—Hace falta una llave.
—¡Dámela, dame la llave!
—No la tengo, está en mi casa. ¡Ahora suéltame!
Hurga en la cerradura con la uña de su dedo meñique, que se encarniza. La esfera termina por ceder.
—¡Ya ves que no hacía falta llave! ¿Quién quiere acercarse a tocar el interior?
Uno tras otro, alumnos que jamás me han dirigido la palabra se suceden para mover las aguas o accionar mis engranajes sin mirarme. ¡Me hacen mucho daño! El cu-cú se dispara y ya no se detiene. Aplauden, ríen. Todo el patio repite a coro. «¡Cu-cú, cu-cú, cu-cú!»
En ese preciso instante algo extraño sucede dentro de mi cabeza. Los sueños anestesiados desde hace años, la rabia contenida, las humillaciones, todo eso se amontona tras la puerta; el dique está a punto de ceder. Ya no puedo aguantar más.
—¿Dónde está Miss Acacia?
—No he oído muy bien lo que has dicho —responde Joe retorciéndome el brazo.
—¿Dónde está? Dime dónde está. Ya sea aquí o en Andalucía, la encontraré, ¿comprendes?
Joe me tira al suelo y me inmoviliza boca abajo. Mi cu-cú se desgañita, una sensación de ardor se aferra a mi esófago, algo en mí se transforma. Violentos espasmos sacuden mi cuerpo cada tres segundos. Joe se da la vuelta triunfante.
—Y bien, ¿cómo es eso? ¿Te marchas a Andalucía? —dice Joe apretando los dientes.
—¡Sí, me marcho! Me marcho hoy mismo.
Tengo los ojos fuera de las órbitas. Me siento como una máquina podadora capaz de trocear no importa qué ni a quién.
Imitando a un perro que olisqueara una mierda, Joe acerca su nariz a mi reloj. Todo el patio estalla en una risa. ¡Es demasiado! Lo agarro por la nuca y estampo su rostro contra mis agujas. Su cráneo resuena violentamente contra la madera de mi corazón. Los aplausos se interrumpen en seco. Le asesto un segundo golpe, más violento, luego un tercero. De repente, el tiempo parece detenerse. Me gustaría tener la fotografía de ese preciso instante. Los primeros gritos de los presentes desgarran el silencio, al tiempo que los primeros chorros de sangre salpican la ropa bien planchada de los lameculos de la primera fila. En cuanto la aguja de las horas penetra la pupila de su ojo derecho, su órbita se convierte en una fuente sangrienta. Todo el terror de Joe se concentra en su ojo izquierdo, que contempla los regueros de su propia sangre. Suelto a mi presa; Joe grita como un caniche al que le hubieran roto una pata. La sangre se escapa entre sus dedos. No experimento la menor compasión. Se instala un silencio cada vez más largo.
Mi reloj arde, apenas puedo tocarlo, Joe ya no se mueve. Tal vez esté muerto. Empiezo a asustarme. Collares de gotas de sangre brillan en el cielo. Alrededor, los alumnos están petrificados. Quizá he matado a Joe. Jamás habría creído que iba a temer por la vida de Joe.
Emprendo a la fuga, atravesando el patio con la sensación de que el mundo entero me pisa los talones. Asciendo por el pilar derecho del patio para alcanzar el techo de la escuela. La conciencia de mi acto me hiela la sangre. Mi corazón emite los mismos ruidos que cuando recibí el rayo rosa de la pequeña cantante. Desde el techo, percibo la cima de la colina que destripa la bruma.
Oh, Madeleine, te vas a enfurecer…
Un enjambre de aves migratorias me sobrevuela y se instala encima de mí; parecen dispuestas sobre una estantería de nubes. ¡Quisiera colgarme de sus alas, arrancarme de la tierra; habiendo volado por encima de todo las preocupaciones mecánicas de mi corazón desaparecerían! ¡Oh, pájaros, dejadme en brazos de la andaluza, yo encontraré mi camino!
Pero los pájaros están demasiado altos para mí, como el chocolate en el estante, las botellas de alcohol de lágrimas en la bodega, o como mi sueño de la pequeña cantante desde el momento en que apareció Joe. Si lo he matado, todo va a ser terriblemente complicado. Mi reloj me duele cada vez más. Madeleine, vas a tener trabajo.
Debo intentar retroceder en el tiempo. Tomo la aguja de las horas, aún tibia de sangre, y de un golpe seco, la lanzo en sentido inverso.
Mis engranajes rechinan, el dolor es insoportable. Escucho gritos, vienen del patio. Joe se cubre el ojo derecho. Estoy casi seguro de oír sus gritos de caniche lastimado.
Un profesor interfiere entre nosotros, oigo cómo los chicos me denuncian, todos los ojos escrutan el patio como radares. Presa del pánico, ruedo por el techo y salto al primer árbol que alcanzo. Me rasguño los brazos con las ramas y me estrello contra el suelo. La adrenalina me da energía para continuar; nunca había subido tan rápido la colina.
—¿Qué tal te ha ido la escuela? ¿Todo bien? —pregunta Madeleine mientras ordena las compras en el armario de la cocina.
—Sí y no —le respondo, temblando.
Levanta sus ojos y me mira, ve mi aguja de las horas torcida, y me observa fijamente con su mirada reprobatoria.
—Has vuelto a ver a la pequeña cantante ¿verdad? La última vez que viniste con el corazón en un estado tan penoso fue cuando la oíste cantar.
Madeleine me habla como si hubiera vuelto con los zapatos de domingo destrozados de tanto jugar a fútbol.
Mientras se dispone a enderezar mi aguja con la ayuda de una ganzúa, comienzo a contarle la pelea. Con tan solo recordar el episodio, mi corazón renueva sus latidos.
—¡Has hecho una tontería!
—¿Acaso puedo remontar el curso del tiempo cambiando el sentido del movimiento de mis agujas?
—No, forzarás los engranajes y te dolerá horrores. Pero no tendrá ningún efecto. No podemos volver jamás sobre nuestros actos pasados, ni siquiera con un reloj en el corazón.
Esperaba recibir una terrible reprimenda por haberle destrozado el ojo a Joe, pero Madeleine, por mucho que se esfuerza en parecer enfadada, no lo consigue. Su voz tiembla pero es más de inquietud que de cólera. Como si le pareciera menos grave destrozarle el ojo a un abusón que enamorarse.
«Oh When the Saints…» El sonido de la canción irrumpe en la sala. Parece que Arthur nos hace una visita; sin embargo no es propio de él llegar a esas horas, tan tarde.
—Hay un montón de policías que suben por la colina y diría que vienen muy resueltos —dice resoplando.
—Tengo que escapar, vienen a buscarme por lo del ojo de Joe.
Me asaltan una variedad de emociones y se forma un nudo en mi garganta. Pero a la vez la dulce perspectiva de reencontrar a la pequeña cantante se mezcla con el miedo de tener que escuchar cómo suena mi corazón contra los barrotes de una celda. Pero el conjunto se ahoga en una oleada de melancolía. Se acabaron Arthur, Anna, Luna, y sobre todo se acabó Madeleine.
Me cruzaré con unas cuantas miradas de tristeza a lo largo de mi vida; sin embargo, la que me dedica Madeleine en este momento seguirá siendo —junto con otra— una de las más tristes que jamás conoceré.
—Arthur, corre en busca de Anna y Luna, y procura encontrar otro carruaje. Jack tiene que abandonar la ciudad lo antes posible. Yo me quedo aquí a recibir a la policía.
Arthur se sumerge en la noche. Con su paso renqueante avanza tan veloz como puede para llegar en un santiamén al pie de la colina.
—Voy a prepararte algunas cosas. Tienes que esfumarte en menos de diez minutos.
—¿Qué les dirás?
—Que no has vuelto. Y dentro de unos cuantos días, diré que has desaparecido. Cuando haya pasado un tiempo, te declararán muerto, y Arthur me ayudará a cavar tu tumba al pie de tu árbol favorito, junto a la de Cunnilingus.
—¿A quién vais a poner en el ataúd?
—Nada de ataúdes, solo un epitafio grabado en el árbol. La policía no lo comprobará. Es la ventaja de que me consideren una bruja, a nadie se le ocurriría fisgonear en mis tumbas.
Madeleine me prepara un hatillo repleto de tarros de sus lágrimas y algo de ropa. No sé qué hacer para ayudarla. Podría pronunciar alguna frase importante, o ayudarla a doblar mi ropa interior, pero me quedo plantado como un clavo en el suelo.
Esconde el duplicado de las llaves de mi corazón en el bolsillo de mi abrigo para que pueda darme cuerda en cualquier circunstancia. Luego embute unas cuantas creps enrolladas en un papel marrón, mete más y más cosas en la maleta y esconde unos pocos libros en los bolsillos de mi pantalón.
—¡No voy a cargar con todo eso!
Intento hacerme mayor, pero lo cierto es que todo su cuidado, todas su atenciones y mimos me conmueven en lo más hondo. A modo de respuesta, me ofrece su famosa sonrisa llena de falsos contactos. En todas las situaciones, de las más divertidas a las más trágicas, Madeleine siempre prepara algo de comer.
Me siento sobre la maleta para cerrarla como es debido.
—En cuanto te instales en un lugar fijo, no te olvides de contactar con un relojero.
—¡Quieres decir un doctor!
—¡No, no, eso sí que no! Nunca visites a un doctor por un problema de corazón. No entendería nada. Tendrás que encontrar un relojero para arreglarlo.
Tengo ganas de confesarle todo el amor y el reconocimiento que siento por ella, multitud de palabras vacilan en mi boca, pero se niegan a franquear el dintel de mis labios. Me quedan los brazos, así que intento transmitirle el mensaje estrechándola contra mí con todas mis fuerzas.
—¡Cuidado, si nos abrazamos demasiado fuerte, te harás daño en el reloj! —dice ella, con su voz a un tiempo dulce y rota—. Ahora tienes que irte, no quisiera que te encontraran aquí.
El abrazo se deshace, Madeleine abre la puerta y antes de salir a la calle ya siento un frío gélido.
Mientras desciendo por la colina me bebo un tarro entero de lágrimas, corro como jamás lo he hecho en mi vida por este camino que conozco tan bien. Cuando termino de beber se aligera el peso de mi bolsa, pero no el de mi corazón. Devoro los creps para que absorba un poco de líquido. Mi vientre se dilata hasta darme aspecto de mujer embarazada.
Por la otra vertiente del antiguo volcán, veo pasar a los policías. Joe y su madre están con ellos. Tiemblo de miedo y euforia.
Un carruaje nos espera al pie de Arthur’s Seat. Entre las luces de las farolas parece un pedazo más de noche. Anna, Luna y Arthur se instalan rápidamente en su interior. El cochero, que luce bigote hasta las cejas, anima a los caballos con su voz de cascotes. Con la mejilla pegada al cristal, contemplo Edimburgo desapareciendo entre la bruma.
Los Lochs se extienden de colina a colina, midiendo cada vez con mayor precisión la lejanía hacia la que me dirijo. Arthur ronca como una locomotora a vapor, Anna y Luna mecen su cabeza. Diríase que son gemelas. El tic-tac de mi reloj resuena en medio del silencio de la noche. Tomo conciencia de que todo este pequeño mundo que me ha visto crecer continuará sin mí.
Al amanecer, la melodía desencajada de «Oh When the Saints…» me despierta. Jamás la escuché cantada tan despacio. El carruaje se detiene.
—¡Hemos llegado! —exclama Anna.
Luna deposita sobre mis rodillas una vieja jaula para pájaros.
—Es una paloma mensajera que un cliente romántico me regaló hace unos años. Es un pájaro muy bien entrenado. Puedes escribir cartas y ponernos al corriente de tu vida. Enrolla las cartas alrededor de su pata izquierda, y ella nos hará llegar el mensaje. Nos podremos comunicar, te encontrará estés donde estés, incluso en Andalucía, ¡el país en el que las mujeres te miran directamente a los ojos! Buena suerte, pequeñito —añade en español mientras me abraza con fuerza.
Jack:
Esta carta es muy pesada, tanto que me pregunto si la paloma logrará alzar el vuelo con tales noticias.
Esta mañana, cuando Luna, Anna y yo llegábamos a lo alto de la colina, la puerta de la casa estaba entreabierta, pero ya no había nadie. El taller estaba patas arriba, como si acabara de pasar un huracán. Habían revuelto todas las cajas de Madeleine, hasta el gato había desaparecido.
Fuimos inmediatamente en busca de Madeleine. Y al fin la encontramos en la prisión de Saint Calford. En el poco rato que nos autorizaron a verla, contó que la policía la había arrestado apenas unos minutos después de nuestra partida, y añadió que no había que preocuparse, que aquella no era la primera vez que la arrestaban y que todo se arreglaría.
Me gustaría poder escribir que ya la han soltado, me gustaría contarte que cocina con una mano, que con la otra arregla a algún infeliz, aunque te eche de menos, que se porta bien. Pero ayer por la noche Madeleine se marchó. Partió en un viaje que ella misma decidió emprender pero del que jamás podrá regresar. Dejó su cuerpo en la cárcel y su corazón se liberó. Soy consciente de que esta noticia te sumirá en un gran estado de tristeza, pero no olvides nunca que tú le has dado la alegría de ser una verdadera madre. Ese era el mayor sueño de su vida.
Ahora esperamos que la paloma nos traiga noticias tuyas. Espero que la paloma pueda alcanzarte pronto. La idea de que creas aún que Madeleine vive nos resulta cruel.
Procuraré no releer esta carta, si no me arriesgo a no reunir jamás el valor para mandártela.
Anna, Luna y yo te deseamos el coraje necesario para superar esta nueva adversidad.
Con todo nuestro amor,
Arthur
P.D.: Y no lo olvides nunca, ¡«Oh When the Saints»!
Cuando tengo mucho miedo, noto que la mecánica de mi corazón patina hasta tal punto que parezco una locomotora de vapor en el momento en que sus ruedas chirrían en una curva. Viajo sobre los raíles de mi propio miedo. ¿De qué tengo miedo? De ti, en fin, de mí sin ti. El vapor, pánico mecánico de mi corazón, se filtra por debajo de los raíles. Oh, Madeleine, que calentito me tenías. Nuestro último encuentro aún está tibio, sin embargo tengo tanto frío como si jamás te hubiera encontrado ese día, el día más frío del mundo.
El tren resopla con un estrépito punzante. Quisiera retroceder en el tiempo para entregarte el viejo trasto de mi corazón y dejarlo en tus brazos. Los ritmos sincopados del tren me provocan algunos sobresaltos que aprenderé a dominar, pero ahora mismo parece como si tuviera mariposas revoloteando en el corazón. ¡Oh, Madeleine, aún no he dejado atrás las sobras de Londres y ya me he bebido todas tus lágrimas! Oh, Madeleine, te prometo que en la siguiente parada iré a ver a un relojero. Ya lo verás, regresaré a tu lado en buen estado, lo bastante ajustado para que puedas ejercer de nuevo tus talentos de reparadora en mí.
Cuanto más tiempo paso en este tren más me asusta su potencia; es una máquina con gran fuerza, con un corazón tan desatado como el mío. Debe de estar terriblemente enamorado de la locomotora que lo hace avanzar. A menos que, como yo, sufra la melancolía de lo que va dejando atrás.