—Lo sé, ¡pero las humillaciones cotidianas que te he hecho padecer no valen tampoco ESTO!
Se levanta el parche de golpe, su ojo es una especie de clara de huevo sucia de sangre y carcomida por varices gris-azuladas.
—Ya te lo he dicho —prosigue—, esta minusvalía me ha enseñado muchas cosas, sobre mí mismo y sobre la vida. En cuanto nos concierne, estoy de acuerdo contigo, estamos en paz.
Le cuesta horrores pronunciar esta última frase. Y a mí me cuesta horrores aceptar que la escucho.
—Estábamos en paz. ¡Viniendo aquí me atacas de nuevo! —respondo de repente.
—No he venido para vengarme de ti, ya te lo he dicho, he venido para llevarme a Miss Acacia a Edimburgo. Hace años que le doy vueltas a este momento. Incluso mientras besaba a otras mujeres. Tu jodido tic-tac ha resonado de tal modo en mi cabeza que tengo la impresión de que el día que me destrozaste el ojo me inoculaste también tu enfermedad. Si ella no me quiere, me iré. En caso contrario, serás tú quien tendrá que desaparecer. No te guardo ningún rencor, pero sigo enamorado de ella.
—En mi caso, yo sí te guardo rencor.
—Vas a tener que acostumbrarte. Yo estoy como tú, chiflado por Miss Acacia. Será un combate a la antigua, y solo ella ejercerá de juez. Que gane el mejor,
litle Jack.
Recobra esa sonrisa de suficiencia que le conozco demasiado bien y me tiende su mano de dedos largos. Yo le dejo ahí las llaves de mi habitación. Tengo el infame presentimiento de estar regalándole las llaves del corazón de Miss Acacia. Y al hacer eso, me doy cuenta de que el tiempo de alegre magia con mi centella de gafas ha terminado.
Los sueños de una cabaña a orillas del mar donde poder pasear tranquilos tanto de día como de noche. Su piel, su sonrisa, su ingenio, los destellos de su carácter que me daban ganas de multiplicarme en ella. Ese «sueño real», enraizado en la tierra, fue ayer. Joe ha venido a buscarla. Zozobro en las brumas de mis viejos demonios. Las lancetas de mi reloj se retuercen y se encogen sobre su frágil esfera. Todavía no estoy derrotado, pero tengo miedo, mucho miedo.
Pues en lugar de ver crecer el vientre de Miss Acacia como un jardinero feliz, voy a tener que sacar de nuevo la armadura del armario para enfrentarme con Joe.
Esa misma noche, Miss Acacia se planta en la puerta de mi habitación con relámpagos de cólera en los ojos. Mientras intento cerrar mi maleta mal ordenada, siento que los minutos que seguirán van a ser de tormenta.
—¡Oh, oh! ¡Atención, tiempo tormentoso! —le suelto para distender la atmósfera.
Si su dulzura de anticiclón es incomparable, esta noche, en un instante, mi pequeña cantante se convierte en un barril de rayos.
—¡Así que vas por ahí destrozándole los ojos a la gente! Pero ¿de quién me he enamorado?
—Yo…
—¿Cómo has podido hacer algo tan horrible? ¡Le-des-tro-zas-te-el-ojo!
Es el gran bautismo de fuego, el tornado flamenco con castañuelas de pólvora y tacones de aguja clavados entre los nervios. No me lo esperaba. Busco qué responder. Ella no me da tiempo.
—¿Quién eres en realidad? Y si has sido capaz de esconderme algo tan grave, ¿qué me queda aún por descubrir?
Tiene los ojos como platos de ira, pero lo más difícil de soportar es la tristeza que los rodea.
—¿Cómo has podido esconderme algo tan monstruoso? —repite incansablemente.
Ese cerdo de Joe acababa de encender la más sombría de las mechas desenterrando mi pasado. No quiero mentir a mi pequeña cantante. Pero tampoco pienso contárselo todo, lo cual, hay que confesarlo, significa mentirle a medias.
—Está bien, le destrocé el ojo. Habría preferido no llegar jamás a eso, claro. Pero lo que ha olvidado contarte es que fue ÉL quien me hizo sufrir durante años, y sobre todo el porqué lo hizo… Joe me ha hecho vivir las horas más negras de mi vida. En la escuela yo era su víctima favorita. ¡Qué te crees! Uno nuevo, pequeño, que hace ruidos extraños con el corazón… Joe se pasaba el tiempo humillándome, haciéndome sentir hasta qué punto no era como «ellos». Un día me estrellaba un huevo en la cabeza, al otro me abollaba el reloj, todos los días algo, y siempre en público.
—Ya lo sé, tiene su lado fanfarrón, siente la necesidad de llamar la atención, pero nunca hace nada que sea de verdad malvado. ¡Seguramente no había motivos para comportarse como un criminal!
—¡No le destrocé el ojo por sus fanfarronadas, el problema viene de mucho más lejos!
Mis recuerdos fluyen despacio; a las palabras les cuesta seguir su ritmo. Tocado donde duele, avergonzado y triste al mismo tiempo, hago cuanto puedo por expresarme con calma.
—Todo comenzó el día de mi décimo cumpleaños. La primera vez que iba a la ciudad, me acuerdo como si fuera ayer. Te oí cantar, luego te vi. Mis agujas apuntaron hacia ti, como atraídas por un campo magnético. Mi cuclillo se puso a sonar. Madeleine me agarraba. Me liberé de su mano para plantarme ante ti. Te di la réplica, como en una comedia musical extraordinaria. Tú cantabas, yo te respondía, nos comunicábamos en un lenguaje que yo no conocía, pero nos comprendíamos. Tú bailabas, y yo bailaba contigo, ¡aunque no sabía bailar en absoluto! ¡Todo podía ocurrir!
—Me acuerdo, desde el principio me acuerdo de eso. En el momento en que te encontré sentado en mi camerino, supe que eras tú. El muchachito extraño de mis diez años, el que dormía en el fondo de mis recuerdos. Seguro que eras tú…
La melancolía no abandona el tono de su voz.
—Te acuerdas… ¿Te acuerdas que estábamos en una burbuja? ¡Fue necesario el puño entero de Madeleine para arrancarme de esa burbuja!
—Me pisé las gafas y luego me las puse, todas rotas.
—¡Sí! Unas gafas con un parche en el cristal izquierdo. Madeleine me explicó que ese tipo de técnicas se usaban para hacer trabajar el ojo deficiente.
—Sí, es cierto…
—Desde ese día no dejé de soñar con reencontrarte. Le supliqué a Madeleine que me inscribiera en la escuela cuando me enteré de que tú también ibas, esperé mucho tiempo, dos años al menos, en tu lugar me encontré con Joe. Joe y su coro de burlones. Mi primer día de escuela tuve la mala fortuna de preguntar si alguien conocía a «una pequeña cantante sublime que anda tropezándose por todas partes». Lo mismo sería decir que con eso firmé mi sentencia de muerte. Joe no soportaba la idea de que ya no estuvieras a su lado, y cristalizaba toda su frustración en mí. Percibía cómo vibraba por ti, y eso reduplicaba sus celos. Cada mañana, franqueaba el portal de la escuela con una bola de angustia que ya no abandonaba mi estómago durante el resto del día. Padecí sus ataques durante tres años escolares. Hasta aquel día en que decidió arrancarme la camisa para dejarme con el torso desnudo delante de toda la escuela. Quiso abrir mi reloj para humillarme aún un poco más, pero, por primera vez, me resistí. Nos peleamos y la cosa terminó mal, muy mal, como ya sabes. Dejé entonces Edimburgo en plena noche, dirección a Andalucía. Crucé media Europa para encontrarte. No fue fácil. Extrañaba a Madeleine, Arthur, Anna y Luna, y aún les extraño, de hecho… Pero quería volver a verte, era mi mayor sueño. Sé que Joe ha vuelto para quitármelo. Hará todo lo que pueda para apartarte de mí. Ya ha empezado, ¿acaso no lo ves?
—¿En serio crees que yo podría volver con él?
—No eres tú lo que me hace dudar, sino su facultad para mermar la confianza que intentamos establecer paso a paso. Ya no te reconozco desde que llegó. Me ha quitado el puesto en el tren fantasma, duerme en nuestra cama, el único lugar en el que estábamos al abrigo del mundo exterior. A la que me doy la vuelta, te cuenta porquerías sobre mi pasado… Tengo la impresión de que me han desposeído de todo.
—Pero tú…
—Escúchame. Un día me miró a los ojos y me previno: «Voy a romperte ese corazón de madera en la cabeza, lo romperé con tanta fuerza que ya no serás capaz de amar». Sabe dónde apuntar.
—Tú también, al parecer.
—¿Por qué crees que te ha contado la historia del ojo destrozado a su manera?
Ella encoge sus hombros de pájaro triste.
—Joe conoce tu honradez. Sabe cómo prender las mechas de tus cabellos, las que están conectadas con tu corazón de granada. Pero sabe también que bajo tu aspecto de bomba eres frágil. Y que dejando que la duda anide, puedes estallar. ¡Joe intenta debilitarnos para poder recuperarte! ¡Si al menos te dieras cuenta, podrías ayudarme a impedírselo!
Ella se vuelve hacia mí, levantando lentamente las sombrillas de sus párpados. Dos grandes lágrimas caen rodando por su magnífico rostro. El maquillaje chorrea bajo sus pestañas arrugadas. Tiene ese extraño poder de ser igual de magnética en el sufrimiento que en la alegría.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Beso su boca llena de lágrimas. Sabe a fruta madura. Luego Miss Acacia se aleja. La veo envolviéndose de bosque. Las sombras de ramas la devoran.
Tras solo algunos pasos, se pierde a lo lejos. El tiempo de sueños que se rompen vuelve mis engranajes cada vez más ruidosos… oh, Madeleine… cada vez más dolorosos, también. Tengo el presentimiento de que jamás volveré a verla.
Por el camino que lleva al taller de Méliès, mi reloj retumba en seco. Las alcobas cautivadoras de la Alhambra me devuelven un eco lúgubre.
Llego, no hay nadie. Me instalo en medio de construcciones de papel maché. Perdido entre sus invenciones, me transformo en una de ellas. Soy un truco humano que aspira en convertirse en un hombre sin trucos. A mi edad, lo ideal sería ser considerado como un hombre, uno de verdad, un adulto. ¿Tendré el talento necesario para demostrarle a Miss Acacia de qué madera estoy hecho, y cuánto? ¿Conseguiré que crea en mí sin darle la sensación de que le juego una mala treta?
Mis preocupaciones se extienden hasta lo alto de la colina de Edimburgo. Me encantaría teletransportarla hasta aquí, delante de la Alhambra. Saber cómo le van las cosas a mi familia. ¡Me gustaría tanto que apareciera aquí, ahora! Los echo tanto de menos…
Madeleine y Méliès hablarían de sus «chapuzas» y de psicología en torno a una de esas sabrosas cenas de las que ella tiene el secreto. Con Miss Acacia, se engarzarían en discusiones sobre el amor y se rizarían sin duda sus elegantes moños. Pero a la hora del aperitivo las hostilidades tocarían a su fin. Se reirían la una de la otra con tanta acidez y ternura que lo convertirían en complicidad. Luego Anna, Luna y Arthur se unirían a nosotros, aderezando la conversación con sus historias tristes y alocadas.
—Pero ¿qué es esta cara de pena…? Anda, ven, pequeño, ¡te mostraré mis bellezas! —me suelta Méliès empujando la puerta.
Lo acompañan una rubia de risa fácil y una morena rechoncha que tira de su cigarrera como si se tratara de un bombón de oxígeno. Me presenta:
—Señoritas, he aquí mi compañero de viaje, mi más fiel aliado, el amigo que me ha salvado de la depresión amorosa.
Me conmueve mucho. Las mujeres aplauden entornando sus ojos incitantes.
—Lo siento —añade Méliès en mi honor—, pero debo retirarme a mis aposentos para una reparadora siesta de unos cuantos siglos.
—¿Y tu viaje a la luna?
—Cada cosa a su debido tiempo, ¿no? Hay que aprender a «dejarse descansar» de vez en cuando. Es importante el estado de barbecho, forma parte del proceso creativo.
Había querido hablarle del regreso de Joe, que revisara un poco el estado de mis engranajes, hacerle aún algunas preguntas sobre la vida junto a una centella, pero está claro que no es momento. Sus furcias ahumadas retozan ya en el agua hirviente, le dejaré que se tome su tierno baño.
—Miss Acacia va a venir a verme esta noche, si no te molesta.
—Sabes muy bien que no me molesta, aquí estás en tu casa.
Vuelvo al tren fantasma para recuperar mis últimos efectos personales. La idea de abandonar definitivamente este lugar añade un nuevo yunque al fondo de mi reloj. El tren fantasma está hechizado de recuerdos maravillosos con Miss Acacia. Y además empezaba a disfrutar viendo cómo la gente se divertía con mis apariciones.
Un gran cartel con el rostro de Joe recubre el mío. La habitación está cerrada con llave. Los objetos personales que no he podido embutir en mi maleta me esperan en el pasillo, amontonados sobre mi plancha rodante. Me he convertido en un maldito fantasma. Sigo sin dar miedo, nadie se ríe cuando paso, no me ven. Incluso para la mirada pragmática de Brigitte Heim, soy transparente. Es como si ya no existiera.
En la fila que espera para el espectáculo, un muchacho me interpela.
—Discúlpeme, señor, ¿no será usted el hombre reloj?
—¿Quién? ¿Yo?
—¡Sí, usted! ¡He reconocido el ruido de su corazón! Entonces es eso, ¿vuelve usted al tren fantasma?
—No, justamente me voy.
—¡Pero tiene que volver, señor! Tiene que volver, se le echa mucho de menos aquí…
No me esperaba esta petición; algo empieza a vibrar bajo mis engranajes.
—Sabe usted, yo besé por primera vez en mi vida a una muchacha en este tren fantasma. Pero ahora que está el gran Joe, ella ya no quiere poner aquí los pies. Le da miedo. ¡No puede dejarnos abandonados con el gran Joe, señor!
—¡Sí, nos lo pasábamos muy bien! —exclama un segundo chico.
—¡Vuelva! —replica otro.
Entonces saludo a mi pequeña asamblea agradeciéndoles sus emotivas palabras, mi cuco arranca. Los tres muchachos aplauden, algunos adultos se les unen tímidamente.
Me subo a mi plancha con ruedas para descender por la calle que bordea la Alhambra bajo los gritos de ánimo de una parte de la concurrencia.
—¡Tiene que volver! ¡Tiene que volver!
—¡Tiene que irse! —exclama de repente una voz muy grave.
Me doy la vuelta. A mis espaldas, Joe arbola una sonrisa de vencedor. Si los tiranosaurios sonrieran, creo que lo harían como Joe. No muy a menudo y de forma inquietante.
—Ya me iba, pero te lo advierto, volveré. ¡Has ganado la batalla del tren fantasma, pero el rey del corazón de quien tú ya sabes soy yo!
El gentío nos anima como lo haría en una pelea de gallos.
—O sea que no te has dado cuenta de nada.
—¿De qué?
—¿No te parece que el comportamiento de Miss Acacia respecto a ti está cambiando?
—Arreglemos este asunto en privado, Joe. ¡No nombres a nadie!
—Sin embargo, yo os escuché a los dos discutiendo en el cuarto de baño…
—¡Claro, tú le haces creer cosas horribles de mí!