—He estado examinando la situación —comentó Pirrie—. Si excusan usted mi falta de delicadeza al plantear las cosas, les diré que más bien me sorprende la celeridad con que se han marchado de aquí.
—¿Por qué? —preguntó, cortante, Roger.
Pirrie indicó con la cabeza la garita. Luego agregó:
—Estuvieron más de media hora ahí metidos.
—¿Quiere usted decir... violación? —interrogó John con un hilo de voz.
—Sí. Me parece que la explicación está en que adivinaron que nuestros tres coches iban juntos, y por eso cerraron deliberadamente el paso al rezagado. En consecuencia, debieron estar ansiosos por alejarse de la inmediata vecindad, contando con que los otros dos coches vendrían en busca del tercero.
—¿Y nos ayuda eso en algo? —preguntó Roger.
—Yo diría que sí —replicó Pirrie—. Para mí que se marcharon de aquí en seguida. Por otro lado sabemos que dieron la vuelta al coche dirigiéndose hacia la Carretera del Norte, ya que dejaron bajadas las barreras. Pero no creo que lleguen a la Carretera del Norte sin detenerse de nuevo.
—¿Detenerse de nuevo? —repitió John.
Y mirando al rostro sereno de Roger, se dio cuenta de que éste había captado lo que Pirrie quería decir. Entonces él también comprendió. Haciendo un enorme esfuerzo intentó ponerse de pie.
—Todavía hay algunas cosas que debemos concretar —dijo Roger—. Desde aquí a la A.1 habrán por lo menos media docena de carreteras que cruzan ésta. Y tenemos que recordar que esos tipos estarán pendientes del sonido de los motores. Por tanto, tendremos que examinarlas una por una... y a pie.
—Pero así no nos dará tiempo a... —intervino con acento desesperado John.
—Escucha —replicó Roger—. Si usamos los coches para ir a la primera carretera, es posible que les diéramos la ocasión que necesitan para poner terreno por medio.
Al andar en silencio hacia donde estaban los dos automóviles, Spooks sacó la cabeza por la parte trasera del Citroen y con voz muy fina y chillona, preguntó:
—¿Ha raptado alguien a la madre de Davey y a Mary?
—Sí —contestó Roger—. Vamos ahora a buscarlas.
—¿Y se han llevado el Vauxhall?
—Sí. Pero cállate ya, Spooks. Tenemos que preparar las cosas.
—¡Entonces será muy fácil dar con ellas! —insistió el muchacho.
—Sí, daremos con ellas —replicó Roger.
Luego se sentó al volante y se dispuso a dar media vuelta al coche. John estaba aún ofuscado. Fue Pirrie quien interrogó a Spooks:
—¿Fácil, dices? ¿Cómo? El niño señaló a lo largo de la carretera con el dedo antes de responder:
—Por el rastro de aceite.
Los tres hombres miraron fijamente al pavimento. Aunque la palabra «rastro» era mucho decir en aquella circunstancia, había manchas de aceite a lo largo de la carretera.
—¡Miopes! —exclamó Roger—. ¿Y cómo no lo hemos visto antes? Sin embargo, quizás no sea del Vauxhall. Lo más probable es que lo haga soltado el Ford.
—No —insistió Spooks—. Tiene que ser del Vauxhall. Ha dejado una mancha mucho mayor en donde ha estado parado.
—¡Dios mío! ¿Qué eras tú en el colegio, jefe de los Boy Scouts?
El muchacho movió la cabeza en sentido negativo.
—Nunca ingresé en los Scouts. No me gusta ir de excursión.
—¡Ya los tenemos! —dijo Roger con exultación—. ¡Tenemos a esos bastardos! Ignora esta última expresión, Spooks.
—De acuerdo —replicó amigablemente el aludido—. Pero ya la conocía yo.
En cada cruce detuvieron los automóviles y buscaron el rastro del aceite. Este no era lo bastante conspicuo como para ser visto sin bajarse ellos de los vehículos. La tercera bifurcación se hallaba a las afueras de un pequeño pueblo; allí las huellas del aceite torcían a la derecha. Un cartel indicador rezaba: Norton 1 m.
—Creo que hemos dado con ellos —dijo Roger—. Podríamos intentar adelantarles con uno de los coches lanzados a toda velocidad. En caso de lograrlo, estarían como en un bocadillo. Pienso que deben encontrarse entre éste y el próximo pueblo. Y además imagino que deben sentirse ya seguros con lo que han recorrido.
—Podría ser que ese plan sirviera —comentó, pensativo, Pirrie—. Pero por otro lado, probablemente habría que pelear. En el coche tienen una automática, un rifle y un revólver. Quizás fuera difícil llegar hasta ellos sin poner en peligro la integridad de las mujeres.
—¿Tienen alguna idea mejor?
John trataba de pensar, pero su mente estaba demasiado llena de un odio situado entre la esperanza y la desesperación.
—Este terreno es muy llano —observó Pirrie—. Si uno de nosotros pudiera subirse a ese roble, quizás consiguiera verlos con los prismáticos.
El árbol se alzaba en el ángulo del cruce. Roger lo inspeccionó con cuidado. Luego dijo:
—Aupadme hasta la primera rama, que después me las arreglaré solo.
Como era un buen trepador, no le costó demasiado subir a una altura considerable desde la que atisbar por entre las hojas. Los que estaban abajo apenas podían verle. De pronto le oyeron gritar:
—¡Ahí están!
—¿Dónde? —preguntó en seguida John.
—A un kilómetro más o menos. Metidos en un campo que hay a mano izquierda. Voy a bajar.
—¿Y Ann? ¿Y Mary? —insistió John.
Roger descendió hasta la rama más baja, y desde ésta se dejó caer al suelo. Al contestar eludió la mirada de su amigo.
—Sí, están con ellos.
—A mano izquierda —dijo, pensativo, Pirrie—. ¿Están muy adentro?
—No mucho. Detrás de la cerca de setos. Si nos acercamos a ellos por la parte de la carretera, seguramente no nos verán.
Pirrie se dirigió hacia el Ford. Al volver traía consigo el pesado rifle deportivo que era su arma predilecta.
—A un kilómetro más o menos, ¿verdad? —comentó—. Denme diez minutos. Luego vayan con el Citroen a toda velocidad y deténganse a unos cuantos cientos de metros más allá de donde están esos tipos. Hagan algunos disparos, no a ellos, sino a esta parte de la carretera. Creo que eso les situará en la posición que yo deseo.
—¡Diez minutos! —exclamó John.
—Supongo que querrá usted rescatarlas vivas, ¿no? —observó Pirrie.
—Pero... por entonces quizás se hayan ido.
—Ustedes oirán si se marchan. Harán ruido... si salen del campo. Si ven que escapan, persíganlos con el Citroen, y no vacilen en darles su merecido...
Y después de una breve pausa, explicó:
—Mire. En ese caso es muy improbable que lleven consigo a su esposa y su hija.
Luego, haciendo un leve gesto con la cabeza, Pirrie echó a andar a lo largo de la carretera. Al poco rato vieron cómo se agachaba para desaparecer a través de una abertura que había en el cercado.
—Mejor será que nos preparemos nosotros —dijo Roger mirando su reloj—. Olivia, Millicent, los niños al Ford. Vamos, Johnny.
John se sentó junto a su amigo en el Citroen. Su rostro mostraba el doloroso estado de ánimo en que se hallaba.
—¡Dios mío! —exclamó.
—Tranquilízate —dijo Roger, mirándole—. Y considérate afortunado por estar siquiera consciente.
John notó que sus dedos se crispaban sobre el asiento del coche.
—Cada minuto que pasa... ¡Cerdos canallas! Y aun siendo eso un mal trago para Ann..., imagínate para Mary.
—Tranquilízate —repitió Roger.
Y después de mirar otra vez la hora, agregó:
—Con un poco de suerte, a esa gentuza le quedan unos nueve minutos de vida.
Un pensamiento se mezcló con sus demás reflexiones, si bien sin ninguna relevancia y por ello causándole sorpresa; tanto, que se sintió decir:
—Acabamos de pasar una cabina telefónica y a ninguno se nos ha ocurrido llamar a la policía.
—¿Y por qué íbamos a hacerlo? —preguntó Roger—. Ya se ha terminado eso de la seguridad pública. Lo que importa ahora es la privada. Y tabaleando con las puntas de los dedos en el volante, continuó:
—Así es la venganza.
Ninguno de los dos volvió a hablar durante el período de espera siguiente. Y sin decir siquiera una palabra, Roger puso en marcha el automóvil y lo lanzó a toda velocidad a lo largo de la estrecha carretera. En menos de un minuto sobrepasaron la entrada al cercado y vieron al Vauxhall aparcado detrás del seto. El camino seguía recto en unos cincuenta metros más. Roger pegó un fuerte frenazo al entrar en la curva y luego maniobró para colocar el coche a lo ancho de la carretera, de modo que obstruyera el paso.
John abrió rápidamente la puerta de su lado. Cogió la automática que había en el coche, se apeó de éste y, agachándose para no ser visto, disparó una corta ráfaga de balas. Los tiros resonaron como dardos lanzados contra el escudo de la plácida tarde de verano. Después, a lo lejos, se oyeron tres disparos más. Luego se hizo otra vez el silencio.
Roger seguía aún al volante. John le dijo:
—Voy a atravesar el seto. Mejor será que te quedes tú aquí.
Roger asintió. Aunque el cercado era espeso y estaba lleno de agudas espinas, John, ansioso por pasar al otro lado, no tuvo en cuenta ni el esfuerzo ni el dolor producido por las puntas que rasgaban su piel. Al mirar a lo largo del campo, en dirección adonde habían estado antes, distinguió unos cuerpos tendidos en el suelo. También vio a Pirrie, quien, con el rifle bajo el brazo, avanzaba lentamente. Poniéndose a la escucha, John oyó una especie de cuchicheo. Sin pensárselo más, empezó a correr hacia donde suponía que se encontraban su mujer y su hija.
Ann, sentada en la tierra junto al Vauxhall, apretaba en su regazo a Mary. Ambas estaban vivas. El cuchicheo que había oído John procedía de dos de los hombres que yacían a cierta distancia. El tercero, que estaba tendido en el suelo, se hallaba más cerca de las dos mujeres. Fue precisamente este individuo, pequeño y flaco, de cara alargada y cubierta de una breve barba pelirroja, quien al ver aproximarse a John principió a levantarse. Uno de sus brazos colgaba al desgaire, pero en el otro tenía un revólver.
John vio que Pirrie, con viveza pero sin apresuramientos, alzaba su rifle para apuntar; y oyó asimismo el sonido del disparo apagado por el silenciador, mientras el hombre caía profiriendo un grito de dolor. Un pájaro, que se había posado en el seto desde hacía rato, agitó las alas y levantó el vuelo en dirección al claro firmamento.
Pirrie cubrió velozmente los últimos metros. Sin darles tiempo a reaccionar, disparó desapasionada pero precisamente a los otros individuos, quienes chillaron al principio espantados para luego caer en un continuo quejido.
Entre tanto, John había sacado unas pequeñas mantas del coche y había tapado con ellas a Ann y Mary. Hablando en un susurro, como temiendo que la voz pudiera también herirlas, les dijo:
—Ann, cariño... Mary. Ahora todo irá bien.
Ellas no respondieron. Mary sollozaba entrecortadamente. Ann miró a su marido, pero luego apartó de él sus ojos.
En aquel momento, Roger, revólver en mano, entró por la abertura del cercado. En un rápido examen, miró a la arrebujada mujer y a su hija y a los tres hombres heridos. Luego se dirigió a Pirrie:
—No ha sido un trabajo tan limpio como la última vez, amigo.
—Se me ocurrió pensar que los culpables no tienen derecho a morir con la misma prontitud que los inocentes. Un pensamiento extraño, ¿verdad?
En la calma de aquella tarde de verano en el campo, tanto la escena de miseria y sangre en la que él había desempeñado una función destacada, como su voz, desentonaban vivamente. Sin embargo, mirando con fijeza a John, añadió:
—Creo que usted tiene derecho a ejecutarlos.
Uno de los hombres había sido herido en el muslo. Yacía tendido en una curiosa postura, con sus manos apretadas sobre la lesión. Su rostro, como si de un niño se tratara, estaba contraído en arrugas de miseria y dolor. Pero había escuchado perfectamente lo que Pirrie decía a John, y por eso miraba ahora a éste con sumisión animal.
John dio media vuelta, al tiempo que respondía:
—Acábenlos ustedes.
Y absorto en una infeliz meditación, pensó que en el pasado había un proceso legal obligado. Sin embargo, la ley ahora era un término casual en medio de aquel campo en donde imperaba el dominio de las armas.
John no había dirigido sus palabras a nadie en particular. Por eso, al agacharse en aquel momento para atender a Ann y Mary, no le extrañó oír por dos veces consecutivas el chasquido del revólver de Roger y los últimos estertores de los agonizantes. Entonces fue cuando su esposa llamó:
—¡Roger!
—Sí, Ann —replicó suavemente el mencionado.
La mujer se desembarazó con delicadeza de su hija y se puso de pie. Pudo apreciarse cómo apretaba los dientes para resistir el dolor, mientras su marido trataba de ayudarla a levantarse. John llevaba todavía la automática colgada del hombro, y aunque intentó detener a Ann, no pudo evitar que ella le quitara el arma de un tirón.
Dos de los tres hombres habían muerto. El tercero era el que había sido herido en el muslo. Ann se acercó con dificultad a él, y John vio que tras el atormentado gesto de temor que había en el rostro de aquel individuo empezaba a adivinarse un principio de esperanza.
—Lo lamento, señora —gimió—. Lo lamento.
El hombre había hablado con un acusado acento de Yorkshire. John recordó en aquel instante que en su antiguo pelotón del norte de África había conocido a un conductor con aquel mismo tipo de voz; fue un compañero pequeño, gordo y alegre, que había muerto en una explosión a la salida de Bizerta.
Ann levantó el rifle. El herido gritó: —¡No, no, señora! Tengo hijos...
La voz de Ann se elevó cortante:
—Esto no es por mí, sino por mi hija. Cuando vosotros..., yo me juré a mí misma que os mataría si se me presentaba la oportunidad.
—¡No! Usted no puede hacer eso. ¡Sería un asesinato!
Ann tuvo alguna dificultad para quitar el seguro del arma. El hombre la miraba pasmado, con incredulidad, y siguió mirándola igual cuando las balas empezaron a desgarrar su cuerpo. El moribundo chilló una o dos veces, y luego quedó callado para siempre. La mujer continuó disparando hasta agotar el cargador. Después, el palpable silencio sólo fue roto por los sollozos de Mary. —Lo ha hecho usted muy bien, señora Custance —elogió calmadamente Pirrie—. Ahora será mejor que descanse un poco mientras sacamos el coche de aquí.
—Yo lo haré —dijo Roger.
Montó en el Vauxhall y maniobró hábilmente. Una rueda trasera pasó por encima de uno de los cadáveres. Una vez hubo sacado el automóvil por la abertura y lo hubo aparcado en la carretera, Roger llamó: