—No —respondió él, moviendo la
cabeza
—, de ningún modo. Por lo menos no era necesario aceptar a los Blennitts. Pero fuiste tú quien quiso que vinieran, ¿recuerdas?
—Yo no
quise
que vinieran. Lo que ocurre es que me pareció horrible abandonar a los niños. Y además no me refería a ellos... me refería a los otros.
—Con los Blennitts, y únicamente los Blennitts, hubieran aumentado muchísimo las posibilidades en contra de llegar al valle. Con estos otros lo lograremos con más facilidad.
—Guiados por el general Custance, ¿no? Y con la hábil ayuda de su principal asesino, Pirrie.
—Subestimas a Pirrie si piensas que es sólo un asesino.
—No. No me preocupa lo maravilloso que es. Es un asesino, y me desagrada.
—También soy yo un asesino —replicó él, mirándola con fijeza—. Mucha gente, que jamás hubiera pensado serlo, lo es.
—No es preciso que me lo recuerdes. Pero Pirrie es distinto.
—Le necesitamos... —dijo John, encogiéndose de hombros—, hasta que lleguemos a Blind Gilí.
—¡No paras de decir eso!
—Pero es que es cierto.
—John —llamó ella, cruzando sus ojos con los suyos—, lo que me espanta de verdad es la forma en que te está transformando. Te estás convirtiendo en una especie de jefe de una banda de gangsters... Los niños están empezando a cogerte miedo.
—Si algo me está cambiando —repuso él, enfadado—, no es Pirrie, sino algo más impersonal: el tipo de vida que tenemos que vivir. Voy a llevaros al valle, a todos, y nada puede detenerme. Me pregunto si comprendes lo bien que hemos hecho las cosas para poder llegar hasta aquí. Fíjate en esta tarde, con el valle como si fuera un campo de batalla, y eso es sólo una simple pendencia comparado con lo que está sucediendo en el sur. Nosotros, sin embargo, estamos ya aquí y podemos ver con optimismo el resto del viaje. Pero no podremos cantar victoria hasta entrar en el valle.
—¿Y cuando estemos dentro?
—Ya te lo he dicho —respondió él con paciencia—. Aprenderemos a vivir de nuevo con normalidad. No pensarás que a mí me gusta todo esto, ¿verdad?
—No lo sé —contestó Ann, dirigiendo ahora sus ojos hacia la ventana—. ¿Dónde está Roger?
—¿Roger? No le he visto.
—El y Olivia son quienes transportan a Steve desde que tú estás tan ocupado con la jefatura. Se quedaron rezagados. Cuando llegaron a la casa sólo encontraron libre el lavadero.
—¿Por qué no ha venido a verme?
—No ha querido molestarte. Cuando llamaste a Dave y, Spooks se quedó donde estaba; no se le ocurrió venir con él ni Davey pensó en invitarle. Eso es lo que quise indicar cuando dije que los niños estaban empezando a temerte. John no respondió. Se limitó a salir de la alcoba para llamar desde el descansillo:
—¡Rodge! Sube, hombre. Y Olivia y los niños, claro.
—Ahora te muestras paternalista —dijo Ann, detrás de él—. No creo que así vayas a arreglar las cosas.
John se volvió y la cogió por los brazos furiosamente.
—¡Escucha! —exclamó—. Mañana por la noche todo esto se habrá acabado. Entregaré a Dave el mando y me pondré a aprender el modo de ser patatero y remolachero. Me verás convertir en un viaje torpe, aburrido y calloso..., ¿te parece bien?
—Si pudiera creerlo...
—Te lo aseguro —insistió él, besándola.
En aquel momento llegó Roger con Steve, y a corta distancia detrás, Spooks.
—Olivia sube ahora, Johnny.
—¿Qué demonios hacíais en el lavadero? —preguntó John—. Hay aquí sitio suficiente. Podemos juntar esas camas y acostar a los niños en ellas. Los demás tenemos un fabuloso y blando suelo. Fijaos en las alfombras nuevas que hay en las habitaciones; nuestros huéspedes deben haber sido gente de dinero. En aquel ropero hay mantas.
Mientras hablaba se dio cuenta de que su tono era demasiado cordial, pues contaba con la clásica afabilidad del hombre que favorece a sus inferiores. El cambio, empero, era irreversible, ya que ambos amigos habían contribuido al distanciamiento en las relaciones y eran impotentes para volver a la antigua situación.
—Eso es muy generoso por tu parte, Johnny —observó Roger—. El lavadero estaba bien, aunque olía a cucarachas. Vosotros dos, id a hacer cola para lavaros.
—Allá van aquéllos —comentó Ann, que se hallaba mirando por la ventana.
—¿Aquéllos? —repitió John—. ¿Quiénes?
—Pirrie y Jane... Supongo que irán a dar un paseo antes de cenar.
Olivia había entrado en la habitación cuando Ann estaba hablando. Comenzó a decir algo, pero luego de mirar a John se detuvo.
—Pirrie el galanteador —dijo Roger—. Muy animado para su edad.
—Tú estás a cargo de los cuchillos —indicó Ann a Olivia—. Procura que cuando Jane venga a cenar se quede con uno bien afilado; y dila que no hay prisas en que lo devuelva.
—¡No! —exclamó con vehemencia involuntaria John.
Luego, dándose cuenta de la emoción contenida en su tono, moderó la voz para agregar:
—Necesitamos a Pirrie. La chica ha tenido suerte con él. En realidad, puede considerarse afortunada por estar viva.
—Creía que ya podíamos enfocar este asunto desde otro punto de vista —respondió Ann—. Había pensado que mañana por la noche la situación volvería a la normalidad. ¿Te interesas verdaderamente por Pirrie porque le consideras esencial para nuestra seguridad, o porque resulta que ahora te agrada como persona?
—Ya te lo he dicho otras veces —repuso, molesto, John—. No quiero correr riesgos. Quizás no le necesitemos mañana, pero eso no significa que vaya a alegrarme la idea de que incitéis a la muchacha para que le degüelle durante la noche.
—A lo mejor lo intenta por sí sola —intervino Roger.
—Si es así —quiso saber Ann—, ¿qué harás tú, John? ¿La ejecutarás por alta traición?
—No. La abandonaremos.
—Sí. Creo que lo harías —replicó Ann, mirándole con fijeza.
—El mató a Millícent —habló Olivia por primera vez.
—Y no le abandonamos a él, ¿verdad? —contestó John con exasperación—. ¿Pero es que no os dais cuenta de que la justicia y la participación honradas no sirven de nada mientras uno no tiene unas murallas tras las que refugiarse de los bárbaros? Pirrie es más útil que cualquiera de nosotros. Jane es como los Blennitts, una pasajera, una rémora incluso. Podrá continuar mientras pueda andar por sí misma, pero no de otro modo.
—Tiene realmente madera de jefe —dijo Ann, dirigiéndose a los otros—. Fijaos en la dedicación que hay en sus palabras; sorprende más por su convicción que por lo que él piensa que es justo porque lo piensa.
—Sí que es justo —respondió, acalorado, John—. ¿Tienes algún argumento para refutarlo?
—No —repuso ella, observándole fijamente—. Ninguno que tú estés dispuesto a aceptar.
—¡Rodge! —invocó John—. Tú ves sentido en lo que digo, ¿verdad?
—Sí, veo el sentido —repuso el aludido.
Y casi justificándose, añadió:
—Pero también veo sentido en lo que dice Ann. No te estoy censurando, Johnny. Tú te has impuesto la tarea de llevarnos al valle, y eso lo antepones a cualquier cosa. Y Pirrie se ha convertido en la persona de tu confianza.
John iba ya a discutir el argumento cuando, al ver a los tres frente a él, le vino a la memoria la forma en que se habían agrupado. Algún tiempo atrás los cuatro habían estado muy unidos en sus opiniones, en sus viajes a la costa, o jugando al bridge por la noche, etc. El recuerdo de todos estos detalles le hizo comprender quién era él y quiénes eran ellos: Ann, su esposa, y Roger y Olivia, sus mejores amigos.
—Sí —replicó luego de una ligera vacilación—. Creo que también yo me doy cuenta. Mirad... Pirrie me importa un comino.
—Me parece que sí que te importa —observó Roger—. Os compenetráis muy bien los dos. No se trata sólo de su utilidad. Una vez más, Johnny, no te estoy criticando. Yo no habría podido hacerme cargo de la situación porque me hubiera faltado aguante para algunas cosas. Pero de haber sido capaz de ir adelante, hubiera pensado lo mismo de Pirrie.
Hubo una pausa antes de que John replicara:
—Cuanto antes lleguemos al valle, mejor. Será formidable poder volver a la normalidad.
—¿Estás seguro de que lo quieres así, Johnny? —preguntó Olivia con ojos inquisitivos.
—Sí. Completamente. Pero si en vez de ser un día lo que nos queda de esta pesadilla, fuera un mes, no estaría tan seguro.
—Hemos hecho cosas bestiales —comentó Ann—. Quizás unos más que otros, pero todos algo... aunque sólo sea la aceptación de lo que nos ha dado Pirrie. Me pregunto en ocasiones si podremos llegar a olvidar todo esto.
—Ya hemos pasado lo peor —indicó John—. La marcha será ahora en llano y más fácil.
Mary y Davey regresaron corriendo del lavabo. Venían riendo y gritando, haciendo demasiado ruido.
—Callaos —dijo John.
El no creía haber hablado de modo distinto a lo acostumbrado. En el pasado, la orden habría tenido poco o ningún efecto. Sin embargo, ahora los niños se habían quedado callados y quietos mientras miraban a su padre. Ann, Roger y Olivia también se le quedaron mirando.
—Mañana por la noche estaremos con el tío David —comentó John, inclinándose hacia Davey—. ¿No te gusta la idea?
—Sí, papá —replicó el niño.
Aunque el tono de la voz era entusiasta, se notaba que estaba atemperado por una excesiva sumisión.
No había amanecido todavía cuando John fue despertado por el disparo de un rifle; ya medio incorporado, oyó otro tiro procedente de algún lugar de fuera de la casa. Agachado, echó mano de su revólver mientras llamaba a Roger, quien le contestó con un gruñido.
—¿Qué pasa? —preguntó Ann.
—Probablemente nada de mucha importancia. Quizás un vagabundo al que le gustan las cosas ajenas. Tú y Olivia quedaros aquí, con los niños. Nosotros vamos a echar un vistazo.
El centinela debía estar vigilando en el exterior, pero Joe Harris, que era quien tenía ese cometido ahora, estaba dentro de la casa, agachado y mirando a través de una ventana. A la luz de la luna que penetraba por aquel sitio, los ojos de Joe resplandecían.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber John.
—Los he visto cuando me encontraba afuera —contestó Harris—. Subían del valle por el camino de Sedbergh. Pensé que sería mejor no advertirles de nuestra presencia en caso de que pasaran de largo; por eso me metí en la casa, con el fin de vigilarles desde aquí.
—¿Y bien?
—Se dirigieron hacia aquí. Cuando estuve seguro de que se nos estaban aproximando, disparé sobre el tipo que venía delante.
—¿Le dio?
—No. Creo que no. Otro de ellos abrió fuego sobre mí, y luego se escondieron en los arbustos. Aún están allí, señor Custance.
—¿Cuántos son?
—Es difícil de decir, con esta oscuridad. Puede que sean una docena... o quizás más.
—¿Tantos?
Por eso pensé que pasarían de largo.
—¡Rodge! —llamó John.
—Sí —contestó Roger, que estaba junto a la puerta de la habitación.
Había asimismo otros con Roger, pero permanecían silenciosos.
—¿Están los demás arriba?
—Ahí, en la sala, hay tres o cuatro de ellos.
La voz de Noath Blennitt surgió de pronto muy cerca de John.
—Aquí estamos también Arthur y yo, señor Custance.
—Roger —ordenó John—, manda a un hombre a la alcoba de atrás para que vigile la ventana, no vaya a ser que nos den un rodeo. Pon otros dos hombres en cada una de las habitaciones delanteras. Noath, vaya usted a situarse en la ventana del otro piso. Le daré tiempo para que pueda hacerse cargo de la posición. Cuando yo diga les lanzaremos una descarga. Quizás les impresionemos lo bastante como para que se alejen de aquí. Si no lo conseguimos, que cada cual elija su blanco. Contamos con la ventaja del terreno. Naturalmente, las mujeres y los niños que no se acerquen a las ventanas.
John oyó cómo se alejaban los hombres cuando Roger les pasó las instrucciones. En la alcoba de al lado empezó a llorar un niño: Bessie Blennitt. Al mirar por la puerta vio a la niña sentada sobre una cama improvisada. Su madre estaba calmándola.
—Yo la llevaría a la parte de atrás —dijo él—. Aquí se armará mucho alboroto.
Quedó sorprendido por su propia dulzura. Katie Blennitt contestó:
—Sí, señor Custance, la llevaré allí. Ven tú también, Wilf. Ya veréis qué bien vamos a estar. El señor Custance va a cuidar de vosotros.
—Ustedes pueden ir igualmente a la parte trasera de la casa —indicó John a las otras mujeres.
Luego, al arrodillarse junto a Joe Harris, preguntó:
—¿No ha visto nada?
—Me ha parecido ver que se movía algo. Pero las sombras son tan juguetonas...
John clavó los ojos en el huerto, iluminado por la luz de la luna. No había ni rastro de nubes en un cielo plagado de estrellas, circunstancia que influía en la suerte de ambos bandos. La luz de la luna proporcionaba a los defensores una considerable ventaja, pero si el cielo hubiera estado encapotado, casi con certeza que los merodeadores no hubieran visto la casa, al encontrarse ésta en una elevación apartada.
Creyó ver moverse una sombra, pero luego, a no más de quince metros de donde se hallaba, estuvo seguro de que algo se trasladaba. A voz en grito, dijo:
—¡Ahora!
A pesar de que no consideraba muy elevado el porcentaje de posibilidades que tenía de herir a nadie desde aquella distancia y con un revólver, John apuntó sobre la sombra que se había movido y disparó a través de la ventana abierta. Aunque la descarga que acompañó a su tiro fue bastante desigual, no por eso dejó de ser impresionante. Se oyó con claridad un chillido de dolor y una figura giró sobre sí misma y cayó violentamente al suelo. John, anticipando la lógica réplica, se puso en seguida a un lado de la ventana. Sin embargo, sólo se escuchó el sonido de un disparo que fue a chocar contra la fachada de la casa. Después se oyeron únicamente un murmullo de voces y los gruñidos del hombre que había sido herido.
Para los individuos del exterior, la nutrida descarga de balas que habían recibido debía haber constituido una desagradable sorpresa. Seguramente que no esperarían encontrar tan bien defendida a una solitaria casa como aquella. John pensó que de haber sido él el jefe de aquella partida, y luego de comprobar la fuerza de los defensores de la casa, habría ordenado a sus hombres la retirada sin tardanza.
Además, y teniendo en mente el mismo punto de vista, estaba claro que había otras consideraciones en contra. Sin duda que la luz de la luna ayudaba a los defensores, pues había suficiente luz como para que los atacantes, en casa de una repentina intentona de asalto, fueran unos magníficos blancos a disposición de los hombres de John. Este observó cuidadosamente el nocturno cielo en busca de alguna nube. Sólo ante la circunstancia de un posible ocultamiento de la luna tras las nubes hubiera tenido sentido esperar. Pero las estrellas brillaban por todas partes.