—¿De verdad que estoy vivo? ¿Es esto un sueño, una pesadilla o estoy muerto?
—Estás vivo, distinto, pero vivo.
Una vez liberado de estos horribles tubos que me pellizcaban los pelos de los brazos, intento reagrupar energías y emociones zampándome una buena comida.
Miss Acacia ha vuelto a ocupar mis pensamientos. Tampoco debo estar tan mal. Me obsesiona tan vivamente como el día de mi décimo cumpleaños. Tengo que ir en su búsqueda. De nada estoy tan seguro, salvo de lo más importante: todavía la amo. La sola idea de su ausencia reanima mis náuseas de brasa. Nada más tiene sentido si no intento encontrarla.
No tengo elección, tengo que volver al Extraordinarium.
—No deberías irte en este estado.
Me marcho sin terminar de comer, en dirección a la ciudad. Noto que mi paso es lento, apenas avanzado. El aire fresco entra en mis pulmones como bocanadas de acero y tengo la sensación de haber cumplido cien años.
El perfil de la ciudad de Granada, la cal blanca de las casas, se funde con el cielo en grandes calderos de polvo ocre. Me cruzo con mi sombra en un callejón y no la reconozco. Tampoco reconozco mi reflejo, que me parece nuevo y se estampa contra un escaparate.
Mi pelo y mi barba me dan un aspecto afable, el mismo aspecto que debió de tener Papa Noel, antes de convertirse en un señor barrigudo y de pelo cano. Pero no es solo eso. El dolor de huesos ha modificado mi forma de andar. Mis hombros parecen haberse hecho más grandes, y además los zapatos me hacen daño en los pies, parece que han encogido o tal vez ya son demasiado pequeños. Ante mi figura, los niños se esconden bajo las faldas de sus madres.
Al doblar una esquina, tropiezo con un cartel que representa a Miss Acacia. La contemplo largamente, temblando de deseo melancólico. Su mirada se ha afinado, aunque sigue sin llevar gafas. Sus uñas han crecido, ahora se las pinta. Miss Acacia es aún más sublime y bella que antes, y yo parezco un hombre de las cavernas en pijama.
Cuando llego al Extraordinarium, me dirijo inmediatamente hacia el tren fantasma e inmediatamente me invaden los mejores recuerdos de aquella época. Pero también me asaltan los malos recuerdos.
Me instalo en una vagoneta cuando, de repente, veo a Joe. Sentado en el rellano, fuma un cigarrillo. El recorrido parece haberse ampliado. De súbito, descubro a Miss Acacia, sentada varias filas por detrás de mí. ¡Cállate, corazón mío! Ella no me reconoce. ¡Cállate, corazón mío! Nadie me reconoce. A mí mismo me cuesta reconocerme. Joe intenta asustarme como a los demás clientes. Por otro lado, demuestra que su talento como destripador de sueños sigue intacto cuando besa a Miss Acacia a la salida del tren fantasma. Pero yo no me dejo abatir, esta vez no. ¡Porque ahora el tercero en discordia soy yo!
La besa de nuevo. Lo hace como quien lava los platos, sin pensar en ello. ¿Cómo puede alguien darle un beso a semejante mujer sin pensar en ello? No digo nada. ¡Devuélvemela! ¡Vais a ver cuánto corazón empleo, sea del material que sea! Mis emociones se agitan, pero las contengo con todas mis fuerzas en lo más profundo de mi ser.
Sus ojos desprenden luz y sigo emocionado ante tanta belleza. ¿Me reconocerá al fin?
¿Tendré la fuerza necesaria para decirle la verdad esta vez? Y si todo sale mal, ¿tendré la fuerza para ocultársela?
Joe regresa al interior del tren fantasma. Miss Acacia pasa justo por delante de mí, con sus aires de huracán en miniatura. Las volutas de su perfume me son tan familiares como una vieja sábana llena de sueños. Casi podría olvidar que ahora es la mujer de mi peor enemigo.
—¡Buenos días! —dice ella al verme.
Sigue sin reconocerme. Tres copos de plomo se posan sobre mis espaldas. Descubro un hematoma por encima de su rodilla izquierda.
Me lanzo sin saber cómo voy a aterrizar.
—Sigues sin ponerte las gafas, ¿verdad?
—Es cierto, pero no me gusta que insistan en el asunto —dice ella con una afable sonrisa.
—Lo sé…
—¿Cómo que lo sabe?
«Sé que nos peleamos por culpa de Joe y de los celos, que arrojé mi corazón a la basura a fuerza de amarte, pero que quiero volver a empezar porque te amo por encima de todo.» He aquí lo que quería decir. Tales palabras me atraviesan el espíritu, están a punto de salir de mi boca, pero no salen, y comienzo a toser.
—¿Qué hace en pijama por la calle? ¿No se habrá escapado de un hospital?
Me habla con delicadeza, como si fuera un viejo.
—Nada de escaparse, he salido… Acabo de salir de una enfermedad muy grave…
—Bueno, pues ahora habrá que encontrarle vestuario, señor.
Nos sonreímos, como antes. Por un instante creo que me ha reconocido, en cualquier caso comienzo a tener ciertas esperanzas. Nos despedimos y regreso al taller de Méliès con mejor ánimo del que tenía.
—¡No tardes en revelarle tu identidad! —insiste la enfermera.
—Todavía un poco, el tiempo que me lleve a aclimatarme de nuevo a ella.
—No tardes demasiado, en cualquier caso… ¡Ya la perdiste una vez escondiéndole tu pasado! No esperes a que ella te acaricie el pecho con su rostro y se dé cuenta de que ahí hay un reloj. Dicho eso, ¿no te gustaría que yo misma te lo sacara de una vez por todas?
—Sí, lo haremos. Pero esperaremos a que esté un poco mejor, ¿de acuerdo?
—Estás mejor… ¿Quieres que te corte el pelo y que te afeite esa barba de hombre de las cavernas?
—No, por ahora no. Pero ¿no tendría algún viejo traje de Méliès por ahí?
De vez en cuando, me escondo en un lugar clave, cerca del tren fantasma. Así nos cruzamos, como por casualidad. Poco a poco va surgiendo entre nosotros cierta complicidad, bastante parecida a la que tuvimos en el pasado y me infunde mucha confianza. Hay momentos en los que creo que ella sabe muy bien quién soy, pero no dice nada. Aunque ese no es en absoluto su estilo.
Procuro no hostigar a Miss Acacia. Extraigo esa lección de mi primer accidente amoroso. Conservo mis viejos reflejos de hombre aventurero, pero el dolor reduce mis reflejos y mi buena predisposición.
Soy consiente de que estoy manipulando la realidad de nuevo, pero encuentro tanto placer en mordisquear las pocas migajas de su presencia al abrigo de mi nueva identidad que la idea de terminar con eso me retuerce el estómago.
Llevamos casi dos meses con esta pequeña farsa y Joe parece no darse cuenta de nada. Sigo con el disfraz de Méliès, sus zapatos me lastiman los pies y en cuanto a su traje, parezco un viejo pescador disfrazado de mago. La enfermera Jehanne cree que estas metamorfosis son consecuencia de mi largo estado comatoso. He estado en cama durante tres años y quiero recuperar el tiempo perdido. Tengo serios problemas en la espalda y mi musculatura ha quedado atrofiada. Hasta mi rostro ha cambiado. Mi mandíbula se hace más gruesa; mis mejillas, salientes.
—Mira por dónde, el cromañón con su traje recién estrenado —suelta Miss Acacia al verme llegar—. Solo le falta el peinado y habremos recuperado a un hombre para la civilización —me canturrea hoy.
—Si me llama cromañón, nunca más me afeitaré la barba.
Sale solo,
dragando piano
, me susurraría Méliès.
—Se la puede afeitar. Le llamaré cromañón de todos modos, si usted quiere…
Es el gran retorno de los instantes de turbación. No puedo sabotearlos enteramente, pero ya es mucho mejor que estar separado de ella.
—Usted me recuerda a un viejo amor.
—¿Más a un «viejo» o más a un «amor»?
—A los dos.
—¿Llevaba barba?
—No, pero se hacía el misterioso como usted. Se creía sus mentiras, en fin, sus sueños. Yo pensaba que lo hacía para impresionarme, pero él se los creía de verdad.
—¡Puede que él los creyera y que la quisiera impresionar al mismo tiempo!
—Puede… No lo sé. Murió hace varios años.
—¿Murió?
—Sí, aún esta mañana he llevado flores a su tumba.
—¿Y si no hubiera muerto, y lo hubiese fingido para impresionarla y para que le creyera?
—Oh, sería capaz. Pero no hubiera tardado tres años en volver.
—¿De qué murió?
—Es un misterio. Hay gente que le vio peleándose con un caballo, otros dicen que habría muerto en un incendio provocado por él mismo involuntariamente. Yo temo que haya muerto de odio después de nuestra última discusión, una discusión terrible. Lo que es seguro es que está muerto, pues lo enterraron. Y además, si estuviese vivo estaría aquí, conmigo.
Un fantasma escondido tras su barba, he aquí en lo que me he convertido.
—¿La amaba demasiado?
—¡Nunca se ama demasiado!
—¿La amaba mal?
—No lo sé… Pero ¿sabe una cosa? ¡Hacerme hablar de mi primer amor, muerto hace tres años, no es la mejor forma de coquetear conmigo!
Sonríe.
No he logrado decirle nada. Con mi viejo corazón, habría salido solo, pero ahora todo es distinto.
Vuelvo al taller al igual que un vampiro regresa a su ataúd, avergonzado de haber mordido un cuello sublime.
«Nunca volverás a ser el que eras», me dijo Méliès antes de la operación. Los lamentos y los remordimientos se amontonan al borde de un abismo tormentoso. Apenas han pasado unos meses y ya estoy harto de mi vida baja en calorías. Una vez terminada la convalecencia, quiero volver al fuego sin mi máscara de barba y pelo revuelto. A pesar de que no me entristece hacerme un poco mayor, tengo que cruzar el cabo de esta farsa de reencuentro.
Esta noche, me acuesto con ganas de revolver entre los sueños y los recuerdos que guardo en la papelera de la pasión. Quiero ver qué es lo que queda de mi viejo corazón, el mismo con el que me enamoré.
Mi nuevo reloj apenas hace ruido, pero eso no me impide tener insomnio. El viejo está guardado en un estante, en una caja de cartón. Tal vez si lo arreglara, todo volvería a ser como antes. Sin Joe, sin cuchillos entre las agujas. Volver al tiempo en que amaba sin estrategias, cuando me arrojaba de cabeza sin miedo a estrellarme contra mis sueños. ¡Volver! La época en la que no tenía miedo a nada, en la que podía subirme al cohete rosa del amor sin abrocharme al cinturón. Hoy soy más adulto, y también más razonable; pero de repente ya no me atrevo dar el gran salto hacia la que para mí tendrá siempre diez años. Mi viejo corazón, incluso abollado y fuera de mi cuerpo, me hace soñar más que el nuevo. El mío es el «de verdad». Y lo he roto como un tonto. ¿En qué me he convertido? ¿En un impostor de mí mismo? ¿En una sombra transparente?
Tomo la caja de cartón y saco delicadamente el reloj, que dejo sobre la cama. Se alzan volutas de polvo. Paso los dedos por mis viejos engranajes. Un dolor, el recuerdo de un dolor, surge de inmediato. Lo sigue una sorprendente sensación de consuelo.
En unos segundos, el reloj empieza con su tic-tac, como un esqueleto que aprendiera de nuevo a caminar, luego se detiene. Experimento un gozo que me transporta de la alta colina de Edimburgo a los brazos de Miss Acacia. Vuelvo a poner las agujas en su sitio con dos pedazos de hilo, no muy sólidos.
Me paso la noche intentando reparar mi viejo corazón de madera, y siendo el penoso chapuzas que soy, no lo consigo. Pero de madrugada estoy decidido. Iré a ver a Miss Acacia y le diré toda la verdad. Pongo otra vez mi viejo reloj en la caja. Se lo regalaré a la que se ha convertido en una gran cantante. Esta vez no le daré solo la llave, sino el corazón entero, con la esperanza de que le apetezca de nuevo reparar el amor conmigo.
Camino por la calle principal del Extraordinarium, con mis aires de condenado a muerte. Me cruzo con Joe. Nuestras miradas coinciden como en un duelo de
western
, a cámara lenta.
Ya no tengo miedo. Por primera vez en mi vida, me pongo en su lugar. Estoy en situación de recuperar a Miss Acacia, como él cuando reapareció en el tren fantasma. Pienso en el odio que debía sentir Joe en la escuela cuando yo no podía evitar hablar con ella, mientras él pasaba un calvario a causa de su partida. Ese gran bobalicón me daría hasta la sensación de parecérmele. Lo contemplo alejarse hasta que desaparece de mi campo de visión.
En el rellano del tren fantasma, aparece Brigitte Heim. En cuanto la diviso con su cabellera idéntica a los pelos de su escoba, doy media vuelta en mi camino. Sus aires de bruja amarillenta apestan a soledad. Parece tan triste como las viejas piedras que se afana en amontonar para construir casa vacías. Habría podido intentar hablarle tranquilamente, ahora que ya no me conoce. Pero la idea de escuchar su voz escupiendo ideas preconcebidas me fatiga.
—¡Tengo algo que decirte!
—¡Yo también!
Miss Acacia, o el don de hacer que mis planes no salgan como tenía previsto.
—No quiero que volvamos… Oh, ¿tienes un regalo para mí? ¿Qué hay en esta caja?
—Un corazón en mil pedazos. El mío…
—¡Eres muy perseverante, para tratarse de alguien que, se supone, no coquetea conmigo!
—Olvida al impostor que viste ayer, ahora quiero decirte toda la verdad…
—La verdad es que no paras de coquetear conmigo, con esos andares despeinados y tu traje. Pero debo reconocer que me gusta… un poco.
Tomo sus hoyuelos entre mis dedos. No han perdido nada de su tierna plenitud. Poso mis labios contra los suyos sin decir nada. La dulzura de sus labios me hace olvidar por un instante mis buenos propósitos, me pregunto si no escuché cierto rumor metálico en la caja. El beso se termina, me deja sabor a pimiento rojo. Un segundo beso toma el revelo. Más intenso, más profundo, de los que conectan la electricidad de los recuerdos, tesoros huidos a seis pies bajo la piel. «¡Ladrón! ¡Impostor!», susurra la parte derecha de mi cerebro. «¡Espera! ¡Lo hablamos ahora mismo!», responde mi cuerpo. Mi corazón está encabritado en extremo. Late desbocado y silencioso con todas sus fuerzas. El gozo puro y simple de reencontrarme con su piel me embriaga. Son insoportables la alegría y el sufrimiento simultáneos. Normalmente paso de la alegría a la tristeza como la lluvia después del buen tiempo. Pero en ese preciso instante los rayos laminan el cielo más azul del mundo.
—Yo pedí la palabra primero… —me dice ella separándose tristemente de mis brazos—. No quiero seguir viéndote. Me doy cuenta de que hace algunas meses que nos rondamos, pero estoy enamorada de otro, y desde mucho tiempo atrás. Comenzar una nueva historia sería ridículo, lo siento muchísimo. Todavía estoy enamorada…
—De Joe, ya lo sé.
—No, de Jack, el viejo amor del que te hablé, aquel al que a veces me recuerdas.