—por fin, murmuró Jaime, cuando la alfombra se detuvo en los aires, a escasos centímetros de la colcha, por encima de las copas de los árboles del parque… por fin
una mariposa leonada y manchada como un leopardo (?) se había posado sobre uno de los pliegues de la colcha —un poco más allá, había unas ruinas al pie de un falso estanque adornado con nieve de algodón, unos tulipanes de cera que surgían de un cesto y una pastorcilla de escayola pintada de vivos colores, cuyo rostro recordaba al de Estrella…
echaron a andar por aquel parque en miniatura, en medio del extraño juego de dimensiones entrecruzadas que era la colcha de la cama (por la que a veces, una tarde entera caminando era tan sólo la distancia entre dos flores —mientras que otras, un breve paseo les llevaba al fin del mundo o a lo más profundo del océano), Block se volvió y contempló con un ligero asombro, que la alfombra voladora ya había desaparecido…
entre los pliegues de la colcha había también un pequeño Papá Noel sonriente y con un grueso saco de regalos a sus pies, y un arbolito de Navidad con las ramas llenas de adornos de alegres colores… la mañana del día de Navidad —los tres caminaban por el parque Servadac
la mañana del día de Navidad (que era, de hecho, el día
anterior
a Navidad, si bien ellos contaban los días por sus noches)… Jaime y Estrella tenían la costumbre de comer con Pedro y Rosa el día de Navidad —a los cuatro les gustaba hacerlo porque no había sido algo premeditado cuando lo hicieron por primera vez, y el sabor de lo imprevisto (esa curiosa atmósfera del día de Navidad a mediodía, todas las calles vacías, todos los restaurantes vacíos, todo el mundo adornando las casas o preparando los regalos de la noche o almorzando cualquier cosa en previsión de los asados, pavos, cabritos o besugos de la noche —y ellos, al mismo tiempo, yendo a cualquiera de sus restaurantes favoritos sin molestarse en reservar mesa y comiendo casi solos, ese placer de lo inadecuado, de lo fuera de su sitio), el sabor de lo imprevisto se había conservado en sus siguientes citas… por otra parte, les divertía tener «una costumbre», a ellos, que no tenían ninguna, les divertía inventar una tradición a ellos que nunca habían conservado ninguna tradición, les encantaba que su cita del día de Navidad fuera al mismo tiempo un poco absurda, un poco surrealista (ya que nadie queda nunca para comer fuera el día de Navidad) y también algo anticuada, excesivamente formal… Jaime y Estrella se despertaron alrededor de las diez y media; el cuarto estaba lleno de una dulce luz blanca de día nublado, y como solía suceder (especialmente cuando Jaime dejaba las cortinas descorridas antes de acostarse) estuvieron discutiendo durante un buen rato, abrazados y con la cabeza de Estrella sobre el pecho de Jaime, si los vecinos de las casas que se divisaban desde allí podían verles o no a través de la ventana y a esa distancia…
—hoy es Navidad, dijo Jaime por fin
—¿llamarán Pedro y Rosa?
—supongo que sí… vamos a esperar un poco y si no, les llamamos nosotros…
—voy a salir a hacer un té…
—bueno
—¿está Block? preguntó Estrella desde la puerta
—sí, se quedó a dormir
media hora más tarde, cuando los tres reposaban alrededor de la mesa de la cocina como tres osos ahítos de comer pan con mantequilla y miel y de beber té con leche y cardamomos, sonó el teléfono: era Pedro, que llamaba, según le dijo a Jaime, «por encargo de Rosa»…
—¿adónde vamos a ir a comer? preguntó Jaime
—no sé, dijo Pedro… pero yo creo que puestos a ir, vamos a nuestro sitio favorito…
—Estrella, dijo Jaime, quieren ir a La Gamella
—estupendo, dijo Estrella
—estupendo, le dijo Jaime a Pedro
—dicen que estupendo, le dijo Pedro a Rosa
—¿qué es La Gamella? preguntó Block
—es nuestro restaurante favorito en Países, dijo Jaime… un verdadero templo del placer
la mañana era fría, con ese maravilloso cielo blanco de los días nublados de invierno, y a los tres les apetecía salir a dar un paseo…
—La Gamella está en Alfonso XII, al lado del parque Servadac, dijo Jaime… podemos ir a dar un paseo por el parque, si os apetece
—a mí sí me apetece, dijo Block… me apetece mucho
—ahora estarán las fumigaciones, por ese lado del parque, dijo Estrella… eso siempre es divertido verlo
Block fregó los cacharros del desayuno, en medio de las protestas de Jaime y Estrella —tenían el tiempo justo para vestirse, ir dando un paseo hasta el Abuelo del Mar para que Block pudiera cambiarse y ponerse alguno de sus chalecos de seda, que La Gamella sin duda merecía, y coger luego un autobús que les llevara hasta el parque Servadac —y así lo hicieron todo (oh, una de esas frases suaves, justas y perfectas de Thomas Hardy) según habían planeado…
el parque Servadac, en invierno… el autobús les dejó en la puerta de Alcalá; al otro lado de la plaza, se levantaban los blancos cuerpos de columnas de la entrada más graciosa y monumental de todas las del parque… un ciervo olisqueaba entre las verjas entreabiertas, pisando la arena —pero no era un ciervo, sino tan sólo una metáfora (o un motivo tallado en la piedra rajada de un escudo, sostenido en los aires o cerca de los aires), y su belfo blanco y agudo señalaba hacia el interior del parque —era su propio deseo, el «espíritu» del parque, hecho todo corzo, misterio y arboleda… de nuevo bajo los ciervos de piedra, de nuevo bajo niños desnudos y enredaderas muertas… soplan los arcos de piedra, sobre el cielo rosa de oriente… conversa, suave… el ciervo se vuelve, me mira, te señala: hacia allá, hacia allá…
el parque estaba fantasmal y triste, los árboles sin hojas, las largas avenidas del invierno, el viento de los poemas de Bécquer soplando entre los alerces desde las playas desiertas y remotas, el cielo gris, el trazado de ramas como cúpula o palio, su excursión, su intrepidez, el vaho saliendo de sus labios, sus mejillas rojas… así entraron en el parque Servadac de invierno, y comenzaron a caminar por paseos olvidados en dirección a la zona de las fumigaciones…
la zona de las fumigaciones: no había, propiamente hablando, una «zona», ya que los canales subterráneos, las guaridas de las extrañas especies animales que el parque Servadac archivaba celosamente como un naturalista algo pasado de rosca, no eran lo suficientemente bien conocidas como para planear un ataque al estilo geométrico y casi euclídeo del tío de Tristram Shandy —y los empleados del parque, uniformados con una especie de falso traje de guardabosque de un color azul en el que se encontraban calidades de cielo, plomo y aguas cenagosas, intentaban disimular su desconcierto con un ataque indiscriminado a las madrigueras reales o aparentes, desperdiciando nubes y nubes de gas azul y molestando en su descanso a muchas de las especies para las cuales el parque era su hábitat natural desde los tiempos en que el hombre se contentaba con pulir piedras o trenzar cáñamo… los grandes tubos se hundían aquí y allá en la tierra, atendidos por grupos de empleados que se movían por entre los árboles, acudiendo allí donde una fumarola de humo azul surgía del suelo: un hormiguero, un agujero en el tronco de un viejo árbol hueco, una madriguera de topo, eran suficientes para que el gas, lanzado a presión bajo tierra, escapara al aire libre con un silbido de satisfacción
—ah, no, el gas no les mata, le dijo Estrella a Block… no se trata de matar a nadie
—es una especie de limpieza, dijo Jaime, y un recuento de especies
hermoso parque Servadac —todo el suelo invadido de hojas amarillas, marrones, leonadas, rojas, amarillas, pardas, granate oscuro, anaranjado —y sobre ellas caminaban, recordando los tres, cuando pasaban entre los setos, a lo largo de los caminos llenos de charcos de tinta china, la atmósfera mágica de
Blackberry winter
…
invierno, invierno… Estrella llevaba una gruesa bufanda color rojo manzana que daba varias vueltas en torno a sus mejillas, no menos rojas; Jaime llevaba una cazadora de cuero que unos amigos de su época de fumador de grifa le habían traído de la kasbah de Fez; Block, en el colmo de la bohemia, una chaqueta de pana verde con refuerzos de piel que había comprado hacía unos días en Los Amigos y que resultaba de lo más elegante… en el mundo del espacio (lo que un tratadista medieval hubiera llamado —lo cual está claro como el agua para nosotros pero sería objeto de estupor, materia de ensueños sin fin, para él, la «realidad»), cualquier cosa puede suceder en cualquier momento: esto es lo que
il Pensieroso
llamaba, afectadamente, «simultaneidad» —así, caminando los tres por entre los arbustos llenos de moras de
Blackberry winter
, por entre las largas tuberías de tela de las fumigaciones hundidas aquí y allá, salvajemente entre las hojas, delicadamente en los registros de las alcantarillas, improvisadamente en los «respiraderos» de las extrañas catacumbas naturales que recorrían el subsuelo del parque —o cualquier otra combinación de los adverbios, Block pensó de pronto, viendo a Estrella, que le apetecía regalarle un gorro de piel, uno de esos gruesos gorros rusos —sólo por el placer de verla con él puesto —oh, ¿no sería delicioso que Estrella hablara ruso? pensó mirándola, y los dos sonrieron —ella sin saber por qué
una copa de aguardiente, un oporto y un té con un relámpago de anís, en un café acristalado, tan inmenso que parecía preparado para recibir a las guarniciones de (invisibles) ejércitos de invierno —desde las cristaleras, se contemplaban las fumigaciones y se hacían comentarios… habían sido vistos ciertos animales artificiales que estaban causando una cierta polémica (casi filosófica) entre los encargados de las fumigaciones —en un grupo de tres guardabosques del parque, que estaban allí refugiados del frío, mostraba uno de ellos a todo el que quisiera verlo, una especie de conejo artificial —que ni siquiera intentaba «parecer» un conejo…
—es el cazador, dijo Jaime, es su estilo
—sin duda, dijo Estrella mirando a través de los cristales… ¿no hay ningún lago helado? a él le encantan esa clase de cosas: un lago helado, una sierra de carpintero para hacer agujeros en el hielo, un abeto que te vacía encima su carga de nieve, cosas así…
los tres salieron de nuevo al frío, ahora acompañados de una suave excitación, de un agradable ardor interno —descubrieron al cazador escondido detrás de un gran árbol, que estaba más o menos en el centro de la zona de fumigaciones —y a partir de allí comenzaba su camino —en sentido inverso al de las agujas del reloj, si colocamos el norte en la parte superior del plano —y podemos reproducir la extensión imaginaria sobre un papel sin demasiada dificultad, un círculo mágico de invierno, un encantamiento… el cazador tenía un gorro rojo abrochado por debajo de la barbilla, brillantes botas negras y una gran escopeta de dos cañones que empuñaba con fuerza y con la que apuntaba a algún lugar invisible entre las hojas…
—oh, diablos, no hagan ruido, les dijo con muy malos modos cuando ellos tres se acercaban… ¡ese maldito conejo tiene un oído muy fino!
—pero ¿por qué quiere cazarlo? le preguntó Estrella, con esa mezcla de indiferencia y severidad que usaba con las personas que no le gustaban
—¿que por qué…? ese conejo es un grandísimo hijo de… ¡se ha burlado de mí demasiadas veces! ¡pero ya se acaban tus días, conejo! añadió rojo de ira ¡te haré tragar todas tus bromas estúpidas!
estaba tan furioso que disparó varias veces la escopeta en dirección a los matorrales, mientras seguía gritando: «¿y lo de las zanahorias? ¿te acuerdas de lo de las zanahorias envenenadas? ¿y los catorce cartuchos de dinamita escondidos en muñequitas de Pascua?» …después de rastrear unos instantes por los matorrales de los alrededores, volvió de nuevo al árbol (junto al cual ellos tres seguían inmóviles) y empezó a cargar la humeante escopeta, y fue entonces cuando vieron, olisqueando entre las hojas, a los conejos mecánicos que pensaba usar como señuelos —algunos de los cuales habían sido ya atrapados por los guardabosques o los empleados de fumigaciones: sus ojos rojos eran diminutas bombillas y su rabo blanco un detector de ondas de radio, tenían además brillantes incisivos niquelados y una simpática sonrisa que era posible regular con el mando que había entre las sedosas orejas…
—vamos a enseñarle a Block el refugio de los osos, dijo Jaime, a quien molestaban siempre las armas y las personas relacionadas con ellas, personas armadas, toda esa poética
—sí, dijo Estrella… conocemos un viejo tronco de roble completamente hueco por el que es posible oír todo lo que pasa allá abajo, e incluso ver si te asomas lo suficiente
caminando hacia el refugio de los osos, se cruzaron con un personaje bastante estrafalario, vestido con un abrigo negro que le estaba demasiado grande, una elegante bufanda gris y gafas de sol…
—oh, perdón, dijo después de casi tropezarse con Jaime y Block… no veo nada con estas gafas, discúlpenme
—¿le pasa a usted algo? le preguntó Estrella… parece muy nervioso
—claro que me pasa, dijo el individuo arrebujándose en su bufanda, ¿por qué, si no, iba a ir disfrazado de forma tan ridícula? tengo que hacer creer a ese energúmeno que soy un filósofo existencialista francés… si se dirige a mí le hablaré en francés; le diré, por ejemplo:
«c'est qui il-y-a fait de tout cette homme pour les arbres des charmants chemins de jusque a la fond de la pomme de terre!»
y se quedará patidifuso
—¡qué francés más horrible! dijo Estrella
—Dios mío, dijo Block, ¡es el conejo!
—¡chiss! ¡silencio!, le dijo el conejo mirando a todas partes asustadísimo, ¿quiere que me maten? tengo que pasar por enfrente de ese carnicero, pero me haré pasar por Marcel Proust… ¡estoy temblando! ¡ante todo, dignidad!
se alejó canturreando:
«dans le jardin de mon père / les lyles sont fleuries; / tout es les oiseaux du monde…»
sin embargo, las correrías del conejo eran inofensivas, y a las autoridades del departamento de fumigaciones les preocupaban mucho más las de los osos, que en sus mansiones subterráneas organizaban banquetes, fiestas y bailes que hacían retumbar todo el parque…
—y hoy, precisamente hoy, la mañana de Navidad, dijo Jaime, los osos celebran su gran banquete de invierno, que es el más increíble de todos
—banquete de invierno, se extrañó Block, siempre había creído que los osos se pasaban el invierno durmiendo… por lo menos, en mi país lo hacen así…