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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (21 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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—No hay por qué llorar, vejete —observó Roger—. Una ampolla en el talón es mala suerte, pero no el fin del mundo.

Sus sollozos no eran los corrientes en un niño de esa edad, sino los síntomas de una experiencia infantil que se desbordaba de sus límites. El muchacho dijo algo, y su padre se agachó para oírle.

—¿Qué pasa, Steve?

—Pensé que si no podía andar..., vosotros me abandonaríais.

Roger y Olivia cruzaron sus miradas. El primero dijo:

—Nadie va a abandonarte. ¿Cómo has podido pensar eso?

—El señor Pirrie abandonó a Millicent —replicó Steve.

—Será mejor que no ande más —medió John—. Únicamente empeoraría.

—Yo le llevaré —contestó Roger—. Spooks, ¿quieres llevarme el arma?

—Con mucho gusto —asintió el preguntado.

—Nos turnaremos tú y yo para llevarle, Roger —dijo John—. Nos arreglaremos mejor. Menos mal que es pequeño.

—Roger y yo podemos hacernos cargo de eso —intervino Olivia—. Es nuestro hijo. Nosotros le llevaremos.

Ella no le había dirigido la palabra desde el incidente de Jane y Pirrie. John contestó:

—Olivia, soy yo quien hace aquí los planes. Roger y yo llevaremos a Steve. Tú puedes coger los bultos de quien en ese momento le toque el turno.

Los ojos de la mujer permanecieron en él durante unos segundos; luego dio media vuelta y se fue.

—De acuerdo, hijo —indicó Roger—. ¡Arriba!

A partir de entonces su avance empezó a ser un poco más rápido, ya que Steve había estado actuando como freno. Sin embargo, a John no le engañó aquel inmediato progreso. La necesidad de llevar a la espalda a un pasajero, aunque fuese tan pequeño como Steve, no hacía sino incrementar sus dificultades. John mantuvo al grupo en marcha hasta que estuvieron cerca de la salida de Garsdale; luego mandó hacer un alto para comer algo.

El viento, que había azotado con la lluvia sus rostros, se había calmado, pero el agua seguía cayendo y, además, con creciente intensidad. John echó una ojeada a su alrededor tratando de descubrir algo.

—Si alguien ve una cueva y una pila de leña en su interior, que lo diga. Yo no veo nada. Se trata entonces de tomar un tentempié frío y un poco de agua mientras dejamos descansar las piernas.

—¿No podríamos encontrar algún sitio seco en donde comer? —preguntó Ann.

A lo largo de la carretera y a una distancia de unos cincuenta metros se alzaba una pequeña casa. John siguió la mirada de su mujer hacia ella.

—Quizá esté vacía —explicó—. Pero para saberlo tendríamos que aproximarnos y tratar de descubrirlo, ¿verdad? Luego, a lo peor resultaba que no estaba vacía. No. No me importa correr riesgos cuando es por algo que necesitamos, como, por ejemplo, comida, pero creo que no merece la pena para estar cobijados durante media hora.

—Davey está empapado —señaló Ann.

—En media hora tampoco se secaría. Y ése es todo el tiempo de que disponemos.

Y dirigiéndose a su hijo, preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Davey? Algo húmedo, ¿verdad?

—Sí, papá —asintió el niño.

—Pues trata de reírte secamente, muchacho.

Era un chiste muy viejo. Davey intentó sonreír. John se inclinó sobre él y le frotó el mojado pelo.

—Te estás portando muy bien, hijo. Francamente bien. El acercamiento por el oeste a Garsdale lo habían hecho a través de una franja de buena tierra de pastos que ahora, en medio de la intensa lluvia, era una senda de limo entre una serie de dispersas granjas. Desde allí vieron abajo a Sedbergh, que se hallaba entre montañas, en un valle que estaba a la otra parte del Rawthey. El humo que había sobre aquel pueblo era impulsado por el aire hacia el oeste, en dirección a los pantanos. Sedbergh estaba ardiendo.

—Saqueadores —dijo Roger.

John orientó sus prismáticos hacia el pueblo.

—Ahora llevamos dirección noroeste; y esa gente ha llegado aquí con un día de adelanto. Es para echarse a temblar un poco. Yo pensaba que esta zona seguiría todavía tranquila.

—Quizá no fuera tan malo —empezó a explicar Roger— cortar hacia el norte y pasar por las montañas. Seguramente, en el valle Lune la situación no será tan caótica.

—Cuando cae una ciudad como ésa —indicó Pirrie—, hay que pensar que todos los valles de los alrededores se encuentran en peligro. No va a sernos fácil la marcha.

John había sobrepasado con sus prismáticos el pueblo asolado y los había dirigido a la entrada del valle por el que tenían previsto transitar. Descubrió algunos movimientos, pero le fue imposible discernir lo que eran. El humo se alzaba de edificios separados. Existía la posibilidad de tomar otra ruta, la que cruzaba los pantanos hasta Kendal, pero ésa también les llevaría por el Lune. Y, además, si Sedbergh había sucumbido, ¿qué razones había para creer que las cosas fueran mejor por los alrededores de Kendal?

—Si me permiten comentar la situación —dijo Pirrie mirando especulativamente a John—, pienso que no estamos suficientemente armados para enfrentarnos a las circunstancias que tenemos ante nosotros. Aquella gente del borrico... probablemente hubiéramos podido quitarles algún arma, aparte del animal. No creo que, desarmados, hayan cometido la temeridad de salir según están las cosas.

—Quizá no sea tan mala la situación como parece —intervino Roger—. En cualquier caso, debemos intentarlo.

John se hallaba observando ahora la confluencia de los valles y los ríos.

—No sé, no sé —dijo—. Es posible que tuviéramos que afrontar dificultades demasiado grandes para nosotros. Y entonces fuera ya tarde para retroceder.

—De todos modos —replicó Roger—, aquí no podemos quedarnos, ¿verdad? Y como tampoco podemos volver para atrás, tendremos que ir hacia adelante.

John se volvió hacia Pirrie como para pedirle consejo. En ese instante se dio cuenta de que, si bien Roger era su amigo, Pirrie se había convertido en su lugarteniente. Y lo que es más, notó cuánto dependía ya de la frialdad y el juicio de aquel hombre.

—Creo que vamos a necesitar algo más que armas. No somos bastantes. Si queremos llegar sanos y salvos a Blind Gilí, tendremos que crecer en número rápidamente. ¿Qué pensáis?

—Me parece que estoy de acuerdo —asintió Pirrie—. Tres hombres no son suficientes para establecer una defensa.

—¿Y qué vamos a hacer entonces? —comentó impaciente Roger—. ¿Construimos una pancarta en la que diga «Se acepta personal»?

—Sugiero que hagamos un alto aquí —indicó John—. Nos hallamos en pleno paso y desde esta posición veremos cruzar las Pennines a otras partidas en ambos sentidos. Además, esa gente no será desde luego saqueadores. Los saqueadores se encuentran en su salsa allí abajo, en los valles.

Volvieron a mirar la panorámica que dominaban desde aquella altura. Aun en medio de la lluvia resultaba muy pintoresca. Y a pesar del agua que caía, las casas de abajo estaban ardiendo.

—Hasta podríamos sorprender a las partidas que se aproximaran —dijo Pirrie—, con sólo que nos pusiéramos a cubierto a cien metros de aquí.

—Pero no somos bastantes para poder obligarles —intervino John—. Necesitamos voluntarios. Aparte de eso, si portan armas tendríamos que devolvérselas.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Roger—. ¿A campo abierto? ¿Junto a la carretera?

—Sí —contestó John mirando a sus sucios y mojados seguidores—. Esperemos que no tarden mucho.

Su primer encuentro lo tuvieron alrededor de una hora más tarde, y además para ellos resultó ser un chasco. Se trataba de un pequeño grupo que, desde el valle, venía caminando fatigosamente por la carretera. Cuando estuvieron más cerca comprobaron que eran ocho personas: cuatro mujeres, dos niños (uno de ellos un chico de alrededor de ocho años y la otra una niña que parecía de menos edad) y dos hombres. Portaban dos cochecitos de niño que llevaban cargados de cosas caseras. Al encontrarse a unos cincuenta metros de distancia se les cayó una cacerola haciendo un gran estrépito. Una de las mujeres se agachó con fastidio a cogerla.

El aspecto de los dos hombres, así como el del grupo de mujeres, era miserable y de gente asustada. Uno de los varones tendría más de cincuenta años; el otro, si bien mucho más joven, era físicamente desgarbado.

—No creo que de éstos podamos aprovechar nada —comentó Pirrie.

El y Roger se hallaban con John junto a la carretera. Las mujeres y los niños se habían ido a descansar al amparo de una pared rocosa con una especie de plataforma llana en lo alto, que se encontraba próxima.

—Me parece que tiene usted razón —replicó John, moviendo la cabeza—. Me da la impresión de que ni siquiera llevan armas. A lo mejor uno de los niños tiene una pistola de agua.

Al advertir la presencia de los tres hombres en la carretera, el grupo en movimiento se detuvo, pero luego de una breve consulta susurrada y de una ojeada al humeante valle que tenían detrás continuaron la marcha. Sin embargo, el miedo se hizo más patente en sus personas. El hombre mayor, que iba delante, quiso dar la impresión de despreocupación, pero con poco éxito. La niña empezó a llorar y una de las mujeres, como si temiera que el ruido pudiera traicionarles, tiró de ella resuelta, pero furtivamente.

Cuando los vio pasar en silencio, John pensó en lo natural que hubiera sido unos días antes haberles saludado, y en lo innatural que habría sonado ahora esa cortesía.

—¿A dónde crees que podrán llegar? —preguntó en un murmullo Roger.

—Quizá hasta Wensleydale. No lo sé. Posiblemente sobrevivan una semana, si son afortunados.

—¿Afortunados... o desafortunados?

—Sí, supongo que desafortunados.

—Miren —indicó Pirrie—. Parece que regresan.

En efecto. El grupo se había alejado ya de ellos unos setenta y cinco metros a lo largo de la carretera, cuando les vieron regresar empujando incluso los cochecitos. Al volverse, la lluvia, que hasta entonces les había dado en la espalda, azotaba ahora sus rostros. La niña, a la que el aire había quitado la capucha del impermeable, se esforzaba sin éxito por volvérsela a poner.

Cuando se detuvieron a corta distancia, el hombre mayor dijo:

—Nos hemos preguntado si estaban ustedes aquí aguardando algo; quizá, sí podríamos ayudarles de algún modo.

Los ojos de John examinaron a aquel hombre. Se trataría de un obrero manual, el tipo de individuo que ofrendaría un fiel pero ineficaz servicio de por vida. Por sí mismo y dadas las actuales condiciones, tenía pocas probabilidades de sobrevivir, si bien su única esperanza radicaría en la posibilidad de unirse a algún pequeño jefecillo napoleónico de los valles que aceptara su inutilidad a cambio de su devoción. Sin embargo, y debido a la comitiva que le acompañaba, hasta esa posibilidad quedaba descartada.

—No —replicó John—. No pueden ustedes ayudarnos en nada.

—Íbamos a cruzar las Pennines —explicó el hombre—. Pensamos que por estas partes la situación estaría más tranquila, y nos dijimos que quizá encontráramos una granja o algo parecido en la que pudiéramos trabajar y ganar el sustento. No somos exigentes.

Unos meses antes, la ilusión de aquella gente había sido probablemente acertar una quiniela y embolsarse 75.000 libras. Sus modestísimas esperanzas actuales contaban con las mismas posibilidades de resultar bien que la obtención de dicha ganancia. John observó a las cuatro mujeres; sólo una de ellas era lo bastante joven como para poder confiar en la supervivencia a cambio de la entrega de sus encantos sexuales, si bien aparte de su juventud no podría ofrecer otra cosa. Todos estaban sucios y empapados. Los dos niños vagaban ahora próximos a la pared donde se encontraban Ann y los demás. El chico no llevaba zapatos, sino zapatillas, las cuales, naturalmente, rezumaban agua.

—Entonces —contestó John, con aspereza—, lo mejor que pueden hacer es continuar su camino, ¿no?

—¿Cree usted que encontraremos un sitio así? —insistió el hombre.

—Quizá —respondió John.

—Todo este asunto... —intervino una de las mujeres—, no durará mucho, ¿verdad?

—Sólo hasta que el infierno se hiele —replicó Roger mirando al valle.

—¿A dónde piensan ir ustedes? —preguntó el hombre mayor—. ¿También a Yorkshire?

—No —dijo John—. Precisamente venimos de allí.

—Nosotros no tenemos preferencia por una u otra dirección. Lo único que pensamos es que cruzando las Pennines encontraríamos más tranquilidad.

—Puede ser.

—Lo que mi padre quiere decir —indicó la madre de los dos niños— es si les importaría que les acompañáramos. Eso significaría una mayor cantidad de gente para afrontar cualquier problema que se presentara. Quiero decir..., que ustedes deben asimismo estar buscando un sitio más pacífico, ¿no? Ustedes son personas respetables, y no como esa gentuza de ahí abajo. En tiempos como los que corren, la gente respetable debe tratar de unirse.

—En este país —empezó a explicar John— habrá unos cincuenta millones de habitantes. Es probable que alrededor de cuarenta y nueve millones de ellos sean respetables y estén buscando un lugar tranquilo. Pero no hay bastantes sitios así para todos.

—De acuerdo, pero esa es la razón por la que los grupos deben juntarse. Me refiero, naturalmente, a grupos respetables.

—¿Desde cuándo están ustedes en camino? —preguntó John.

—Empezamos esta mañana... —contestó la mujer, con cierta perplejidad—. Hemos visto el fuego de Sedbergh y que estaba ardiendo la granja de los Follins, y eso no está a más de cinco kilómetros de nuestra aldea.

—Les llevamos entonces tres días de ventaja. Nosotros ya no somos gente respetable. Hemos matado a algunas personas para poder llegar hasta aquí, y es posible que tengamos que matar a más. Creo, pues, que será mejor para ustedes que sigan su camino.

Las miradas del pequeño grupo convergieron en John. El hombre mayor dijo, al fin:

—Supongo que tuvieron necesidad de hacerlo. Supongo que un nombre tiene que salvarse y salvar a su familia, y como sea. Yo me vi obligado a matar en la primera guerra, y esos tipos aún no habían incendiado Sedbergh ni quemado la granja de los Follins. Hay veces en que no queda otro remedio sino hacer ciertas cosas.

John no respondió. Junto a la pared, los dos niños se habían puesto a jugar con los otros, subiendo y bajando en una especie de complicada carrera de obstáculos. Ann se había puesto en pie y avanzaba hacia su marido.

—¿No podríamos ir con ustedes? —estaba diciendo el hombre—. Haremos lo que nos digan..., mataremos si es preciso y desempeñaremos nuestra parte de trabajo. No nos importa la dirección que lleven..., a nosotros nos parecerá bien cualquiera. Aparte de mi vida militar, he pasado toda mi existencia en Carbeck. Ahora que me he visto forzado a salir de allí, no me importa la dirección que coja.

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