—¡Por diez cochinos minutos! —exclamó Roger—. No es posible que hayan sido más; habría más caravana.
El oficial era un hombre más bien joven, de aspecto agradable y sencillo, al que claramente se le veía disfrutar con lo que él consideraba como insólito ejercicio.
—Lo siento —estaba diciendo—, pero nosotros nos limitamos a cumplir órdenes. No se permite salir de Londres.
El hombre que estaba al frente de los disputantes, de unos cincuenta años de edad, fuerte complexión y aspecto judío, dijo: —¡Pero yo trabajo en Sheffield! Tuve que venir ayer a Londres...
—Escuche usted las noticias en la radio —replicó el oficial—. Van a disponer alguna clase de arreglo para casos así.
—Esto no marcha, Johnny —dijo Roger aparte—. Ni siquiera podríamos sobornarlo con toda esta gente alrededor.
—No consideren esto que les digo como oficial —continuó el militar—, pero se me ha informado de que todo esto es sólo un ejercicio. Se trata de tomar precauciones contra el pánico, consolidar la seguridad. Es muy probable que se cancele mañana por la mañana.
—Si se trata sólo de un ejercicio —contestó el hombre de fuerte constitución—, usted puede dejarnos pasar a unos cuantos. Eso no tiene importancia, ¿verdad?
—Lo lamento —repuso el joven oficial con una sonrisa—. Pero para un tribunal militar la misma falta es el abandono de las obligaciones durante un ejercicio que en plena guerra. Les aconsejo, pues, que regresen a la ciudad y lo intenten mañana.
Roger, que echó a andar junto con John hacia los coches, meneó la cabeza y dijo:
—Una planificación muy inteligente. Aunque sin ser oficial, se trata sólo de un ejercicio. Eso elimina los escrúpulos de las tropas. Me pregunto si van a dejarlas arder con los demás. Supongo que sí.
—¿Crees que merecería la pena decirles lo que va a pasar en realidad?
—No se conseguiría nada. Y hasta quizá nos arrestaran por ir propagando falsos rumores. Esa es una de las nuevas normas, ¿o no lo oíste?
Al llegar a los coches, John preguntó:
—¿Pero entonces qué vamos a hacer? ¿Abandonar los coches y marchar a pie por los campos?
—¿Qué pasa? —quiso saber Ann—. ¿No dejan pasar?
—Tendrán patrullas por los campos —replicó Roger—. Probablemente con tanques. No tendríamos escapatoria a pie.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —dijo, en tono cortante, Ann.
Roger se echó a reír mientras la miraba.
—Tranquila, Annie. Todo está calculado.
A John le agradó la fuerza y la confianza que había en la risa de Roger, pues sintió renacer su ánimo.
Y al ver que los automóviles se iban amontonando tras ellos en la carretera, Roger continuó:
—Lo primero que hay que hacer es salir de aquí, antes de que nos veamos metidos en pleno atasco. Regresaremos hacia Chipping Barnet, en donde hay una bifurcación a la derecha. Yo abriré camino. Allí nos veremos.
Era una carretera tranquila:
urbs in rure
. Los dos coches fueron a detenerse en un lugar apartado de ella. En el otro lado había unas modernas casas separadas, mientras que en éste la carretera bordeaba una pequeña plantación.
Los Buckley bajaron de su coche; Olivia y Steve montaron en la parte trasera del de John, al lado de Ann. Roger explicó:
—Punto número uno: esta carretera, aparte de llevarnos a Hatfíeld, nos evitará tener que coger la A. 1. Sin embargo, no creo que debamos intentarlo ahora. Seguro que también estará bloqueada, y tan improbable es que podamos circular por ella esta tarde como lo era por la A. 1.
Un Vanguard pasó a gran velocidad cerca de ellos, seguido inmediatamente por un Austin que John había visto en el bloqueo de la carretera. Roger movió la cabeza al decir:
—Lo intentarán bastantes, pero no lograrán ir a ningún sitio.
—¿Y no podríamos cruzar a la fuerza una de esas barreras, papá? —preguntó Steve—. Yo lo he visto en las películas.
—Pero esto no es una película, hijo —replicó Roger—. Mucha gente tratará de romper el bloqueo esta tarde. Sin embargo, será más fácil esta noche y también mejor en otros sentidos. Vosotros os quedaréis aquí con tu coche. Yo me llevo el mío a la ciudad... hay algo que creo que debo coger.
—¡Tú no vuelves allí ahora! —exclamó Ann.
—Es preciso. Confío en que no tardaré más de un par de horas.
John conocía tan bien a Roger, que comprendió en seguida que éste se estaba refiriendo a algo que habían omitido en los planes originales. Había que contar, pues, con un nuevo elemento. Por eso preguntó:
—No es probable que haya peligro en un sitio como éste, ¿verdad?
Y al ver que Roger asentía con la cabeza, continuó:
—En ese caso, iré contigo. Si se trata de dirigirse al Sur, dos irán más seguros que uno.
Roger pensó en ello durante un momento. Luego replicó:
—De acuerdo.
—Pero vosotros no sabéis lo que está pasando ahora en Londres —intervino Ann—. Es posible que haya tumultos. Sin duda que allí no habrá nada tan importante como para que os arriesguéis de esa manera.
—A partir de ahora —replicó Roger—, y si queremos sobrevivir, tendremos que correr algunos riesgos. Ya que insistes te diré que voy a por armas de fuego. Las cosas se están sucediendo a mayor velocidad de lo que yo pensaba. Con todo, no creo que haya allí peligro ahora.
—Quiero que te quedes, John —ordenó Ann.
—Pero Ann... —empezó a decir John.
—Si queremos morir —medió enfadado Roger—, la pérdida de tiempo en peloteras es un método tan bueno como otros. Este grupo debe tener un dirigente, y sus órdenes tendrán que cumplirse en cuanto las profiera. Hazte cargo tú, Johnny.
—No. Debes ser tú.
Roger sacó una moneda de su bolsillo. La tiró hacia arriba al tiempo que decía:
—¡Pide, John!
—¡Cara! —contestó.
Ambos observaron la caída de la moneda y cómo esta golpeaba el suelo y rodaba unos centímetros. Roger se inclinó para ver lo que había salido.
—Todo para ti —dijo.
John besó a Ann y luego salió del automóvil.
—Regresaremos en cuanto podamos —observó.
—Volvemos a ser esclavas, ¿verdad? —comentó amargamente Ann.
—El mundo es ya muy viejo —contestó riendo Roger—. Empieza de nuevo; la edad de oro retorna.
—Tenemos que conseguirlo —dijo Roger—. Ese tipo no cierra la tienda hasta las seis. Es un negocio pequeño; sólo hay un hombre y un chico..., pero dispone de un almacén muy útil.
Ahora se encontraban en medio del caos de una hora punta en el centro de Londres. En aquel caos, eran los semáforos y la policía de tráfico quienes imponían su enérgico, pero eficaz sistema de circulación. No había signos de estar pasando nada fuera de lo ordinario. Al ponerse la luz verde delante de su coche, los habituales peatones que infringen las normas de tráfico cruzaron apresuradamente la calzada.
—Borregos para la matanza —dijo tristemente John.
—Esperemos que las cosas sigan así —replicó Roger mirándole—. Y que nosotros podamos contarlo. Hay muchos millones condenados a morir. Nuestra preocupación es evitar el pertenecer a ellos.
Nada más pasar el semáforo, dejó la calle principal para meterse en una más estrecha. Eran las seis menos cinco.
—¿Crees que nos atenderá? —preguntó John.
Roger paró junto a la acera, enfrente de una tiendecita en cuyo escaparate había armas deportivas. Puso el coche en punto muerto, aunque dejó el motor en marcha.
—Tendrá que hacerlo —respondió—. De una forma o de otra.
No había nadie en la tienda aparte del propietario, un hombre pequeño y encorvado, con cara de vendedor respetuoso y ojos incongruentemente vigilantes. Aparentaba tener unos sesenta años.
—Buenas tardes, señor Pirrie —saludó Roger—. Le cojo por los pelos, ¿verdad?
—En efecto, señor Buckley, así es. Iba a cerrar ahora. ¿En qué puedo servirles?
—Veamos. Necesito un par de revólveres y un par de buenos rifles con mira telescópica; y naturalmente las municiones. ¿Tiene armas automáticas?
—¿Y la licencia? —preguntó Pirrie con benevolencia.
Roger se había colocado frente al armero, separados únicamente por la anchura del mostrador.
—¿Cree usted que es preciso molestarse ahora en esas cosas? —dijo—. Ya sabe que no soy ningún gángster. Necesito esas armas en seguida y estoy dispuesto a pagar un buen precio por ellas.
Pirrie movió la cabeza ligeramente; sus ojos no dejaban de mirar al rostro de Roger.
—Yo no hago ese tipo de negocios.
—Bueno. ¿Y qué me dice de aquel pequeño rifle del veintidós que hay allí?
Roger señaló con el dedo. Los ojos de Pirrie siguieron la dirección indicada y, al hacerlo, Roger saltó sobre su cuello. El primer pensamiento de John fue que el pequeño hombre se había desplomado ante el ataque, pero un momento después pudo comprobar que se había desembarazado de Roger y retrocedía unos pasos; en la mano derecha tenía un revólver.
—¡Quédese quieto, señor Buckley! —gritó—. Y también su amigo. El saqueo a los armeros encierra una dificultad, y es que existe la probabilidad de tropezarse con un hombre que ha adquirido cierta habilidad en el manejo de las armas. Por favor, no traten de hacer nada mientras telefoneo.
Sin apartar su vista de los dos hombres, reculó un poco más y alargó su mano libre para coger el teléfono.
—¡Espere un momento! —dijo Roger de pronto—. Tengo algo que ofrecerle.
—No lo creo.
—¿Y si se trata de su vida? Pirrie había cogido ya el aparato, pero aún no lo había levantado. Sonriendo, contestó:
—No.
—¿Por qué cree usted que he tratado de agredirle? Ya se imaginará que no lo habría hecho si no fuera porque estoy desesperado.
—Me parece que en eso sí estamos de acuerdo —replicó cortésmente Pirrie—. No suelo dejar que nadie se acerque tanto a mí que pueda atacarme si lo desea; pero uno no concibe la desesperación en un alto funcionario del gobierno. Por lo menos no una desesperación tan violenta.
—Hemos dejado a nuestras familias en un coche, cerca de la Gran Carretera del Norte. Hay sitio para otra persona si quiere usted acompañarnos.
—Ya entiendo —dijo Pirrie—. Se trata de esa prohibición temporal para salir de Londres.
—Por esa razón queríamos las armas —explicó Roger—. Saldremos esta noche.
—Pero no consiguieron las armas.
—Por su buena preparación y no por mi falta de ella —contestó Roger—, ¡y vaya si lo sabe usted bien!
Pirrie apartó su mano del teléfono.
—Quizá desee usted explicarme brevemente por qué necesitan con tanta urgencia esas armas y quieren salir de Londres.
Y escuchó, sin interrumpir, la exposición de Roger. Al final dijo suavemente:
—Así que una granja en un valle, ¿eh? Y un valle que puede ser defendido.
—Por media docena de personas contra un ejército —intervino John.
Pirrie bajó el revólver. Luego comentó:
—Recibí esta tarde una llamada del superintendente de la policía local. Me ha preguntado si quería yo tener aquí un guardia para vigilar. Parecía muy preocupado por mi seguridad, y la única explicación que me ha dado es que había rumores estúpidos que podrían causar problemas.
—¿No insistió en lo del guardia? —quiso saber Roger.
—No. Supongo que por la desventaja que representaría la presencia aquí de un policía.
Y dirigiéndose cortésmente a Roger, continuó:
—Ahora comprenderá usted por qué me encontraba yo tan bien preparado para cualquier eventualidad.
—Y en estos momentos —medió John—, ¿nos cree usted?
—Creo que ustedes lo creen así —contestó Pirrie dando un suspiro—. Por otro lado, yo me he preguntado varias veces si había algún modo razonable de salir de Londres. Aun sin dar un crédito total a su historia, tampoco hay nada que me fuerce a quedarme en la ciudad. Y el relato de ustedes no violenta mi credulidad quizá tanto como debiera. La vida con armas, como ha sido la mía, hace perder a uno el hábito de buscar nobleza en la gente.
—De acuerdo —dijo Roger—. ¿Qué armas nos llevamos?
Pirrie se volvió ligeramente y esta vez sí que levantó el teléfono. De forma automática, Roger avanzó hacia él. Pirrie miró la pistola que tenía en la mano y se la echó a Roger.
—Voy a telefonear a mi mujer —explicó—. Vivimos en St. John's Wood. Supongo que si ustedes pueden sacar dos coches, podrán sacar tres. Es probable que un vehículo extra nos sea de mucha utilidad.
Mientras marcaba el número, Roger le advirtió:
—Lleve cuidado con lo que dice.
—Hola, cariño —saludó Pirrie al hablar por el aparato—. Ahora mismo salgo de aquí. Creo que podríamos hacer una visita a los Rosenblums esta tarde..., sí, los Rosenblums. Prepara las cosas, ¿quieres? Estaré ahí en seguida.
Volvió a colgar el teléfono. Luego explicó:
—Los Rosenblums viven en Leeds. Millicent percibe rápidamente las cosas.
—¡Santo cielo, sí que debe ser así! —replicó con respeto Roger—. Ya veo que usted y Millicent van a ser muy útiles al grupo. Por cierto, ya habíamos decidido que este conjunto tuviera un jefe.
—¿Usted?
—No. John Custance, mi amigo.
Pirrie inspeccionó brevemente a John.
—Muy bien —comentó—. Ahora cojamos las armas. Yo las elegiré y ustedes podrán ir llevándolas a su coche.
Estaban sacando las últimas municiones cuando un guardia de la comisaría del barrio se dirigió hacia ellos. Una vez allí observó con cierto interés las pequeñas cajas.
—Buenas tardes, señor Pirrie —dijo—. ¿Haciendo un transporte?
—Son para ustedes —contestó Pirrie—. Me las han pedido. ¿Quiere usted echar una ojeada a la tienda? Tenemos que volver a por más después.
—Haré lo que pueda, señor —replicó vacilante el policía—. Pero tengo que hacer mi ronda, ya lo sabe.
Pirrie echó el candado a la puerta delantera. Mientras lo hacía comentó entre dientes:
—Hasta mi poquito de broma... Pero ha sido su gente la que ha empezado a difundir rumores.
Una vez en marcha, John dijo:
—Tuvimos suerte de que no preguntara qué hacíamos nosotros dos allí.
—Las comisarías —explicó Pirrie— son muy inquisitivas cuando se despierta su curiosidad. Pero si uno evita eso, no hay motivo para preocuparse. A partir de la Calle Alta de St. John's Wood, yo les dirigiré.
Siguiendo las instrucciones de Pirrie, pararon detrás de un viejo Ford. Con voz clara y elevada, Pirrie llamó: