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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (25 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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Por otro lado, en caso de una victoria sobre los defensores, los atacantes pensarían hacer seguramente una buena redada de armas y quizás de municiones. Merecía la pena correr algunos riesgos si a cambio se obtenían armas. Y era muy probable que ellos contaran con más hombres y más armas.

Por eso se le ocurrió de pronto que su manifestación de fuerza pudiera haber sido un error táctico. Dos o tres tiros en vez de los disparados posiblemente les hubiera inducido a retirarse. Pirrie podría... Pirrie, recordó, estaba afuera, gozando de su noche de bodas.

Aunque los niños ya debían estar despiertos, permanecían empero callados. John oyó que alguien bajaba las escaleras. Roger le llamó suavemente:

—¡Johnny!

—Sí —replicó, sin apartar la vista del huerto.

—¿Qué hacemos? Uno de esos tipos está sangrando como un cerdo. ¿Volvemos a hacer fuego o prefieres que sean ellos los que empiecen a disparar?

John se sentía remiso a ser el primero en comenzar de nuevo el tiroteo. Aquella gente ya conocía su fuerza. Por otra parte, una descarga más sería una costosa merma de municiones valiosas sin esperanzas de beneficios prácticos.

—Aguardemos —respondió—. Démosles tiempo.

—¿Crees que...? —empezó a decir Roger.

—¡Fuego! —gritó una voz en la semioscurídad del exterior.

John se echó automáticamente a un lado, en tanto que una descarga de balas golpeaba la fachada de la casa y producía un estrépito de vidrios rotos. Por encima de él uno de sus hombres contestó al fuego.

—De acuerdo —indicó Roger—. Sube arriba y di a los muchachos que disparen a discreción. Y si ven que esa pandilla decide retirarse, que los dejen ir.

En esta ocasión uno de los niños había empezado a llorar aguda y temerosamente. John no albergaba muchas esperanzas de que los atacantes se batieran en retirada. Probablemente, habían considerado como él la situación, y habían determinado que sus posibilidades serían mayores si presionaban sobre la casa.

Al hacerse de nuevo la calma, John voceó:

—No queremos problemas. Dejaremos de disparar sí ustedes se marchan.

Había tenido la precaución de apretarse antes de gritar en la pared de la ventana. Como réplica, dos o tres tiros chocaron contra la pared de enfrente en la habitación. Al oír la risa de uno de los hombres del exterior, disparó en aquella dirección. Luego continuó el tiroteo por parte de ambos bandos.

Mirando intensamente en la semioscuridad del huerto, al ver que una figura se levantaba de las sombras, volvió a disparar otra vez con su revólver. Algo cruzó por el aire, golpeó en la fachada de la casa y cayó a poca distancia de donde se hallaban él y Joe Harris.

—¡Agáchese, Joe! —gritó.

La explosión hizo añicos los cristales que quedaban en la ventana, pero no ocasionó ningún otro daño. De la casa salió una nutrida descarga de balas.

¡Granadas!, pensó desesperado. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes? Muchas de las armas que ahora había desparramadas por las zonas rurales procedían de los cuarteles del ejército, y evidentemente las granadas eran de las más útiles. Aquellos hombres, pues, serían casi con seguridad soldados. La indiferencia que mostraban tenía un carácter profesional.

Era indudable que las granadas disminuían las posibilidades de victoria de los defensores. Quizás fallaran con otras, como había ocurrido con la primera, pero al final algunas penetrarían en la casa e irían silenciando las habitaciones, una por una. La situación había cambiado repentinamente de aspecto. Teniendo el valle tan cerca, ¿iban a aceptar la derrota, y casi con certeza la muerte para todos ellos?

—Suba arriba y diga a los demás que no cesen de disparar —ordenó urgentemente a Joe Harris—. Pero que tiren a dar y no a lo loco. Que en cuanto vean a alguien que levanta el brazo, dirijan hacia él todos sus disparos. Como no consigamos mantener alejadas las granadas, podemos darnos por muertos.

—De acuerdo, señor Custance —asintió Joe.

Harris no parecía particularmente preocupado; o bien porque le faltaba imaginación para ver el significado de las granadas, o quizás debido a su fe en la jefatura de John. En este sentido, desde luego, Pirrie había hecho una buena labor, pero John hubiera cambiado ahora ese respeto hacia su persona por tener a Pirrie dentro de la casa. En aquellas condiciones, los blancos que pudieran hacer los demás serían por chiripa. Pirrie, sin embargo, hubiera cazado con cierta facilidad las vagas sombras que se movían en el exterior.

John volvió a hacer fuego al advertir un ligero movimiento, y su disparo fue secundado por una descarga procedente del piso de arriba. Después, los hombres del exterior lanzaron un rápido y concentrado tiroteo sobre una de las ventanas de la casa. Simultáneamente, un brazo se elevó en otro lugar del huerto y una segunda granada cruzó los aires. Esta también golpeó la fachada de la casa y explotó sin ocasionar prejuicios. John disparó su revólver hacia el sitio de donde había sido arrojada la bomba. Hubo un intercambio de descargas por los dos bandos. Entre el estruendo de los disparos se distinguió claramente un chillido procedente del huerto. Alguien había atinado en uno de los atacantes.

Era alentador, pero no mucho más. La eliminación de aquel individuo no influía demasiado en las probabilidades futuras. John volvió a hacer fuego y se ocultó en seguida, a tiempo de evitar una bala que le habían lanzado como réplica. Era muy posible que la pandilla del exterior no se arredraran porque sus enemigos hubieran logrado dos blancos fortuitos.

Y tampoco se sintió esperanzado, sino sólo levemente satisfecho cuando, después de otro intercambio de tiros, vio que una mano que sujetaba una granada se elevaba de entre las sombras para volver a desaparecer en la oscuridad sin haber arrojado la bomba. Dos segundos más tarde estalló la granada y desencadenó una serie de explosiones que evidenciaron la abundancia de bombas que llevaba el portador de la primera. De aquella parte del huerto surgieron chillidos y algunos lamentos de dolor. John disparó en la dirección de los ruidos y los demás le secundaron. Esta vez no hubo respuesta.

No obstante, John se sintió tan sorprendido como aliviado al ver a aquellas figuras que surgían de la oscuridad del suelo para echar a correr loma abajo en dirección al valle. Mientras él y los suyos hacían fuego sobre ellos, trató de contarlos. Su número estaría entre el diez y el veinte, habiéndose quedado dos o tres hombres más en el huerto.

Todos, mujeres, niños y hombres, se agolparon en la habitación. En la semioscuridad John observó que sus rostros manifestaban felicidad y alivio. Todos hablaban entre sí, de tal modo, que John tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

—¡Joe! Le toca otra media hora de guardia. Nos doblaremos en la vigilancia para lo que queda de noche. Usted la hará con él, Noah. Luego les tocará a Jess y a Roger, y después a Andy y a Alf. Yo haré mi turno con Will. Y a partir de ahora den la alarma primero... y luego pregúntense lo que puede ser.

—Señor Custance —intervino Joe—, yo esperaba que pasaran de largo.

—Sí, ya lo sé —respondió John—. Los demás que vuelvan a acostarse.

—¿Hay algunas noticias de Pirrie y la muchacha? —preguntó Alf Parsons.

—Jane... —indicó Olivia— está ahí fuera.

—Ya volverán —dijo John—. Vamos a dormir ahora.

—Si esa gente cae sobre ellos —empezó a decir Parsons—, no volverán.

John, acercándose a la ventana, llamó:

—¡Pirrie! ¡Jane!

Todos se quedaron callados. No hubo respuesta del exterior. La luz de la luna caía como el rocío del verano sobre el huerto.

—¿Quiere que vayamos a buscarlos? —preguntó Parsons.

—No —decidió John—. Esta noche no sale nadie de aquí. En primer lugar, porque no sabemos la distancia que habrán puesto por medio esos tipos de las granadas, y luego porque desconocemos si siquiera se han ido para siempre. A dormir, pues. Salgamos primero de esta alcoba y dejemos aquí a los Blennitts. Vamos. Es preciso que descansemos para mañana.

Aunque con cierta desgana, el grupo se dispersó silenciosamente. John, junto a Roger, subió las escaleras detrás de Ann, Olivia y los niños. Mientras John inspeccionaba el desván, su amigo se quedó en el pasillo.

—Creí que alguna entraba —dijo Roger.

—¿Las granadas? Sí, desde luego.

—En realidad, hemos tenido algo de suerte.

—Lo que no entiendo es lo que pasó con aquel sujeto que tenía aún bombas en el cinto. Fue verdaderamente un caso de fortuna y a ellos les tuvo que desmoralizar un poco. Pero me sorprende que el desconcierto les condujera al extremo de recoger sus cosas y largarse. No pensé que fuera para tanto.

—Sin embargo —replicó Roger, bostezando— lo hicieron. Oye, ¿qué crees que ha pasado con Pirrie y Jane?

—O bien se alejaron lo bastante como para no oír nada, o quizás los descubrieron y los cazaron. Aquella gente no tiraba mal. Y al no estar en la casa, se hallaban sin ninguna protección.

—A lo mejor —observó, riendo, Roger— se alejaron tanto por los senderos del amor que no pudieron oír nada.

—¿Nada con aquel estruendo? No obstante, supongo que si Pirrie hubiera oído algo habría regresado.

—Existe otra posibilidad —comentó Roger—. Que Jane, por cuenta propia, llevara un cuchillo escondido en la liga. Esas ideas se les ocurren probablemente a las mujeres de modo espontáneo.

—Y entonces, ¿dónde está Jane?

—Quizá se haya tropezado con nuestros amigos. O a lo mejor ha caído en la cuenta de que aquí no sería nada popular en el caso de que viniera con la historia de haber extraviado a su reciente marido en la noche de bodas.

—Ella es lo suficientemente sensata como para comprender que, sola, se encontrará desamparada.

—Las mujeres son unas criaturas divertidas —indicó Roger—. Noventa y nueve de cada cien veces actúan juiciosamente y sin vacilación. En la ocasión centésima hacen lo otro con el mismo entusiasmo.

—Pareces de buen humor esta noche, Rodge —comentó John con curiosidad.

—¿Y quién no lo estaría, después de un respiro como ese? A aquella segunda granada le faltaron cincuenta centímetros para entrar por mi ventana.

—Y tú no lamentarías que a Pirrie lo hubieran cazado, ¿no? Hubiera sido Jane o esos tipos de las bombas.

—No especialmente. En realidad, no me lamentaría de ningún modo. Creo que incluso hasta me complacería. Ya te lo he dicho, yo no he tenido necesidad de depender de Pirrie. No estaba a mi cargo el mando.

—¿Así es como tú lo llamarías, depender?

—No se tropieza uno con muchos Pirries. La perla en la ostra, dura y resplandeciente, y por lo que respecta a la ostra, una enfermedad.

—Y la ostra —replicó John, irónicamente— es el mundo como lo conocemos, ¿verdad?

—La analogía es demasiado complicada. Además, estoy cansado. Sin embargo, tú sabes lo que yo pienso de Pirrie. En condiciones anormales no tiene precio; pero confío en que no viviremos siempre en esas condiciones.

—Antes de ahora fue un ciudadano pacífico. No hay razón para pensar que no lo pueda volver a ser.

—¿Tú crees? Es imposible meter otra vez a una perla en la ostra. Y yo espero en no tener que vivir en el valle con Pirrie detrás de mí, siempre temiendo el empujón.

—El amo del valle, si es que puede llamarse así, es David. Ni yo, ni Pirrie. Ya lo sabes.

—No conozco a tu hermano —contestó Roger—. Sé muy poco de él. Pero seguro que no ha tenido que transportar a su familia y otros acompañantes a través de un mundo que se quiebra en cuanto lo tocas.

—Eso no tiene nada que ver.

—¿No? —preguntó Roger dando otro bostezo—. Estoy rendido. Vete tú a la cama. No merece la pena que yo lo haga por media hora. Iré a ver si los niños se han acostado ya.

Se quedaron parados en la puerta de la habitación. Ann y Olivia se habían acostado sobre unas mantas puestas debajo de la ventana; la primera levantó la vista hacia los dos hombres, pero no dijo nada. Un rayo de luz lunar se extendía a través de la cama doble, formada con las dos individuales. Mary dormía encorvada junto a la pared. Davey se había acostado con uno de sus brazos por encima de un hombro de Steve. Spooks, que sin gafas ofrecía un extraño aspecto de adulto, se hallaba en el otro lado; también estaba despierto, contemplando el techo.

—No creas que no estoy agradecido a Pirrie —observó Roger—. Pero estoy contento por habérnoslas arreglado sin él.

En el nuevo sistema de vida, las horas dedicadas al sueño eran de nueve a cuatro, si bien los niños, cuando existía esa posibilidad, se acostaban una hora antes y seguían durmiendo hasta que estaba listo el desayuno. Empezó a amanecer durante la última guardia, es decir, la que compartieron John y Will Secombe. Al inspeccionar el huerto, John descubrió, a unos quince metros de la casa, el cadáver de un hombre de alrededor de veinticuatro años de edad con un balazo en la sien. Vestía uniforme del ejército y llevaba un broche de piedras preciosas cogido sobre la camisa. Si, como parecían, las piedras eran diamantes, entonces debía haber valido en su tiempo bastantes centenares de libras.

Había jirones de uniforme del ejército sobre el otro cuerpo muerto del lugar de la escaramuza. La visión de éste resultaba muchísimo más desagradable. Evidentemente, aquel hombre había llevado varias granadas en su cinto, y la explosión de la primera había hecho estallar a las otras. Era difícil imaginar cómo habría sido en vida. John llamó a Secombe, alejaron a rastras los dos cadáveres de la casa y los cubrieron con matas de acebo.

Secombe tenía los cabellos rubios y la tez blanca; aunque contaba alrededor de treinta y cinco años, aparentaba ser mucho más joven. Después de ocultar una de las piernas de los muertos bajo los acebos, se miró las manos con disgusto.

—Vaya a lavarse si quiere —dijo John—. Yo vigilaré mientras. De todas maneras, pronto habrá que tocar diana.

—Gracias, señor Custance. Esta es una tarea desagradable. Nunca durante la guerra vi nada parecido. Cuando se hubo marchado, John echó otra ojeada a los alrededores de la casa. El hombre de las granadas había contado también con un rifle que ahora yacía en el suelo, doblado e inútil. No había rastros de ninguna otra arma; la del otro individuo muerto, seguramente que se la habrían llevado los demás en la retirada.

Aparte de dos o tres cartuchos con bala, y de una serie de ellos sin ella, no encontró nada más. A la luz del alba contempló a lo lejos la extensión del valle, pero no había señales de vida. El cielo seguía siendo claro. Parecía que iba a hacer un buen día.

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