito, con ojos irascibles, al extremo de que a Dick le pareció el más temible de aquellos tres hombres.

Un suave silbido, que llegaba del bosque, interrumpió la escena; sonó tan cerca, que Dick no pudo evitar un estremecimiento. El silbido produjo en el grupo un efecto extraordinario. Los dos gigantes se pusieron en pie instantáneamente, haciendo una servil reverencia al escucharlo. Cuando Dick quiso darse cuenta, Tom Cawler ya había desaparecido.

Volvió a sonar el silbido, y los dos monstruos se tendieron en el suelo en actitud de humillación. A pesar de la distancia que separaba a Dick de ellos, pudo ver cómo temblaban. Un hombre surgió de entre los árboles.

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