(aunque había venido a Países como estudiante, lo cierto era que la Palauniversidad de Países, que tan amistosamente le había abierto sus puertas, apenas suscitaba su interés; la idea de pedir una beca y convertirse en estudiante no había sido exactamente suya: varias organizaciones de tristenios exiliados situadas en diversos puntos de Europa habían conspirado, por así decir, para convencer al joven Block de que no abandonara su «misión»… los diplomáticos tristenios habían presentado el caso con razones tan sutiles, habían sido tan delicados a la hora de considerar las «especiales circunstancias» de su situación, habían sabido ser tan persuasivos sin ser insistentes, tan amistosos sin ser paternales, que Block, que de cualquier modo estaba ya harto de la vida sin rumbo que venía llevando durante los últimos años, había decidido, finalmente, dejarse convencer… de cualquier modo, estaba claro que su «misión» no incluía estudiar nada demasiado profundamente (al fin y al cabo, su formación era ya a aquellas alturas verdaderamente enciclopédica); sus planes eran estudiar poco y pasear mucho, asistir a las clases lo menos posible y tenderse en el césped descalzo para conversar con unos y con otros, aprender de nuevo a ser encantador con los hombres y con las mujeres, escapar del Tiempo por verdes galerías, por aéreos pasadizos, o, por decirlo de otra forma,
BURLAR LA VIGILANCIA DEL TIEMPO,
disfrutar del aire cálido del sur, y del mar, y de las noches de cielos estrellados, enamorarse, ser libre, feliz y admirable, vivir, vivir, y finalmente escribir un libro o un poema o una sinfonía donde estuviera contenida y explicada toda la belleza del mundo —éstos eran, en realidad, sus modestos planes…
también en la elección de las asignaturas que, supuestamente, iba a estudiar, se había dejado llevar por el instinto y por el placer: había elegido Latín, había elegido Geografía Física de África, había elegido Historia del Urbanismo, Poesía y Arte y Religión en Extremo Oriente, y también dos cursillos, «La piedra Bezoar en la literatura» y «Morfología de las mariposas europeas» —aunque lo que buscaba realmente acudiendo a oír conferencias sobre temas tan diversos no era otra cosa que divertirse y descubrir libros extraños e inesperados…)
quedaba más de una semana para que comenzaran las clases… durante esos días, Block se dedicó a explorar la ciudad: fue caminando, con su Baedeker abierto en la mano, por los bulevares de la avenida de Verdulia, yendo de unas fuentes a otras y desentrañando el simbolismo de estatuas, bronces y filigranas del agua, y así llegó al Museo de Pinturas, cuyas salas recorrió sumido en el asombro, en el estupor, salas de oro y brocado, salas de claveles y laureles, la
Anunciación
de Fra Angélico,
El desembarco de Santa Paula
de Claudio de Lorena, las princesas de Velázquez, inmóviles en la oscuridad como inmensos y temerosos pavos reales, paisajes flamencos con galeones en el mar, ovejas en los prados, niños pescando en el río y una oca posada en lo alto de la rueda del molino…
visitó la isla de Fontibrol, en el centro de la bahía de Países; subió al monte Arbel en el viejo tren de cremallera y luego se perdió en sus florestas encantadas, con viejos caminos romanos salpicados de vainas de algarroba y fantásticas mariposas que cruzaban sobre los arbustos ebrias de néctar de flores; llegó a las ruinas del templo de Diana y se tumbó entre las altas hierbas para contemplar de nuevo su amado cielo, su amado mar de los Sargazos: un trasatlántico cruzaba a lo lejos, rumbo a la isla de Grecia: allí cerca, varios barcos de vela permanecían inmóviles, posados sobre el agua color verde hoja; en las proximidades de la isla de Fontibrol (pero esto era ya invisible para él) un hombre rana aparecía en la superficie con un pulpo clavado en su tridente…
comenzaron las clases; al cabo de unos pocos días, Block decidió abandonar la mayor parte de las asignaturas, así como el cursillo sobre la piedra Bezoar, y concentrarse en las materias que realmente le proporcionaban algún tipo de diversión —las cuales, después de una seria deliberación consigo mismo sobre la geografía africana y sobre el mágico reino de las mariposas europeas, quedaron reducidas a «Latín» y «Poesía»…
el profesor de Latín era un joven licenciado lleno de ideas insólitas: en la primera clase destrozó a Propercio, en la segunda exaltó desmedidamente a Horacio, en la tercera se mostró extrañamente tibio con Virgilio, pero en la cuarta mostró su pasión por Lucano, propuso la lectura íntegra de Tíbulo, sugirió una exploración de la poesía latina rimada, exaltó a Petronio por encima de Apuleyo y por encima de Proust y de Joyce, y todo ello bastó para ganar el corazón de Block…
el profesor de Poesía era algo aparte; sus clases eran las más nutridas de todas, y aparecían en ellas alumnos que no asistían a los cursos generales: la razón no era solamente el atractivo del tema (hablar de poesía en general, ¿de toda la poesía, quizá? ¿de la poesía de la poesía? ¿de la poesía como vida, de la vida como poesía?) y la indudable brillantez del expositor, sino el hecho de que este expositor, Agustín Montoliu, era el famoso autor de la novela
El lago Ariadna
, un reciente e inesperado hit en toda Europa, es decir, no sólo un escritor, sino un escritor famoso, y no sólo famoso, sino en la cresta de la fama…
no es éste el momento de dilucidar si Block (que también había leído
El lago Ariadna
en su traducción alemana y se había quedado completamente enamorado del libro) había elegido la clase de Poesía porque era Montoliu el encargado de darla, es decir, si es un libro lo que ha motivado los pasos de Block, o si la aparición de Block en la clase de Montoliu no es otra cosa que una casualidad feliz, aunque quizá debiéramos inclinarnos por la segunda posibilidad… lo que en inglés se llama «serendipidad» (y quizá podría ser ésta una buena ocasión para introducir por vez primera una voz tan útil y musical en nuestro idioma), es decir, la capacidad espontánea de encontrarse con cosas asombrosas sin proponérselo, es uno de los rasgos más destacados del carácter de Block y unas de las constantes de su vida (¿o quizá debiéramos decir de su «biografía»?)… podemos concluir, pues, que fue una feliz serendipidad la que condujo a Block a la clase de Montoliu, o bien, arriesgando una variación puramente musical, que la aparición de Block en la clase de Montoliu sucedió de forma puramente serendípica…
no menos serendípico fue el encuentro de Block y Jaime… uno de aquellos días, Block iba caminando por una de las calles del Abuelo del Mar, cuando de improviso un objeto descendió cayendo sobre él desde las alturas celestes y se hundió en un charco que había casi a sus pies, levantando una artística salpicadura que le empapó completamente sus zapatos de piel y sus pantalones de tweed (ya que Block, será bueno advertirlo de una vez, nunca dejaba de vestir como un príncipe)…
se acercó al charco: en el fondo, cubierto de una alfombra de hojas de arce japonés caídas de los árboles cercanos, reposaba plácidamente un libro de pastas azules… metió la mano en el agua transparente y lo sacó de allí chorreando: era un ejemplar de
El lago Ariadna
… un libro caído de los cielos, se dijo Block, mirando a su alrededor con curiosidad… luego alzó la vista… estaba al pie de un muro de ladrillo de casi cinco metros de altura coronado por una cornisa de piedra blanca; se trataba de un muro de contención, al otro lado del cual comenzaban los terrenos del Consejo de Investigaciones Científicas, que ocupaban el nivel superior de la Colina de los Pinos… en lo alto del borde de piedra habían aparecido dos figuras: un muchacho moreno y delgado y una muchacha rubia que parecía extranjera: el muchacho tenía el pelo oscuro y desordenado y llevaba una camisa blanca con las mangas recogidas por encima del codo; la muchacha vestía una camisa de crepé verde ciruela sin mangas y tenía las muñecas llenas de pulseras de plástico…
—oh, oh, dijo ella poniéndose una mano sobre la boca
—espero que no te haya caído encima, dijo él
—casi, dijo Block
—lo siento, dijo el muchacho… ha sido un accidente
—un lago ahogado en un charco, dijo Block, mostrando el libro empapado y brillante
—te veo luego, dijo el muchacho
los dos desaparecieron de la vista de Block… Block se quedó mirando hacia las alturas, ligeramente extrañado; ¿a quién iban dirigidas las últimas palabras, a la muchacha o a él mismo?… ninguno de los dos volvió a aparecer en lo alto… la situación era ligeramente absurda; allí estaba él, al pie de una pared de ladrillo de inmoderadas dimensiones, con los pantalones y los zapatos sucios de barro, los zapatos probablemente arruinados para siempre, con un libro chorreante en la mano, mirando tontamente hacia las alturas… ¿qué debía hacer? estaba a punto de colocar cuidadosamente el libro en la acera y seguir su camino cuando oyó una voz a sus espaldas… era el muchacho moreno que acababa de ver en lo alto del muro; no comprendía cómo había podido darse tanta prisa en descender hasta allí: debía de haber, literalmente, volado sobre las escaleras…
—lo siento, volvió a decir el muchacho extendiendo la mano… yo soy Jaime
—Block, dijo Block estrechándole la mano
—¿Block?
—sí, Block
—yo a ti te conozco, dijo Jaime… ¿tú también vas a la clase de Montoliu?
—sí, dijo Block entregándole
El lago Ariadna
… Jaime lo cogió, arqueando las cejas con gesto de resignación; lo hojeó y luego lo lanzó hábilmente a una papelera cercana, donde se hundió entre los papeles y las hojas secas
—compraré otro ejemplar, dijo
—es un buen libro, dijo Block, como animándole a hacerlo
—no fastidies, dijo Jaime, es una obra maestra…
—tú escribes, supongo, dijo Block cuando los dos echaron a andar, rodeando el edificio de la Residencia y yendo en dirección de la calle de los Pinos
—sí, dijo Jaime, estoy terminando una novela, se llama
Dalila entre las sensaciones
—yo también escribo, dijo Block con un delicado suspiro, con la mirada perdida en las frondas que surgían a ambos lados de la calle de los Pinos y que no llegaban a encontrarse en lo alto… le sorprendió que a Jaime le pareciera que escribir fuera lo más normal… le preguntó con visible desinterés qué escribía, si cuento o novela, y a continuación se puso a hablar de las cosas que escribía él mismo
cuando salieron de la curva fantástica que trazaba la calle de los Pinos colina abajo, y llegaron a la calle Oquendo, su conversación se había hecho ya tan densa como una tela de seda, que permite ver lo que hay al otro lado tan sólo vagamente; para cuando llegaron frente al Museo de Ciencias Naturales, era ya tan espesa e inextricable como una sarga, como un brocado, y los dos estaban tan embebidos en ella que no veían ni oían nada de lo que les rodeaba: desde lo alto de una cristalera que se elevaba cinco o seis metros por encima de ellos, la calavera de un dinosaurio les contemplaba con ojos huecos; en las terrazas que había a lo largo del parque, las jóvenes estudiantes de la Escuela de Peritaje Industrial cruzaban las largas piernas desnudas bajo las mesas y bebían horchata a la sombra de acacias de rara perfección —pero nada, ni un dinosaurio, ni unas largas piernas desnudas, ni unas acacias, les hacía salir de su abstracción, porque los dos estaban poseídos por el dulce veneno de los libros, y porque los jóvenes, ay, demasiado fácilmente se olvidan del mundo, lo consideran su reino, no ganado, pero por alguna razón merecido, y pierden así para siempre (con qué raras excepciones, oh Mnemosyne) su fugaz momento de gloria…
Jaime tenía que encontrarse con unos amigos en un bar de la parte vieja de Países; fueron hasta allí en tranvía, y por el camino todavía tuvieron tiempo de hablar de la poesía latina de Milton, de discutir las virtudes respectivas del
Orlando
y de la
Jerusalén
como ideales de la poesía épica, de admitir que el aforismo de Mallarmé respecto del libro de los libros les provocaba un escalofrío de placer, de lamentar el presente estado de las letras, la muerte casi universal de la belleza de las palabras, de exponer con ansiosa elocuencia diversos proyectos literarios parcialmente soñados, jamás llevados al papel, pero de asombrosa belleza posible, belleza del
potens
, negada por Aristóteles, de asombrarse mutuamente con menciones de libros extrañísimos cuyo conocimiento
in extenso
ambos sabían fingir con el mismo aplomo y la misma ligera sonrisa —podemos decir, en suma, que desde el primer momento que se encontraron, desde la primera tarde que hablaron, Jaime y Block fueron amigos…
los «amigos» con los que Jaime tenía que encontrarse no eran sino los Dormidos, no toda la Academia de los Dormidos en esta ocasión, sino tan sólo dos de sus miembros más conspicuos, es decir, Jesús y Pedro… no era ésta una reunión formal de la Academia (las sesiones formales tenían lugar los miércoles a las siete de la tarde en el café El Cielo) sino más bien una reunión extemporánea y para-académica… Jaime y Pedro les esperaban ya, sentados con las piernas cruzadas a ambos lados de una mesa redonda, frente a dos copas de jerez parecidas a dos viales de sangre santa, en medio de un concilio de mesas vacías que llenaban la esquina más aguda de una plaza trapezoide, toda salpicada de castañas pilongas, en medio del laberinto de callejas del Países del siglo XVII
—éste es Block, le presentó Jaime
pidieron bebidas, Jaime una cerveza, Block una copa de oporto… al cabo de un rato, los tres dormidos estaban hablando animadamente sobre uno de los temas de moda en Países durante las últimas semanas: una serie de grutas conectadas por medio de un río subterráneo (que más tarde salía a la luz y se convertía en el Cosule, un subafluente del Obrantes) que habían sacado a la luz las obras para la construcción del pabellón chino en el centro del terreno que iba a ocupar la Exposición Universal; eran unas cuevas magníficas, kilómetros y kilómetros de abismos y cascadas subterráneas, «pabellones», «órganos», «catedrales» de calcio fosilizado, utensilios y pinturas rupestres que proporcionaban por primera vez evidencia de que los primeros pobladores del valle no habían sido los legendarios «verdules» que dan su nombre a nuestro por otra parte verde y verdeante país, con sus dioses, sus espadas de bronce, sus arados y su misterioso e indescifrable lenguaje cuneiforme, hoy preservado en unas treinta o cuarenta urnas cinerarias, sino que, muy al contrario, el valle de Países y por extensión, la península toda de Verdulia, había estado poblada desde los tiempos prehistóricos…