—Lo que pasó entonces —comentó Roger— es que la situación se le fue de las manos, lo echó todo a rodar y apretó a correr.
—Un misterio irresuelto —dijo John.
—La siguiente declaración —continuó la voz—, firmada por el presidente, fue emitida en Washington a las nueve de la noche.
«Confiamos en que este país lamentará el hecho de que Europa, la cuna de nuestra civilización occidental, se haya hundido en el salvajismo. Pero desgraciadamente, con nuestro dolor y conmoción no podemos remediar lo que está sucediendo en el otro lado del Océano Atlántico. Por otra parte, esto no quiere decir que aquí haya el más mínimo riesgo de una catástrofe semejante. Nuestros almacenes de provisiones están llenos, y aunque existe la probabilidad de tener que reducir las raciones en los próximos meses, aún habrá suficiente comida para todos. En el tiempo señalado derrotaremos al virus Chung-Li, y luego restauraremos el ancho mundo que un día conocimos. Hasta entonces tenemos la obligación de preservar dentro de los límites de nuestra nación la herencia de la grandiosidad del hombre.»
—Eso es alentador —observó John con amargura.
Y al volverse vio a Olivia que descendía por las escaleras con la muchacha. Ahora que estaba vestida, se notaba que era dos o tres años mayor que Mary, y como era provinciana, se distinguía más por su salud que por sus buenos modales. La chica apartó sus ojos de John para posarlos en las manchas de sangre que había en el suelo; luego, al levantar de nuevo la vista, su rostro era inexpresivo.
—Os presento a Jane —dijo Olivia—. Vendrá con nosotros. Ya estamos todos dispuestos, Johnny.
—De acuerdo. Vámonos entonces.
—Antes de irnos —pidió la muchacha a Olivia—, ¿podría verlos... por última vez?
Olivia pareció vacilar. John pensó en seguida en los dos cuerpos metidos a empujones en el agujero de la escalera, sin ceremonias ni remordimientos, y por eso cortó tajante:
—No. Ni a ti ni a ellos os beneficiaría nada, y además no tenemos tiempo.
John creía que la chica iba a protestar, pero cuando Olivia la apremió cortésmente que se pusiera en marcha, ella obedeció con docilidad. Echó una ojeada a todo alrededor de la sala, y luego se aproximó a la puerta.
—Bueno —dijo John—. Vámonos.
—Un último detalle —indicó Pirrie.
La voz de la radio seguía hablando, si bien con sus acostumbradas alteraciones de volumen. En aquellos momentos estaba dictando las nuevas regulaciones sobre la prohibición de acumular alimentos. Pirrie se acercó al aparador y con un solo movimiento arrojó el aparato al suelo. La caída provocó un estrépito de cristales rotos. Con golpes deliberados, Pirrie consumó su obra hasta hacer añicos la caja y destriparla. Al final puso el tacón de su zapato sobre la maraña de vidrio y metal, y presionó fuertemente hasta destrozarlo todo. Luego, desembarazó cuidadosamente su pie de los restos, y se fue con los demás.
Por causa de los niños, el viaje tendría que hacerse a base de etapas cortas. John lo había planeado para tres días. En el primero llegarían hasta la salida de Wensleydale; en el segundo cruzarían los pantanos para alcanzar un punto al norte de Sedbergh; y en el tercero arribarían por fin a Blind Gilí. Era preciso mantenerse cerca de la carretera principal, y él confiaba en que durante largos trechos hasta podrían discurrir por ella. Se le antojaba improbable que pasaran coches todavía, puesto que el ejemplo de Masham habría sido seguido en la mayor parte de North Riding. Los automóviles quedarían estancados bastante antes de llegar al Dale.
Al bajar una pendiente en dirección a Coverham, Roger dijo a John:
—¿Y si nos apoderáramos de unas bicicletas? ¿Qué te parece?
—Seguiríamos siendo muy vulnerables —contestó el preguntado moviendo la cabeza—. Y además tendríamos que encontrar diez bicicletas juntas. De otra manera habría que llevar a los niños montados en los cuadros, o incluso dividir el grupo.
—Y tú no estás dispuesto a hacer eso, ¿verdad?
—No —replicó John mirándole con fijeza—. Yo no voy a hacer eso.
—Me alegra que Olivia pudiera persuadir a la muchacha para que viniera con nosotros —cambió de conversación Roger—. Hubiera sido horrible tenerla que dejar allí.
—Te estás volviendo sentimental, Rodge.
—No —repuso Roger al tiempo que se apretaba con más firme2a la mochila contra su espalda—. Lo que pasa es que tú te estás endureciendo. Supongo que es una buena cosa.
—¿Sólo supones?
—No. Llevas razón, Johnny. No hay más remedio que ser así. ¿Crees que lo conseguiremos?
—Lo conseguiremos, Rodge.
Las casas que veían estaban cerradas a cal y canto; si aún vivía gente en ellas, no había al menos señales de estar ocupadas. Hasta vieron menos personas incluso de lo que hubiera sido corriente en aquellos lugares. Y cuando se tropezaban con alguien, no había siquiera el deseo de saludarse mutuamente. La mayoría de las veces eran los otros quienes dejaban el paso libre al pequeño grupo, y para evitarlo daban un rodeo. Sin embargo, en dos ocasiones se tropezaron con partidas parecidas a la suya. La primera de éstas se componía de cinco adultos y dos niños pequeños. Ambos bandos se observaron brevemente desde alguna distancia, y luego siguieron cada cual su camino.
El segundo grupo era mayor que el suyo, pues contaba con alrededor de una docena de individuos, todos adultos, y llevaban a la vista bastantes armas. Este encuentro se produjo por la tarde, a unos cuantos kilómetros al este de Aysgarth. Al parecer, esta partida iba a cruzar la carretera en su camino hacia Bishopdale, en el sur. Al ver aproximarse a John y a los otros, se pararon en la carretera.
John detuvo a sus compañeros cuando se hallaban a unos veinte metros del otro grupo. Hubo un momento de observación recíproca. Luego, uno de los hombres del último bando preguntó:
—¿De dónde vienen?
—De Londres —contestó John.
Pudo apreciarse un murmullo de interés hostil. El jefe de los otros, dijo:
—No basta con que quede ya poco para los que viven en estas partes, sino que encima han de venir hasta aquí los londinenses en busca de comida.
John no respondió. Se limitó a levantar ligeramente su escopeta al tiempo que Roger y Pirrie hacían lo propio. Ambos grupos siguieron contemplándose en silencio.
—¿Y qué vienen a hacer por aquí? —insistió el hombre.
—Vamos a atravesar los pantanos —repuso John—, para luego entrar en Westmorland.
—Allí no encontrarán mucho más de lo que hay aquí —explicó el otro jefe echando una impaciente ojeada a las armas—. Si saben ustedes utilizar esas escopetas, estaríamos dispuestos a que se unieran a nosotros.
—Las sabemos usar —replicó John—. Pero preferimos seguir nuestro camino.
—En estos días la seguridad está en el número —dijo el hombre—. Los niños y todos se sienten más a salvo.
—Podemos cuidar de nuestros hijos.
Aquel individuo se encogió de hombros. Hizo un gesto a sus seguidores y éstos empezaron a marchar en la dirección que llevaban originalmente. Cuando él se disponía a ir tras ellos, se volvió junto a la orilla de la carretera y gritó:
—¡Eh, señor! ¿Se dice algo nuevo?
—Nada —respondió Roger ahora—. Si acaso que el mundo se está volviendo más honrado.
—¡Ah! —exclamó el hombre, soltando una ruidosa carcajada—. Eso está bien. ¡Entonces está próximo el día del juicio!
Quedaron contemplando el alejamiento del grupo hasta que casi hubieron desaparecido. Después continuaron su andadura.
Por el sur bordearon Aysgarth, que ya mostraba los signos defensivos que les eran familiares. A la vista del pueblo, descansaron en el calor de la tarde. El valle, que en los viejos tiempos había estado tan verde, aparecía ahora predominantemente negro en contraste con los cada vez más parduscos montes de más allá. Las paredes rocosas que serpenteaban por las laderas de las montañas ya no tenían sentido en su función de separar las propiedades. Una de las veces John creyó ver unas ovejas en uno de los declives; pero al atisbar con más cuidado desde una cercana altura, se dio cuenta de que se trataban de grandes piedras blancas. Era imposible la existencia aquí de ovejas en aquel tiempo. El virus Chung-Li había hecho su faena con absoluta perfección.
Mary estaba sentada junto a Olivia y Jane. Los niños, por una vez demasiado agotados como para andar correteando, se hallaban descansando y discutiendo de lanchas a motor, o al menos eso creyó John que era el tema si juzgaba por los retazos de conversación que pudo captar. Ann se encontraba sola, sentada debajo de un árbol. John se retrepó junto a ella.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
—Yo estoy bien.
La mujer parecía cansada, y John se preguntó cuánto tiempo habría podido dormir la noche anterior. Intentó explicar:
—Dos días más como éste y...
—Y luego —cortó ella sin dejarle terminar— todo volverá a la normalidad, y podremos olvidar cuanto ha sucedido, y empezar desde el principio una nueva vida, ¿verdad?
—No, no creo que sea tan sencillo. ¿Pero qué importa eso ahora? Lo que nos debe interesar es que podremos vivir decentemente de nuevo, y contemplar el crecimiento de nuestros hijos, convirtiéndose en seres humanos en vez de en salvajes. Creo que todo eso es digno de un gran esfuerzo.
—Y tú lo estás haciendo, ¿verdad? El mundo se apoya sobre tus hombros.
—Hasta ahora hemos sido muy afortunados —replicó él suavemente—. Puede que a ti no te parezca así, pero es cierto. Afortunados al poder salir de Londres, y afortunados al llegar a este lugar tan al norte sin sufrir ningún contratiempo irreparable. La causa de que este paraje parezca desierto está en que sus pobladores se han retirado tras sus defensas y los tropeles de gentes aún no se han producido. Pero me temo que a esos agolpamientos no les llevamos más que un día de ventaja... o quizás menos. Y cuando lleguen...
Se quedó mirando a las revueltas aguas del Ure. Era una escena de veraniega iluminación solar, cuya rareza se hallaba únicamente en la ausencia del verdor tan familiar. John no creía en realidad en las implicaciones de sus palabras, pero, sin embargo, sabía que eran ciertas.
—Tendremos paz en Blind Gilí —dijo Ann, fatigadamente.
—¡Cuánto me gustaría estar allí ya! —exclamó el hombre con voz apagada.
—Estoy cansada —repuso Ann—. Y no tengo ganas de hablar... ni de eso, ni de otra cosa. Déjame sola, John.
El la observó durante un momento; luego se marchó. Cuando hubo andado unos pasos se dio cuenta de que Millicent, que se hallaba debajo de un árbol próximo, les había estado vigilando. La mujer captó su mirada y le sonrió. El valle se estrechaba hacia Hawes y las montañas de ambos lados se alzaban más verticalmente; las paredes de piedra ya no llegaban a las cimas. Hawes no daba la impresión de estar defendida, pero la evitaron por si acaso dando un rodeo por las alturas hasta llegar al sur y vadeando los afluentes del Ure, los cuales llevaban afortunadamente poco caudal en esta época del año.
Por la noche acamparon a la entrada de Widdale Gilí, y para mayor seguridad eligieron el ángulo que formaba la línea férrea y el río. Muy cerca de ellos descubrieron un campo sembrado de patatas, y, consecuentemente, se aprovisionaron bien de ellas. Olivia pudo mezclarlas en estofado con la carne que llevaban; Jane la ayudó y Millicent contribuyó también de algún modo.
Aunque el sol se había puesto ya por las Pennines, había aún mucha luz. John miró su reloj y vio que no eran todavía las ocho. Naturalmente, era el horario de verano británico y no el de Greenwich. El hombre se sonrió ante ese pensamiento de delicada y ridícula diferencia.
La marcha la habían realizado a buen ritmo, y era obvio que los chicos no se encontraban excesivamente fatigados. John consideró que en una ocasión normal podría haber forzado un poco más al grupo antes de detenerse, pero en aquellas circunstancias era estúpido iniciar el ascenso a Mossdale. En cambio, sí que podrían empezar la marcha por la mañana temprano. Se puso a observar los preparativos para la cena con aspecto satisfecho. Pirrie se hallaba de guardia junto a la vía del tren.
De pronto los niños se le acercaron. Davey, que por lo visto era el hablante del grupo, utilizó un tono de deferencia que contrastaba con su antiguo «tratamiento entre hombres» de las cosas.
—Papá —dijo—, ¿podemos nosotros hacer guardia también esta noche?
John los examinó uno a uno: la alerta figura de su hijo, la desgarbada delgadez de Spooks, la casi cuadrada pequeñez de Steve. Aún seguían siendo escolares que pretendían convertir aquella situación en un jugueteo más excitante que lo usual.
—Gracias —contestó John moviendo negativamente la cabeza—. Os agradezco el ofrecimiento, pero ya nos arreglamos nosotros.
—Pero sí podemos realizarlo muy bien —insistió Davey—. No importa que no sepamos disparar como es debido, pero sí que podemos permanecer despiertos y avisaros si vemos algo. Nos atrevemos a hacer eso.
—Lo mejor que podéis hacer los tres es no estar despabilados después de cenar. Id a dormir cuanto antes. Nos levantaremos al amanecer, y aparte de tener que subir una cuesta muy empinada, habrá que enfrentarse a un día muy largo.
Aunque había hablado sólo superficialmente y en los viejos tiempos Davey siempre solía forzar tercamente los argumentos, ahora se limitó a mirar a sus dos amigos con resignación antes de dirigirse los tres a observar el curso del río.
Después de que Pirrie informara de que no había visto nada sospechosos en las inmediaciones de la vía férrea, se pusieron todos a cenar. Cuando acabaron, John asignó las horas de vigilancia nocturna.
—¿No cuentas con Jane? —preguntó Roger.
John pensó al principio que su amigo estaba de broma, y por eso se echó a reír. Pero luego, con asombro, se dio cuenta de que Roger había hablado en serio.
—No —respondió—. No esta noche.
La muchacha se hallaba sentada junto a Olivia; en realidad no se había apartado prácticamente de ella en todo el día. John había oído hablar a ambas durante la tarde y hasta había escuchado un corto brote de risa en Jane. Ahora miraba fijamente a los dos hombres, y en su robusto y algo gordezuelo rostro se apreciaba sinceridad y súplica.
—No nos matarías estando acostados, ¿verdad, Jane? —quiso saber Roger.
Ella movió solemnemente la cabeza.
—Bueno —cortó John—. Mejor será no darte la oportunidad, ¿no crees, Jane? La muchacha se apartó sin contestar, pero John se dio cuenta de que lo había hecho avergonzada y no por odio.