—nunca me ha divertido
—pero antes te interesaba el tema de tu tesis
—me interesaba, sí, pero es demasiado largo, demasiado trabajo, lleva demasiado tiempo, yo debería escribir
—¿por qué «deberías»? las cosas suceden cuando suceden, no te preocupes tanto
—no terminaré nunca mi tesis, estoy completamente desorientado
—la Región Confabulada
—exacto, la Región Confabulada
—deberías
—¿qué?
—nada
—qué
—volcarte en algo, darte, de alguna manera
—¿qué quieres decir?
—quiero decir que deberías volcarte en algo, hacer algo y hacerlo hasta el final… sea lo que sea, tu tesis, o tu libro, o buscar la Región Confabulada… te pasas el día mariposeando de una cosa a otra
—lo único que yo sé hacer, dijo Jaime, es tener amigos… lo único que realmente me gusta es estar rodeado de pequeños seres humanos, hablar con ellos, bromear con ellos, interesarme por sus vidas… así lo decía Montaigne: «nada hago tan bien como ser amigo»… a lo mejor mi destino es precisamente mariposear
—de todos modos, creo que lo que te pasa es que estás cansado… podríamos irnos a Mallorca un par de semanas
—por otra parte, podría dedicarme a buscar la Región Confabulada, podría dedicarme a eso en serio, pero ¿a qué me conduciría?
—todavía no hará frío… podremos bañarnos
—no a un libro, no a una tesis… y ése es el axis de mi vida: ¡un libro, oh dioses!, y si no puedo escribir un libro, ¡al menos una tesis!
—Jaime, a veces hablas como un cretino
—en realidad, cualquiera puede escribir una tesis
—vámonos a Mallorca… hace casi un año que no veo a mis padres
—yo no puedo, Estrella… vete tú
—pero si no estás haciendo nada en Países
—voy a la Nacional todos los días… ¿eso no es nada?
—Jaime, no hables como Bugs Bunny
—¿tú crees que debería ponerme en serio a buscar la Región Confabulada?
—¡Jaime!
—¡Estrella!
esta clase de conversaciones se repitieron a menudo a finales de agosto y también los primeros días de septiembre… una brisa fría se arrastró perezosamente por las calles de Países, esas primeras mañanas de septiembre, y entonces Estrella sintió de golpe toda la melancolía del verano que se iba, y decidió huir a Mallorca un par de semanas; casi todos los años volvía así al albergue paterno, al solar de la familia, para bañarse en su playa privada, discutir con la mujer de su hermano, y (era inevitable) engordar unos cuantos kilos…
—me voy a Mallorca, dijo Estrella… volvía de la calle, de comprar pan y fruta (también había comprado champú, un kilo de puerros, un cortaúñas y la revista
Nuevo Estilo
), y parecía que había tomado la decisión por el camino
—muy bien… ¿irá Mencía contigo?
—sí, nos vamos juntas… ¿por qué no vienes, Jaime?
—no puedo, en Mallorca no hay Biblioteca Nacional
—te vendría bien, los dos necesitamos descansar… ayer me dijo mi madre que te insistiera para que vinieras
—el lunes que viene empiezan las clases en el Abuelo del Mar…
—¿más clases?
—son créditos para mi tesis
—la tesis que nunca harás
Jaime la besó; era una forma de no contestar
cuando Estrella se marchó a Mallorca, Jaime se sintió a disgusto consigo mismo… generalmente no comprendemos nada de la vida, sino tan sólo sus imágenes, que convertimos en símbolos; ahora, el avión plateado que se perdía entre las nubes (ya que ésa era la imagen que había quedado impresa en su imaginación) significaba no esa sensación de libertad y ligereza que había esperado disfrutar, sino simplemente: «ha terminado el verano, un verano que nunca volverá»… era una imagen hermosa, un avión que se desvanece entre las nubes, una bella muchacha que asciende a las nubes y se pierde en el cielo de Venus —pero para Jaime representaba lo más horrible, la sensación más desagradable y odiosa que conocía, la que más repugnaba a su naturaleza —la sensación de lo irremediable… odiaba lo irremediable de la misma forma que odiaba el sentimentalismo, los relojes o los plazos, de igual modo que odiaba las despedidas, los aniversarios, las lápidas conmemorativas… todos los años sentía el principio del verano como un abrirse de los sentidos, un nuevo despertar de su cuerpo a la sensualidad, una invitación a caminos bordeados de amapolas y a mujeres repentinamente accesibles y envueltas en telas semitransparentes (en realidad, era increíble la cantidad de mujeres hermosas que había en el mundo además de Estrella) —a lo que seguían meses de bronce lamidos por las llamas del infierno, que languidecían en medio de una extraña intensidad, extraños sabores, metales azules… también cada año sentía el final de esa época de fuego como una gran campanada fúnebre, que parecía marcar en el interior de su cuerpo, de pronto hueco y resonante como el tubo de un órgano, el latido del tiempo, el pulso del envejecimiento universal, el terror de la carne tensada sobre la muerte; días dorados y angustiosos, cuyas galerías aparecían pobladas horriblemente por los fantasmas de los propósitos no realizados, de los libros no leídos, de los viajes no hechos… ahora que estaba solo en Países odiaba su casa, los nueve pisos que tenía que subir a pie cada vez que salía a comprar una barra de pan o un paquete de folios, la bombilla existencialista de la cocina, el bote de té color granate con sus cuatro lados llenos de cerezos, perritos de aguas y chicas chinas tocando la
pi'pa'
, los grandes y blandos sofás del salón, las magníficas cortinas que ahora separaban el salón de la biblioteca donde tenían los libros, la mesa de laca donde solía yacer una taza llena de posos oscuros y un plato lleno de migas doradas; odiaba los tejados que se veían desde su ventana, las antenas de televisión, las sábanas tendidas ondeando bajo la brisa, las palomas, y lo odiaba todo porque era todo igual que antes del verano, porque nada había cambiado… Estrella llevaba ya una semana en Mallorca (esto quiere decir que Block llevaba una semana en Países) y ya empezaba a sentir el fastidio de la soledad…
siempre había imaginado que cuando ella no estuviera, podría dedicar las preciosas y fértiles horas de soledad a su novela, pero ahora que tenía todas esas horas colocadas como las piedras de un collar sobre su mesa para hacer con ellas lo que le viniera en gana, le costaba sentarse delante del montón de folios en blanco para escribir, y lo único que hacía, a lo largo de tardes de hermosura insoportable, era releer una y otra vez, con un ligero gesto de estupor, las páginas que ya tenía escritas… su estupor era siempre real, a pesar de que lo que leyera lo supiera ya casi de memoria, y le bastaba una ligera gimnasia, una especie de fácil nublado artificial de su memoria, para que las frases que había leído mil veces le penetraran de nuevo, como espadas griegas recién afiladas entrando en el pecho de un persa, con su brillo y su calor intactos… sentía estupor ante los pasajes que le parecían mal escritos, y también ante los que le gustaban; le fascinaban sus torpezas, porque oía en ellas su acento, su propia voz, y más aún las expresiones felices, los inesperados brotes verdes y vivos, en los que alcanzaba a expresar la belleza, porque provenían de una voz desconocida que no era la suya y que no podía identificar dentro de sí, y le sorprendía tanto como si al abrir una cómoda para sacar una camisa surgiera de allí un leopardo, como si el leopardo se pusiera a hablar, como si tuviera una dulce voz de mujer… finalmente, le asombraba que esos pocos fragmentos sueltos no se engarzaran en un todo orgánico, le asombraba haber conseguido escribir tan pocas páginas y que en esas páginas hubiera logrado expresar tan pocas cosas… las había escrito un poco al azar (es decir, estas que ahora tenía entre las manos, las que se habían salvado de sucesivas quemas alejandrinas), sin intentar derrochar todavía mucho talento, ya que no eran más que el pórtico de su obra, pero ahora se daba cuenta asombrado de que eso era
todo
, su obra completa, su yo transfigurado en arte, y que de modo misterioso, esas frases escritas descuidadamente se habían solidificado y ya era imposible cambiarlas, mejorarlas, y los intentos de mejorarlas no lograban sino crear engendros monstruosos, frutos perversos pendientes de ramas retorcidas, esas páginas eran ya mármoles tallados…
siempre había sido una persona muy sociable, sin embargo no había conseguido hacer amistades profundas en la facultad, y ahora que la universidad había terminado, el vínculo umbilical que le unía con sus compañeros de clase empezaba a arrugarse y a secarse… quizá las reuniones de la Academia de los Dormidos (y especialmente las últimas reuniones) eran el testimonio más elocuente de la progresiva separación del grupo de amigos, como partículas sometidas a la ley de la expansión universal, todos un poco más alejados, más indiferentes, más sordos y más ciegos día a día en su relación con los otros…
se había equivocado, quizá, había derrochado demasiadas energías en la universidad, él no valía para la investigación: el tema de su tesis le traía sin cuidado —aunque no había dejado nunca de divertirse en la Biblioteca Nacional, tenía una irritante y despreciable capacidad para divertirse con todo, para interesarse levemente por todo… las tardes de verano le habían llevado a la Biblioteca Nacional como a un oasis lleno de frescor, silencio y bellos libros, y una vez allí se había olvidado suavemente de su propósito inicial (una tesis sobre los periódicos de Países del siglo XVIII) para empezar a leer páginas que nada tenían que ver con su investigación, volúmenes, legajos, centones de manuscritos que le divertían o le intrigaban y a cuyas insinuaciones cedía como un adolescente entre jóvenes y poco aparentes prostitutas… ahora, al terminar el verano, se daba cuenta de que, debido a su despreciable debilidad para interesarse por cualquier cosa, y aunque llevaba un mes entero rellenando fichas y tomando notas, su tesis apenas había avanzado: era esa misma capacidad, la de divertirse leyendo lo que ya había escrito, la que le impedía seguir escribiendo… el tema era complicado, y admitía tantas ramificaciones como una proposición escolástica; Jaime había leído los diarios de Kafka y sabía enredarse bien en esquizofrenias literarias; Blanchot (también había leído a Blanchot) aseguraba que escribir era una tarea infinita, una forma de la angustia, y Jaime en esas palabras se sentía aludido, corroborado: cuando levantaba los ojos de las densas páginas de
El espacio literario
, sentía que su falta de imaginación y de aplicación para el trabajo tenían un significado profundo y no eran sino un síntoma de su azulada y maléfica condición de artista… y entonces le parecía inevitable que, de igual modo que Flaubert gritaba por las noches porque no podía escribir, igual que Kafka murió con la sensación de no haber conseguido escribir nada (cuando hasta la última de sus cartas es una joya rara), su misma incapacidad, abulia y desorden, le llevarían al cabo del tiempo a escribir inevitablemente una obra maestra…
Estrella no estaba, y la suavidad y la facilidad de su ausencia le producían también una especie de estupor; apenas quedaba nada de ella en la casa, tan sólo sus huellas: una reproducción del abeto cargado de nieve de Shishkin clavada con chinchetas en la pared, varias carpetas llenas de dibujos, una fotografía en blanco y negro que la mostraba sonriendo y atrapando con los dedos un rizo rubio que flotaba como una satinada alga marina sobre su frente, un cajón del armario lleno de bragas y sujetadores como crisálidas tenues y translúcidas, que Jaime abría siempre por equivocación cada vez que iba a vestirse… Estrella no estaba (aunque sus ojos le vigilaban, dulces y racionales, desde la foto de la estantería) y Jaime el libertino empezaba a sentir la casa demasiado grande y vacía, empezaba a hojear distraídamente su libreta de teléfonos…
su dedo se deslizaba por la A, por la B, por la C, en busca (por supuesto) de nombres femeninos… había muchos, pero la mayor parte eran de amigas de Estrella: ¿dónde estaban sus propias amigas, su puñado de antiguas amantes, su miríada de posibles amadas?… en la E aparecía la propia Estrella, con su orgulloso apellido italiano y con una referencia entre paréntesis («bailarina») para recordar quiénes eran aquellos ojos verdes, aquella bella cintura, aquella voz de hamadríade con los que había trabado conocimiento tan sólo el día anterior… pero antes de llegar más allá en la lista de teléfonos y su mundo de mariposas encantadas, volvamos, por espacio de unos instantes, al reinado de pardas y voraces polillas de la Biblioteca Nacional… volemos, pues, del reino de las aves cantoras, a la república de los libros mudos
todo había comenzado aproximadamente un año antes, a consecuencia de un error… así en el bosque, la única forma de dar con la puerta que conduce al reino subterráneo de los silfos, es (siempre) tropezarse con ella por azar… está oculta entre los mirtilos, pero jamás la encontraríamos si la buscáramos con una linterna, con una brújula, con un mapa…
había pedido algún tomo XXXVIII de algún oscuro periódico dieciochesco, quizá
El Indolente
, o
El Curioso
, y le habían traído en su lugar un extraño volumen en cuarto, impreso a fines del siglo XIX y con las letras RC grabadas en oro en el canto… había estado examinando antes un par de tomos de las obras completas de Diego de Torres donde se contenían sus libros de pronósticos (junto con sus conmovedoras, y magníficamente escritas, exculpaciones), y fue entonces, al ponerse a examinar ese otro volumen, cuando se dio cuenta de que había habido un error… RC parecía ser el título de aquel libro extraño, que no tenía pie de imprenta ni nombre de autor, y que había sido impreso (según advirtió en cuanto se puso a recorrer sus páginas) con unos tipos y una maquinaria más que rudimentarios… entre la portada y la primera página de cortesía, encontró un papel doblado, del tamaño de una cuartilla, en el que había un trozo de un mapa copiado a mano… la consulta del índice le reveló que el libro era algo así como una autobiografía o un libro de memorias; uno de los capítulos centrales se titulaba «Noticia de R. C.», y el último, «La conjura R. C.»… había ido directamente a este último, que comenzaba en la página 416: lamentablemente, el volumen no iba más allá de la página 350… el texto del libro se detenía en medio de una frase: oh, pobre libro incompleto, había pensado Jaime, cortado y encuadernado de cualquier modo… con un suspiro resignado fue, pues, al capítulo «Noticia de R. C.», y se puso a leer, o, como suele decirse, con magnífico símil marino, «se engolfó en la lectura»… en un principio, pensaba que R. C. eran las iniciales del nombre de un individuo (¿quizá el anónimo autor del libro, héroe de su propia epopeya?); en seguida aprendió que se trataba, más bien, de un país, de un lugar geográfico… el libro estaba escrito en primera persona; era, como son casi todos los libros, gárrulo, tedioso y triste —en resumidas cuentas, innecesario… el innominado autor hablaba en aquel capítulo de varios viajes que había realizado por el centro de Europa, en el curso de uno de los cuales había trabado conocimiento con una serie de exiliados de un país oriental, que se reunían por las tardes en los bajos de un café para leer informes astronómicos y agrícolas
(¡sic!)
y para jugar a los naipes… no estaba claro dónde sucedía esto, en qué ciudad: seguramente en Viena; el nombre del café era Metropol, un nombre ubicuo… el autor del libro había asistido a varias de aquellas reuniones —antes de huir aterrado, ya que, según manifestaba, «todos aquellos hombres se habían puesto de acuerdo para fingirse exiliados de un país que no existía, y que ellos llamaban Dolematia, y cuya capital, Zembel, estaba situada según ellos en el paralelo de Barcelona»… como sucede siempre con los escritores mediocres, el anónimo narrador descuidaba miserablemente los detalles: nos daba sus impresiones de las cosas, sus pensamientos tediosos de hombre morigerado y orgulloso de su buen sentido, y olvidaba la luz, el aire, el sonido, la forma y el color, el norte y el sur, los animales y los vegetales, las acciones y las sustancias, los accidentes y las circunstancias, todo eso que él pensaba accesorio y que era, por el contrario, precisamente, todo —finalmente, la información concreta que Jaime logró obtener de aquellas prolijas y adormecedoras páginas, cabía muy bien en una ficha bibliográfica de 10 × 15… aquellos hombres, aseguraba nuestro autor, escribían informes sobre un país que no existía, y cada uno de ellos estaba encargado de un aspecto de la «realidad» de aquel país irreal… uno hablaba sobre los pájaros, otro sobre los ríos navegables, otro sobre los tesoros artísticos que se guardaban en las criptas de la capital, Zembel, otro sobre la cría de ganado… «eran», decía el autor en un inesperado arranque de poesía, «como los ministros de un país de sueños»… terminada la sesión, guardaban todos los informes en un cofrecillo y pasaban a disfrutar de placeres más inmediatos, como la baraja, el vino espumoso, el sol entre los tilos (estos últimos detalles, debidos ya, seguramente, a la pluma de Jaime)… y nada más: ni cuál era la razón de que hubieran decidido inventar aquel país, ni por qué aquella empresa era un secreto tan grave y tan temible, ni por qué se consideraban estos hombres a sí mismos «exiliados», ni por qué tanta alarma causaban las actividades de un grupo de bibliotecarios jubilados (por ejemplo) o de pasantes de contable con veleidades literarias (quizá), en el ánimo del autor, que en otros capítulos de su libro (por ejemplo, en aquel que narraba una cacería de grandes felinos en una planicie salpicada de acacias gigantes del África Central —en páginas en las que vagamente lograba conjurar casi el espectro de una imagen, el principio de una visión) se mostraba incomparablemente más animoso…