El
big bang
intersideral de las sensaciones invierte mis conexiones emocionales. Las lágrimas acuden sin avisar, cálidas y largas, imposibles de contener.
—Lo siento, no quería hacerte daño, pero ya me casé con alguien de quien no estoy enamorada, no quiero volver a empezar —dice ella, rodeándome con sus brazos de pajarillo delgado.
Mis pestañas deben de estar escupiendo arcoíris. Tomo coraje a dos manos para agarrarme a la caja que contiene mi reloj-corazón.
—No puedo aceptar regalos de tu parte. Lo siento de verdad. No hagas las cosas más difíciles de lo que ya son.
—Ábrelo de todos modos, es un regalo muy especial. Si tú no lo aceptas, no le servirá a nadie más.
Asiente, visiblemente incómoda. Sus hermosas uñas cuidadosamente pintadas rasgan el papel. Finge una sonrisa. Es un momento precioso. ¡Regalarle un paquete con el verdadero corazón de uno a la mujer amada no es poca cosa!
Sacude la caja, poniendo cara de querer adivinar el contenido.
—¿Es frágil?
—Sí, es frágil.
Su apuro es palpable. Abre poco a poco la tapa de la caja. Sus manos se hunden hasta el fondo del cartón y se hacen con mi viejo reloj-corazón. La parte alta de la esfera aparece a la luz, luego el centro del reloj y sus dos agujas de nuevo pegadas.
Ella observa. Ni una palabra. Revuelve con nerviosismo en su bolso, extrae un par de anteojos que pone con torpeza sobre su incomparable naricilla. Sus ojos escrutan cada detalle. Hace girar las agujas en el buen y luego en el mal sentido. Sus gafas se empañan. Sacude la cabeza despacio. Sus gafas están empañadas. Sus manos tiemblan. Están conectadas al interior de mi pecho. Mi cuerpo registra sus movimientos sísmicos, los reproduce. No me toca. Mis relojes resuenan en mí, sacudidos por el temblor que se amplifica.
Miss Acacia deja suavemente mi corazón sobre el tapial contra el cual nos hemos estrechado tantas veces. Alza la cabeza hacia mí, por fin.
Sus labios se entreabren y susurran:
—Todos los días, he ido todos los días. ¡Puse flores en tu maldita tumba durante tres años! ¡Desde el día de tu entierro hasta esta mañana! Hace un momento estaba ahí. Pero esta ha sido la última vez… A partir de ahora ya no existes para mí…
De buenas a primeras, gira sobre sus talones y pasa más allá del tapial, lentamente. El reloj de mi corazón está todavía ahí encima, sus agujas apuntando hacia el suelo. La mirada de Miss Acacia me atraviesa sin cólera; efectivamente, ya no existo. Se pierde, como un pájaro triste sobre la caja de cartón, luego alza el vuelo hacia ese cielo cuyas puertas estarán cerradas para mí a partir de ahora. Muy pronto, ya no veré sus apetitosas nalgas balancearse, ni el movimiento de capa de su falda hará desaparecer sus piernas, y no quedará más que el ligero ruido de sus pasos. Su silueta no tendrá más de diez centímetros. Nueve centímetros, seis, apenas el tamaño de un cadáver para caja de cerillas. Cinco, cuatro, tres, dos…
Esta vez no volveré a verla jamás.
El reloj mecánico de la doctora Madeleine continuó su viaje fuera del cuerpo de nuestro héroe, si es que podemos llamarle así.
Brigitte Heim fue la primera en advertir su presencia. Sobre el tapial, el reloj-corazón tenía aspecto de juguete para los muertos. Decidió rescatarlo para contemplar su colección de objetos insólitos. El reloj descansa en el suelo del tren fantasma, entre dos cráneos seculares.
El día en que Joe lo reconoció, perdió su poder para asustar. Una noche, después del trabajo, decidió desembarazarse de él. Tomó la ruta del cementerio de San Felipe con el reloj bajo el brazo. Señal de respeto o solo superstición —nunca lo sabremos—, fue quien dejó el reloj sobre la tumba, actualmente abandonada, de
Little
Jack.
Miss Acacia abandonó el Extraordinarium en el mes de octubre de 1892. Ese mismo día de octubre, el reloj desapareció del cementerio de San Felipe. Joe prosiguió su carrera en el tren fantasma, hechizado él mismo hasta el fin de sus días por la pérdida de Miss Acacia.
Por su parte, Miss Acacia hizo crecer su fama y su belleza por los cabarets de toda Europa. Diez años más tarde, la habrían visto en una sala de cine en la que se proyectaba
El Viaje a la Luna
, de un tal Georges Méliès, convertido en el mayor precursor del cine de todos los tiempos, el inventor absoluto. Miss Acacia y él se habrían entrevistado durante algunos minutos después de la sesión. Él le habría facilitado un ejemplar de
El hombre sin trucos
.
Una semana más tarde, el reloj regresó a la superficie en el rellano de la vieja casa de Edimburgo, envuelto en un pañuelo. Se diría que la cigüeña acababa de dejarlo.
El corazón permaneció varias horas plantado en el felpudo antes de ser recogido por Anna y Luna las cuales habían recuperado la casa deshabitada para convertirla en un orfanato que acogiera hasta a los niños viejos como Arthur.
Tras la muerte de Madeleine, el óxido había invadido su columna vertebral. Al menor movimiento, rechinaba. Comenzó a tener miedo del frío y de la lluvia. El reloj terminó su andadura en la mesita de noche de Arthur, junto con el libro que había puesto también en el paquete.
Jehanne d’Ancy no volvió a ver el reloj, pero encontró al fin el camino hacia el corazón de Méliès. Terminaron su vida juntos, regentando un puesto de venta de bromas y juguetes cerca de la estación de Montparnasse. Todo el mundo había olvidado al gran Méliès, pero Jehanne continuaba escuchando con pasión sus historias del hombre con un corazón de reloj y otros monstruos disfrazados de sombra.
En cuanto a nuestro «héroe», creció, no dejó nunca de crecer. Pero jamás se recuperó de la pérdida de Miss Acacia. Salía todas las noches, solo de noche, para deambular por los alrededores del Extraordinarium, a la sombra de las barracas de espectáculos. Pero el semifantasma en que se había convertido no volvió a traspasar su dintel.
Regresó entonces sobre sus pasos hasta Edimburgo; la ciudad era idéntica a la de sus recuerdos, el tiempo parecía haberse detenido. Trepó a lo alto de la colina como cuando era un niño. Grandes frascos llenos de agua se posaron sobre sus espaldas, pesados como cadáveres. El viento lamía el viejo volcán de pies a cabeza, su lengua helada destripaba la bruma. No era el día más frío de la historia, pero no andaba lejos de serlo. Al fondo de la ventisca, muy al fondo, resonó un ruido de pasos. En el lado derecho del volcán, creyó reconocer una silueta familiar. Una cabellera de viento y ese famoso paso de muñeca enfurruñada apenas desarticulada. Aún un sueño que se mezcla con la realidad —se dijo a sí mismo.
Cuando empujó la puerta de su hogar de infancia, todos los relojes de Madeleine estaban en silencio. Anna y Luna, sus dos tías abigarradas, tuvieron todas las dificultades del mundo en reconocer a quien ya no podían llamar en serio «
Little
Jack». Fue necesario que cantara algunas notas de «Oh When the Saints» para que le abrieran sus brazos escuálidos. Luna le explicó despacio el contenido de la primera carta, la que jamás llegó, confesándole de paso que las siguientes las habían escrito ellos. Antes de que el silencio hiciera estallar las paredes, Anna tomó con fuerza la mano de Jack y le condujo a la mesita de noche de Arthur.
El viejo le desveló el secreto de su vida.
«Sin el reloj de Madeleine, no habrías sobrevivido al día más frío del mundo. Pero al cabo de unos meses tu corazón se bastaba a sí mismo. Ella habría podido sacar el reloj, como hacía con los puntos de sutura. Tendría que haberlo hecho, en realidad. Ninguna familia se atrevía a adoptarte a causa de ese artilugio tic-taqueante que salía de tu pulmón izquierdo. Con el tiempo, se encariñó contigo. Madeleine te veía como una cosita frágil, que había que proteger a cualquier precio, ligada a ella por ese cordón umbilical en forma de reloj.
»Temía terriblemente el día en que te convertirías en un adulto. Intentó ajustar la mecánica de tu corazón de modo que pudiera conservarte para siempre cerca de ella. Nos había prometido hacerse a la idea de que tal vez tú también llegarías a sufrir por amor, pues la vida está hecha así. Pero no lo consiguió.»
Por el cuidado, el ajuste y los maravillosos giros de llave dados al reloj-corazón de este libro, gracias a Olivia de Dieuleveult y a Olivia Ruiz.
1
Jean-Eugène Robert-Houdin (1805-1871) relojero, ilusionista, inventor, entre otros instrumentos, del cuentakilómetros, así como de varios aparatos oftalmológicos. Houdin montó un teatro donde fabricaba relojes equipados con pájaros cantores y otras proezas mecánicas. Su influencia sobre el trabajo de George Méliès (primer realizador cinematográfico, padre de los efectos especiales) fue considerable, y el célebre mago Houdini eligió su apodo en homenaje a este precursor. (N. del A.)