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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

La mecánica del corazón (3 page)

Su larga y ondulada melena enmarca su rostro. Su nariz, perfectamente delineada, es tan diminuta que me pregunto cómo conseguirá respirar; en mi opinión, está ahí solo de adorno. Baila como un pajarillo en equilibrio sobre tacones de aguja, andamios femeninos. Sus ojos son inmensos, uno puede perderse mientras escruta su interior. Y en ellos se lee una determinación feroz. Alza la cabeza con porte altivo, como una bailaora de flamenco en miniatura. Sus pechos parecen un par de merengues tan bien cocidos que sería pecado no comérselos ahí mismo.

No me importa ver borroso cuando canto y cuando beso, prefiero tener los ojos cerrados.

Me invade una sensación de euforia. La presencia de esta joven muchacha me produce un carrusel de emociones como si estuviera montado en un tiovivo. Un tiovivo que me da miedo a la vez que me atrae. El olor a algodón de azúcar y polvo me seca la garganta.

De repente, me pongo a cantar como si protagonizara un musical. La doctora me mira con aire reprobatorio, como cuando me dice: saca-ahora-mismo-tus-manos-de-mi-cocina.

Oh, mi pequeño incendio, permítame mordisquear su ropa, desmenuzarla a buenas dentelladas, escupirlas como un confeti para besarla bajo una lluvia…
¿He oído bien? ¿«Confeti»?

La mirada de Madeleine es rotunda.

No veo más que fuego, con solo unos pasos puedo perderme a lo lejos, tan lejos en mi calle, que no me atreva ya siquiera a mirar derecho a los ojos del cielo, no veo más que fuego.


Yo lo guiaré hasta el exterior de su cabeza, yo seré su par de gafas y usted mi cerilla.


Tengo que confesarle algo, lo escucho, pero no lograría reconocerle jamás aunque estuviera sentado entre un par de viejecitos…


Nos frotaremos el uno contra el otro hasta chamuscarnos el esqueleto, y cuando el reloj de mi corazón dé las doce en punto, arderemos, sin necesidad de abrir los ojos.


Lo sé, soy una mente ardiente, pero cuando la música se detiene, me cuesta abrir los ojos, me enciendo como una cerilla y mis párpados queman con mil fuegos hasta romper mis gafas, sin pensar siquiera en abrir los ojos.

En el momento en que nuestras voces se funden en un solo canto, su tacón se atasca entre dos adoquines, trastabilla como una peonza al final de su carrera y cae sobre la calzada congelada. Es una caída cómica pero violenta, y la joven se ha lastimado. La sangre resbala sobre su vestido de plumas de ave. Recuerda a una gaviota herida. Incluso desparramada sobre el adoquinado, la muchacha me resulta conmovedora. Con dificultad se pone unas gafas con las varillas torcidas, y tantea el suelo como si fuese una sonámbula. Su madre la coge de la mano, con más firmeza de la que usan los padres habitualmente; digamos que la retiene de la mano.

Intento decirle algo, pero las palabras permanecen mudas en mi garganta. Me pregunto cómo unos ojos tan grandes y maravillosos pueden funcionar mal, hasta el punto de que la muchacha se caiga y tropiece con todo.

La doctora Madeleine y la madre de la joven intercambian unas palabras, como si fueran las dueñas de un par de perros que acabaran de pelearse.

Mi corazón sigue acelerado, me cuesta retomar el aliento. Tengo la impresión de que el reloj se hincha y va a salir expulsado por mi garganta. ¿Qué tiene esta muchacha que me provoca estos sentimientos? ¿Está hecha de chocolate? Pero ¿qué me ocurre?

Intento mirarla a los ojos pero no puedo dejar de admirar su hermosa boca. No sospechaba que uno pudiera pasarse tanto tiempo observando una boca.

De repente, el cu-cú de mi corazón empieza a sonar muy fuerte, mucho más fuerte que cuando sufro una crisis. Siento que mis engranajes giran a toda velocidad, como si me ahogara. El carillón me revienta los tímpanos, me tapo los oídos pero el tic-tac resuena en el interior, haciéndose insoportable. Las agujas me rebanarán el cuello. La doctora Madeleine intenta calmarme con gestos discretos, como si intentara atrapar a un pobre canario asustado en su jaula. Tengo un calor asfixiante.

Me habría gustado parecer un águila real o una gaviota majestuosa, pero en lugar de eso, aparezco como un pobre canario perturbado y confundido por sus propios sobresaltos. Espero que la pequeña cantante no me haya visto. Mi tic-tac resuena seco, mis ojos se abren, y mi nariz se alza al cielo. La doctora Madeleine me sujeta por el cuello de mi camisa, después me agarra del brazo y mis talones se despegan ligeramente del suelo.

—¡Volvemos a casa de inmediato! ¡Asustas a todo el mundo! ¡A todo el mundo!

Parece furiosa e inquieta a la vez. Me siento avergonzado. Al mismo tiempo rememoro las imágenes de la joven muchacha que canta sin gafas y mira el sol de frente. Y entonces ocurre: me enamoro. En el interior de mi reloj es el día más caluroso de la historia.

Después de un cuarto de hora de ajustes a mi corazón y una buena sopa de fideos, recupero mi estado normal.

La doctora Madeleine tiene un gesto cansado, como cuando después de horas y horas cantando no consigue que me duerma, aunque esta vez tiene un aire más concienzudo.

—Recuerda que tu corazón no es más que una prótesis, es infinitamente más frágil que un corazón normal, y me temo que siempre va a ser así. Los mecanismos de tu reloj no filtran las emociones como lo harían los tejidos de un corazón normal. Es absolutamente necesario que seas prudente. Lo que ha ocurrido en la ciudad cuando has visto a esa pequeña cantora confirma lo que me temía: el amor es demasiado peligroso para ti.

—Me encanta contemplar su boca.

—¡No digas eso!

—Su rostro es hermoso, con esa sonrisa resplandeciente que provoca que uno quiera contemplarla mucho rato.

—No te das cuenta, te lo tomas como si no tuviera importancia. Pero lo que haces es jugar con fuego, un juego peligroso, sobre todo si se tiene un corazón de madera. Te duelen los engranajes cuando toses, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, ese es un sufrimiento insignificante si lo comparas con el que puede originar el amor. Algún día, es posible que tengas que pagar un precio muy alto por todo el placer y la alegría que el amor provoca. Y cuanto más intensamente ames, más intenso será el dolor futuro. Conocerás la angustia de los celos, de la incomprensión, la sensación de rechazo y de injusticia. Sentirás el frío hasta en tus huesos, y tu sangre formará cubitos de hielo que notarás correr bajo tu piel. La mecánica de tu corazón explotará. Yo misma te instalé este reloj, conozco perfectamente los límites de su funcionamiento. Como mucho, es posible que resista la intensidad del placer, pero no es lo bastante sólido para aguantar los pesares del amor.

Madeleine sonríe tristemente, con el rictus que siempre la acompaña, pero en esta ocasión no hay ni rastro de cólera.

3

El misterio que envuelve a la joven cantante me mantiene agitado, inquieto. Conservo y repaso una colección de imágenes mentales: sus largas pestañas, sus ojos, sus hoyuelos, su nariz perfecta y la ondulación de sus labios. Conservo y mimo su recuerdo como uno cuidaría una flor delicada. Y con estos recuerdos se llenan mis días.

Solo pienso en una cosa: reencontrarla. Disfrutar de nuevo de aquella sensación extraordinaria y hacerlo lo antes posible. ¿Me arriesgo a sacar cu-cús por la nariz? ¿Tendrán que repararme a menudo el corazón? ¿Y qué? Este viejo trasto me lo reparan desde que nací. ¿Corro peligro de muerte? Tal vez, pero siento que mi vida peligra si no vuelvo a verla y, a mi edad, eso me parece aún más grave.

Ahora comprendo mejor por qué la doctora ponía tanto empeño en retrasar mi encuentro con el mundo exterior. Antes de conocer el sabor de las fresas con azúcar, uno no las pide todos los días.

Algunas noches la pequeña cantante me visita en mis sueños. En la de hoy, mide dos centímetros, entra por el agujero de la cerradura de mi corazón y se sienta a horcajadas sobre la aguja de mis horas. Me mira con los ojos de una cierva elegante. Hasta dormido me impresiona. Luego empieza a lamerme suavemente la aguja de los minutos. Me siento agitado, de repente un mecanismo se pone en marcha, no estoy seguro de que se trate tan solo de mi corazón… ¡CLIC, CLOC, DONG! ¡CLIC, CLOC, DING! Maldito cu-cú.

«Love is dangerous for your tiny heart even in your dreams, so please dream softly», me susurra Madeleine. Ahora duerme…

¡Como si fuera fácil con semejante corazón!

A la mañana siguiente me despierta el ruido molesto de unos martillazos. De pie sobre una silla, Madeleine clava un clavo encima de mi cama. Parece muy decidida, y sujeta un pedazo de pizarra entre los dientes. El ruido me resulta espantosamente desagradable, como si el clavo se hundiera directamente en mi cráneo. Luego cuelga la pizarra, sobre la que se encuentra este siniestro escrito:

Primero, no toques las agujas de tu corazón. Segundo, domina tu cólera. Tercero y más importante, no te enamores jamás de los jamases. Si no cumples estas normas la gran aguja del reloj de tu corazón traspasará tu piel, tus huesos se fracturarán y la mecánica del corazón se estropeará de nuevo.

El mensaje de la pizarra me aterroriza, aunque no tengo necesidad de leerlo pues ya me lo sé de memoria. Sopla un viento de amenaza entre mis engranajes.

Por frágil que sea mi reloj, la pequeña cantante se ha instalado cómodamente en él. Ha dejado sus pesadas maletas cargadas de yunques en cada rincón; sin embargo, jamás me había sentido tan ligero como desde que la conocí.

Debo hallar un medio de reencontrarla cueste lo que cueste, quiero saber cómo se llama, cuándo podré verla de nuevo… Y lo único que sé hasta ahora es que canta como los pájaros y su vista no es muy buena. Nada más.

Aprovecho cualquier ocasión para informarme. Pregunto a las parejas de jóvenes que vienen a casa para adoptar a un bebé, pero nadie parece saber nada. También pruebo suerte con Arthur, que me dice: «Sí, la oí cantar en la ciudad, pero hace bastante tiempo que no la he visto». Quizá las muchachas estén más dispuestas a ayudarme.

Anna y Luna son dos prostitutas que nos han visitado en más de una ocasión con sus vientres hinchados. Cuando les pregunto por la joven, me responden: «No, no, no sabemos nada, no sabemos nada… no sabemos nada, ¿eh, Anna? No sabemos nada de nada… ¿Nosotras…?», y entonces presiento que voy por el buen camino.

Anna y Luna tienen aspecto de niñas viejas. Imagino que, al fin y al cabo, eso es lo que son, un par de niñas de treinta años disfrazadas con ajustados trajes de piel falsa de leopardo. Desprenden un inconfundible aroma de hierbas provenzales, un perfume de cigarro natural que las acompaña incluso cuando no fuman. Esos cigarrillos les proporcionan una aureola brumosa y da la sensación que les cosquillean el cerebro, pues siempre les provocan risas. Su juego favorito consiste en enseñarme palabras nuevas. Jamás me revelan su significado, pero ponen todo su empeño en que las pronuncie perfectamente. Entre todas las palabras maravillosas que me enseñan, mi preferida siempre será «cunnilingus». Me lo imagino como un héroe de la Roma antigua, Cunnilingus. Hay que repetirlo varias veces, Cu-ni-lin-guss, Cunnilingus, Cunnilingus. ¡Qué maravillosa palabra!

Anna y Luna no se presentan nunca con las manos vacías, siempre traen un ramo de flores robado en el cementerio o la levita de algún cliente muerto durante el coito. Para mi cumpleaños me regalaron un hámster. Le puse Cunnilingus. «¡Cunnilingus, amor mío!», canturrea siempre Luna mientras repiquetea en los barrotes de su jaula con las uñas pintadas.

Anna es una gran rosa marchita con mirada de arco iris, cuya pupila izquierda, un cuarzo instalado por Madeleine para reemplazarle un ojo que le destrozó un mal pagador, cambia de color según el tiempo. Habla muy deprisa, como si el silencio la asustara. Cuando le pregunto acerca de la pequeña cantante, me dice: «¡Jamás he oído hablar de ella!». Al pronunciar esta frase, su elocución es aún más rápida que de costumbre. Presiento que la consumen las ganas de revelarme algún secreto. Aprovecho para hacerle unas cuantas preguntas generales sobre el amor, en voz baja, pues no quiero que Madeleine sepa nada de este asunto.

—Verás, trabajo en el amor desde hace mucho tiempo. No es que haya recibido mucho, pero el simple hecho de darlo generalmente me hace feliz. No soy una buena profesional. En cuanto un cliente se vuelve regular, me enamoro y entonces ya no acepto su dinero. Entonces sigue un período en el que viene todos los días a verme, a menudo con regalos. Pero al final termina desapareciendo. Ya sé que no debería enojarme, pero no puedo evitarlo. Siempre se produce un momento patético pero agradable en el que pienso que mis sueños pueden hacerse realidad. En ese momento creo en lo imposible.

—¿Lo imposible?

—No es fácil vivir con un corazón de melón cuando se tiene mi trabajo, ¿entiendes?

—Creo que sí lo entiendo.

Y luego está Luna, rubia tornasolada, versión prehistórica de Dalila, con sus gestos lentos y su risa rota, funámbula sobre tacones afiladísimos. Su pierna derecha se congeló parcialmente el día más frío de la historia. Madeleine se la reemplazó por una prótesis caoba con un portaligas pirograbado. Me recuerda un poco a la pequeña cantante, pues tiene el mismo acento de ruiseñor y la misma espontaneidad.

—¿Tú no conocerás a una pequeña cantante que anda dando tumbos por todas partes? —le pregunto.

Ella pone cara de no entender y cambia de tema. Imagino que Madeleine le ha hecho prometer que no revelaría nada sobre la pequeña cantante.

Un buen día, harta de ignorar mis incesantes preguntas, me responde:

—No sé nada de la pequeña andaluza…

—¿Qué significa «andaluza»?

—No he dicho nada, no he dicho nada, mejor pregúntaselo a Anna.

—Anna no sabe nada.

Para llamar su atención, para conmoverla, pruebo con el truco del chico triste, cabizbajo, de ojos entornados.

—Por lo que veo, has aprendido rápido algunos rudimentos de la seducción —dice Anna.

—¿No se lo dirás a nadie, verdad?

—¡No, claro que no!

Empieza a susurrar, sus palabras son apenas audibles:

—Tu pequeña cantante viene de Granada, Andalucía, un lugar que está muy lejos de aquí. Hace mucho tiempo que no la escucho cantar en la ciudad. Tal vez haya vuelto a Granada, a casa de sus abuelos…

—A menos que esté en la escuela —añade Anna en un tono estridente.

—¡Gracias!

—Chist… ¡Cállate! —añade Luna en español, pues siempre habla en su lengua natal cuando se pone nerviosa.

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