Me siento solo en mi vagón. Las lágrimas de Madeleine han fabricado un torniquete bajo mi cráneo. Es necesario que vomite o que hable con alguien. Diviso a un tipo enorme apoyado contra la ventana, escribiendo algo. De lejos, su silueta evoca la de Arthur, pero cuanto más me aproximo, más desaparece esa sensación. Salvo por las sombras que proyecta, no hay nadie a su alrededor. Ebrio de soledad, me lanzo sin más:
—¿Qué está escribiendo, señor?
El hombre se sobresalta y esconde el rostro detrás de su brazo izquierdo.
—¿Le he asustado?
—Me has sorprendido.
Sigue escribiendo, aplicándose como si pintara en una tela. Bajo mi cráneo, el torniquete acelera su ritmo.
—¿Qué quieres, pequeño?
—Quiero ir a Andalucía para conquistar a una muchacha, pero lo cierto es que no sé nada del amor, de cómo proceder. Las mujeres a las que he conocido jamás quisieron enseñarme nada sobre este asunto y me siento solo en este tren… ¿Podría usted darme algún consejo?
—¡Has caído en muy mal lugar, muchacho! No soy muy ducho en cuestiones amorosas, precisamente… No con los vivos, en cualquier caso… No, con los vivos la cosa nunca ha funcionado.
Empiezo a sentir escalofríos. Leo por encima de su hombro, lo cual parece irritarle.
—Esta tinta roja…
—¡Es sangre! ¡Y ahora vete, muchacho, vete!
Copia una y otra vez la misma frase, metódicamente, sobre pedazos de papel: «Vuestro humilde servidor, Jack el Destripador».
—Tenemos el mismo nombre. ¿Será un buen presagio?
Se encoge de hombros; parece ofendido por no haberme impresionado más. El silbido de la locomotora se desgañita a lo lejos, la niebla atraviesa las ventanas. El frío me tiene paralizado.
—¡Vete, pequeño!
Golpea violentamente el suelo con su tacón izquierdo, como si pretendiera asustar a un gato. No soy ningún gato, pero de todos modos el truco funciona: estoy muerto de miedo. El estrépito que hace su bota rivaliza con el del tren. El hombre se vuelve hacia mí y observo que los rasgos de su rostro son afilados como cuchillas.
—¡Vete ahora mismo!
El furor de su mirada me recuerda a Joe, le basta mirarme para provocarme temblor de piernas. Se acerca salmodiando:
—¡Vamos, brumas! Haced estallar vuestros trenes hechizados, yo puedo fabricarlos, fantasmas, mujeres sublimes, rubias o morenas, recortables en la bruma…
Su voz se transforma en un estertor.
—¡Puedo destriparlas sin que se asusten… Y firmar «Vuestro humilde servidor, Jack el Destripador»! No tengas miedo, hijo mío, ¡muy pronto aprenderás a asustar para existir! No tengas miedo, hijo mío, muy pronto aprenderás a asustar para existir…
Mi corazón se acelera y mi cuerpo se tambalea, y esta vez no es a causa del amor. Corro desesperado por los pasillos del tren. No hay nadie. Jack me persigue, rompiendo los cristales de todas las ventanas con un machete. Un cortejo de aves negras se cuela en el tren y envuelve a mi perseguidor. Parece que él avanza más deprisa caminando que yo corriendo. Entro en un nuevo vagón, pero no hay nadie. El eco de sus pasos aumenta, las aves se multiplican, salen de su abrigo, de sus ojos, se arrojan sobre mí. Salto por encima de los asientos para ganar distancia. Me doy la vuelta, los ojos de Jack iluminan todo el tren, las aves me alcanzan, la sombra de Jack el Destripador, la puerta de la locomotora en el punto de mira. ¡Jack me va a destripar! ¡Oh, Madeleine! Ya no escucho el ruido de mi reloj, que me escuece hasta alcanzar el vientre. Su mano izquierda me agarra por el hombro. ¡Me va a aniquilar, me va a aniquilar y no habré tenido tiempo ni de enamorarme!
El tren está frenando, creo que entra en una estación.
—No tengas miedo, hijo mío, ¡muy pronto aprenderás a asustar para existir! —repite una última vez Jack el Destripador mientras esconde su arma.
Tiemblo de miedo. Desciende entonces por el estribo del tren y se evapora entre la multitud de pasajeros que esperan en el andén.
Sentado en un banco de la estación Victoria, recupero el aliento. El tic-tac de mi corazón aminora lentamente, la madera del reloj todavía quema. Me digo que enamorarse no debe de ser tan terrible como encontrarse solo en un tren fantasma con Jack el Destripador. Pensé que moriría en ese instante, a manos de un personaje siniestro. ¿Cómo es posible que una pequeña muchacha pueda desajustarme el reloj con más intensidad que un asesino? ¿Con qué? ¿Con sus ojos, su mirada turbadora? ¿El temible perfil de sus senos? Imposible. Todo eso no puede ser más peligroso que lo que acabo de vivir.
Un gorrión se posa sobre la aguja de mis minutos. Me sobresalto. ¡Me ha asustado, el muy tonto! Sus plumas acarician dulcemente mi esfera. Esperaré a que alce el vuelo y me apresuraré a abandonar Gran Bretaña.
El barco que me conduce a través del canal de la mancha es mucho más agradable que el siniestro tren de Londres. A excepción de un puñado de viejas señoras con aspecto de flor marchita, no hay nadie que resulte espeluznante. De todos modos, las brumas de melancolía que me acosan tardan en disiparse. Le doy cuerda a mi corazón con ayuda de la llave, y ese es el momento que yo mismo me siento dando vueltas. Dándoselas a los recuerdos, al menos. Es la primera vez en mi vida que me encuentro tan inclinado a recordar. Dejé mi casa ayer, pero tengo la sensación de haber partido hace mucho tiempo.
En París, desayuno a orillas del Sena, en un restaurante impregnado de ese olor a sopas de legumbres que por algún motivo siempre he detestado comer pero adoro oler. En el restaurante hay varias camareras de aspecto rollizo que me sonríen como se les sonríe a los bebés. Viejecitos encantadores discuten a media voz. Escucho el ruido de cazuelas y tenedores. La atmósfera acogedora me recuerda a la vieja casa de la doctora Madeleine. Me pregunto qué hará allí en lo alto de la colina, lo que me decide a escribirle.
Querida Madeleine:
Estoy en París y por ahora todo va bien. Espero que Joe y la policía te dejen tranquila. ¡No te olvides de llevar flores a mi tumba mientras esperas mi regreso!
Te echo de menos, y a la casa también.
Cuido mucho mi reloj. Tal y como me pediste, intentaré encontrar un relojero para recuperarme de tantas emociones. Dales un beso a Arthur, Luna y Anna de mi parte.
Little Jack
Escribo poco a propósito, para que la paloma pueda volar ligera. Me gustaría tener noticias suyas muy pronto. Enrollo mis palabras alrededor de la pata del ave y la arrojo al cielo de París. Echa a volar a través. No hay duda, Luna ha querido hacerle un corte de plumas original para la estación amorosa. También le ha rasurado los costados de la cabeza, con lo que parece un cepillo de baño con alas. Me pregunto si no debería haber usado el servicio de correo convencional.
Antes de ir más lejos, debo encontrar un buen relojero. Desde que abandoné a Madeleine, mi corazón rechina con más fuerza que nunca. Me gustaría que estuviera debidamente ajustado para mi reencuentro con la pequeña cantante. Se lo debo a Madeleine. Llamo a la puerta de un joyero del bulevar Saint Germain. Un anciano prendido con cuatro alfileres se acerca y me pregunta el motivo de mi visita.
—Arreglar mi reloj…
—¿Lo lleva encima?
—¡Sí!
Me desabrocho el abrigo y después la camisa.
—Yo no soy médico —me responde tajante.
—¿Le importaría echarle una mirada para verificar que los engranajes están en su lugar?
—¡Te he dicho que no soy médico, no soy médico!
En su voz se aprecia bastante desdén, pero por mi parte procuro mantener la calma. Observa mi reloj como si le estuviera enseñando algo sucio.
—¡Ya sé que no es usted médico! Se trata sencillamente de un reloj clásico que hay que ajustar de vez en cuando para que funcione bien…
—Los relojes son instrumentos destinados a medir el tiempo, nada más. Apártate de ahí, tú y tu trasto diabólico. ¡Vete o llamaré a la policía!
Otra vez me invade ese sentimiento de impotencia, el mismo que me asaltaba en la escuela o cuando los matrimonios jóvenes en busca de una adopción me rechazaban. Por mucho que conozca esa sensación de injusticia, jamás lograré acostumbrarme a ella. Al contrario, cuanto mayor me hago, más dolorosa me resulta. ¡No es más que un maldito reloj de madera, solo unos engranajes que permiten latir a mi corazón!
Un viejo péndulo metálico con mil orfebrerías pretenciosas cuelga de la puerta de entrada a la tienda. Se parece a su propietario, igual que ciertos perros se parecen a su dueño. Justo antes de cruzar la puerta, le propino un señor puntapié, a lo futbolista profesional. El péndulo vacila, su peso golpea violentamente contra sus paredes. En cuanto salgo al bulevar Saint Germain, un estrépito de cristales estalla a mis espaldas. Es increíble lo que ese ruido consigue relajarme.
El segundo relojero, un hombre gordo y calvo, de unos cincuenta años, se muestra más comprensivo.
—Deberías ir a ver al señor Méliès. Es un ilusionista muy inventivo; estoy seguro de que él estará más preparado que yo para solucionar tu problema, pequeño.
—¡Necesito un relojero, no un mago!
—Ciertos relojeros son un poco magos, y este mago es un poco relojero, como Robert-Houdin
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, a quien, por cierto, acaba de comprarle un teatro —dice maliciosamente— ¡Ve a verle de mi parte y estoy convencido de que te ajustará a la perfección!
No comprendo por qué este simpático señor no me cura él mismo, pero su modo de aceptar mi problema resulta reconfortante. Y además me entusiasma la idea de conocer a un mago que además es mago-relojero. Se parecerá a Madeleine, puede incluso que sea de la misma familia.
Cruzo el Sena. La elegancia de la catedral gigante me produce tortícolis; los vestidos, melenas y traseros, también. Esta ciudad es una tarta de adoquines de varios pisos con un sagrado corazón encima. Por fin llego al bulevar de los Italianos, donde se encuentra el famoso teatro. Un hombre joven y bigotudo de viva mirada me abre la puerta.
—¿Vive aquí el mago?
—¿Cuál? —me responde, como en un juego de adivinanzas.
—Uno llamado Georges Méliès.
—¡Soy yo mismo!
Se mueve como un autómata, a sacudidas, pero resulta gracioso. Habla deprisa; sus manos, signos de exclamación vivientes, puntúan sus palabras. Cuando le relato mi historia, me escucha con mucha atención, pero lo que más le interesa es el final:
—Aunque este reloj me sirva de corazón, el trabajo de mantenimiento que le solicito no sobrepasará de sus funciones de relojero.
El relojero-prestidigitador abre la esfera, me ausculta con un aparato que le permite ver más fácilmente los elementos minúsculos, lo cual parece enternecerle, como si su infancia desfilara por debajo de sus párpados. Acciona el sistema y pone en marcha el cuclillo, luego declara su admiración por el trabajo de Madeleine.
—¿Cómo te las has arreglado para torcer la aguja de las horas?
—Creo que está relacionado con que me enamoré. A veces me invade la furia, pues no sé nada del amor. En ocasiones intento acelerar o ralentizar el tiempo. ¿Está muy dañado?
Ríe con una risa de niño con bigote.
—No, todo funciona la mar de bien. ¿Qué quieres saber exactamente?
—Bueno, la doctora Madeleine dice que este corazón postizo no es compatible con el estado amoroso. Está convencida de que no resistiría semejante choque emocional.
—¿Ah, sí? Vaya…
Frunce los ojos y se acaricia el mentón.
—Puede que ella piense eso… pero tú no estás obligado a tener la misma opinión, ¿verdad?
—No tengo la misma opinión, es verdad. Pero cuando vi a la pequeña cantante por primera vez, sentí como si se declarara un terremoto bajo mi reloj. Los engranajes rechinaban, mi tic-tac se aceleraba. Me sofocaba, se me liaban los pies, todo se desajustó.
—¿Y te gustó?
—Me encantó…
—¡Ah! ¿Y entonces?
—Entonces tuve miedo de que Madeleine estuviera en lo cierto.
Georges Méliès sacude la cabeza mientras se alisa el bigote. Busca las palabras como un cirujano elegiría los instrumentos.
—Si tienes miedo de hacerte daño, aumentas las probabilidades de que eso mismo suceda. Fíjate en los funambulitas, ¿crees que piensan en que tal vez caerán cuando caminan cuidadosamente por la cuerda? No, ellos aceptan ese riesgo y disfrutan del placer que les proporciona desafiar el peligro. Si te pasas la vida procurando no romperte nada, te aburrirás terriblemente… ¡No conozco nada más divertido que la imprudencia! ¡Mírate! ¡Digo «imprudencia» y se te encienden los ojos! ¡Ja, ja! Cuando a los catorce años decides cruzar Europa para ir en busca de una muchacha es que se tiene una seria tendencia a ser imprudente, ¿verdad?
—Sí, sí… Pero ¿no conocerá usted algún truco para reforzar un poco mi corazón?
—Oh, claro… Escúchame bien, ¿estás listo? Escúchame muy atentamente: el único truco, como dices, que te permitirá seducir a la mujer de tus sueños, es justamente tu corazón. No este en forma de reloj que te añadieron cuando naciste. Te hablo del verdadero, el de debajo, hecho de carne y de sangre, el que vibra. Es con ese con el que tienes que trabajar. Olvídate de tus problemas de mecánica, así les quitarás importancia. ¡Sé imprudente y, sobre todo, entrégate sin reservas!
Méliès es muy expresivo; sus ojos, boca, todo su rostro se ilumina cuando habla. Su bigote parece articulado por una sonrisa, un poco como el de los gatos.
—Pero debes saber que no siempre funciona. No puedo garantizarte nada. Debo ser honesto y decirte que yo mismo acabo de fracasar con la mujer que creía que sería la mujer de mi vida. En cualquier caso, es evidente que no existe ningún «truco» que funcione siempre y en todas las ocasiones.
Este prestidigitador, que algunos tratan de genio, acaba de darme un curso de brujería amorosa para terminar confesando al fin que su última poción le ha estallado en los morros. Debo admitir, sin embargo, que me hace bien, me inspira confianza cuando manipula mis engranajes y me gusta lo que me cuenta. Es un hombre tranquilo, que sabe escuchar. Uno siente que entiende a los seres humanos. Quizá haya logrado captar los mecanismos psicológicos del hombre. En pocas horas, nos hacemos muy amigos.
—Bueno, a estas alturas podría escribir un libro sobre tu vida, siento que la conozco como si fuera la mía propia —me dice.
—Escríbalo. Si un día tengo hijos, lo podrán leer. Pero si usted quiere saber cómo sigue, ¡tendrá que venir conmigo a Andalucía!