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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (11 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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El jaleo del ambiente se incrementó de pronto al abrirse la puerta de un aula y salir por ella una riada de chiquillos que al parecer habían terminado la clase. Al verlos, John agregó:

—... aunque ruidosas.

El doctor Cassop no interpretó la observación ni como broma ni como censura de la disciplina de la escuela. La mirada distraída que lanzó a los muchachos hizo comprender a John que, para extrañeza suya, había más que preocupación o infelicidad en aquel hombre. Había miedo.

—Supongo que ustedes no han oído nada nuevo, ¿verdad? —preguntó el doctor Cassop—. Quiero decir aparte de en la radio. Tengo la impresión... esta mañana no ha habido correo.

—Yo creo que no va a haber más correo —dijo John— hasta que mejore la situación.

—¿Mejorar? —observó el director, mirando a John—. ¿Cuándo? ¿Cómo?

John estaba ahora seguro de una cosa: no pasaría mucho tiempo sin que este hombre abandonara sus responsabilidades. La inmediata reacción que siguió a esta intuición fue de ira, pero ésta se extinguió al aparecer en su memoria la imagen del joven rostro, sosegado y sangriento, que había dejado en la cuneta.

Lo único que deseó entonces fue marcharse. Por eso pidió con brevedad:

—Si pudiera entregarnos a David...

—Sí, claro. Voy a... vaya, aquí viene.

Davey les había visto a ellos al mismo tiempo. Echando a correr por el pasillo, se arrojó con un grito de alegría en brazos de su padre. En ese momento preguntó el doctor Cassop:

—¿Se llevan a David para estar con sus amigos? ¿Quizás... con la señora Buckley?

John sintió el pelo castaño de su hijo bajo su mano. Es probable que más adelante hubieran más muertes; merecía la pena aquello por lo que él mataría. Miró al director:

—Nuestros planes no son seguros —dijo, haciendo una pausa—. Pero no debemos retenerle, doctor Cassop. Imagino que tendrá usted muchísimo que hacer... con tantos niños a su cargo.

El director reaccionó al acceso de brutalidad que había ahora en la voz de John. Al asentir con la cabeza fueron tan notables su miedo y su miseria que John pudo ver señales de espanto en la cara de Ann cuando ésta lo percibió. Al doctor Cassop no le salieron sino balbuceos:

—Sí, claro. Espero... un mejor momento... Adiós, pues.

Realizó unas envaradas reverencias a las señoras y se volvió hacia su despacho, que cerró tras él. Davey lo observó con interés.

—Los compañeros dicen que el viejo Cassop está muy alarmado. ¿Lo crees tú así, papá?

Era lógico que se hubieran dado cuenta, y también que él fuera consciente de que lo sabían. Eso empeoraba la situación. John pensó que no pasaría mucho tiempo sin que el doctor Cassop lo abandonara todo y huyera. Respondió a Davey:

—Puede ser. Y quizás me ocurriera a mí lo mismo si tuviera que lidiar con tantos como sois vosotros. ¿Estás así listo para partir?


¡Anda!
—exclamó Davey—. Pero si está aquí Mary. ¿Es ya final de curso? ¿Dónde vamos?

—Davey, no se dice
¡anda!
—corrigió Ann.

—Sí, mamá. ¿Dónde vamos? ¿Y cómo habéis salido de Londres? Hemos oído que todas las carreteras estaban cerradas. ¿Habéis tenido que luchar para pasar?

—Nos vamos de vacaciones al valle —intervino John—. La cuestión es si tú estás listo... Mary empaquetó algunas de tus cosas. Y si no tienes nada especial que llevarte, podrías venir muy bien según estás.

—Allí está Spooks —dijo Davey—. ¡Eh, Spooks!

Spooks era bastante más alto que Davey; de figura larguirucha, la expresión de su rostro era más bien de alejamiento, como de desamparo. Cuando se hubo acercado al grupo respondió con murmullos a las rápidas y excitadas presentaciones de Davey. John recordó que Spooks, cuyo verdadero nombre era el de Andrew Skelton, había salido a relucir muchísimas veces en las cartas de su hijo durante los últimos meses. Resultaba difícil comprender qué era lo que había unido a ambos muchachos, porque los niños no suelen buscar la amistad de sus opuestos.

—¿Puede venir Spooks con nosotros, papá? —preguntó Davey—. Sería fenomenal.

—Es posible que sus padres tuvieran alguna objeción que hacer —respondió John.

—Oh, no, eso no es problema, ¿verdad, Spooks? Su padre está en Francia con sus negocios, y no tiene madre. Se ha divorciado o algo así. No hay, pues, ninguna dificultad.

—Bueno... —empezó a decir John.

—Es totalmente imposible —medió, cortante, Ann—. Sabes muy bien que no pueden hacerse cosas como esa, y menos en tiempo como estos.

Spooks contemplaba la escena en completo silencio; parecía estar acostumbrado a no esperar nada.

—¡Pero al viejo Cassop no le importaría! —insistió Davey.

—Ve a coger todo lo que quieras llevar contigo, Davey —ordenó John—. Quizás quiera Spooks ir a ayudarte. Pero hazlo ahora mismo.

Los dos muchachos echaron a correr juntos. Mary y Steve se habían apartado un poco y no podían oír lo que John decía a su esposa:

—Creo que podríamos llevarle con nosotros.

Algo de la expresión de Ann le recordó lo que había visto en la cara del director; no era miedo, sino culpabilidad.

—No —replicó ella—. Es absurdo.

—Sabes que Cassop va a escapar en cuanto pueda. Seguro. No sé si algún otro de los profesores va a quedarse con los niños, pero aun así, lo único que se conseguiría con eso sería retardar el mal. Sea lo que fuere lo que ocurra en Londres, es probable que este lugar se convierta en un desierto en pocas semanas. Y no me gusta la idea de dejar aquí a Spooks mientras nosotros nos marchamos tranquilamente.

—¿Y por qué no nos llevamos a todo el colegio? —preguntó, colérica, Ann.

—No se trata de todo el colegio —replicó con suavidad el marido—. Se trata solamente de un niño, y por cierto el mejor amigo que tiene aquí Davey.

El desconcierto reemplazó a la ira en el tono de ella cuando comentó:

—Me parece que ya he empezado a darme cuenta del lío en que estamos metidos. No va a ser fácil llegar al valle. Y ya tenemos dos hijos a los que cuidar.

—Si la situación se trastorna por completo —principió a explicar John—, quizás estos chicos, como son jóvenes, puedan sobrevivir a ella. No sé qué aguante tendrán los Spooks. Pero si le dejamos, hay muchas posibilidades de que estemos abandonándole a la muerte.

¿Y cuántos niños hemos abandonado a la muerte en Londres? ¿Un millón?

El hombre no contestó en seguida. Su mirada se desvió ahora hacia el salón, invadido otra vez por una nueva avenida de chicos procedentes de otra aula. Cuando se volvió hacia su mujer, dijo:

—Supongo que sabes lo que te haces, ¿verdad? Es posible que todos estemos sufriendo una transformación, pero de distintas maneras.

—Tendré que ser yo quien me ocupe de los niños —observó, defendiéndose, Ann—, en tanto que tú te convertirás en un valeroso guerrero junto a Roger y el señor Pirrie.

—No merece la pena insistir, ¿no?

—Cuando me contaste lo que pasó con la señorita Errington —dijo ella mirando fijamente a John—, pensé que era espantoso. Sin embargo, aún no había comprendido lo que estaba sucediendo. Ahora sí que lo comprendo. Tenemos que llegar al valle, y con nosotros los niños. No podemos permitirnos llevar nada extra, ni siquiera este muchacho.

John se encogió de hombros como dando por terminada la discusión. Davey, que ya regresaba, traía consigo un maletín; su aspecto era vivo y feliz, y se asemejaba a un oficial del gobierno en pequeño. Spooks venía detrás de él.

—Ya he recogido las cosas importantes —explicó—, como mi álbum de sellos. También he puesto dentro los calcetines que tenía de retén.

Y después de buscar con la vista la aprobación de su madre, continuó:

—Spooks me ha prometido cuidar de mis ratones hasta que yo regrese. Una de las hembras está preñada, y le he dicho que puede vender los ratoncillos cuando para.

John, evitando mirar al larguirucho Spooks, apremió:

—Bien. Será mejor que nos pongamos ya en camino.

Olivia, que hasta entonces no había tomado parte en la conversación, rompió su silencio para decir:

—Creo que Spooks podría venir con nosotros. ¿Te gustaría a ti, Spooks?

—¡Olivia! —exclamó Ann—. Ya sabes que...

—Quiero decir en nuestro coche —intervino Olivia, sin dejarla terminar a su compañera—. Después de todo, nosotros sólo tenemos un hijo, y esta situación no durará mucho tiempo más.

Las dos mujeres se observaron con fijeza pero brevemente. En el rostro de Ann se apreció de nuevo un sentimiento de culpa y el disgusto producido por éste. Olivia mostró únicamente un tímido desconcierto. De haber habido el menor rastro de condescendencia moral —pensó John—, se hubiera producido una división que la seguridad del grupo no hubiera podido soportar. Al no crearse esta actitud paternalista, la ira de Ann desapareció; únicamente dijo:

—Como quieras. Sin embargo, ¿no crees que deberías consultárselo a Roger primero?

Davey, que había seguido con interés el diálogo, aunque sin comprenderlo, comentó:

—¿Está aquí también tío Roger? Estoy seguro de que le gustará Spooks. Como él, Spooks es asimismo tremendamente ingenioso. Di algo ingenioso, Spooks.

El aludido miró al grupo con angustiosa impotencia. Olivia le sonrió: —No te preocupes, Spooks. ¿Quieres venir con nosotros?

El muchacho asintió moviendo afirmativamente la cabeza. Davey, que le había cogido por el brazo, exclamó:

—¡Ya está hecho! Vamos, Spooks. Te ayudaré a hacer la maleta.

Y cuando dieron los primeros pasos se volvieron para preguntar:

—¿Y qué hacemos con los ratones?

—Los ratones se quedarán aquí —replicó imperiosamente John—. Dádselos a alguien.

—¿Crees que nos darán seis peniques por cada uno, aparte de Bannister? —consultó Davey con su amigo.

John miró complacido a Ann; luego sonrieron ambos y John advirtió a su hijo:

—Nos iremos dentro de cinco minutos. Ese es todo el tiempo que tenéis para recoger las cosas de Spooks y realizar vuestras transacciones comerciales.

Los dos muchachos se dispusieron a marchar. Al partir, los padres oyeron decir muy seriamente a su hijo:

—Tenemos que conseguir un chelín por lo menos por la que está preñada.

Como temían que los militares les pararan en las carreteras, habían inventado tres historias distintas respecto al viaje de los tres coches en dirección norte. John creía que lo importante era no dar la impresión de ser un convoy. Pero nadie trató de investigar su marcha. Entre el considerable número de vehículos militares que circulaban por las carreteras se intercalaban automóviles particulares en un tráfico normal y de mutua tolerancia. Después de salir de Saxon Court, tomaron de nuevo la Gran Carretera del Norte y marcharon en esta dirección durante toda la mañana sin sufrir ningún contratiempo.

Ya muy entrada la tarde, se detuvieron para comer en un camino que había al norte de Newark. Aunque el día había estado nubloso, ahora brillaba el azul del cielo iluminado por el sol, con una masa de nubes marchando en dirección oeste y adquiriendo la forma de enormes olas y de torrecillas. A ambos lados del camino se veían campos de patatas plantadas con la esperanza de obtener una segunda cosecha; aparte de la ausencia de hierba en los huertos, no había nada que diferenciara la escena de cualquier paisaje campestre en un mundo de desarrollo agrícola.

Los tres niños habían descubierto un montón de tierra y con un viejo madero procedente probablemente de alguna caravana de gitanos que habrían acampado en aquel lugar años antes, se deslizaban ahora con él utilizándolo a modo de trineo. Mary les observaba con envidia y desdén al mismo tiempo. Se había desarrollado muchísimo desde su ascensión en el valle de hacía catorce meses.

Los hombres, acomodados en el Ford de Pirrie, discutían la situación.

—Si podemos llegar hoy al norte de Ripon —decía John—, mañana es muy probable que alcancemos el valle.

—Pero podríamos circular más de prisa todavía —observó Roger.

—Supongo que sí. Lo que pongo en duda es si merece la pena el esfuerzo. Lo principal es evitar los centros populosos. Una vez nos hayamos alejado de West Riding, lo más seguro es que estemos a cubierto de cualquier percance.

—No es por el afán de poner objeciones o porque me pese el haberme unido a ustedes en este pequeño viaje —intervino Pirrie—. Pero ¿no creen ustedes posible que se hayan sobrestimado los riesgos de violencia? Hasta ahora hemos tenido una marcha muy cómoda. Ni Grantham ni Newark han mostrado señales de una inminente revuelta.

—Peterborough estaba acordonada —afirmó Roger—. Pienso que las ciudades por las que se puede pasar todavía libremente se hallan demasiado ocupadas en felicitarse a sí mismas como para empezar a preocuparse por lo que puede avecinarse. ¿Han visto esas colas a las puertas de las panaderías?

—Unas colas muy ordenadas —observó Pirrie.

—El problema es —medió John— que no sabemos cuándo va a actuar tan drásticamente Welling. Han pasado casi veinticuatro horas desde que las ciudades y los pueblos grandes han sido cerrados. En cuanto empiecen a caer las bombas, todo el país va a sumirse en el pánico. Welling confía en que será capaz de controlar la situación, pero no puede esperar el controlarla durante los primeros días. Por eso pienso que si por esa fecha podemos evitar los grandes centros habitados, nosotros no tendremos dificultades.

—Bombas atómicas y de hidrógeno —comentó, pensativo, Pirrie—. Me pregunto realmente...

—Pues yo no —cortó Roger—. Yo conozco a Haggerty. Y sé que no estaba mintiendo.

—No es desde el punto de vista de la moralidad que lo considero improbable —dijo Pirrie, sino desde el del temperamento. El inglés, al ser de imaginación perezosa, no encontraría ninguna dificultad en consentir medidas que, de acuerdo con su sentido común, llevaran a millones de personas a la muerte por inanición. Pero la actuación directa, es decir, el asesinato por el instinto de conservación, es una empresa distinta. Me cuesta creer que pueda llegar nunca a realizarlo.

—Bueno, nosotros no lo hemos hecho tan mal —repuso Roger con una sonrisa—. Y sobre todo usted.

—Mi madre era francesa. Pero usted no comprende mi punto de vista. No quiero decir que el inglés se inhiba de la violencia. En circunstancias adecuadas matará a sabiendas, y con más placer que muchos otros. Pero como es de imaginación y lógica perezosas, preservará sus ilusiones hasta el último momento. Sólo después de ese instante luchará como un tigre salvaje.

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