Pensó en llamar de nuevo, pero luego decidió que sería inútil. Al ver que Secombe salía de la casa, John miró su reloj.
—Bueno. Despierte ya a la agente.
El desayuno estaba ya casi hecho y se oían entonces las voces de los niños cuando John escuchó cómo Roger exclamaba:
—¡Buen Dios!
Se encontraban en la habitación delantera desde la que John había dirigido las operaciones de la pasada noche. John siguió la mirada de Roger a través de la quebrantada ventana. Pirrie, con el rifle bajo el brazo, ascendía por el sendero del huerto. Jane caminaba a pocos centímetros de él.
—¡Pirrie! —llamó John—. ¿Qué demonios ha estado haciendo por ahí?
—¿No cree que esa es una pregunta delicada? —respondió Pirrie, con una ligera sonrisa.
Y dirigiendo sus ojos hacia el huerto, continuó:
—Así que pudieron controlar la situación, ¿eh?
—¿Lo oyeron ustedes?
—Lo difícil hubiera sido lo contrario. No llegaron a meter ninguna de las granadas en la casa, ¿verdad?
—No— contestó John, moviendo la cabeza.
—Ya me lo pareció a mí.
—Se largaron cuando empezó a ponerse al rojo la cosa —explicó John—. Todavía estoy sorprendido.
—Probablemente les desconcertó el fuego de costado —indicó Pirrie.
—¿El fuego de costado?
Pirrie señaló a un pequeño cerro que se elevaba a la derecha de la casa.
—¿Les disparó usted?... —preguntó John—. ¿Y desde allí?
—Claro —asintió Pirrie.
—Claro —repitió John—. Eso explica unas cuantas cosas. Me he estado preguntando quién de los que estábamos en la casa pudo haber atinado a aquel blanco y con aquella luz, y además matar en vez de herir. Entonces... usted tuvo que oírme cuando le llamé después de que se marchara esa gente. ¿Por qué no me contestó?
—Me hallaba ocupado —replicó Pirrie volviendo a sonreír.
Aquel día caminaron con tranquilidad y sin contratiempos, aunque lentamente. La mayor parte de la ruta corría a través de los pantanos, y en diversos lugares se vieron obligados a abandonar las carreteras para cortar por declives pelados o con brezos, o bordear uno de los muchos ríos o arroyos que fluían desde los pantanos a los valles. El sol se elevó a sus espaldas en medio de un cielo sin nubes, y antes del mediodía el calor fue tan intenso que la marcha distó mucho de ser un regalo. John ordenó hacer un alto temprano para comer, y después pidió a las mujeres que llevaran a los niños a descansar bajo la sombra de un grupo de sicómoros que había próximo.
—¿No vas a forzar la marcha entonces? —le preguntó Roger.
—Ya lo tenemos al alcance —contestó John, moviendo la cabeza—. Estaremos allí antes de que oscurezca, y eso es lo que importa. Los chavales están agotados.
—Yo también —indicó Roger, al tiempo que se acostaba sobre el seco y pedregoso suelo, y apoyaba la cabeza en sus manos—. En cambio mira que fresco está Pirrie.
El mencionado estaba explicando algo a Jane mientras señalaba a las llanuras del Sur.
—Ya no le apuñalará —continuó Roger—. Otra Sabina que regresa definitivamente al hogar. Siento curiosidad por saber cómo serán los pequeños Pirries.
—Millicent no tuvo hijos.
—Quizá por culpa de Pirrie, pero más probablemente por causa de Millicent. Era la clase de mujer que procura no tener hijos con el fin de tener más libertad para sus cosas.
—El nombre de Millicent me suena ya tan distante —comentó John.
—La relatividad del tiempo. ¿Cuánto hace que fui a buscarte a la obra? Parece que hayan pasado ya seis meses.
Los pantanos habían estado más o menos despoblados, pero cuando descendieron para cruzar la tierra baja del norte de Kendal descubrieron las huellas ya familiares del animal depredador en que se había convertido el hombre: casas en llamas, un ocasional grito en la distancia, cuyo motivo podría ser la angustia o el regocijo salvaje, la visión y el sonido del crimen, etc. Además, ya se les había sensibilizado agudamente otro de sus sentidos: por acá y por allá, el hedor agridulce de la carne en corrupción no cesaba de aguijonear su olfato.
Sin embargo, nadie interrumpió su andadura, y pronto empezaron a subir de nuevo las peladas y sombrías sierras de los pantanos en dirección a su refugio. En la vacía bóveda del cielo se oían a veces los gorjeos de alondras y calandrias, y en una ocasión un pájaro triguero corrió durante unos instantes delante de ellos. A unos trescientos metros de distancia vieron asimismo un ciervo. Pirrie se echó al suelo para apuntarle mejor, pero antes de qué hiciera fuego el animal se ocultó de un salto tras un peñasco. Aun desde aquella distancia el ciervo parecía enflaquecido. John se preguntó acerca del alimento por el que estaría sobreviviendo. Posiblemente a base de musgos y pequeñas plantas similares.
Serían alrededor de las cinco cuando llegaron a las aguas del Lepe. Este corría con la misma urgencia y violencia de siempre; en aquel punto su curso se hallaba entre orillas rocosas, de modo que ni siquiera la ausencia de hierba disminuía la evocación de su familiaridad.
Ann se colocó junto a John. Ofrecía un aspecto de calma y felicidad que nunca había tenido desde que salieron de Londres.
—En casa —dijo—. Al fin.
—Nos quedan todavía cerca de cuatro kilómetros —respondió John—. Pero veremos la entrada al valle cuando hayamos recorrido un par de ellos más. Conozco el río de varios kilómetros abajo. Y un poco más arriba puedes meterte en medio de él pisando un resalto de piedras. Dave y yo solíamos pescar desde allí.
—¿Hay peces en el Lepe? No lo sabía.
—Nunca cogimos nada dentro del valle —explicó John, moviendo la cabeza—. Me parece que no suben tan arriba. Pero aquí abajo hay truchas. Enviaremos expediciones para pescarlas. Debemos variar la dieta.
—Sí —replicó ella, sonriendo—. Cariño, creo que voy a poder aceptar que todo va a salir bien y que de nuevo seremos felices y humanos.
—Claro que sí. Yo nunca lo dudé.
—La empalizada de Dave —señaló John—. Tiene aspecto de distinción y solidez.
Se hallaban frente a la entrada de Blind Gilí. La carretera se estrechaba en dirección al río y el alto vallado de madera corría desde la orilla del agua hasta la casi vertical ladera de la montaña, cruzando la carretera. La parte que atravesaba ésta parecía poderse abrir como si fuera una puerta.
Pirrie se adelantó para caminar con John; también examinó la barrera con respeto.
—Una excelente obra —dijo—. En cuanto estemos en el otro...
Una ráfaga brutal de ametralladora dejó a Pirrie sin terminar la frase. Durante un momento, John, desconcertado, se quedó sin saber que hacer. Y con más confusión que otra cosa, llamó:
—¡Dave!
Hubo una segunda descarga de disparos, pero esta vez corrió buscando con los ojos a Davey y Mary.
—¡Échense a la cuneta! —gritó a los demás.
Entre tanto Ann empujaba a Davey y Spooks al suelo, y Mary se apretaba contra la zanja de la carretera. John se situó rápidamente junto a ellos.
—¿Qué pasa, papá? —preguntó Mary.
—¿Desde dónde disparan? —quiso saber Ann.
—Desde allí —contestó John, señalando a un determinado punto de la empalizada—. ¿Están todos a salvo? ¿Quién es aquel que hay en la carretera? ¡Pirrie!
En efecto, el pequeño cuerpo de Pirrie yacía tendido sobre el asfalto. Debajo de él había sangre.
—¡No! —exclamó Ann, mientras cogía a su marido por la ropa—. No vayas. Quédate donde estás. Piensa en los niños..., en mí.
—Tengo que ir —replicó él, forcejeando—. No me dispararán mientras le socorro.
Ann se abrazó a John. Gritó y llamó a Mary, quien también agarró a su padre por las ropas. Mientras trataba de liberarse, John vio que otra persona había surgido de la cuneta y corría hacia donde estaba Pirrie. Era una mujer.
—¡Jane! —dijo John, sorprendido, dejando de forcejear.
Jane puso sus manos bajo los hombros de Pirrie y le levantó con facilidad. Sin mirar ni una sola vez hacia el lugar de la empalizada en donde estaba montada la ametralladora, colocó uno de los brazos de Pirrie por encima de su hombro, y casi a rastras le llevó a la zanja. Después de colocarlo delicadamente junto a John, Jane se sentó para poner en su regazo la cabeza de Pirrie.
—¿Está... muerto? —preguntó Ann. Manaba sangre de una de sus sienes. John se la limpió. La herida era sólo superficial. La bala que le había rozado llevaba la suficiente fuerza, sin embargo, para derribarle. En la otra sien se apreciaba una abrasión, probablemente por efecto del choque contra el suelo en la caída. Era muy posible que hubiera sido ésta la que le mantenía inconsciente.
—Vivirá —indicó John—. Pasen la voz a Olivia de que necesitamos vendas. Y un poco de algodón.
Mientras tanto, Jane lloraba.
Ann levantó su mirada de Pirrie para dirigirlo hacia la barrera.
—Pero ¿por qué nos disparan? ¿Qué ha ocurrido?
—Se trata de un error —explicó John, observando también la empalizada—. No puede ser de otro modo. En seguida lo aclararemos.
Ann trató de detenerle cuando le vio atar un enorme pañuelo blanco en la punta de un palo.
—¡No se te ocurra hacer eso! Te dispararán.
—No —replicó John, moviendo la cabeza—. No lo harán.
—Han hecho fuego sobre nosotros sin mediar provocación. También te dispararán a ti.
—¿Sin provocación? ¿Una partida como la nuestra y con armas? Tanto me he equivocado yo como ellos. Debí ponerme en su lugar y pensar como ellos lo han hecho.
—¿Como ellos? ¡Será como David!
—No. Probablemente, no. Es imposible que él pueda controlar todo el tiempo la barrera. Dios sabe quién será. De todas maneras, es distinto si ven a un hombre solo, desarmado y con bandera blanca. No hay razón para que disparen.
—¡Pero podrían hacerlo!
—No lo harán.
Sin embargo, sentía una extraña sensación al caminar a lo largo de la carretera en dirección al vallado, y llevando por encima de su cabeza la bandera blanca. No era exactamente miedo. A él le pareció que aquel sentimiento estaba más cerca del estímulo que había experimentado a veces en estados febriles, y que era una especie de fatiga en asociación con un acceso de excitación. Empezó a medir los pasos y a contarlos mentalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Delante de él observó que el cañón de la ametralladora, que se hallaba a unos tres metros sobre el suelo y a no mucha distancia de la parte superior, salía a través de un agujero efectuado en la empalizada. Por lo visto, David había levantado una plataforma en el otro lado.
Se paró a unos dos metros y medio de la barrera y levantó la vista. De detrás del cañón de la ametralladora salió una voz:
—Bueno, ¿qué busca usted?
—Quiero hablar con David Custance —replicó John.
—Con que sí, ¿eh? Está ocupado. Y de todas formas, la respuesta sería no.
—Soy su hermano.
Hubo un momento de silencio. Luego la voz indicó:
—Su hermano está en Londres. ¿Cómo dice usted que se llama?
—Me llamo John Custance. Pudimos escapar de Londres y nos ha llevado mucho tiempo llegar hasta aquí. ¿Puedo verle?
—Espere un minuto.
Aunque no podía captar exactamente lo que decían, John oía un murmullo de voces. Después, el mismo de antes le dijo:
—De acuerdo. Aguarde ahí. Va a ir alguien a buscarle a la granja.
John anduvo algunos pasos hacia el Lepe. Desde allí oyó el ruido que al otro lado de la empalizada producía el motor de un coche al ponerse en marcha y al remontar la cuesta que conducía al valle. Sonaba a la clásica utilidad de David. Se preguntó acerca de la cantidad de combustible que tendrían en Blind Gilí. Probablemente, no mucho. No importaba. Cuanto antes se acostumbrara la gente a un mundo sin motores de combustión, así como al transporte a base de las antiguas bestias de carga, mejor.
Dirigiéndose al hombre que había detrás del vallado, preguntó:
—Los que vienen conmigo..., ¿pueden salir de la cuneta sin miedo a que les disparen?
—Que permanezcan donde están.
—Pero es absurdo. ¿Qué objeción hay a que estén en la carretera?
—La cuneta está bien.
John pensó en discutir, pero luego decidió no hacerlo. Con aquel individuo, quien quiera que fuese, tendría que vivir más tarde; si aquel hombre deseaba ejercitar su breve autoridad, mejor era dejarlo. Por otra parte, la preste2a con que había accedido a enviar a por David había calmado sus inquietudes. Aquello eliminaba al menos el temor de que su hermano hubiera perdido el control del valle.
—Voy a decirle a mi gente lo que pasa —indicó John.
—Como guste —contestó el otro, con indiferencia—. Pero dígales también que no salgan a la carretera.
Pirrie se había incorporado y estaba poniéndose al corriente de lo que sucedía. Oyó sin interrumpir lo que refería John. En cambio, Roger observó:
—¿Crees entonces que irá todo bien?
—No veo por qué no. Puede que el tipo ese de la ametralladora sea de los que les agrada dar gusto al gatillo, pero una vez que estemos tras él eso no deberá preocuparnos.
—Pero no parece muy dispuesto a dejar que nos pongamos detrás de él —comentó Alf Parsons.
—Cumple órdenes. ¡Hombre!
Se oía el sonido de un motor aproximándose. El coche se detuvo al otro lado de la empalizada.
—¡Será David! —dijo John, al tiempo que se ponía otra vez en pie—. Ann, ¿por qué no vienes y hablas también un poco con él?
—¿No habrá peligro? —preguntó Roger.
—Lo veo difícil. Ahora está ahí David.
—A lo mejor quiere acompañarnos también Davey —señaló Ann—. Y Mary...
—Claro —asintió John.
—No —observó Pirrie suavemente, pero con decisión.
—¿Por qué? —quiso saber John, mirándole—. ¿Qué pasa?
—Creo que estarán aquí más seguros —explicó Pirrie, haciendo una pausa—. Considero más conveniente que no vayan todos. John precisó de varios segundos para captar el significado de la declaración de Pirrie; y sólo lo comprendió porque la observación procedía de Pirrie, y por tanto tenía que estar basada en un manifiesto realismo cínico.
—Bueno —accedió al fin—. Eso me indica la forma en que actuaría usted si estuviera en mi lugar, ¿no?
Pirrie sonrió. Por su parte, Ann preguntó:
—¿Pero qué es lo que pasa?
John oyó la voz de David que le llamaba desde lejos.
—Nada —contestó a su mujer—. No te preocupes y quédate aquí. No tardaré mucho en arreglar las cosas con David.